Jueves, 9
Jorge me esperaba en la estación. Los botones de su uniforme brillaban ostentosamente entre el bloque tibio, prosaico de la multitud. ¿Por qué los agregados son siempre los que mejor llevan el uniforme? Luego, en cuanto se llega a Segundo, prefiere uno ir de paisano o, todo lo más, con el gris, de faena, tan práctico. Recuerdo aquel pobre agregado gallego que sólo llegó a ponerse el uniforme azul una vez. Pero no; me he propuesto no anotar aquí ningún recuerdo. Esto es algo tuyo y mío solamente. Adviértemelo cuando me olvide.
Jorge esperaba de mí aventuras sin cuento. Un permiso en Londres no es un permiso en París, pero se supone que dará de sí más que quince días a bordo. Pero no sé qué decirle ni él qué preguntarme, y hacemos en silencio el trayecto en taxi hasta el «Begoña», que me pareció más viejo, más destartalado, más acogedor que nunca.
Además, ¿sé yo mismo lo que ha pasado, lo que va a pasar, por qué he ido, por qué he vuelto?
Fue el primero, naturalmente, en estar arreglado. Hubiera querido salir de uniforme, pero al recordar el cachondeo con que le recibieron en Bilbao, cuando se presentó en el «Begoña» con él, se puso el traje marrón, de domingo, que su madre le había metido en la maleta, pese a sus protestas. —Pero si no lo voy a usar. ¿No ve usted que en el barco tendré que ir de uniforme? —Bueno, por si se presenta la ocasión —y lo metió, suave, tozuda, como siempre. Los marineros que picaban plancha oxidada —el barco entero amenazaba derribo—, habían interrumpido la faena al verle llegar tan serio, tan rígido, tan perdido, en cuanto pisó cubierta, sin saber a dónde dirigirse. Una cara soñolienta asomó por el portillo de la cámara de maquinistas. —¡Vaya, un pilotín!—. Hasta el cocinero había salido, secándose las manos en el sucio delantal. —¿Buscas a alguien?—. La voz llegaba desde la cubierta de botes y estaba tan nervioso que tardó en localizarla. —Estoy aquí, rapaz; pareces un poquillo despistado. Vete a la cámara del puente, donde están todos—. Era el Segundo, que reforzaba los calzos de los botes con el carpintero y se olvidó inmediatamente de él para volver a la faena. —No quiero que vuelva a pasar lo de la última travesía. Si encima de que el barco está hecho una cafetera no cuidamos los botes, estamos aviados. —Sí, don Marcial. —Usted siempre sí, pero luego empieza a bailar todo. Claro, como está siempre jamao, ni se entera. Como le vea otra vez con la botella, doy parte a la compañía. —Don Marcial, le juro...—. Dejó la maleta en el pasillo antes de entrar en la cámara, donde la acogida fue mejor, aunque era difícil distinguir en las sonrisas la ironía de la cordialidad. —¿De Mugardos, dices que eres? Nos habían dicho que de El Ferrol... Ah, bueno, están en la misma ría. —Vaya, se nota que te has hecho el uniforme donde los marinos de guerra. —¿La primera vez que embarcas? Pero, hombre, ¿no has ido nunca a La Coruña en bou? Ya sabes que quien pasa la Marola es como si hubiera cruzado todos los mares...—. Sólo el Primero, con uniforme gris, le contemplaba en silencio, dándole ánimos con la mirada. —¿Has comido ya? ¿No? ¡Genaro! —surgió alguien con chaquetilla de camarero por una puerta lateral: —Diga, don Carlos. —Trae algo de comer al nuevo agregado. No me importa si lo habéis tirado ya; que le frían un filete y un par de huevos—. Peor fue con el capitán. Ni siquiera le dio la mano.
—Llega usted tarde; le esperábamos ayer —fue toda su bienvenida. —Aguirre le dirá dónde va a dormir y le señalará la guardia—. Le dio la espalda y siguió discutiendo con el jefe de máquinas la cuestión de dónde convendría petrolear.
El Primero le asignó un camarote en popa, junto a la tripulación, destartalado y maloliente, que se entretuvo en pintar durante la travesía, hasta dejar apañado, y ahora, lo prefería a la promiscuidad del pasillo de pilotos, con las puertas siempre abiertas.
—Vaya, hombre, ¿ya arreglado? —el Segundo se daba los últimos pases de navaja con deleite casi sexual. Era un tipo mediterráneo, no mal parecido, de pelo rizado, muy negro, que empezaba a escasear. La barba, en cambio, era tan espesa que azuleaba sus mejillas—. Se nota que es tu primera salida.
Del camarote del Tercero, enfrente, salían unos acordes majestuosos. José Antonio estaba emocionado.
—Fijaos, a cualquier sitio que giréis el dial sale buena música. Ya se nota que estamos en un país civilizado.
Como prueba, cambió de estación en el transistor japonés que tenía sobre la mesilla y la cascada musical de un órgano inundó hasta la cámara vecina.
—Ésa, posiblemente, es una emisora alemana. No te olvides que Alemania está a un paso.
—Tanto da. El caso es que hay países cultos, donde se toca buena música, y países bárbaros, como el nuestro, donde lo más fino es «La Parrala».
—No exageres, como siempre.
—Me quieres decir que...
—¿Ya estáis otra vez discutiendo? —el Primero había salido al pasillo desde su cabina, sin que se dieran cuenta. El pelo largo, blanco, peinado con descuido, no hacía más que destacar los huesos de su faz alargada.
—Usted qué dice, don Carlos —José Antonio salió también—. ¿Quién tiene razón, Marcial o yo? ¿Somos o no somos un país salvaje?
Repartió entre ambos la mirada.
—Los dos tenéis razón. Lo que pasa es que él es un nacionalista y tú un cosmopolita.
Volvió la paz, la música y el acariciar de la navaja sobre la lengua de cuero.
—¿Qué, Aguirre, no sales?
—No, me quedaré. Tengo algunas cosas que hacer.
—Vaya ganga eso de tener un Primer oficial que nunca sale. Es lo único bueno del «Begoña».
El agregado intervino, tímido, servicial.
—¿Quiere que le traigamos algo?
—No, gracias. Pero me vais a echar estas cartas.
José Antonio movía la cabeza.
—¿Cómo se las arregla para escribir tanto? Yo soy incapaz de escribir ni una tarjeta. Menos mal que se han inventado los telegramas.
—A tu edad, yo hacía lo mismo.
—Déjese de cuentos; usted no es viejo.
—Ni joven.
Se hizo un silencio extraño, que cayó como una pared entre el Primer oficial y el resto.
—Bueno, que os divirtáis.
—Gracias, don Carlos.
La puerta se cerró sin prisas y sin vacilaciones, con el ritmo distante, difícil de seguir, que el Primero imprimía a todos sus movimientos.
—Si seguimos así, no salimos —Benito, en el pasillo, se pasaba la gabardina de un brazo a otro, con breves intervalos en el hombro. Su traje marrón, su corbata verde, sus zapatos relucientes eran un reproche mudo a los otros dos, aún en camiseta—. Acordaos que tenemos que pasar por el «Sanlúcar», a recoger a ésos.
—No te preocupes, esperarán. Tómate una copa mientras terminamos.
—No, gracias.
Había cenado poco. El estómago no le admitía más. Y eso que había hecho su primera travesía muy dignamente. Sólo al salir de Bilbao sintió, de pronto, fallarle las planchas bajo los pies mientras el estómago le volaba a la cabeza. Menos mal que estaba solo, en popa, viendo alejarse al Monte Soyube como un iceberg sombrío, arrastrado por el maretón del Noroeste, y pudo largar la comida sin que nadie se diera cuenta. —Parece que el nuevo agregado carbura, ¿eh? —oyó luego comentar al Tercer maquinista, de plática con el mayordomo. Aquello le dio ánimo y cuando, a la madrugada, subió a la guardia, sentía ya el barco como suyo. Se la habían puesto con el Primero, que parecía otro hombre en la oscuridad, envuelto en el larguísimo abrigo azul, con la amplia boina que ocultaba sus cabellos, prematuramente blancos. Sólo los ojos conservaban cordialidad en aquella faz angulosa, de águila que medita en las alturas si vale la pena abalanzarse sobre ti o continuar dominando el horizonte. —¿Has hecho caña alguna vez? —su voz le pareció más dura que en la cámara, cuando llegó—. Tendrás que hacerla mientras el timonel va a buscar su relevo y al camarero—. No preguntó nada, aunque no había entendido bien y se dejó llevar por los acontecimientos, como desde que estaba a bordo, silencioso, discreto, atento a todo, haciéndose disculpar los errores con una parada sonrisa. —No, hombre; no metas tanto a una banda porque veas al barco caer a la otra. Mete sólo unos grados y no te preocupes si tarda en reaccionar. Un barco quiere su tiempo. No es una bicicleta—. Su primera experiencia al timón fue angustiosa. La flecha ante él se desplazaba del rumbo señalado como si una fuerza invisible tirase de ella, sin que valiera su nervioso girar en dirección opuesta. Luego, empezaba el juego en sentido contrario, más amplio, y el barco crujía con el bandazo. Cuando llegó el nuevo timonel, sudaba y sólo entonces notó que las rodillas apenas podían sostenerle. Don Carlos volvió a ser el del primer día, en la cámara. —No te preocupes. Eso nos ha pasado a todos cuando fuimos agregados. ¿Tienes hambre? El camarero nos subirá ahora el desayuno. Vete a barlovento a que te dé un poco el aire. Lo necesitas—. En la otra ala del puente, la ventolina le abofeteó sin piedad, pero notaba que le venía bien. Una línea de luz comenzaba a disolver por aquella banda las tinieblas, mientras el aroma del café que llegaba de abajo, restablecía por completo el equilibrio de las cosas.
Lo de esta noche era distinto. Ostende. No acababa de creerlo. Él, que no conocía Madrid ni Barcelona, en Ostende, Bélgica. Tenía en el bolsillo quince tarjetas para amigos y familiares. Vio salir al consignatario del camarote del capitán, al otro lado de la cámara. Fuera, caía una noche fría, rastrera, húmeda.
Marcial ya estaba arreglado, pero José Antonio no acababa de encontrar una camisa bien planchada.
—Vaya gaita. Me olvidé de decírselo al camarero.
—Si quieres, te presto una de las mías.
Tenían, aproximadamente, la misma estatura, sólo que el Tercero era grueso, rubicundo, con cuello de ternero, mientras el agregado era un galleguito menudo, de ojos castaños y boca como el hocico de las liebres.
—No, deja; me pondré cualquiera de ésas —indicaba el montón blanco sobre la cama.
A las siete, finalmente, estaban listos.
—¿Nos llevamos una botella?
—No estará de más. Ábrela para que no diga nada el perro de la plancha.
Marcial se sirvió una copa de coñac, después de descorchar la botella con endiablada habilidad.
—¿Queréis?
Los otros dos no querían y la botella se perdió en el bolsillo de la gabardina del Segundo, que exageró el tiritón al tropezar con la negrura, cortada por gotas errabundas y frías, como dardos.
—¡Vaya nochecita! Seguro que no hay nadie por la calle. Sólo unos chalaos, como nosotros.
—¿Es que quieres quedarte a hacer compañía al Primero?
Aquello le hizo apresurar el paso.
—No, no; antes morir.
El de aduanas se había refugiado en la cocina y los vio pasar sin interceptarles el paso.
—Seguro que si llevamos algo nos detiene. Esos tipos se las huelen.
—Esos tipos están más jodidos que tú, clavados ahí toda la noche.
—¡No me vayas a salir tú ahora defendiendo a los consumeros, que te doy con la botella!
—No, hombre; pero a cada uno lo suyo.
El «Sanlúcar» estaba en dique. Había tenido una avería en el túnel de la hélice al cruzar el Canal de la Mancha, y menos mal que llegó allí, a empujones de las olas y de un remolcador que salió al olor de la carnaza. —Éste está ya maduro para el desguace —decía Jacinto, su Primer oficial—, pero mientras aguante, pues se aguanta—. En grada, un buque tiene siempre algo de cómico y patético, como un viejo desnudo, con toda su impotencia al aire. El cruzar por primera vez la pasarela, sobre el precipicio del dique, impone, pero todo es cuestión de acostumbrarse. Jacinto y Gustavo, el Segundo maquinista, les esperaban envueltos en la oscuridad y la llovizna, apoyados en la borda, indiferentes al vértigo, casi barco ellos mismos. Eran los dos únicos oficiales que se habían quedado, con un par de marineros, durante la reparación.
—¿Entráis a tomar cualquier cosa?
—¿Por qué no?
—Pero no íbamos...
—No te preocupes, pilotín —le había quedado lo de pilotín desde el primer día—, que todas las chicas guapas de Ostende te esperan.
Bajó la cabeza al sentir el pescozón del Segundo.
Salió zumbando, mientras llamaba a voces al contramaestre. Luis se conformaba a regañadientes.
—¡Qué bárbaro! Le van a oír desde tierra, y ya veréis cómo nos quedamos sin arena.
Pero Carlos estaba ya abajo, rodeado de marineros, tan excitados como él.
—Don Carlos... —casi le tocaba con la mano, semialzada. Lázaro, el único andaluz de la tripulación. En los atardeceres calmosos, allá, en popa, sonaban sus palmadas por encima del mugir de la hélice y los coletazos del timón. Ahora le sonreía casi provocativamente. Pero apartó los ojos de un tirón para fijarse en Galloso y Treviño, dos gallegos fuertes, silenciosos, un poco al margen del bullicio.
—Ustedes remarán. Y usted —el contramaestre seguía a su lado— me ayudará a llenar los sacos.
El carpintero traía ya una brazada de éstos y dos palas.
—¿Cuántos quiere?
—Cuatro. Venga, rápido, abajo.
Se les hizo respetuoso paso hasta la borda. Mientras los otros bajaban por la escalera de cuerda pegada al costado, se despidió de los del puente.
—¿Qué queréis que os traiga?
—Una rubia.
—Cuidado con los tiburones.
El capitán era el único que no bromeaba.
—Mucho cuidado. Y en cuanto noten algo anormal, se vuelven.
—No se preocupe, don Gregorio.
Antes de lanzarse a la escalerilla, se ajustó la gorra y subió los pantalones. Desde arriba, parecía un mozalbete que se hubiera puesto las hombreras negras de oficial en su camisa blanca.
Empuñó el timón del bote; el contramaestre iba, como un mascarón antiguo, sobre el tajamar, sin sentarse. Las palas de los remos rompían rítmicamente la superficie del agua, produciendo un chasquido monótono, cada vez más alejado. En el puente, se había hecho silencio. Capitán, Primero y Segundo no soltaban los prismáticos y, ahora, era Luis quien debía afinar la vista para enterarse de lo que estaba pasando. Habían subido también los tres maquinistas. En cubierta, la marinería se apiñaba en la banda de babor.
Hacia la mitad, la red se había abombado y dejaba pasar holgadamente un pequeño bote. De allí a la orilla no había más de cincuenta metros. El contramaestre fue el primero en saltar, cuando el agua le daba todavía por la rodilla. Se echó al hombro el cabo, firme a la argolla del tajamar, y tiró de la barca hasta dejarla embarrancada. Carlos soltó el timón para empuñar una de las palas. El contramaestre le ayudó a saltar, pero, aun así, se mojó los zapatos blancos y salpicó los pantalones. Lo primero que hizo fue coger un puñado de arena.
—Estupenda, gruesa —con el puño en alto se volvió hacia el buque, que era un monstruo negro y como ciego en medio de la pequeña bahía.
—Vamos un poco más allá, para cogerla seca —el contramaestre, descalzo, hablaba con el mismo sigilo que se movía.
Carlos llenó con furia su primer saco. Mientras el marinero se lo llevaba, echó la primera ojeada alrededor. Era una cala mayor de lo que parecía desde el barco. A la izquierda, hacia la refinería, se abría en promontorios cada vez más bajos. Al otro lado, por el contrario, las rocas eran altas, agrestes, con el mar ladrando a sus pies, como un perro vagabundo. Al levantar los ojos, pudo ver, casi a pico, la hilera de casas, ahora enormes, con luz en sus ventanas bajas. Galloso estaba de nuevo a su lado, con la boca del saco abierta. El contramaestre se afanaba en su segundo. Treviño se había quedado en el bote. —Usted se queda, no vayamos a quedarnos sin él—. ¿Qué película era aquella en la que los expedicionarios en una isla desierta ven alejarse la barca a impulsos de una misteriosa corriente?, ¿o era en un libro?, ¿o lo había soñado? Pero no había tiempo para recrearse como otras veces, en el puente, en el camarote, con el recuerdo que va y viene como un columpio desocupado. Aquello era acción, todo acción, como en la maniobra, en la que no puede desperdiciarse ni un segundo, y al hundir de nuevo la pala en la arena se estremeció como al penetrar en una mujer angosta y dócil.
—¡Ladrones de arena! —lo dijo en voz alta, antes de echarse a reír, bajo la mirada de reproche de Galloso.
Al quitarse el sudor con el antebrazo, el corazón le pegó tal golpe en el pecho que a poco lo tira. Menos mal que tenía la pala donde apoyarse. No podía ser. Los otros dos, al verle tan excitado, cesaron el trabajo para seguir la dirección de la mirada. En el puente, los tres prismáticos se adelantaban sobre la barandilla todo lo que de sí daba el cuerpo. El Segundo fue el primero en reaccionar.
—¡Que me maten si no es una mujer desnuda!
Había salido de las rocas —posiblemente venía un sendero invisible por ellas desde las casas—, y se dirigía a buen paso hacia el agua, indiferente a la admiración que despertaba. Carlos tiró la pala y se ajustó la camisa bajo el pantalón.
—Terminen de llenar esto y llévenlo al bote. Yo voy ahora mismo para allá.
El capitán, a cuatrocientos metros, tronaba:
—¡El muy majadero! ¡Ya verá cuando llegue a bordo!
La pescó al mismo borde del agua. Era una jamona todavía de buen ver. Debía haber sido una mujer magnífica veinte años atrás, pero, ahora, sus carnes conservaban la línea sólo a base de ejercicio, lo que había hecho su cuerpo tal vez demasiado musculoso. A Carlos no parecía importarle mucho aquello, ni el agua que empapaba sus zapatos, ni los gritos a su espalda. Lo único que le interesaba era que ella sonrió cuando él se había llevado, gentil, la mano a la visera. «¿Por qué no habré estudiado más inglés?» Fue tal vez lo que le hizo relentar el paso y ensayar una sonrisa.
—¡Don Carlos!
Sin volverse, le reconoció. Era el contramaestre. Tenía una voz ronca, calmosa, espoleada ahora por una causa desconocida.
—¡Don Carlos, que viene alguien!
Él, impertérrito. Ella, oronda ante aquel adorador nocturno, que daba vueltas en su torno, emitiendo gruñidos aprobadores. En el puente, la tensión anterior se había roto en una cascada de nerviosismo.
—Son guardias. Han debido verles desde la refinería.
Llegaban desde allí, por el extremo opuesto adonde la pareja seguía su pantomima. El contramaestre llamó, sin tanta convicción, por tercera vez.
—¡Don Carlos...!
No terminó. En la noche, los colmillos de los nativos brillaban sobre su labio inferior, dando aspecto de máscara a su faz terrosa. Estaban ya a pocos metros y debían tener casi tanto miedo como ellos, pues se aproximaban con toda clase de precauciones, pese a venir armados.
—¡Veña!
Era Treviño, angustiado, desde la barca. El contramaestre no se hizo más rogar y echó a correr, como un desesperado, hacia el bote, donde los otros dos golpeaban nerviosamente el agua con los remos. Salieron zumbando, como si la barca tuviera motor.
Él se dio cuenta de lo que ocurría por el pequeño grito de la sirena, que se metió veloz en el agua, hasta dejar fuera sólo la cabeza. Entonces, se volvió, inaccesible y sonriente, para contemplar el final del episodio. Hubo un primer amago de huida por parte de Carlos, que cortaron, no los guardias, todavía a unos metros, sino el magnífico espectáculo de la barca, a lo lejos, bajo la luna. Se dejó detener con cierta elegancia, como si supiera cuál era su papel. Les extendió las muñecas, pero, o no llevaban esposas, o no quisieron ponérselas. Se limitaron a rodearle por todas partes, hasta formar una pared humana en su torno, mientras le daban órdenes que entendía sólo a medias.
En el buque, todo era actividad. El Viejo estaba que mordía.
—Venga, Raúl; ¿tienes las máquinas a punto? Usted, encárguese de ese bote—. Lo que más pareció molestarle fue el comentario a media voz del Tercero: —Eso le pasa por fiarse de los agregados. —Y usted a la maquinilla de leva. Venga, muévanse. En cuanto estén los hombres a bordo, zarpamos. A ese majadero lo recogeremos a la vuelta.
Al quedarse en seco, los del «Sanlúcar» habían desarrollado una sibarita disposición de anfitriones. Su cámara, aunque bastante sucia, estaba llena de botellas mediadas y latas de foie-gras abiertas.
—Es lo único que hay aquí. Porque de lo otro, nada de nada.
—No me desengañes a éste, que es la primera vez que sale y tiene ganas de echar un buen palo.
—Pues va aviado. ¡Si todavía fuera Amsterdam o Bremen!, ¡pero mira que venir a parar a este villorrio!
—Y da las gracias —el maquinista, mirando el vino al trasluz, era la mismísima imagen de la sapiencia.
—¿Cuánto os queda?
—Eso no lo sabe ni el ingeniero jefe. Como le empiecen a sacar al «Sanlúcar» todas las goteras que tiene, no nos dejan ni salir. Esto de meterse en dique es como ir al hospital. Se sabe cuándo se entra, pero no cuándo se sale. Ya lo probaréis algún día, porque vuestro «Begoña» está ya bastante cascado.
—Pero mejor que éste...
—Mejor que éste, cualquiera. Ni siquiera en grada me siento seguro. Cualquier día se descuajaringa.
—Pues vámonos antes.
—Esos cabrones de navieros..., ¿sabéis que nos quieren pagar sólo el ochenta por ciento del sueldo, considerándonos en tierra? Encima que nos hemos quedado sin sobordos. Y vete a quejarte. Hasta tienes que darles las gracias por no estar, como tantos otros, sin destino —la pasarela, bajo el peso de tantos, se bamboleaba como un andamio—. Lo peor es que si nos hundimos de verdad, los tíos ganan dinero con el seguro. Si no, te aseguro que lo hubiese dejado irse contra los escollos.
El laberinto de canales, muelles y esclusas parecía más desolado que nunca, con grúas inmóviles como esqueletos de animales prehistóricos y vagones sin rumbo. Pero él lo miraba todo con ojos maravillados, sin poder contener a veces la emoción.
—Fijaos, césped al lado del muelle.
—Claro, chaval, ¿qué te crees? ¿Que todo es como Mugardos? Pero más vale que mires por dónde vas. ¿No te han dicho tus oficiales que no pases nunca por debajo de una grúa? Lo menos que te puede caer encima es una mancha de grasa que te arruina el traje, pero a veces caen cosas más gordas.
Jacinto les conducía por una avenida de madera húmeda y resbaladiza, que desembocaba en el muelle principal.
—Al fondo está la parada de autobús.
Amarraba un petrolero majestuoso como un palacio, esbelto como un galgo. El verde esmeralda de sus cascos y el blanco purísimo de sus superestructuras remataban la fina belleza del conjunto.
José Antonio miró la matrícula.
—Estocolmo. Vaya gracia. A ver cuándo los españoles tenemos algo así.
—Entré en un frutero sueco, en Las Palmas, con cañerías hasta los camarotes para servir café.
—Yo preferiría suecas.
—Estamos haciendo el idiota. Al final, no habrá otro remedio que hacer como los otros: embarcarse en el extranjero y dejar a nuestros navieros sin tripulaciones.
Benito se había quedado atrás, contemplando la maniobra, nada fácil por la longitud del buque. Era el primero que veía con la parte inferior de la proa lanzada, que dicen hace ganar por lo menos tres nudos de velocidad.
—¿Vienes?
—Sí, sí, ahora voy.
El petrolero iba en lastre. Tal vez fuera su primer viaje. Reinaba un nerviosismo mayor del habitual en el castillo, junto a la maquinilla. Habían dado un esprín cruzado, que iban cobrando poco a poco, para obligar a la cabeza del buque a caer sobre el muelle. Pero el viento de tierra se había vuelto loco al tomar la amura por una vela metálica y ofrecía feroz resistencia. Desde la otra banda, llegaba el jadear de un remolcador.
Fue algo instantáneo, como un rayo. El cable se desprendió de la bita y vino hacia él como una gigantesca boa de fauces abiertas. El golpe fue tan fuerte que tapó su alarido, al lanzarle diez metros más allá. Quedó inmóvil, en el mismo filo del agua, sobre la piedra que se empapaba de sangre despavorida, ajeno a los gritos y carreras que convergían en él.