Capítulo 13
Destinos Cruzados - I
Oscurecía en Berlín. Un delicioso olor a döner kebab de cordero asado emanaba de la tienda de Tarek. Ese aroma a carne dorada atrapaba a diario la atención de los transeúntes, que solían detenerse, rebuscar entre las monedas del bolsillo y llevarse algo rápido y delicioso a la boca. El libanés, cuchillo en mano, cortaba finas láminas de la pieza, dispuesta en un cilindro vertical, y las depositaba en una gran bandeja metálica. Su hijo, Saruca, algo más allá, las mezclaba con hojas de ensalada y tomate y rellenaba con parsimonia las tortas de pan ácimo que previamente había abierto; después, tras colocarlas en pequeñas bolsitas de papel, las disponía sobre la repisa del pequeño colmado.
A Günter Baum se le abrió el apetito de golpe. Sonrió complacido y no dudó en pasar al interior de la tienda.
—Buenas tardes, ¡qué frío! —dijo frotándose las manos.
—Sí. Y aún hará más. Lo han dicho en la radio —convino Tarek mirándole de reojo, sin dejar de afanarse en lo suyo—. ¿Qué será? ¿Una torta de kebab calentito?
—¿Eh? ¡Sí, por supuesto! ¡Huele de maravilla!
—No lo dude, es el mejor döner kebab de toda la ciudad. Ningún turco lo asaría mejor, se lo aseguro —alardeó el comerciante—. Saruca, vamos, apresúrate, un kebab para este señor. ¿Desea algo más, caballero, alguna bebida?
—No, gracias, pero ya que estoy aquí quisiera mostrarle algo. Una foto. La foto de alguien a quien estoy buscando —murmuró Günter entrecerrando los ojos. Su rostro adoptó el aspecto taimado de un lobo que sigue a su presa en las profundidades del bosque.
Puso una fotografía ante los ojos de Tarek. Era una copia ampliada de una imagen que, en origen, no debía de poseer gran calidad.
El tendero aguzó la mirada. Escrutó el rostro de un hombre rubio, de ojos claros y facciones angulosas. De unos treinta y tantos años. Sin duda, por su morfología, alemán o nórdico.
—¿Qué pasa con este hombre? —preguntó volviendo a ocuparse en lo suyo.
—¿Le conoce, le ha visto usted? —indagó Baum.
—No estoy seguro. Podría ser —murmuró receloso—. Aquí entra mucha gente.
Günter extrajo una cartera de piel negra del interior del abrigo y mostró una placa y una credencial.
—Me llamo Fritz Schlesinger, inspector de la Oficina de Investigación Criminal de Berlín —masculló impasible, con un brillo altanero en los ojos—. Y este tipo de la foto es un asesino. Un criminal peligroso. Muy peligroso. Le seguimos la pista desde hace mucho tiempo. Creemos que se oculta en esta parte de la ciudad.
—¡Ah, ya!
Günter mordisqueó el sándwich de kebab. Tomó una servilleta del mostrador y la pasó delicadamente por los labios. Al punto, la estrujó arrojándola al suelo.
—Pues no sé qué decirle —farfulló el libanés volviendo a examinar el retrato depositado sobre el mostrador—. Ahí, en ese edificio del otro lado de la calle, el de ladrillo rojo, vive un hombre que se le parece. Aunque es moreno, lleva el pelo más largo y una barba corta, un poco descuidada. Juraría, no obstante, que los ojos son los mismos, pero, que Alá me perdone, podría estar equivocado.
—Tranquilo. De no ser él no hay motivo por el que preocuparse. Nuestro trabajo consiste en comprobarlo todo. Gracias por su colaboración.
El agente de Última Thule depositó una moneda sobre el mármol, esbozó una sonrisa que más bien era una mueca y salió a la calle alzando el cuello de su abrigo.
En la esquina se reunió con su segundo, Ewald Fleischer, y otros dos.
—Coincide con la dirección que nos han proporcionado —anunció ladeando el rostro levemente—. Ahí, delante de nuestras narices.
Los cuatro encararon el edificio de tres pisos. Era una finca vieja con aspecto de haber sido rehabilitada y convertida en un bloque de pequeños apartamentos.
En ese preciso instante, tras una de las ventanas del tercer piso, Elke Schultz deambulaba por el salón como una fiera enjaulada, con el teléfono en la mano.
—¡Ya te he dicho que sí, por Dios, mira que llegas a ser pesada! —gruñó aburrida—. No sufras, no olvidaré ni los guantes ni la bufanda.
La concertista miró con desazón las dos grandes maletas que se hallaban a medio hacer, abiertas sobre el sofá.
Una voz atiplada, chillona, llegó a través del aparato.
—Piensa que en Francia, Inglaterra, Estados Unidos y Canadá está haciendo muy mal tiempo. ¡Lo he visto en las noticias! ¡Déjate de tantos trajes de noche y coge un buen echarpe, rebecas y ropa interior de franela! ¡Y unos buenos botines forrados de gamuza!
—¡Que sí, mamá, que sí! —convino la concertista al borde del hartazgo—. Dime, ¿qué tal estás tú?, ¿qué tal va todo por ahí?
—¡Ay, hija, de maravilla! Aquí hace un tiempo espléndido. La gente se baña y pasea durante el día por la playa. Ayer nos tomamos en una terraza, tu tía y yo, un dry-martini delicioso. Y por la noche fuimos al casino. Está en el mismo hotel, el Santa Catalina. Ya verás qué maravilla de lugar, he hecho fotos. Ganamos casi doscientos euros apostando al rojo y al negro.
—Me das miedo, mamá, te estás aficionando al juego.
—¿Miedo? ¡Por favor, Elke, que ya me toca disfrutar un poco! ¡Desde que murió tu padre he vivido recluida! Te lo contaré con más calma, pero uno de los caballeros que jugaba en la mesa, un español muy distinguido, no me quitó el ojo en toda la noche. Yo llevaba el corpiño de lamé, el negro, y había ido a la peluquería…
La violinista sonrió. Despegó el aparato de su oído. La voz de su madre, a cierta distancia, se asemejaba al barullo estridente de una cotorra alterada. Caminó hasta la nevera y tomó una botella de vino blanco. Gracias al cielo quedaban tres dedos. Sacó el corcho con los dientes y llenó una copa hasta el borde. Cuando detectó que el monólogo tocaba a su fin preguntó:
—¿Cuándo vuelves?
—La próxima semana, hija. El martes. Prométeme que me llamarás desde París.
—Prometido.
—Una cosa más y te dejo, dime: ¿cómo va todo con Carl Weisman?
Elke Schultz cerró los ojos, apretó las mandíbulas y suspiró profundamente llenando su pecho de desasosiego. Estaba convencida de que el último torpedo iría directo a la línea de flotación.
—Con Carl todo ha acabado. Te advertí que pensaba dejarlo estar.
—¿Acabado? Te juro que no te comprendo, Elke, ¡pero si como quien dice estaba empezando! Además, me dijiste que él te gustaba.
—No hay nada que comprender, mamá. Carl es un hombre casado y yo no quiero saber nada de ese tipo de aventuras. ¿Tanto te cuesta entenderlo?
El silencio se instaló en la línea.
—En fin, cariño, tú sabrás lo que haces. Pero me duele ver que una mujer tan guapa como tú aún sigue sola, ¿sabes?, el tiempo no pasa en balde.
—Voy a colgar mamá. Voy a colgar. Cuelgo. Un beso. ¿Vale?
—Un beso, cariño, cuídate.
La violinista arrojó el móvil sobre el amasijo de ropa por doblar que se amontonaba en uno de los lados del sofá. Se llevó las manos a la cabeza, desordenando sus largos cabellos castaños. Al punto se quedó sin resuello, mirando hacia lo alto, como si la habitación no tuviera techo y ella pudiera salir volando de un momento a otro.
—¡Qué paciencia, Dios mío, qué paciencia! —masculló.
Apuró la copa. Echó un vistazo al reloj. Las siete y cuarto.
Se dejó caer a plomo en una pequeña butaca. En la mesita contigua, arropado por suave terciopelo rojo, descansaba el mejor de los amantes posibles: un cuerpo breve que no se resistía a sus caricias, tierno y fuerte a la vez. Deslizó los dedos por la piel del estuche y cerró los ojos, convenciéndose de que sólo necesitaba unos segundos de silencio.
Su conciencia se diluyó paulatinamente, adentrándose más y más en las lindes del sueño.
De súbito, alguien llamó a la puerta. Con insistencia. Tres timbrazos largos, apremiantes. Una sacudida nerviosa alertó a la concertista de que algo raro pasaba. No esperaba a nadie. Adormilada se aproximó hasta la entrada y fisgó por la mirilla.
Era su vecino. El tal Heinz Rainer. Deformado por el efecto de ojo de pez del visor. Sonrió. De forma instintiva se volvió hacia la ventana de la sala buscando a Liz. El alféizar estaba vacío. Descorrió el pasador de seguridad y entreabrió.
—¿Otra vez se le ha escapado la gata? —bromeó.
Antes de que pudiera entender lo que ocurría, Elke Schultz se vio arrinconada contra la pared, con una mano atenazando sus labios y el gélido cañón de una pistola presionando en el centro de su frente, entre los dos ojos.
—Si quiere vivir, cierre la boca… —susurró él con voz lúgubre.