Capítulo 27
Cambio De Planes
—Basta, maldita sea, basta! —tronó Simon Darden al tiempo que efectuaba un sorpresivo quiebro a la derecha—. ¡Cállense de una vez, me están volviendo loco!
El coche cruzó de forma milagrosa entre la interminable caja de un tráiler que avanzaba por el carril central de la autopista y la cabina del que le seguía a corta distancia. El chirriar de los frenos y un enervante bocinazo devolvió a Eilert Lang a la realidad.
—Pero ¿qué demonios hace? ¿Quiere que nos matemos? —interpeló el biólogo encarándose con el periodista.
Darden se aferraba al volante con saña. Miró a Lang por el rabillo del ojo durante un instante. Un brillo malsano encendía su rostro.
—¿Matarnos? ¡Muy ocurrente! ¡En eso estamos!, ¿no? —aseguró entre reniegos, dando un manotazo al intermitente cuando ya tenía encima el carril de desaceleración de un área de servicio—. ¡Voy a detenerme, eso es lo que voy a hacer! ¡Parada técnica, señor Lang! ¡Necesito un café y un whisky, o mejor dicho: dos, dos whiskys! Llamaré a Londres, me cercioraré de que los míos siguen vivos y aprovecharé para vomitar. Confieso que no tengo estómago para ciertas cosas. Mientras tanto, ustedes pueden proseguir con su trifulca, ¿les parece bien?
Lang no contestó. No le quedaban demasiadas energías. Tampoco lo hizo Elke Schultz, hundida en el asiento trasero. La violinista resoplaba como un felino acorralado. Su expresión ceñuda decía a las claras que estaba dispuesta a asestar un zarpazo mortal al primero que osara acercarse.
El periodista detuvo el coche, cogió su gabardina y enfiló en dirección a la cafetería dando un fuerte portazo.
—¡Cabrón! —musitó Elke tras un silencio prolongado.
—Muy bien, como tú quieras: cabrón —convino Eilert al punto.
—Sí, ¡cabrón! —insistió ella. Propinó un contundente golpe con el puño cerrado al respaldo del asiento de Lang.
—¡Ya está bien! ¿Es que no lo entiendes? —gruñó él volviéndose hacia la parte posterior.
—¿Qué es lo que no entiendo?
—Te lo he explicado mil veces, pero es inútil —aseguró hastiado.
—Inténtalo otra vez.
Eilert bajó el cristal de su ventanilla. Una ráfaga de viento helado se coló en el interior del vehículo enfriando su ánimo. Respiró profundamente.
—Elke, escucha… —dijo con desgana—. Te van a matar. No lo dudes. Irán a por todos nosotros. Ya has visto cómo se las gasta esa gentuza. No les tiembla el pulso. Les da lo mismo disparar a un anciano que a una mujer. De nada servirá que supliques.
—¡Me arriesgaré, puedo ser muy persuasiva!
—No.
—Dejadme aquí. O en Lyon. En una comisaría. No me pasará nada, no temas. Y de pasarme, te eximo de toda culpa.
—¡Dos hombres sobre los que te había advertido, dos hombres cuyo rostro conocías, te han sacado sin problemas de la embajada alemana en París! ¡Y tú les has seguido como un cordero! ¿Crees que una comisaría les detendrá? —ironizó Eilert.
—No puedo estar huyendo toda mi vida.
—Te he pedido sólo veinticuatro horas. Treinta y seis a lo sumo.
—Tu guerra no es mi guerra, Eilert —reprochó ella entre dientes—. Sé que no has mentido, sé que todo lo que me has contado es verdad, pero no puedes pretender que te acompañe en tu viaje a la tumba.
—A la tumba iré solo. Lo sabes. Antes preferiría perder la vida que ser la causa de tu desgracia.
—Demasiado tarde. Ya me has causado demasiadas desgracias —zanjó la concertista en tono desabrido—. Basta, por favor, no puedo más, esto es una pesadilla; dejémoslo aquí, necesito andar.
Elke salió del coche y comenzó a caminar sin rumbo, con la mirada extraviada en el brillo del asfalto. Lloviznaba. Eilert no tardó en seguirla; vio como rebuscaba en el bolsillo del abrigo y se llevaba un cigarrillo a los labios.
—¡No te acerques, quiero estar sola! —advirtió sulfurada al intuir que él se amparaba en el eco de sus pasos.
Se detuvo dándole la espalda.
—¿Sola? ¿Sabes cuál es tu peor pecado, Elke Schultz? Yo te lo diré —murmuró Lang en su oído—: Tu mayor pecado es el orgullo. Ese maldito orgullo es el culpable de que siempre estés sola. Eres demasiado inteligente. Y también demasiado egoísta. Una combinación explosiva. Tú y tu violín. Un muro infranqueable, un matrimonio perfecto.
—Hasta que la muerte nos separe.
—Nunca has permitido que nadie se te acerque. Lo veo con absoluta claridad. Algunos no eran demasiado buenos, no lo suficiente como para renunciar a tu vida y a tu carrera; otros no pretendían ir más allá de una noche, y si cambiaron de parecer diste al traste con sus expectativas.
—Eres un petulante. Tú no sabes nada de mí —increpó ella furiosa volviéndose sobre sus talones. Le dedicó una mirada del color del azufre—. Además, no tienes ningún derecho para hablarme de ese modo. No después de todo lo que ha pasado.
—Tienes razón. No tengo ningún derecho. Yo no soy nadie, sólo el maldito insensato que te ha metido en este tremendo embrollo, alterando tu ordenada existencia —admitió Eilert, azorado ante el desafío que eran los ojos de la mujer—. Aun con todo, creo que te lo debo decir. Es el único regalo que podré hacerte antes de irme al infierno. Piénsalo, no serás feliz mientras te empeñes en crear esa tierra de nadie a tu alrededor. No hay amor que pueda traspasar eso.
—¡Deja de sermonearme! ¿Qué te hace pensar que yo necesito oír todo esto?
—El agravio que siempre brilla en tu mirada.
—¿Agravio? ¡No sabes lo que dices!
—Lo sé muy bien. Culpas al mundo de una situación de la que sólo tú eres responsable. Eso no es fácil de admitir. Por eso te escudas en el desdén; por eso te dices que estás mejor sola, con tus cosas, con tu pequeño mundo perfecto, monótono aunque exento de sobresaltos —aseguró el biólogo reuniendo arrestos—, pero la vida no se mide en días, meses o años. Te lo aseguro. Sólo estamos realmente vivos cuando perdemos el aliento, cuando algo nos lo arrebata. Así es el amor. Lo has intuido mil veces. Te lo dice ese Stradivarius cada vez que lo sacas de su estuche. Aunque nunca lo escuchas. Te limitas a tocarlo. Una maravillosa sinfonía sin alma, impecable en su ejecución aunque carente de emoción, eso eres tú. Y eso seguirás siendo mientras no dejes que alguien llegue hasta ti y te diga lo que siente.
Elke Schultz profirió un alarido agudo, doloroso, como si un estilete la hubiera traspasado de parte a parte. Propinó una violenta bofetada a Lang. Él no intentó detenerla. Encajó una segunda, impertérrito, y una retahíla de golpes deslavazados, inconexos. Después, cuando ella rompió a llorar sin consuelo, la rodeó con sus brazos y la estrechó contra el pecho.
—He llegado como un ladrón, en medio de la noche —admitió—. Puedes maldecirme por eso. Pero he realizado el viaje. He cruzado la tierra de nadie. Y te estoy diciendo lo que siento.
—Estás loco, eres un demente —balbuceó ella entre gemidos.
—Ahora sé por qué burlé a la muerte hace seis años.
—¡Cállate!
Elke crispó los dedos de sus manos, impotente. Deseaba golpearle, una y otra vez, hasta vaciar toda la ira que se acumulaba en su pecho. Temblaba como una hoja. Eilert, en un movimiento suave, hizo a un lado el telón que eran sus cabellos.
—Mírame —rogó.
—No quiero mirarte. Lo único que quiero es olvidarte.
—Mírame. Sólo una vez. Y dime que no sientes nada por mí. Dime que he hecho el viaje en vano; que prefieres que te deje aquí y que desaparezca de una maldita vez.
—Yo…
—Mírame, Elke. Necesito que lo hagas.
Con los ojos arrasados por las lágrimas, Elke Schultz alzó el rostro. Eilert recorrió la mínima distancia que les separaba y la besó.
—¿Por qué me haces esto? —musitó ella entre sollozos intentando apartarle.
—Porque he descubierto que te quiero.
—No es posible, no…
—Lo es —afirmó Eilert—. Te quiero.
Y volvió a unir sus labios a los de Elke.
—Treinta y seis horas, no te pido nada más, dame esas horas y confía en mí. Te protegeré con mi vida.
Una voz, con una inflexión guasona, interrumpió la intimidad del momento.
—¡Del infierno al cielo sin escalas! ¡Podían haber empezado por ahí, me habrían ahorrado el bochorno de presenciar un espectáculo deplorable! —espetó el periodista en tono cáustico. Volvía ligero, aferrando una bolsa abultada—. ¡Me equivoqué con usted, señor Lang! ¿Le dije que me recordaba a un personaje de El tercer hombre? ¡Error de bulto! ¡Viéndole ahora diría que se parece más a Cary Grant en La fiera de mi niña!
Eilert Lang esbozó una sonrisa que sólo lo era a medias. Encajó el golpe deportivamente. Elke aprovechó la circunstancia para zafarse de sus brazos. Ocultó el rostro durante un instante y enjugó con disimulo las lágrimas en la manga del abrigo.
—¡Azúcar, amigos míos! —exclamó ufano el inglés—. Chocolate, galletas, caramelos, yogur y una botella de whisky de malta de doce años. También agua, para lavarnos la cara, ¡claro! Creo que con este octanaje llegaremos a Lyon a la velocidad del sonido.
—A qué viene ese drástico cambio de humor, ¿le ha tocado la lotería?
—Casi. He hablado con John Stewart, un viejo amigo. Mi familia está bien, sin novedad. Y me he reconciliado con el mundo.
—¿Perdón?
—Me he arrodillado ante él y le he entregado un adelanto de lo que seré en el futuro.
—Muy gráfico. Entiendo.
—¿Nos vamos?
—Sí, pero hay un cambio de planes.
—¿Cambio de planes? ¿Qué cambio de planes? —indagó Simon intrigado.
—No nos detendremos en Lyon. Vamos a pasar de largo.
—¿Por qué?
—Porque tenemos el marcador en contra y poco tiempo a favor. En el mejor de los casos llegaremos a Lyon cuando ya no haya nada que hacer. Acaso Hans Dietrich Steinmeier esté muerto a estas horas —reflexionó Eilert en voz alta—. Y tal vez en esta ocasión no salgamos tan bien parados de volver a toparnos con esos bastardos. Me parece que lo mejor que podemos hacer es tomarles la delantera, ser más rápidos, de otro modo todo habrá sido inútil. Klaus Münzel es el quinto y último actor. Y también el más importante de todos. Vamos a Mallorca.
—¿A Mallorca?
—¿Se ve capaz de conducir hasta Barcelona? —inquirió el biólogo—. Podríamos turnarnos al volante y estar allí a primera hora de la mañana.
—Ésa es una de mis ciudades favoritas. En Barcelona tuve una novia —bromeó Simon.
—Al llegar nos separaremos. Les dejaré en el aeropuerto y yo cogeré un ferry.
—No lo entiendo.
—Si se le ocurre el modo de subir a un avión con dos automáticas en el bolsillo y no acabar esposados, podemos ir juntos —apostilló Lang con sorna.
Pocos minutos más tarde, con el estómago reconfortado, Darden pisaba a fondo el acelerador, decidido a alcanzar cuanto antes el Mediodía de Francia. La autopista estaba despejada, apenas unos pocos camiones circulaban en dirección a Lyon. Elke no tardó en caer en un profundo sopor, agotada por todo lo vivido en las últimas cuarenta y ocho horas. Lang logró mantenerse despejado a pesar de que el cansancio pesaba también en sus párpados. A lo largo de la siguiente hora él y Darden apenas cruzaron unas pocas frases.
—Siento haber bromeado antes —confesó el periodista de súbito.
—¿A qué se refiere? —indagó Eilert aturdido frotándose los ojos.
—A lo de Cary Grant.
El noruego se encogió de hombros y sonrió.
—No tiene importancia. Era un buen actor.
Simon echó un vistazo breve al espejo. La silueta oscura de Elke Schultz dibujaba una línea sinuosa y apetecible en el asiento trasero.
—Esa mujer, Elke, es una auténtica belleza —susurró de modo casi inaudible.
—Sí. Lo es —asintió Eilert ladeando ligeramente el rostro.
—Y tiene un carácter de mil demonios —añadió.
—Lo tiene.
—¿Cree realmente que con nosotros está a salvo?
—No, pero sin nosotros está perdida —sentenció el biólogo—. Quiero que me prometa algo, Simon.
—No me gusta hacer promesas; he dejado de cumplir alguna que otra y aún me pesa.
—Ahora no le queda más remedio. Quiero que se comprometa a velar por ella si me ocurre algo a mí, quiero oírle decir que la protegerá a cualquier precio.
—Lo haré, se lo aseguro —convino circunspecto el periodista de The Guardian. A renglón seguido, en un quiebro claramente irónico, inquirió—: ¿Son imaginaciones mías o se está usted enamorando de ella?
Eilert Lang no contestó.
—Su silencio es muy significativo —musitó suspicaz Darden.
—Todos lo son. De todos modos, la respuesta es sí.
—No quiero meterme donde no me llaman, pero diría que esa mujer sufre todos los síntomas del síndrome de Estocolmo —aseguró con evidente sorna.
—Si no estuviéramos circulando a ciento cincuenta por hora le hundiría la nariz de un puñetazo, señor Darden.
—¡Oh, vamos, no se lo tome todo tan en serio! —adujo Simon en tono conciliador—. Soy muy bromista. Ya me irá conociendo. No lo puedo evitar. Supongo que es resultado de haber crecido viendo el Flying Circus de Monty Python en la BBC…
Por primera vez el biólogo rió abiertamente, sin ambages. A la vista de su hilaridad, el periodista no pudo sino sumarse a esa risa abierta y contagiosa.
—Mi escena favorita siempre ha sido la del loro muerto —confesó Eilert—. Recuerdo el diálogo línea a línea. Adoraba a John Cleese.
—Sí, sensacional. Yo me quedo con el chiste que elimina a los nazis, ¿lo recuerda?
—Claro. ¡Ojalá pudiéramos acabar con todos ellos leyéndoles ese chiste!
Ante la inevitable imagen de los británicos acercándose a las trincheras alemanas con un papel en una mano y un megáfono en la otra, volvieron los dos a carcajearse. Después se instaló un extraño silencio entre ambos.
—Queda una parte de la historia por contar, Eilert.
—¿Me ha leído el pensamiento?
—Tal vez no le apetezca hablar de eso ahora —tanteó Darden con cautela—. No tiene nada que ver con una comedia feliz.
—No, pero tampoco tenemos mucho más que hacer en las próximas horas.
—¿Qué ocurrió en Wichita?
El perfil de Eilert Lang adquirió paulatinamente la textura del granito. Todo rasgo amable huyó de sus facciones. Su mirada traspasó el telón negro e interminable que era la autopista hasta hundirse en el pasado.
En un día aciago, del color de la maldición.