12.
A PROPÓSITO DE LAS MAGDALENAS
(LAS PUTAS)
Acércate a su puerta y llama
si te mueres de sed,
si ya no juegas a las damas
ni con tu mujer.
Sólo te pido que me escribas
contándome si sigue viva
la virgen del pecado,
la novia de la flor de la saliva,
el sexo con amor de los casados.
Una canción para la Magdalena
(19 días y 500 noches)
«No me importaría residir una temporada en un monasterio de clausura siempre y cuando me dejasen llevar putas cada quince días.»
Las putas forman parte de la aureola goliardesca que ha envuelto a Joaquín desde sus comienzos. Una caricatura extrema que, como el propio cantante y escritor ha confesado en estas páginas, él mismo se encargó de modelar y difundir.
De igual modo que jamás ocultó que consumía drogas y bebía de forma habitual, o que vivía de noche y dormía de día como los vampiros, siempre reconoció que frecuentaba prostíbulos y alternaba con odaliscas, y que aquél le parecía un oficio infinitamente más decente que otros infinitamente más indecentes. Como el de los políticos o los médicos inoperantes o avocacionales.
En su cancionero hay sobradas muestras de esa querencia por las santas mujeres de pago: Negra noche; Ring, ring, ring; Por el túnel; Medias negras; Viridiana; Barbi Superestar... Una querencia que alcanzó su cénit en la lírica y bellísima Una canción para la Magdalena.
Y aunque ahora ya no ejerza y esas casquivanas compañías formen parte sólo del mítico pasado, tanto las ha querido que tardará en olvidarlas mil y un días y quién sabe cuántas febriles, desmayadas y demoledoras noches.
J. M. F.: Hablemos de las putas, Joaquín. Has llegado a hacer una defensa de ellas tan entusiasta, que muchas mujeres, por no hablar de las airadas asociaciones feministas —las cuales necesitan muy pocas excusas para lanzarse al ataque—, se han escandalizado sobremanera y sostienen que das una imagen muy negativa de la mujer, de mero objeto sexual.
J. S.: Y tú, ¿qué opinas?
J. M. F.: Creo que es una tontería, desde luego que sí.
Y que no han entendido en absoluto tu ironía y tu cinismo. Pero es un buen momento este para que expliques, tú, no yo, por qué esas acusaciones son una tontería.
J. S.: ¿Sabes qué pasa? Es que me cuesta hablar de las putas porque creo que exprimí el limón en Una canción para la Magdalena. Pienso que lo que tenía que decir al respecto ya lo he dicho. Pero, vamos, que he sido putero lo sabe todo el mundo. De hecho, aún me sorprende que no haya aparecido una de éstas en un programa del corazón, porque, carajo, hay miles. Creo que no lo han hecho porque son buena gente y saben a quiénes les pueden hacer eso y a quiénes no se les debe hacer. Siempre las he querido, siempre las he respetado, siempre les he pagado el doble de lo que pedían y la inmensa mayoría de las veces no me las he tirado. No por respeto, sino porque yo sé que tampoco son tan vocacionales. Aunque las hay, ¿eh?
J. M. F.: ¿Has conocido a muchas de las que disfrutan haciendo su trabajo?
J. S.: Sí. Las había que se sentían humilladas y jodidas —es un decir— porque no me las tiraba. Como diciendo: «Y aquí ¿qué pasa?»
J. M. F.: Y eso tan literario y terrible a un tiempo de enamorarse de una puta ¿a ti te ha llegado a pasar? Aunque te durase cinco minutos.
J. S.: Sí, con esa que te contaba antes que la llevaba a casa y me ponía a hablar con ella. Por cierto, nunca la toqué y nunca me la tiré. Venía dos horas por la noche y charlábamos. Iba vestida de Chanel y parecía una señorita bien. Cuando me di cuenta de qué iba la cosa, dije «ay». Además, me hizo una confesión maravillosa que nunca olvidaré (para los que creen que no las hay vocacionales): «Siempre, desde que tengo uso de razón, quise ser puta.» Desapareció un día, sin más. Llamé a su madam y nada, no dejó rastro. No sé cómo se llamaba ni me dio su número de teléfono. Pero te diré que ese tipo de aficiones noctámbulas, tabernarias, goliárdicas y puteras las tengo abandonadas rotunda, absoluta y radicalmente. No he perdido la afición, pero ahora estoy ahí metido en un pisito discutiendo conmigo mismo, con quien tengo muchas cosas de que discutir. Pero antes... ¿Te he contado lo del bombero torero? Lo he contado alguna vez, pero ahí va para los que no conozcan la historia. Me cuentan los jovenzuelos que la noche en Madrid sigue siendo interminable, que hay after hours y esos sitios de fin de semana de pastilleo en los que la fiesta dura tres días. También me cuentan que hay jovenzuelos sin la mayoría de edad que salen de su casa diciendo que van al colegio y no se meten en afters sino en pre hours. Es decir, que van a las diez o a las doce de la mañana a un sitio que viene de la noche anterior. Eso también pasaba antes en un local que no era de jovenzuelos, sino que allí se reunía una mezcla de gánsteres, bohemiazos, artistas sin galería y sin editorial, vagos y maleantes, putas en toda regla y putas amateurs, chorizos, camellos y lumpen en general. Una mezcla muy interesante que hacía que allí me sintiera como en mi propia casa. Por aquella época yo tenía el siguiente circuito: escribía en casa hasta las tres o tres y media de la mañana, desde después de cenar. A las tres y media me iba a Joy caminando, porque está al lado de mi casa, y cerraban sobre las cinco. De ahí me iba, ya con una basca que iba uno recogiendo, a Pachá. Dos horas después nos echaban de Pachá y, entonces, dependiendo de las épocas, había diferentes tugurios, ya de muy dudosa reputación, y para allá que íbamos. Un día, en uno de ellos, el sitio que te decía antes, que ha cambiado de nombre muchas veces y que está justo enfrente de la estación de Chamartín... No me acuerdo ahora de cómo se llamaba... Presto, sí. Se llamaba Presto.
J. M. F.: Tengo entendido que allí, al menos eso me contó alguien, una noche en que estabas acompañado de unas cuantas putas junto a la pista de baile, sacaste de pronto un fajo de billetes, lo arrojaste a la pista y gritaste, encolerizado: «¿Queréis dinero? ¡Pues tomad el puto dinero!» ¿Es eso cierto? Si lo es, me gustaría que me lo contaras antes o después de la historia que me estabas relatando.
J. S.: Eso es cierto y te lo ha debido de contar mi socio Julio, que se quedó muy escandalizado con aquello. Como estaban jugando con nosotros y yo nunca creí que fuera por mi careto, y sabía el juego que estaban llevando a cabo, les dije: «No os preocupéis, que no queremos follar. ¿Vosotras queréis dinero...?» Eso te lo ha debido de contar mi socio Julio, porque nadie más estaba allí. En fin. Te decía que una noche, en esa misma discoteca, ocurrió eso que pasa a veces, que te vas quedando y quedando y quedando sin decidirte a marcharte a casa. El caso es que ya eran las doce de la mañana y quedaba sólo una puta de unos cincuenta años, bastante ajada. Bien es verdad que la iluminación del Presto maquillaba ese tipo de cosas, y el alcohol también. Entonces nos miramos y nos dijimos: «¿Qué hacemos?», y ella me propuso que la acompañara a tomar una copa y yo le dije que sí, que encantado. «¿Me puedo llevar a un amigo?», me preguntó de pronto, y yo: «Naturalmente.» El caso es que el amigo era el enano del bombero torero. Así que, en alegre procesión y silbando una alegre cancioncilla, la chica, el amigo y yo nos montamos en un taxi y nos dirigimos, con una alegría digna de mejor causa, a unos apartamentos por horas de Capitán Haya. Quisiera tener un vídeo de lo que vio el portero cuando entramos: la puta crepuscular, el enano del bombero torero y yo con esa cara de «no estamos borrachos y esto no es lo que parece». Pedimos champán y nos tumbamos en la cama a bebérnoslo y a discutir sobre cosas que ahora no te sabría decir. Sí recuerdo que la puta me atacaba y yo no me defendía [risas]. Y hubo un momento en el que me di cuenta de que habíamos alcanzado tal grado de descontrol y de desastre, que me dije: «Como te descuides, Joaquín, el enano te echa un polvo» y, en una brizna de la poca sensatez que me quedaba, me levanté con la excusa de ir a mear y me largué de allí a la francesa. Ya en el taxi, camino de casa, pense: «¡Dios mío de mi vida!» Debían de ser ya las tres de la tarde. Imagínate la cara que ponían los taxistas cuando me veían en semejante estado. De hecho, Gurruchaga me contó un día, porque él también era de taxistas pues tampoco ha tenido nunca coche y también era noctámbulo, que había cogido un taxi y le había dicho el taxista (serían las doce del mediodía): «¡Joder! Acabo de llevar a su amigo Sabina. ¡Iba con una chica que le estaba echando una bronca...!» Bueno. El caso es que la mañana del enano del bombero torero, cuando por fin llegué a casa, pensé: «Hogar, dulce hogar.» Sentí el calorcito de la calefacción, me di una ducha y, al meterme en la cama, noté en mi piel el roce de las sábanas limpias.
Y eso fue, te lo juro, como una vuelta a la civilización.
»Te contaré otra anécdota muy graciosa. Como bien sabes, en Una canción para la Magdalena hay unos versos que dicen: «Y si la Magdalena pide un trago / tú la invitas a cien que yo los pago.» Bueno, pues al poco de editarse el disco recibí una carta, con toda la solemnidad del mundo y sin el más mínimo sentido del humor, de un bufete de abogados de Bilbao. Y un tipo me decía: «Ayer fui al puticlub equis y estuve con la Magdalena. La invité a unas copas. Cumple tu palabra», y me mandaba una factura. Creo que no se la había tirado, porque eran quince mil pelas o así, y eso son cuatro benjamines [botellines de cava]. El caso es que le mandé el dinero con una notita. Un verso de Brassens que dice: «La menor reincidencia rompería el encanto.»