Capítulo 7


Cinco Claves

—Disculpe, pero creo que no nos conocemos —murmuró inquieta Elke Schultz, retrocediendo instintivamente unos pasos.

—¿Ésta es su casa, no? —inquirió él.

—Sí.

—Soy su vecino. Nos hemos cruzado en un par de ocasiones. Vivo ahí, en la primera puerta del rellano. He mirado su buzón. Se llama Elke, ¿verdad?

La violinista asintió. Recordó haber visto de refilón a ese hombre. Siempre se había mostrado esquivo, huraño, parco en palabras, a pesar de que ella había intentado entablar en varias ocasiones una mínima conversación. Era realmente atractivo, pero parecía una sombra.

—Perdone, no le había reconocido. ¿Ocurre algo?

—Nada grave, eso espero —explicó intentando esbozar una media sonrisa con poco éxito—. Se trata de Liz, mi gata. Ha salido por la ventana, atravesado la cornisa, y se ha metido en su salón. Llevo dos horas intentando convencerla de que vuelva, pero parece que no se atreve. Está en el alféizar, hecha un ovillo.

Elke respiró profundamente y sonrió. Se llevó la mano al pecho, como si la sombra de un mal presagio se alejara definitivamente. Rebuscó en su bolso hasta dar con la llave.

—Siento molestarla —se excusó el hombre—. Ocurre que el apartamento que nos separa está vacío. De otro modo ya lo habría resuelto.

—No se preocupe, no tiene importancia —le tranquilizó Elke abriendo la puerta—. Le confieso que por un momento he llegado a asustarme. Llevo poco tiempo aquí. Me instalé en este barrio buscando tranquilidad, aunque últimamente no pasa semana sin que ocurra algo. Pase, haga el favor.

—Sólo espero que esa calamidad no le haya causado ningún estropicio.

—No creo. Los gatos son muy cuidadosos. Mi madre tiene cinco en su casa en el campo. El mayor problema es el pelo. Uno tiene que acostumbrarse a convivir con el pelo que sueltan a todas horas.

—Su madre debe de educar muy bien a los suyos. Liz lo araña todo.

Elke dejó el bolso y el estuche del violín sobre el sofá del salón. La gata permanecía adormecida en el alféizar de la ventana. Parecía una estatua. Era evidente que el frío la había paralizado.

—Supongo que es mejor que la coja usted, eh, señor…

—Heinz. Me llamo Heinz Rainer. Sí, será mejor, podría asustarse.

Liz ni se inmutó cuando su dueño la tomó en sus brazos.

—Ya hablaremos tú y yo con calma, renegada.

—Pobrecita. No la riña —aconsejó Elke acariciándola entre las orejas.

—No lo haré. Además no conseguiría nada. Es medio salvaje. La encontré hace unas semanas en la azotea. Me siguió. Creo que fue ella la que me adoptó a mí.

Elke rió con ganas. Se despidieron.

—Dime, gata infiel, ¿te gusta mi nuevo nombre? ¿Heinz suena convincente, verdad? —susurró dejando al animal en el suelo. Liz corrió a olisquear su comedero—. Ahora, haz el favor de ser una buena chica y pórtate bien, tengo que hacer una llamada.

Rainer encendió un cigarrillo y marcó un número.

El teléfono de Simon Darden comenzó a emitir el estridente tono de We don't need this fascist groove thang de Heaven 17.

El periodista se encontraba en The Quality Chop House, un pequeño restaurante frente a las oficinas del periódico. Se disponía a cenar con varios colegas de The Guardian y The Observer. Comentaban la debacle que las elecciones habían supuesto para el Partido Republicano en Estados Unidos.

Todos rieron abiertamente al reconocer la melodía.

—¡Te has quedado anclado en los ochenta, Simon! —le espetó uno con sorna.

Darden asintió con una sonrisilla descreída en los labios.

—Mucho peor. Creo que me apeé del carro cuando llegaron los imperdibles en la segunda mitad de los setenta, los punks con sus crestas —confesó echando un vistazo a la pantalla del aparato. Frunció el ceño. No era ningún número que él tuviera registrado—. Disculpadme un minuto. ¿Sí?

—¿Simon Darden?

—Sí, soy yo.

—¿Puede hablar?

—¡¿Eh?! ¡Por supuesto! ¿Usted es…?

—Sí.

—Concédame unos segundos, estoy en un restaurante y la cobertura no es muy buena, no cuelgue, por favor.

El periodista tomó el abrigo y salió a la calle.

—¡Hace tres días que espero su llamada! —confesó ansioso.

—Supuse que querría tomarse su tiempo.

—¿Tiempo?

—Tiempo para comprobar la autenticidad de la foto.

—Sí, claro. Tengo la opinión de tres expertos. Es auténtica.

—Bien, eso nos ahorrará preámbulos inútiles.

—¿Podría decirme dónde se tomó? ¿En Argentina? Siempre se ha dicho que ese país fue, tras la guerra, un paraíso para los nazis.

Una risa soterrada llegó a través de la línea.

—Lo lamento, eso deberá descubrirlo usted.

—No le entiendo —balbuceó Darden desconcertado—. ¿Qué quiere decir?

—Escuche, estoy dispuesto a explicarle todo lo que sé. La historia completa. Pero todo tiene un precio —aseguró Heinz Rainer en tono pausado.

—¿Quiere dinero? —tanteó el periodista—. Si se trata de eso estoy seguro de que The Guardian le pagará lo que usted pida.

—No me haga reír. No hay dinero que pague esta historia.

—Entonces, ¿a qué se refiere?, ¿necesita protección?

—Usted y yo ya no tenemos lugar en el que escondernos. Eso es algo que quería advertirle antes de proseguir.

Darden se quedó sin palabras. Permaneció en silencio durante un lapso tenso, eterno. Se disponía a articular una pregunta cuando Rainer se le adelantó.

—Evitaré hablarle con acertijos. De modo accidental descubrí un secreto terrible. Al hacerlo firmé mi sentencia de muerte, pero logré burlarla hace seis años. Desde entonces me limito a huir, a ocultarme e intentar comprender lo que tengo entre manos. En dos ocasiones me he atrevido a deslizar pequeños fragmentos de este asunto a personas que me parecían fiables. Y lo he pagado caro.

—Comprendo.

—El precio que le exijo, señor Darden, si es que acepta jugarse la vida, deberá ser abonado en una divisa que no cotiza en el mercado de valores. Se llama confianza. Necesito ponerle a prueba, tener la certeza de que llegará hasta el final si decido arriesgarme con usted. A mí no me queda mucho tiempo. En su caso, si es precavido, acaso algo más, ¿me entiende?

—Perfectamente.

—Muy bien. Ahora, escuche: le sugiero que no se obsesione con esa foto. Sólo es la punta de un iceberg colosal. Lo descubrirá muy pronto. Imagino lo alterado que estará su ánimo… —concedió suavizando su discurso—. Yo también pasé por ese estado. Estoy dispuesto a mitigar su ansiedad. Cuanto antes dé usted por hecho que Hitler escapó de Berlín en 1945, antes podrá centrar su atención en lo que luego le contaré.

Darden suspiró profundamente. A pesar de que la temperatura caía en picado y sus pies se estaban quedando helados, hubiera aceptado sin titubeos permanecer horas enteras plantado allí, en mitad de la calle, inmóvil como un poste, con tal de arañar siquiera un dato más, una pista, un ápice de la formidable historia.

—He dedicado estos últimos días a documentarme y tratar de entender cómo se llevó a cabo esa representación en el Führerbunker —anunció resuelto.

—Lo suponía… ¿Ya sabe cómo lo hicieron? —ironizó Rainer.

—No estoy seguro. Tengo alguna idea, tal vez un tanto peregrina.

—Atrévase. Conjeturar es muy saludable. La verdadera inteligencia es un ejercicio de sinapsis; consiste en relacionar asuntos diversos con audacia. En muchas ocasiones, dos neuronas de ramales distintos, muy próximas entre sí, sólo necesitan crear un puente que las una para iluminar conclusiones nuevas, sorprendentes.

El periodista se armó de valor.

—Por lógica ese refugio debía contar con una salida secreta —aventuró—. Una vía de escape dispuesta en previsión de que todo se desmoronara. He hallado información acerca de los dobles de Hitler. Al parecer tenía seis. Después del atentado que sufrió en 1944 se servía de ellos con frecuencia. Su seguridad le obsesionaba. Dos de esos dobles eran prácticamente idénticos.

—Correcto.

—Imagino que tras la pantomima de las despedidas, el dictado de su testamento, su matrimonio con Eva Braun y todas esas formalidades destinadas a revestir de veracidad su suicidio, los dos se encerraron en sus estancias. El túnel, trampilla, escalera o lo que sea que utilizaran para salir de ese agujero debía de estar en esa ala del búnker. Los cadáveres de los dobles fueron introducidos por ahí… ¿me equivoco?

—En absoluto. Le felicito. Todo fue estudiado al milímetro. Incluso el tan cacareado estado enfermizo del Führer era una impostura. Sus médicos tuvieron mucho que ver en eso. Hitler, por lo que sé, gozó de buena salud hasta 1971. Murió de una embolia. Eva Braun le sobrevivió ocho años. Un cáncer acabó con ella. Era una fumadora compulsiva.

Darden se estremeció.

—Lo que no consigo entender en este endiablado vodevil es el grado de implicación de unos y otros —afirmó Simon—. En ese refugio subterráneo había mucha gente. He confeccionado una lista con más de veinte nombres.

—La mayoría creyó a pies juntillas lo que hoy cree el mundo entero. De otro modo no habría funcionado. Sólo Goebbels y su esposa, Marta, conocían el plan. Su idolatría por Hitler era absoluta. Para ellos era un dios. Y accedieron, con su sacrificio, a contribuir al engaño. Eran miembros de la Logia Luminosa, Última Thule.

—¿Thule?

—Olvídese de eso ahora. Todo a su tiempo —zanjó con acritud Rainer—, cuando sonó un disparo en los aposentos privados del Führer, todos dieron por sentado que había muerto. Él llevaba días asegurando que se quitaría la vida. Sólo dos ayudas de cámara del jerarca, implicados en esa operación secreta, penetraron en la estancia. Los testimonios de secretarias, enfermeras, ayudantes, oficiales y soldados, recopilados por rusos y americanos, son un caos. No hay dos idénticos. Unos oyeron los disparos, otros no. De Eva Braun sólo vieron sus zapatos rojos que sobresalían de la sábana con que envolvieron su cuerpo. La famosa identificación dental efectuada por los rusos fue una chapuza. Se basó en la vaga descripción proporcionada por el ayudante del dentista personal del Führer. Le aseguro, señor Darden, que hasta el peor policía científico del mundo desmontaría esa patraña.

—He encontrado unas declaraciones que hizo Stalin en la conferencia de Potsdam.

—Sí, las conozco —convino Heinz—. Stalin negó en tres ocasiones que los cadáveres calcinados hallados en el exterior fueran los de Hitler y su esposa. Churchill y Truman siempre supieron la verdad, desde el principio. Todos los que participaron en el juicio de Núremberg eran conscientes de ello. Llegaron a incluir, en primera instancia, sus nombres en la relación de prófugos a juzgar en ausencia. Después optaron por obviarlos.

—Claro, consideraron inaceptable que el responsable de millones de muertos se hubiera volatilizado delante de sus narices. El mundo no lo habría entendido.

Comenzaba a llover. Simon Darden buscó refugio bajo un alero. Cerró el cuello de su abrigo. Tiritaba, pero se sentía incapaz de precisar si esa leve convulsión se debía al frío o al terror.

—¿Puedo preguntarle algo más?

—Pruebe.

—¿Cómo lograron salir de Berlín? Hace dos días llegué a barajar la hipótesis de que pudieron haber huido a bordo de la avioneta de Hanna Reitsch. ¿Sabe de quién estoy hablando?

—Sí. Hanna era una estrella. Esa mujer me fascina, se lo aseguro. Fue una de las grandes heroínas de la cúpula nazi. Todos la adoraban. Era guapa e intrépida. Aterrizó entre las ruinas de la ciudad a finales de abril. Pilotaba una Fieseler F1. Estuvo con Hitler en el búnker. Despegó el día 29, en medio del terrible castigo antiaéreo de la artillería soviética. De todos modos no anda del todo errado —reveló Heinz—: Llevó consigo a un único pasajero. Aparece en la foto que le mandé. Es el primero por la izquierda.

—No he logrado averiguar quién es —confesó el periodista—. De hecho no conozco a ninguno de ellos, excepto a Mengele.

—Es Heinrich Müller, el cerebro de la Gestapo.

—¡Dios mío!

—Escuche, señor Darden, seguiremos hablando. Creo que por hoy es suficiente.

—Como prefiera.

—¿Puede apuntar lo que ahora le diré?

—¿Eh? ¡Sí, claro, un segundo por favor!

El periodista sacó su cartera del bolsillo interior del abrigo. Lo primero que encontró fue un extracto del cajero automático.

—Estoy listo. Le escucho.

—Le daré unas breves claves. Todas ellas, unidas, explican apenas la mitad de este gigantesco ejercicio de prestidigitación. Sea consciente de eso. Necesitará toda la capacidad sináptica de su cerebro a la hora de atar cabos y comprender una mentira tan grande. No en vano ha permanecido oculta durante más de medio siglo.

—Lo tendré presente.

—Tome nota: almirante Byrd, Karl Dönitz, Shangri-La, Paperclip, Highjump…

—Un momento, sí, ya está.

—En referencia al lugar en que esa fotografía fue tomada —añadió Rainer en inflexión misteriosa—, le sugiero que examine detenidamente la bandera de las Naciones Unidas. Es curioso, obviaron una parte de la Tierra al dibujar el contorno de los continentes y las islas. Piense. Ya tiene unas cuantas piezas del puzle. Volveré a ponerme en contacto con usted.

—¿Cuándo?

Por primera vez, desde el inicio de la conversación, Darden escuchó a Rainer reír abiertamente.

—Tiene muchísimo trabajo por delante, señor Holmes. Digamos que en unos cuatro o cinco días, a esta misma hora, ¿le parece?

—Entendido…, escuche…, ¿oiga?

Simon Darden miró el teléfono impotente. De regreso al restaurante comenzó a estornudar.

Se desplomó en la silla ante la mirada perpleja de sus compañeros.

—¿Dónde diablos te has metido, Simon? —le preguntó un columnista de The Observer—. ¿Te encuentras bien? ¡Estás blanco como el papel de fumar!