Capítulo 16
Barrera De Hielo Y Miedo
Simon Darden, de regreso en Londres, no reparó en el sobre que alguien había deslizado bajo la puerta de su apartamento en Hampstead. Al abrir, la hoja lo arrastró en su trayectoria, arrinconándolo contra el zócalo. El periodista dejó el abrigo sobre el respaldo de una silla, hizo saltar el termostato de la calefacción y se hundió con gesto cansino en una pequeña butaca. Estiró los pies sobre la mesa. Le pesaban los ojos.
La información que Edward Harvington le había proporcionado ocupaba sus pensamientos. Se diría que el escritor se paseaba estirado, con dignidad aristocrática, por algún ramal de su cerebro; parecía conectar, en su soliloquio, unas neuronas con otras; pasadizos que, lejos de señalar con claridad la salida del laberinto, no hacían sino más críptico e inexpugnable el dédalo de misterios propuesto por Rainer.
Darden tenía la angustiosa sensación de hallarse más y más perdido conforme avanzaba. Ojeó al azar el libro que el escritor le había regalado, dispuesto a leer siquiera unas pocas páginas antes de ceder al sopor que le invadía. Sus pupilas se negaron a clavarse en el intrincado galimatías de texto; oscilaban de una línea a otra, en un laxo y mareante vaivén. Bostezó abandonándose al abrazo del sueño.
El estridente tono del teléfono le hizo incorporarse sobresaltado.
—¡Sí!
—¿Papá?
—¿Brian? ¡Hola, hijo! —masculló consultando el reloj—. ¿Qué haces levantado a estas horas? Son casi las doce. Deberías estar en la cama.
—Estoy viendo Little Britain, ahora ponen anuncios.
—¿Little Britain? Ya hablaré yo con tu madre…, no creo que esa serie sea muy apropiada para ti.
—¡Bah! Ya tengo doce años. Me encanta. Es como Monty Python, pero a lo bestia.
Darden esbozó una leve sonrisa.
—Dime, ¿cómo va todo?
—¡Muy bien! ¿Sabes? ¡He pasado al nivel tres de Dome of Warriors! —afirmó excitado—. Sale un djinn invencible, de dos cabezas. Necesitas cinco armas para acabar con él.
—No sé lo que es un djinn, Brian.
—Un genio, un ser maligno. Hay que matarlo o encerrarlo en un cofre.
—¡Ah! Bueno, a ver si lo consigues. ¡Que la fuerza te acompañe!
—Mamá me ha dicho que te diga que aún no ha recibido tu transferencia.
—Entiendo, dile que mañana sin falta veré qué ha pasado y lo arreglaré.
El teléfono comenzó a vibrar, emitiendo un zumbido de baja frecuencia, alertando de que otra llamada se estaba produciendo. Simon echó un vistazo rápido a la pantalla luminosa. Reconoció de inmediato el número de Heinz Rainer.
—Brian, perdona, debo colgar ahora. Nos veremos el fin de semana.
Cortó de forma brusca la conversación. Respiró profundamente. Su corazón latía desbocado.
—¿Hola?
—¿Señor Darden?
—Sí, soy yo. Confieso que no esperaba su llamada a estas horas.
—La situación ha cambiado.
—¿Qué quiere decir? —indagó.
—Conteste, se lo ruego: ¿a cuántas personas ha mostrado la imagen que le envié?
El periodista, confuso, guardó un breve silencio.
—¿Por qué me pregunta eso? —vaciló—. No lo sé. Déjeme pensar. Tres expertos confirmaron su autenticidad. Dos de ellos sin saber de qué se trataba. Les entregamos una copia en papel fotográfico eliminando el rostro de Hitler, el único que puede ser reconocido a simple vista. También un fotógrafo y viejo amigo, John Stewart, la examinó y está al corriente del asunto, pero está libre de toda sospecha.
—¿Alguien más?
—Bueno, como usted comprenderá, también mi superior, Roger Alton, el editor de The Guardian. No podía ser de otro modo.
Simon Darden se mordió los labios y apretó las mandíbulas. Se maldijo interiormente por haber entregado a Alton una copia de la fotografía momentos antes de que éste se reuniera con los centinelas del Scott Trust.
—Se ha producido una filtración —reveló Rainer interrumpiendo de forma abrupta las explicaciones del periodista—. Usted sabrá de qué modo. Me han localizado. Estoy huyendo, señor Darden. Acabo de matar a un hombre, un agente de Última Thule. Para salvar la vida me he visto obligado a utilizar a una persona, una mujer que nada tiene que ver con todo esto. Mi tiempo se acaba.
—Pero…
—Por favor, calle y escuche —recomendó inflexible Heinz—. Mi intención inicial era facilitarle información, de forma progresiva y dosificada, de modo que usted pudiera asimilarla y ensamblar el mismo rompecabezas que yo he armado durante estos últimos años. Mi trabajo aún no está completo. Falta alguna pieza. Poseo documentos e informes vitales, explosivos. Están a buen recaudo. Toda esa información, lamentablemente, podría ser considerada papel mojado de no contar con el testimonio imprescindible de algunos actores.
—¿Actores? Lo siento, no le sigo.
—Los actores de la operación Shangri-La, el nombre en clave de la farsa destinada a hacer creer al mundo que el Führer estaba muerto —explicitó Rainer—. Fueron seleccionados cuidadosamente por el propio Heinrich Müller, el jefe de la Gestapo, por Karl Dönitz y algunos ayudantes. Unas veinte personas en total, dentro y fuera del Führerbunker. Hasta hace apenas una semana, cinco de ellos estaban vivos, pero Última Thule los está liquidando. Uno a uno. Emil Färber, junto a su hija y su yerno, fueron asesinados en Munich; Gerald Gottlieb y su esposa, en Berlín. A lo largo de estos últimos meses intenté hablar con ellos, concertar una entrevista. Fue inútil, se negaron en redondo. Los dos introdujeron a los dobles en el búnker y facilitaron la salida de Hitler. Ahora sólo quedan tres.
—Entiendo.
—Dos están en Francia. El primero internado en un geriátrico, en París; el segundo vive en Lyon; el tercero, hasta donde he podido averiguar, reside en Andraitx, en Mallorca —enumeró Heinz en tono pausado—. Fueron piezas claves en la operación Shangri-La. Sacaron a Hitler de Alemania y le llevaron a Noruega. Creo que cuando intuyan el destino que les reserva Última Thule no dudarán en confesar. Necesitamos esos testimonios, señor Darden. Eso en el supuesto de que lleguemos a tiempo, ¿me entiende? Cada minuto es vital. Se lo explicaré con más detalle cuando nos encontremos.
—¿Dónde está usted ahora? —preguntó Darden, recorriendo impaciente todo el largo del pequeño apartamento. Su mirada se posó en un sobre abandonado junto a la puerta de entrada—. Señor Rainer, ¿me oye?
Heinz Rainer enmudeció. El periodista notaba su presencia al otro lado. Podía escuchar su respiración poderosa, entrecortada. Entendió que dudaba a la hora de revelar su paradero.
—Estoy en una gasolinera, en Alemania, camino de Francia —confesó finalmente—. Está nevando con fuerza. Intentaba comprar unas cadenas para los neumáticos, pero están agotadas. Seguiré hasta donde me sea posible; después, esperaré a que el temporal amaine y los quitanieves despejen la carretera.
—¿Qué quiere que haga?
—Le propongo un rendez-vous. Reúnase conmigo, en París.
—¿Cuándo?
—Pasado mañana. Sobre la una del mediodía. En el hotel Lotti, en el número 7 de la calle Castiglione, entre las Tullerías y la plaza de Vendôme —indicó—. ¿Lo tiene?
—Lo estoy apuntando —confirmó Darden—. ¿Cómo le reconoceré?
—No se preocupe por eso.
—Muy bien.
—Algo más…
—Le escucho.
—Seguiré confiando en usted —murmuró Heinz en tono lúgubre—. Tampoco tengo otra alternativa. Cuando le elegí no lo hice al azar. Estoy convencido de que no saldré con vida de ésta. Así que si le pido que calle y se comporte como una tumba es por su propia seguridad. Si yo desaparezco se convertirá en el único depositario de mi historia. Será una carga terrible. Olvídese de seguir con su apacible existencia. Deberá huir. Y ni un solo día de los que puedan restarle dejará de preguntarse si es el último.
Tras ese terrible vaticinio fue Darden el que se sumió en un silencio largo y desconcertado.
—¿He hablado claro? —apremió Rainer desde el otro lado.
—Muy alto y muy claro.
—Si no le encuentro en París entenderé que ha tirado la toalla. No se lo reprocharé. Adiós, Simon Darden.
Rainer no esperó más. Cortó la llamada. Palmeó sus hombros y sus piernas, aterido, intentando que la sangre volviera a circular con normalidad. Después recorrió los pocos metros que separaban el edificio de la estación de servicio del coche en el que esperaba Elke Schultz. A lo largo de la conversación no había dejado de vigilarla un solo instante, pero ella no había intentado siquiera salir del vehículo. Permanecía encogida, hecha un ovillo.
—Nos vamos —anunció—. No hay cadenas. Seguiremos hasta donde sea posible. Unos kilómetros más. Después buscaremos un lugar donde pasar la noche.
Elke no contestó. Parecía haber optado por la indiferencia. Rainer evitó quedar atrapado en el fascinante claroscuro de su perfil; parecía una cariátide, imperturbable, esculpida en mármol, oteando el futuro.
El Volvo se reincorporó a la carretera. Unas dos horas antes habían abandonado la autovía de Hannover, girando hacia el sur, en dirección a Francfort, buscando alcanzar el septentrión francés.
Poco más tarde, en un punto entre Göttingen y Kassel, Rainer entendió que seguir circulando resultaba imposible. Había dejado de nevar, el espeso manto de nubes blanquecinas de desgajaba, pero una gruesa capa de hielo cubría el asfalto. Distinguió varias casas diseminadas entre el arbolado y abandonó la vía internándose por un estrecho camino vecinal. Eligió una de ellas al azar. La más aislada. Estacionó el coche en la parte trasera, frente a la puerta de servicio. Era evidente que se trataba de una residencia de verano. Parecía cerrada a cal y canto. Probablemente llevaba así semanas, acaso meses, a juzgar por el aspecto descuidado del jardín.
—Este puede ser un buen lugar —murmuró—. Además, han dejado bastante leña junto a la escalera de la cocina. Entraremos en calor. Espere aquí. No se mueva.
Apagó el motor y guardó la llave. El frío exterior le llevó a rebuscar, instintivamente, en el abrigo. Encendió un cigarrillo. La puerta de la casa no parecía demasiado sólida, a buen seguro se abriría de un disparo. Descendió un peldaño y apuntó a la cerradura con la pistola. Se disponía a accionar el gatillo cuando el aleteo de un pájaro en una rama próxima le hizo tomar conciencia del extraordinario silencio que reinaba en la zona. Optó por propinar una contundente patada a la hoja y se coló en el interior como una sombra. Sus dedos toparon con un interruptor, pero la luz había sido desconectada. A tientas, a golpe de encendedor, cruzó la casa hasta llegar a los contadores del recibidor. Accionó el conmutador principal y deshizo el camino andado hasta la parte trasera, iluminando las estancias a su paso.
Una mueca contrariada se dibujó en los labios de Rainer al comprobar que la puerta del coche estaba abierta. Comprendió de inmediato la situación.
Elke Schultz había huido.
—¡Maldita estúpida! —gruñó entre dientes.
Distinguió a la mujer a un centenar de metros. Apenas una mota negra sobre un manto blanco. Atravesaba un descampado en dirección al bosque, avanzando penosamente con la nieve hasta media pierna.
Arrojó la colilla y se lanzó tras ella a la carrera.
En ese preciso instante, en Londres, Simon Darden permanecía petrificado, pálido como el papel, inclinado sobre una mesa, con la mirada clavada en la contundente advertencia que una mano anónima había consignado en una cuartilla.
«Si aprecia en algo la vida de los suyos, abandone ahora.»