Capítulo 33


Cara A Cara

—Nos disparan! —gritó Simon Darden aterrorizado. El periodista se llevó las manos a la cabeza buscando protegerse de la lluvia de cristales.

El proyectil rozó la frente de Münzel y se incrustó en la pared. El anciano perdió el equilibrio y se derrumbó con un quejido lastimero en los labios.

La reacción de Eilert Lang fue fulgurante. Se abalanzó sobre Elke y la obligó a buscar protección en el exiguo espacio que mediaba entre el sofá y la mesa. De inmediato, echó mano a su automática. Comprobó el cargador, quitó el seguro y disparó contra las dos lámparas que iluminaban esa parte del salón. La estancia quedó sumida en una penumbra rojiza, tenebrosa, alimentada por la débil luminiscencia de las brasas de la chimenea. El biólogo reptó hasta uno de los ventanales y fisgó a través de la cortinilla de láminas del postigo exterior.

—¡Están ahí, en la atalaya que conduce al embarcadero! —constató.

Varias siluetas furtivas se deslizaban con la agilidad de los gatos, al amparo de los árboles y rocas del jardín.

Klaus Münzel se incorporó maltrecho. Regresó encogido hasta el lugar que había ocupado y tomó la escopeta.

—Tengo esta escopeta desde hace años. Es de caza, pero de caza mayor —farfulló—. Ideal para abatir elefantes.

El alemán descargó el peso de su cuerpo breve sobre la butaca que había ocupado, empujándola en dirección a la puerta de acceso a la terraza. Después, se parapetó tras uno de los brazos y retrajo el percutor.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó entre sollozos Elke—. ¡Nos van a matar!

—Vamos a recibir a esos cabrones por todo lo alto —replicó Münzel enervado, apretando la mandíbula.

—No creo que podamos detenerlos —apuntó Lang escéptico—. Juraría que nos superan en número. He dejado de verlos. Creo que rondan por la terraza de la planta inferior.

El noruego, sin previo aviso, se alzó y atravesó la estancia como una exhalación, en dirección al vestíbulo de la casa.

—¿Adónde vas? —interpeló Elke angustiada. Por primera vez estaba dispuesta a admitir que el aplomo que caracterizaba a Lang suponía para ella una tabla de salvación. En París, cuando él la dejó, las cosas habían ido a peor.

—¡Tranquilízate, no te dejaría por nada del mundo, sólo quiero comprobar el piso inferior! —aseguró el biólogo a media voz cruzando el umbral. En el último instante, al reparar en la expresión desconcertada del periodista, le espetó—: ¡Darden, por lo que más quiera, manténgase firme y no dude en disparar a cualquiera que intente entrar por esas ventanas!, ¿me ha entendido?

El periodista asintió. Tenía un nudo en la garganta. Tragó saliva. Apenas podía controlar el temblor que se apoderaba de su mano; sostenía con crispación la culata de la pistola. El arma se le antojaba un peso insufrible.

Lang cruzó el recibidor y descendió un largo tramo de escaleras. Desembocaban en un pequeño distribuidor. Una lámpara encendida sobre un taquillón le permitió trazar con celeridad un mapa del lugar en su cabeza. A la derecha, un estrecho pasillo conducía a las habitaciones. Lo recorrió a la carrera, entreabriendo una puerta tras otra según avanzaba. Comprobó que todas las estancias poseían ventanas amplias, las cuales daban a una terraza lateral que comunicaba con el acceso al muelle. Al final del corredor, una puerta de cristal translúcido, reforzada por barrotes de hierro, cerraba el paso. Parecía segura.

Deshacía camino, dispuesto a examinar el otro lado de la planta, cuando dos disparos resonaron en el piso superior. El estrépito de un cristal al fragmentarse contra el suelo le encogió el ánimo. Una fracción de segundo después escuchó una detonación mucho más poderosa, doble, rabiosa. Y un grito de dolor, seguido de un gruñido triunfal, le permitieron entender que Münzel había descargado los dos cartuchos de su escopeta al unísono y con buen tino.

Con sigilo abrió la única hoja a la izquierda del descansillo. Para su sorpresa se halló en un espacioso bar. Olía a moho. Contrariado, comprobó que otra puerta, vieja y frágil, permitía acceder desde allí a la terraza exterior.

—¡Maldita sea, esto es una pesadilla! —gruñó.

El pomo comenzó a moverse. Era evidente que los sicarios de Thule tanteaban, uno a uno, todos los posibles accesos a la casa. No vaciló en disparar a través de la madera, aunque sin éxito. Unos pasos precipitados, en abierta retirada, decían a las claras que había malgastado munición inútilmente.

Se disponía a regresar al salón cuando un golpe contundente derribó la puerta que se divisaba al final del siguiente tramo de escaleras. El acceso directo a la dársena y al muelle de la casa no resistió la embestida de los matones. La hoja se abrió de golpe, saliéndose de sus goznes. Dos sombras temibles se recortaron ante el umbral.

Lang respiró profundamente. Se deslizó, a lo largo de la pared, hasta quedar en posición estable. Afianzó su pulso con la mano izquierda y, en la quietud entre dos hálitos, vació lo que restaba de cargador sobre el primero de ellos. Un agente de Thule salió despedido hacia atrás, profiriendo un grito pavoroso; el segundo fintó el cadáver de su compinche y se coló en el interior de la casa, amparándose en un vendaval de plomo que obligó a Lang a replegarse escaleras arriba.

—¡No disparen, soy yo! —alertó el noruego de regreso en el salón. Cerró la puerta y la aseguró arrastrando una pesada mesa y una vieja arquilla hasta su base.

Münzel bajó el cañón de su escopeta. Había estado a punto de reventarle la cabeza.

—¡En esta trinchera todo va bien, sin novedad! —anunció con sorprendente ironía—. A uno de esos cerdos le he abierto un boquete inmenso en las tripas.

—Creo que yo he acabado con otro —murmuró Lang yendo a apostarse entre Darden y Elke—. De todos modos, esta batalla está perdida. Han conseguido entrar. Están abajo, en la planta de acceso al muelle.

—¿Perdida? ¡En absoluto! —rezongó Münzel.

—Sí, perdida. ¿Cómo es posible que no intuyera que antes o después vendrían a por usted? ¡Esta casa tiene más agujeros que un queso emmental! —recriminó el biólogo con acritud. Al punto se dirigió a Darden. El periodista intentaba, una y otra vez, establecer comunicación con su teléfono móvil—. ¿Se puede saber qué está haciendo?

—¿Está ciego? ¿Necesita luz? —replicó furioso el inglés—. ¡Intento llamar a la policía, la línea telefónica ha sido cortada y este maldito cacharro no tiene cobertura en este país! ¡Ni siquiera podré despedirme de los míos!

Eilert rebuscó en el bolsillo. Extrajo un nuevo cargador y lo introdujo con un golpe seco en la pistola. Los dedos de Elke se tensaron en ese instante sobre su brazo.

—Eilert, escúchame, por favor, escúchame —susurró a escasos centímetros de su rostro, con un hilo de voz entrecortada, lastimera—. Tengo mucho miedo, mucho miedo. No quiero morir. No quiero. Abrázame, te lo suplico.

El mundo se derrumbó para Eilert Lang ante el peso de esa rogativa. Elke se deshizo en lágrimas, hundiendo el rostro entre sus brazos, mientras él se maldecía interiormente por haber causado la desgracia de una mujer a la que amaba con todas sus fuerzas. Las imágenes de los últimos días desfilaron a endiablada velocidad ante sus ojos. Una rara certeza le invadió. Enredó sus dedos en los cabellos lacios de la mujer, delicados como hebras de seda. Por un instante, como si de una burla cruel del destino se tratara, imaginó qué maravillosa podría haber sido la vida junto a ella.

Intentó articular una frase de consuelo, pero ninguna palabra acudió a sus labios. Un infinito dolor le traspasó de parte a parte.

—No quiero morir —reiteró ella con la tristeza pesando en el ánimo.

—Nada malo te va a ocurrir. Lo sé.

—Escucha, Eilert, escúchame: tal vez si devolvieras a esa gentuza todos esos documentos nos perdonarían la vida —sugirió Elke temblando como una hoja.

—Eso no serviría de nada. Nos matarían a sangre fría. Cálmate, saldremos de ésta.

Tres disparos pusieron punto final a la recapitulación emocional en que todos andaban sumidos. La cerradura de la puerta principal de la casa saltó por los aires. Una patada seca contra la hoja y unos pasos precipitados les hicieron entender que el final era inminente.

—¿Ha asegurado el acceso a la cocina? —inquirió Münzel desabrido.

—¿De qué puerta está hablando? —preguntó en un respingo Lang.

—¡De ésa, mierda, de ésa! —rugió el viejo, dirigiendo el cañón de la escopeta hacia una discreta lámina, oscura y rectangular, disimulada a la derecha, tras un caprichoso requiebro de pared.

Lang supo que la advertencia llegaba demasiado tarde. Recordó haber visto en el vestíbulo un acceso que parecía comunicar con la zona de servicio de la casa. No había reparado, pese a todo, en que el peculiar trazado de la mansión unía esa parte con la estancia en que se hallaban a través de una portezuela de servicio.

—¡Ahí vienen! —anunció sobrecogido Darden.

—¡Esto pinta muy mal! —admitió Eilert.

Todo sucedió en décimas de segundo. Günter Baum y Ewald Fleischer penetraron en el salón como dos diablos, disparando a ciegas, con tal furia que Münzel, Lang y Darden no pudieron sino ponerse a salvo tras el mobiliario que les servía de parapeto.

Eilert intentó calcular la munición empleada por los matones de Thule. Su cerebro se esforzó en contabilizar las balas, según pasaban silbando sobre su cabeza, pulverizaban cristales o perforaban el respaldo de alguna de las butacas. Como si fuera capaz de leerle el pensamiento, Münzel, atrincherado a su derecha, parecía aguardar con nervios de acero el final del órdago, dispuesto a emplear sus dos cartuchos en el momento oportuno.

Ambos se alzaron simultáneamente, en medio del angustioso intervalo de silencio y desinformación que sobrevino cuando las pistolas callaron. Sólo Lang llegó a disparar sobre una sombra evanescente, a bulto, una única vez.

En ese momento todo se precipitó.

El ventanal que el noruego tenía a sus espaldas se vino abajo, traspasado brutalmente por un cuerpo a la carrera. Un asesino aterrizó en el interior de la estancia profiriendo un alarido desmesurado, sobrecogedor. Para cuando lograron comprender qué ocurría, éste, envuelto en cristales y astillas, agarraba ya a Elke Schultz por el cuello, en un abrazo poderoso, y amenazaba con hundir la hoja de su cuchillo en el centro del corazón de la mujer.