Capítulo 36
Por Un Ideal
Cuando Simon llegó a la redacción de The Guardian a media mañana del día siguiente, experimentó, de inmediato, la extraña sensación de haber estado ausente durante mucho tiempo. A pesar de que la noticia del secuestro de su familia había causado un auténtico revuelo en la empresa, no tuvo que hacer frente a ninguna de las situaciones embarazosas que esperaba encontrar. Agradeció, por primera vez en su vida, que la contención emocional formara parte del acervo cultural británico. Siempre había aborrecido ese comedimiento social, que ahora, de modo providencial, le ahorraba tener que detenerse y corresponder con cara de circunstancias a las escuetas palabras de aliento que unos y otros articulaban a su paso. Ni siquiera la sonriente Susan Schuett, desbordada por el correo y las llamadas, le dedicó su habitual guiño cómplice. Simplemente no reparó en su presencia.
En el área de información internacional todo parecía no haberse movido de su sitio. Un disciplinado ejército de redactores lidiaba con las páginas y noticias del día en medio del habitual desbarajuste visual y sonoro que era el departamento.
Darden pensó que sólo él había estado fuera del mundo.
Richard Garnet, el jefe de redacción en funciones, abrió los ojos de modo desmesurado cuando lo vio acercarse.
—¡Dios mío, Simon, qué susto! ¡Lo hemos pasado todos muy mal, muy mal! —tartamudeó ante lo inesperado de la visita. Se puso en pie y le dispensó un largo abrazo—. ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar con tu familia?
—Todo está bien, no te preocupes —murmuró el periodista—. He venido a resolver un par de cosas. Me iré enseguida.
—Habéis pagado, ¿no? —inquirió Richard mirándole como un pasmarote—. Claro, ¡qué pregunta tan estúpida!
—¿Cómo?
—El rescate.
—¿El rescate? ¡Ah, sí, por supuesto, el rescate!
—Ayer corrió el rumor por toda la empresa.
—¿De qué rumor hablas?
Garnet le miró desconcertado.
—Se comentaba en numerosos corrillos que los centinelas, el Scott Trust, han ayudado a reunir la suma que los secuestradores exigían por Claudia y Brian —explicó Richard, buscando confirmación a sus palabras en los ojos de Darden—. Es cierto, ¿no?
—Sí, es cierto. Todo se ha resuelto gracias a ellos, pero preferiría no hablar de eso ahora. Supongo que lo entiendes.
—Claro que sí, disculpa, soy un desastre, ya me conoces, el tacto no es lo mío.
Darden forzó una sonrisa cariacontecida. Empezaba a ser consciente de que su retorno a la normalidad, su encaje en el mundo de todos los días, supondría un esfuerzo sobrehumano.
—Cuéntame, ¿en qué andas? —preguntó distraído, echando un breve vistazo a las páginas que Garnet tenía abiertas en su pantalla.
—Intentaba condensar este artículo sobre los tejemanejes de Blair —explicó el jefe de redacción con expresión frustrada—. Es excelente. Dará que hablar, aunque es imposible reducir su extensión sin arruinarlo por completo. Se lo he dicho a Alton. Lo más probable es que lo publiquemos en un par de días. Esa catástrofe nos obliga a variar todo el alzado del número.
—¿Catástrofe? ¿De qué catástrofe estás hablando?
—¿No has oído la radio?
—No, no he oído nada.
—Hablo del terremoto, del tsunami en el Atlántico Sur.
—¡¿Qué?!
—A pesar de tu circunstancia me extraña que no te hayas enterado de nada. Mira, aquí tienes un montón de noticias de agencia. Léelas —invitó señalando un amasijo de papeles—. Ha ocurrido a las cuatro de la madrugada. Un desplazamiento de las placas tectónicas del fondo marino, en la zona de Weddell, frente a las costas de la Antártida.
El rostro de Simon Darden adquirió la textura del mármol.
—¡Un terremoto! ¿Frente a la Antártida?
—¡Sí, Simon, la Antártida, el Polo Sur! —exclamó Garnet.
El periodista dejó su cartera en el suelo y se desplomó incrédulo en una silla. Inmerso en un estado irreal escuchó a su compañero explicar cómo un cataclismo, de siete grados de intensidad en la escala de Richter, había sacudido la placa continental frente a la Antártida durante más de tres minutos, provocando el hundimiento de una extensa franja costera al norte de la región conocida como Tierra de la Reina Maud. Millones de toneladas de hielo y piedras se habían desplomado a consecuencia de la brutal fractura.
La convulsión había generado un devastador tsunami, una gigantesca ola que había arrasado el extremo meridional de África y la isla de Madagascar, yendo a deshacerse, tras recorrer todo el océano índico, en las costas de la India, Sri Lanka, Sumatra, Java y Australia.
Las palabras de la Plomada volvieron a resonar en el centro de su cerebro.
No cabía duda alguna. Última Thule había sacrificado su santuario.
Simon Darden intuyó que una explosión nuclear múltiple había sepultado para siempre la Base 211, el Shangri-La del Tercer Reich en Neu Schwabenland.
La cruz bajo la Antártida.
—¡Simon! ¿Qué te ocurre? ¿Estás bien? —Garnet le zarandeó—. ¡Te has quedado pálido como la cera! ¿Quieres que te traiga uno de esos asquerosos cafés de máquina?
—¿Eh? ¡No, no! Sólo estoy un poco mareado. No es nada, voy a refrescarme.
Unos minutos después, mientras secaba su rostro frente al espejo, Darden encontró sus ojos en el reflejo invertido que el azogue le devolvía. Se sorprendió al detectar el miedo en su mirada. En un estado perturbado siguió la línea de sus facciones, como si descubriera la fisonomía de un ser familiar y extraño a un tiempo.
—¡Maldito seas! —susurró—. Eres un cobarde, un miserable cobarde, me avergüenzo de ti, Simon Darden.
Abotonó su camisa. Con paso firme se encaminó al despacho de Roger Alton. El editor trabajaba rodeado de informes y páginas con expresión reconcentrada. Sonrió abiertamente al verle aparecer.
—Roger, necesito hablar contigo. ¿Puedes dedicarme unos minutos?
—Por supuesto, pasa, siéntate —invitó—. ¿Cómo están los tuyos?
—Bien, encantados de que el Scott Trust haya pagado su rescate —ironizó.
Alton contuvo una media risilla con poco éxito.
—Bueno, yo sólo extendí el bulo que me pareció más creíble. La televisión hizo hincapié en que tu suegra es una mujer de clase alta, una de las viejas fortunas de Bath, ¿no? A las pocas horas del secuestro hizo unas declaraciones a la BBC diciendo que su patrimonio había mermado considerablemente en los últimos años. Es mejor que todos crean que esto ha sido obra de malhechores comunes.
—Sí. Todo está bien. Dejémoslo ahí —convino Darden—. Quiero que sepas que te agradezco todo lo que has hecho, Roger. Siento que te debo una disculpa. Mi comportamiento de ayer fue imperdonable. Estaba muy nervioso.
—Ya ha pasado todo, cálmate.
—He tomado una decisión. Ahora, hace un momento —anunció el periodista—. ¿Aún quieres esa historia?
—¿La tenemos?
—Completa. Terrible. Más allá de los límites de la imaginación.
Alton le observó en silencio. Era evidente que Simon se disponía a plantear condiciones. Los dos tomaron asiento alrededor de una pequeña mesa en la que el editor mantenía sus reuniones con el equipo directivo del periódico.
—¿Qué te ha hecho cambiar de parecer? Ayer, el mundo no merecía ser salvado.
—He recordado a Eilert Lang. He recordado su mirada —murmuró en tono grave Simon—. Más allá de buscar venganza por todo lo que esos asesinos le hicieron, perseguía que la verdad saliera a la luz. Creo que a mí me toca cumplir con su última voluntad. De otro modo, su muerte y la de tantos otros habrá sido inútil.
—Me parece un razonamiento correcto.
—Tendrás tu historia, Roger, tan explosiva, asombrosa y espectacular que durante semanas los ojos del mundo estarán pendientes de The Guardian, pero debo pedirte algunas cosas.
—Adelante con las condiciones.
—Me vas a dar seis meses. Necesito al menos seis meses para ordenar todo lo que sé. Tengo la llave y la combinación de la caja fuerte en la que Eilert ocultó los documentos que logró arrebatar a Thule. Están aquí, en Londres. Todavía no sé cómo los sacaré de ese banco, estoy seguro de que me van a vigilar muy de cerca a partir de ahora. Pero lo haré. Ya se me ocurrirá algo.
—Muy bien.
—La seguridad de Claudia y Brian…
—¿Qué quieres que haga?
—Tienes muchos amigos en las altas esferas, en el Gobierno y en las Cámaras del Parlamento, gente poderosa —apuntó Darden—. Te voy a pedir que remuevas cielo y tierra. Mi familia necesita una nueva identidad. Debe salir de Inglaterra de inmediato. Encuéntrales un destino en el último confín del mundo. Encárgate de que gente de absoluta confianza vele por su bienestar.
—Dalo por hecho.
—Poco más. Nos mantendremos en contacto, Roger. Te diré de qué forma y cuándo podremos hablar. Procuraré informarte de todo —aseguró poniéndose en pie.
—¿Adónde piensas ir?
Darden se detuvo junto a la puerta y le miró con astucia.
—Todos conocemos un lugar al que correríamos de saber que al mundo le quedan sólo unas horas, ¿no? ¡Ahí voy yo!