Sábado, 11
Los más extraños, los más inverosímiles pensamientos suelen llegar al amanecer o, mejor, un poco antes, cuando la noche lucha desesperada con su existencia y, como dándose cuenta de su derrota, nos rodea de ensueños vagos, de fantasías nunca vividas, de aspiraciones ya muertas antes de nacer.
Yo quisiera tenerte conmigo en esta hora de las almas no nacidas, que aprovechan el desconcierto antes del alba para rozarnos con sus alas y llenarnos de confusos y misteriosos deseos, parecidos, casi iguales a éste de hace unos instantes:
—Me gustaría que fueses un pez volador, plateado y gentil, como esos que encuentran todas las mañanas los marineros en cubierta.
Pero no muerto.
—Sí, Manuel, ya te he oído. Puedes poner mi plato en la mesa; en cuanto me vista, iré para allá—. «Este Manuel, ¿cómo se las arreglará para llamarme siempre cuando ya estoy despierto? En las prácticas, despertarme les costaba venir unas cuantas veces a los camareros. Y tenía la misma guardia. De doce a cuatro. Cuando lo conté en la primera carta a casa, se asustaron. Claro que uno era más joven. Ahora, duermo menos. Con lo marmota que era antes. Era capaz de dormirme de pie, en la guardia, hasta que el piloto lo jipó. —Eh, tú, sal del puente. No estarás echando una cabezada, ¿verdad? Porque tienes una pinta de difunto que no quieras ver. —No, don Tomás, estaba observando aquello en la amura—. Pero es que no había forma; se me caían los párpados... ¡Qué revuelta está la mar! El viento debe seguir rolando, claro que octubre no ha sido nunca agradable en el paralelo 41; mejor cerrar el portillo, no sea que un golpe de mar me deje esto perdido... ¿Qué debía estar soñando para despertarme ya a las seis, dos horas después de haberme ido a la cama? Tuvo que ser algo fuerte, ¿la rubia aquella? No, no me he corrido, menos mal. Pero no pude volver a dormirme... ¡Menudas barbas! Debería afeitarme, pero no, lo dejaré para luego, a las cuatro, cuando baje del puente, ahora no tengo tiempo, ni ganas, aunque estoy seguro de que Carlos está ya afeitado, con el sextante en la mano, luego de tomar la altura del sol, con ese aire de suficiencia que le da el que su padre fuera primer oficial de nuestro Viejo. ¿Tendré que sacrificarme yo para que mi hipotético hijo sea un perfecto marino? ¡Idioteces!... idioteces, pero algo que no se salta el más chulo a bordo, en las guardias, en la cámara, en la toldilla, donde nos sentamos al atardecer durante las travesías del Atlántico Sur, no ésta, maldita sea, en la que ni siquiera puede darse un paseo por cubierta; si te pilla una ola con mala leche, vas listo; de la guardia al camarote, del camarote a la guardia, ¡vaya vida! No, no soy uno de ellos, no he nacido en Bermeo, ni en Plencia, ni en Mundaca; mi padre no era capitán, ni piloto, ni patrón, ni mayordomo siquiera. Cuando les escribí que tenía la guardia de doce a cuatro se asustaron; ésas son horas sagradas en el pueblo: de noche, porque es de noche; de día, por la siesta; la verdad es que tampoco he conseguido acostumbrarme del todo, ¿y van?, nueve años, eso es, de los veinticuatro a los treinta y tres; ¡lo que hizo mi padre para conseguirme un barco donde hacer las prácticas!, cartas a los amigos de la guerra, a los parientes lejanos, nada; tres años hinchándome a dormir en el pueblo, con la carrera acabada, el uniforme en el armario, sin saber qué hacer. —¿Qué, te vas o no te vas?—. Si no llego a irme a Barcelona a esperar mi oportunidad, como un maletilla, a estas horas estoy todavía en el pueblo; ¿no hubiera sido mejor?, ¡qué idea!, y menos mal que tuvieron que desembarcar a aquel agregado con apendicitis y salían aquella noche. Pero si sigo así, no llego hoy tampoco a comer y el Viejo volverá a regruñir; me pondré el uniforme gris, que cierra hasta el cuello, y estaré listo en un momento; pero no, no tengo ganas de escuchar otra vez las historias que conozco de memoria, ni de contar las millas que nos quedan hasta Baltimore ni de nada... Que mal aspecto tengo. Se nota que no he dormido bien; el pelo se me está cayendo a puñados, y no hay loción que valga; voy a afeitármelo, en cuanto salgamos de Baltimore me lo afeito; hasta que lleguemos a Santander me habrá crecido bastante para no parecer que salgo de la cárcel.»
Hay travesías tontas, en las que no pasa nada, como ésta, sin frío ni calor, sin mala mar ni buena mar, sin lluvia ni sol, sin que la calma esponjosa de a bordo se vea rota más que por las risotadas de los marineros, hartos de comer pescado, cuando cortan el aparejo que el mayordomo ha dejado tendido a popa para ahorrarse unas comidas; nada, alisios bonancibles, marejadilla de la misma, estratocúmulos; parece que se riza, pues el viento continúa flojo; nada, el barómetro estacionado, sigue durmiendo.
No quería despertar, pero algo le estaba echando a empujones hacia la consciencia; una voz, un murmullo, una ola gigantesca, tal vez; una de esas olas que llegan de un lugar indeterminado, de un ciclón perdido, de un maremoto del que nadie tomará noticia, y que se desparrama sobre cubierta para retirarse gimiendo. Y había habido algo más, algo distinto, como un aullido extrahumano, demoníaco. Sabía que podía borrar todo aquello con tan sólo abrir los ojos, pero los mantenía cerrados como si le gustase aquella emoción que le había hecho vibrar, hasta despertarle, que olía a tierra, a hombres y mujeres, a algo muy distinto de las planchas frías del barco y el verde salado del océano. Dio una vuelta, puso el brazo sobre los ojos como para defender su sueño, pero el sueño, o lo que sea, ha huido para siempre. Poco a poco, los distintos ruidos del barco fueron recobrando su ritmo familiar: el jadeo de las calderas, los chasquidos del timón, el repiqueteo por las escalerillas metálicas de máquinas. Lo primero que vio —permanecía inmóvil en la cama— fue la línea del horizonte que dividía, de un tajo, la redondez del portillo. Aunque el cielo era negro, lo era aún más el agua, bruñida, en continua fuga, que contrastaba con la marmórea serenidad de un firmamento sin estrellas. Las sombras del camarote se iban fundiendo en volúmenes concretos, pero las confusas sensaciones anteriores danzaban todavía en la penumbra. Miró sin prisa el reloj fluorescente en su muñeca. Las once y media. —Hubiera jurado que era ya de madrugada, aunque la verdad es que no oí la campana del relevo de las doce, que oigo siempre, por dormido que esté, aunque siga durmiendo, por instinto, por costumbre... ¡Son muchos años! Pero, ¿qué me ha despertado? Tal vez un ruido en las máquinas, espero que nada importante; si lo fuera, Jesús estaría ya aquí; menudo es él para cargar con las responsabilidades—. La brisa del trópico llegaba como un halago hasta su pecho desnudo. A tientas, su mano cogió un puro de la caja abierta sobre la mesilla. La luz del mechero iluminó caprichosamente el camarote y, cuando se dio cuenta, se estaba vistiendo a oscuras. Había sido un acto mecánico, pues todas las mañanas, lo primero que hacía al despertar era encender un habano. —Es una tontería —lo dijo en voz alta, como para convencerse a sí mismo, pero estaba poniéndose ya el chaleco de lanilla. Al abrir la puerta, la desolación del pasillo casi le hizo retroceder. Una bombilla no bastaba para iluminar los dos metros de alfombra roja y las puertas oscuras de los cuatro camarotes. El pasaje. ¿Pasaje? En un buque de línea, a estas horas, el pasaje está bailoteando en la cámara o divirtiéndose en la oscuridad de la cubierta de botes. En un carguero, con media docena de camarotes libres, han de adaptarse a las estrambóticas horas de comer y dormir de los marinos. Claro que así pagan sólo un tercio. —Y también se divierten, qué coño; pero lo que estoy haciendo es absurdo; salir a estas horas sin causa justificada, y la tripulación puede pensar que empiezan a fallarme los sesos; al fin y al cabo, todos los capitanes terminan algo mochales. La soledad, y el aburrimiento, qué diablo; son muchas horas solo, sin hacer nada, vigilando a esta pandilla, sin dar confianzas a nadie, porque si se las das estás perdido; buenos son éstos—. Cerró la puerta tras él. La cámara, silenciosa, solitaria, a oscuras, quedaba a la derecha. Desde el otro lado, donde se alineaban los camarotes de los oficiales, no llegaba tampoco el menor ruido. Recorrió casi de puntillas el pasillo y, al llegar a cubierta, respiró hondo. Todo era calma en aquella noche sin luna. Tan sólo a rachas se dejaba sentir el viento de popa, que envolvía el barco en pesada fragancia. Maracaibo, al fondo del enorme saco que forma el golfo de Venezuela, debía quedar a cien millas. Miró los botes. —Parecen bien trincados, pero mañana habrá que hacerlos revisar—. Desde los primeros peldaños de la escalera del puente se oían ya los pasos del Tercero, nerviosos, sonoros, como los de todos los que clavan los tacones. Instantes después, su cara huesuda se llenaba de sorpresa al saludar.
—Buenas noches, don Alberto. Por aquí, todo bien. Hace media hora nos cruzamos con un barco a tres millas.
—Bien, bien, y las máquinas, ¿cómo van?
Volvió la extrañeza a los ojos de Carlos.
—¿Las máquinas? Supongo que irán como siempre. Yo, desde aquí, nada he notado. Una pena, vamos, el «Begoña» se ha vuelto terriblemente aburrido. Para eso, casi vale más quedarse en tierra. ¿Sabe usted que don Gregorio me dejó ahí enfrente, en Curaçao? ¡Menudo susto me pegué! Pero luego, no lo pasé del todo mal. Buena gente, esos holandeses, y holandesas, a la hora de sacar de un apuro a un blanco.
No le contestó, camino de barlovento, no sin comprobar frente a la caña si el timonel llevaba el rumbo exacto. Treviño, cogido a la rueda, parecía una estatua indiferente a todo, los ojos fijos en la geometría de la rosa. Nada tampoco en la otra banda. —Hasta luego, Carlos; voy a echar una ojeada. —Hasta luego, don Alberto; ¿qué, no encuentra el sueño?—. Creyó notar cierta ansia en la voz. —Buen muchacho, este Aguirre, aunque un poco alocado. Él cuenta esa historia como una proeza, pero los de Bilbao se la tienen anotada. Está verde, muy verde todavía, aunque eso se cura; la vida le enderezará. La vida y los treinta años que le quedan hasta mandar un barco y despertarse a medianoche preocupado sin saber por qué. Pero, ¿qué demonios ha sido?
Había llegado junto al mástil de popa, un apéndice ridículo sin bandera, pero la oscuridad era acogedora y se recostó en la barandilla sobre el agua que huía herida por la hélice. —No puede ser. No puedo estar totalmente equivocado, tiene que haber algo cierto y no va a pasarme lo que otras veces, que he dejado escapar las cosas sin conocer su importancia. Ya no soy el agregado que ha venido a fumarse un cigarro a popa y a soñar en lo que le espera en el próximo puerto. Durante las prácticas, tenía el camarote ahí, junto a la tripulación, y todas las noches después de la guardia me gustaba quedarme un rato aquí, recordando el futuro, porque no sé qué tiene esta puñetera profesión que uno vive lo que pasa antes de que pase e incluso, si la travesía es larga, le da tantas vueltas que lo desgasta y olvida, de forma que cuando llega, ya no tiene importancia, ni nada tiene pies ni cabeza. Pero ahora soy un capitán, con la vida a la espalda y sigo aquí, dale que te pego, preocupado por algo que se me escapa por los entresijos de la mollera, algo que debía ser muy bonito o muy jodido, porque fue capaz de despertarme, a mí, un tío al que ya da todo lo mismo, menos el barco.
—¿Qué? Sí, Manuel, ya sé que están comiendo. No comeré hoy... No, no me pasa nada, sólo un poco de empacho. Que coman sin preocuparse de mí.
«Lo de siempre, el Viejo torcerá el morro, los otros callarán; sólo Carlos tratará de disculparme; es curiosa la relación entre Carlos y yo; en la Escuela, cuando vino a aprobar la Astronomía, que se le había indigestado en Bilbao, le enseñé los trucos de los cálculos, por simpatía, pero nunca intimamos; me hacía gracia, y supongo que yo a él. Cuando le encontré aquí, el que me protegió fue él, aunque es más joven, pero es que hay barcos y barcos, y estos cargueros se las traen, y encima los tipos que te encuentras; seguro que el Primer oficial está contando su encuentro con un submarino alemán durante la guerra por esta latitud; me lo explicó anoche, al entregarle la guardia. —¿Fue eso lo que soñé? No, no era eso—. Y luego, el telegrafista contará algo parecido, y el Viejo, todos, en cuanto tenemos encima cincuenta mil millas, ya empezamos a vivir nuestra novela, no hay remedio; eso o resignarse a ser un cadáver en estos ataúdes de chatarra, aunque el «Begoña» está bien todavía, es lo menos que puede pedirse, porque si no, aviados estábamos; los agregados serán los únicos que comerán silenciosos, escuchando atentos, sobre todo cuando habla el Viejo; ¿y yo?, ¿qué podría contar yo?; el único submarino que he visto fue durante las prácticas, frente a Tolón, un antediluviano que nos dio un buen susto al aparecer de pronto por la proa, y encima, su comandante se puso hecho una fiera porque nos olvidamos de saludarle con la bandera, ¡esos franceses!; si lo cuento se ríen, o volverían a mirarme con lástima por haber navegado en aquel cacharrete, de Barcelona a Génova, de Génova a Barcelona, así, dos años de agregado y seis de piloto. —Ése no era un barco, era un tranvía—. El Viejo siempre jodiendo, y, sin embargo, en el golfo de Lyon puede arrear de lo lindo; ¿no hice mal en dejar el «Corinto» para venirme a este buque de altura?; al menos allí era alguien y habría terminado por mandar el barco sin tener el título de capitán, un piloto bastaba, y hasta un patrón; en la Barceloneta decían que si se dejaba sólo al «Corinto», se plantaba en Génova sin que nadie tocase la rueda; pero también, ¿era aquélla la vida de mar por la que dejé todo: el pueblo, la casa, la familia, los amigos?; de Barcelona a Génova, de Génova a Barcelona, la Lanterna y el Faro del Llobregat, el polvete en la Carola y el capuchino en la Piazza della Vittoria. —¿Qué, otra vez por aquí?—. Al final, ya ni eso. El «Begoña», al menos, hace travesías de tres mil millas, que es lo menos que puede pedirse a un barco, como dice Carlos; pero él es un sentimental, él tampoco es un marino auténtico, aunque haya nacido en Portugalete y sea hijo de un Primer oficial, y él se lo crea y todos los otros se lo crean, se lo digo yo, que otras cosas me faltarán, pero nariz para saber por dónde cojea uno, no; de algo tiene que servirle a uno ser hijo de campesinos; a Carlos le pasa lo que a mí, sólo que al revés: que él está en los barcos porque no vio otra cosa en su vida, mientras yo no los había visto nunca; pero marino, lo que se dice marino, aquí sólo hay el Viejo y Ramón; Ramón, sí; tíos con correa, con mucha correa; aquí, de romanticismo, nada; en el fondo, yo he tenido más suerte que Carlos, porque el día que se me hinchen las narices, lo mando todo a la porra; él, en cambio, no se ha enterado aún de que hay otro mundo, ni se enterará; a ése lo entierran aquí; y a mí... a mí lo que me hace falta es un barco de pasaje; son menos marineros aún que el «Corinto», pero allí podría encontrar gente más de mi aire; claro que menudos follones trae el pasaje; vaya viajecito el último con el profesor, su costilla, la inglesa; llegamos a Gijón todos peleados, y eso que eran sólo cuatro gatos, pero qué coño, más vale eso que morirse de asco, como en éste. Al camarote, viejo, ¿qué otro remedio te queda?, ¿pasarte la noche aquí, en popa?, buena se armaría mañana; el capitán es como la quilla del barco: si él tiembla, tiemblan todos; ha podido ser un latigazo en crujía, los barcos se ajustan solos, de cuando en cuando, o un ruido en máquinas; pero mejor no preguntar; esa gente quiere arreglar sus asuntos entre ellos; mira que son raros, mira que somos distintos, aunque venimos del mismo pueblo y estudiamos en la misma escuela y, qué carajo, nos pasamos la vida unos al lado de los otros, pero no hay forma de entenderlos, de entendernos; ya lo sé, se ríen de nosotros: mucha gorra blanca, mucho esto, mucho lo otro, pero aguantar mecha, en el puente, haga sol o caigan chuzos...; el puente es mucho más duro que las máquinas; ellos, ande yo caliente; pero a mí no me hacían maquinista ni con una pistola en el pecho, aunque —quedó inmóvil en medio del pasillo, rodeado de puertas tentadoramente cerradas—, aunque tal vez alguno de éstos haya oído algo, notado algo, sentido algo, pero es absurdo llamar a estas horas sin disculpa adecuada; absurdo que un veterano capitán se deje llevar por alarmas y, lo que sería peor, se las transmita al pasaje; pero aquí hay un fallo, aquí falta algo, que no encuentro, con lo que no me tropiezo, como un mueble que se hubieran llevado, aunque todo está igual: la bombilla, la alfombra, los paneles, los dorados; igual, ¿será posible?; al diablo con todo.»
«Un buque de pasaje, ¡quién lo cogiera!; ésos están reservados para los hijos de los capitanes que eligieron la carrera por obligación, sin gustarles, ¿me gusta a mí?, ¡vaya ocurrencia!, eso no se pregunta, estoy aquí y basta, pero mi padre no andaba tan desencaminado: —No, Miguel, eso no es para ti; tú tienes estas viñas y estos trigales, no es mucho, pero si los cuidas te darán para vivir. ¿O quieres ir a la Universidad? Tu madre y yo haríamos un esfuerzo—. Pero, ¿qué me pasa hoy?; debe ser ese sueño raro que no soy capaz de recordar; cuando se levanta uno con el pie izquierdo, va listo; voy a dar un paseo por cubierta a ver si me despejo. ¡Este viento!, sopla ya helado; cogeré el tabardo; el armario no cierra bien, y mira que se lo he dicho veces al carpintero, pero a ése, como no le dé uno un par de voces, nada. La mar se está arbolando; como siga así, antes de llegar a Baltimore vamos a embarcar más golpes de agua que tontos; y vaya graznidos más desagradables los de las gaviotas, nunca me había fijado, tiene gracia; mal debe de andar la pesca cuando se pelean de esta forma; está realmente desapacible el tiempo; anoche entramos en la corriente de Labrador, se nota, en tierra será algo mejor; Carlos dice que el otoño en la costa este de los Estados Unidos suele ser hermoso, con los bosques rojizos como si estuvieran en llamas y la niebla prendida de las colinas; ¡ahora caigo!, ¡el otoño!, la alameda frente a casa, el olor a humo, a magosto quemado que llegaba desde las eras, ¡pero si hace un montón de años que no estoy allí en otoño!, y parecía que todo estaba al alcance de la mano, que oía, desde la cama, el paso del ganado hacia el monte y, luego, hablar a alguien —¿quién era?— bajo el balcón, hasta que el viento frío de la sierra me despertó al darme de lleno en la cara.»
Pisaba tan fuerte que todos los ojos se volvieron hacia la puerta de la cámara. Estaban en el café. El telegrafista debía acabar de contar un chiste, porque los demás reían.
El Viejo cambió la risotada por un gruñido.
—Llega tarde, como siempre.
Vio a Carlos bajar la cabeza; Manuel le estaba poniendo a toda prisa el plato en su sitio habitual.
—No, Manuel, no voy a comer. Don Alberto, tendrá usted que pedir desde Baltimore un Segundo oficial que nos espere en Santander. Me voy al pueblo.
«Un sillón cómodo, un sillón hecho para mi cuerpo, que se sumerge en él a cámara lenta, como los saltadores en el agua. Con alargar la mano, ya se tiene la casi blanca lista de pasaje: cuatro nombres; ¿sueño?, no; aunque las letras bailotean y las imágenes pasan como fotografías antiguas, mejor dormir, pero el sueño ha huido, el aire de cubierta le despeja a uno, así, a oscuras, todo es más fácil, todo cobra sentido, hasta los ruidos que no se explican, que es posible ni siquiera existiesen y, si existieron, fue sólo un instante para disolverse, para volver a la nada, como los pasajeros que embarcan en Valparaíso y se largan en Gijón, adiós, si te he visto no me acuerdo, como los oficiales: —¿Tú estabas en el «Moncayo»? —No, en el «Urquiola». —Ya me parecía a mí—. Como los capitanes: —¿Le importaría ir una temporadita al «Begoña»? Nos hemos quedado allí sin capitán. —¿Adónde va? —A Chile. Para la vuelta hemos previsto unos pasajeros. Así no se aburrirán tanto—. En fin, qué más da.
Don Tomás de Arcos. El primero. Siempre el primero; su nombre antes que ningún otro, su camarote al lado del del capitán; figura elegante, modales distinguidos, cubierta blanca de trasatlántico, barrigas desnudas de mujer, chistecitos, sonrisitas, un triste buque de carga, con tres o cuatro pasajeros a bordo, pasa al costado, lento, sucio, como un buey de carreta, saludémosle con un martini en alto. —Los que van a vivir te saludan—. Pero don Tomás no está allí, sino aquí, cuarenta años en América, tres baúles de trajes y una colección de anécdotas graciosas. —Ese tipo es un fantasma —lo dijo el Segundo, ya tras la primera comida, y ese maketo no entenderá de barcos, pero entiende de hombres; cuarenta años, se dice pronto, y no hay forma de sacarle más que cuentos; ¿qué hizo?, eso, el fantasma, pues buena está Europa para fantasmas; todavía aquí, a bordo, comer entre oficiales, pasearse majestuoso al atardecer por cubierta, intercambiar con Mrs. Feel las tres únicas frases que sabe en inglés, ¡y mira que tiene buen acento, el puñetero!; pero anda la que le espera en el pueblo, donde a lo mejor los parientes le ven venir cargado de duros, no les arriendo la ganancia, ni a él; pero, ¿a mí que me importa?
Los labios se despegan inconscientemente para sonreír ante los nombres cándidos: Ismael, Lucinda, ¿qué harán este par de infelices en Europa? —Viaje de novios en la cuna de la cultura—. ¡Las que les van a dar!; pero don Ismael es profesor de Liceo y amante de la sabiduría, ¿fue eso lo que dijo?; Lucinda, su mujer, discípula, deslumbrada por la sapiencia; a las mujeres no hay quién las entienda; ¿qué pudo ver en esa cabeza de cangrejo rematada por la pelambrera blanca? Su entrada a bordo, saludos reverenciosos a cuantos se ponen por delante; el cocinero tuvo que limpiarse a toda prisa las manos en el delantal. —Es mi esposa—. Los ojos negros siguen clavados en el suelo y la mano se adelanta con auténtico temor, como temiendo perderla. Primeras sobremesas. —Es mi obra, mi auténtica obra. Otros filósofos hacen un libro, yo la he hecho a ella—. Miradas frías de don Tomás, el Aldeano, que es una víbora. —Pues debería haberla enseñado usted a hablar—. Tuve que intervenir personalmente y ordenarles que se dejaran de bromas, que la travesía iba a ser larga y tuviéramos la fiesta en paz. Fiesta del Paso del Ecuador; yo, barbas de brocha vieja; soy Neptuno, un poco indiferente a la carnavalada; son ya muchos pasos del ecuador; agua, más agua; no, ya es ron, moreno, pegajoso; Lucinda canta con los ojos puestos en el sol que muere, mientras bandadas de tiburones acuchillan el agua disputándose los restos que ha tirado el cocinero; nadie entiende lo que dice, pero una aguja traspasa los corazones inflamados, ¿o es el ron?; Carlos corre por la bandurria y, ahora, es él quien canta, una tras otra, coplas de la tierra; no tiene mala voz el chaval, y terminamos todos cantando sin escuchar a los demás. El círculo quedó cerrado aquella noche; hasta don Tomás reía a carcajada limpia, sin preocuparse de su dentadura postiza, y Mrs. Feel besaba mis barbas, que olían a pintura seca; vaya con la inglesa; Lucinda, desde entonces, sube al puente en cuanto acaba de cenar, mientras el profesor nos ilustra en la sobremesa: —Mi teoría de la felicidad humana, señores...—. Carlos, arriba, sabe Dios cuántas mentiras la cuenta; pero todo va bien, todo encaja, que es lo importante; le tenía un poco de miedo al pasaje, la verdad; pero parecen contentos, aunque, no te engañes, lo peor queda por venir: treinta días de Chile a Gijón, y en el Atlántico, cuando empiece a zurrar badana, cuando todos empecemos a cansarnos de todos, cuando la carne que traiga el mayordomo empiece a oler, cuando no podamos aguantar las explicaciones del catedrático ni el pisto del fantasma y Carlos se canse de entretener a la pánfila esa, vamos listos; pero también es verdad que tampoco es para morirse; se llega a Musel, se baja a tierra y se terminaron las complicaciones; todo se acabó y vuelta a empezar; ¿me olvido de algo?, ¿por qué esta tensión?, si era sólo el perro, ¿perro?, ¡menuda leche tiene el bicho!, no hace migas con nadie, sólo con el ama. —Lo he criado yo desde pequeño—. Hasta el filósofo le tiene respeto; le trata como a un rector, le cede el paso, se inclina al hablarle; para mí, que le tiene canguelo; claro que si mi mujer tuviera un chucho así, o él o yo, hasta ahí podía uno aguantar a la costilla, pero ¿por qué tuve la impresión de estar a dos pasos de la respuesta?, era sólo el perro lo que me olvidaba, el perro, ¡menuda fiera!
El último nombre, Mrs. Feel. Feel —sentir—, no me haga usted reír, fría, fría, fría, como un pez, como un pez tieso y ahumado, aunque, ¿quién sabe?, a los cincuenta las mujeres ya han aprendido a disimular, y a los quince, escritora, ¿lo es?, vete a saber, su bloc en ristre cuando interroga a los marineros: —¿Cómo resuelven ustedes su vida sexual? —Meneándonosla, señora—. Ese brigante de carpintero, y, encima, quiso llevársela a visitar su taller; menos mal que ella no aceptó, porque si acepta, en menudo lío me mete; con esas cosas no se juega; la marinería es capaz de armar un bollo, es lo malo de llevar mujeres a bordo; ya lo decía don Facundo; tengo que andarme con cuidado; ya he visto que la largan viajes siempre que pueden, y ella como sin enterarse; ¿quién es?, ¿una institutriz que ahorró penique a penique para permitirse finalmente este viaje, o una escritora de verdad, que luego va a ponernos a todos de vuelta y media?; en cualquier caso, tengo que andarme con ojo, porque ésa...»
Quedó en suspenso, agarrado a los brazos del sillón. La hoja planeó con cierta gracia hasta quedar posada sobre la alfombra. Esta vez sí que pudo clasificar el ruido: cristales, cristales que chocan. Salió al pasillo preso de una gran agitación; la luz de la cámara estaba encendida. Dentro, el Segundo exprimía unas naranjas.
—¿Aún levantado, don Alberto? Es la noche del trópico, ¿verdad?, no está hecha para dormir. Estoy preparándome un refresco antes de subir al puente; en esta guardia de doce siempre se levanta uno con mal sabor de boca.
No pudo contestarle; volvía al camarote anonadado, como un niño ante una conversación de mayores, y se dejó caer de nuevo en el sillón sin molestarse siquiera en cerrar la puerta. De muy lejos llegaban las voces del Segundo y Tercero entregándose la guardia entre bromas; pronto se les unió la del agregado. El bajar a galope de las escalerillas llegó entre una ráfaga festiva, jovial, cazurra.
—Y, ahora, a dormir como los niños buenos, porque cualquier noche te van a dar un mordisco en esos pantalones tan elegantes...
Fue como encender ante los ojos un foco desmesurado en una noche oscura. «¡Estúpido, inútil, viejo capitán, que eres el último en enterarte de lo que pasa a bordo! —¿Podemos pescar hoy el sol?—. ¡Los ladridos del perro! —¿Cuál es la situación estimada?—. ¡Los gruñidos que nunca dejaron de sonar cuando alguien pasaba delante del camarote! —¿Lo has pescado?, magnífico, ¿cuánto te da?—. ¡Y yo en las nubes, como el marido! —Bueno, ya tenemos situación verdadera hoy, ya puedo irme a dormir la siesta tranquilamente. —¡Y el sinvergüenza ese! Pero, ¿dónde se meterán? En su camarote, seguro, y el filósofo en Babia, durmiendo a pierna suelta. Pero a mí no me la pegan; en mi barco, no, hasta ahí podríamos llegar; en puerto que hagan lo que les dé la gana, que agarren un paquete, que se beban medio bar, que se queden en tierra, lo que quieran, pero a bordo, no, a bordo, no se me desmanda nadie, a bordo no admito coñas, las coñas aquí se pagan caras; a ése lo desembarco, ¿y a ella?... ¡a ella que la zurzan!, vaya con la mosquita muerta, y se lleva al perro; menudo humor el de Carlos, con el chucho siempre mirándole, porque es joven, vamos, de joven se tiene estómago para todo; ya me parecía a mí que en los últimos días estaba muy orondo; éstos, en cuanto están un poco alegres, malo, lo mejor es tenerles bien jodidos, así no piensan en hacer faenas, pero tengo que decirles algo, sin escándalo, pero el chucho ladrará, seguro; menudo es el bicho ese; no quiero más perros a bordo, aunque se pongan como se pongan los de la compañía, ni mujeres, ya lo decía don Facundo: coños a bordo, no, ni siquiera una gata; la razón que tenía, porque ahora se la querrán tirar todos, y nos queda el Atlántico por delante; a éstos los desembarco en Aruba, al petrolear, a los tres, ¡vaya lío!; claro que si me prometen cortar desde esta noche, olvidado todo y tengamos la fiesta en paz; tengo que hablar con ellos, seriamente, que para eso no somos ya unos críos, pero esperaré un poco, porque seguro que ahora los pillo in fraganti; menuda escena, ni que fuera yo el marido, vaya papelito, ¿quién me lo iba a decir a mí?, ¡pero no!, los cuernos a quien correspondan, y, bien mirado, ¿a mí qué me importan los cuernos del catedrático?, con tal de que Aguirre me haga bien las guardias y no me den un escándalo, que cada cual se quite sus pulgas. Ahora, que no se me desmanden, porque si se me desmandan...»