Prólogo

PRÓLOGO

La dictadura de Franco recordó siempre su victoria en la Guerra Civil, llenando de lugares de memoria la geografía y la sociedad españolas. Comenzó ese recuerdo ya antes de finalizar la guerra, cuando un decreto de la Jefatura del Estado de 16 de noviembre de 1938 proclamaba «día de luto nacional» el 20 de noviembre, en memoria del fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera un día como ese de 1936, y establecía, «previo acuerdo con las autoridades eclesiásticas», que «en los muros de cada parroquia figurará una inscripción que contenga los nombres de los Caídos, ya en la presente Cruzada, ya víctimas de la revolución marxista».

Ese fue el origen de la colocación en las iglesias de placas e inscripciones conmemorativas de los «Caídos por Dios y por la Patria», que el viajero puede ver todavía hoy pegadas o esculpidas en viejas piedras de singulares monumentos románicos, góticos o barrocos de muchos lugares de España. Y aunque no aparecía en el decreto, la mayoría de esas inscripciones acabaron encabezadas con el nombre de José Antonio, sagrada fusión de los muertos por causa política y religiosa, «mártires de la Cruzada» todos ellos. Porque, como escribía Aniceto Castro Albarrán, el canónigo magistral de Salamanca, en su Guerra Santa, publicada ese año 1938, todas las víctimas de la «barbarie rusa» eran religiosas y no solo el clero: «los católicos más destacados, las personas más piadosas, los derechistas más apóstoles, todos aquellos, en fin, cuyo martirio significaba, exclusivamente, odio religioso y persecución a la Iglesia».

Acabada la guerra, en la paz incivil de Franco, los vencedores ajustaron cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas quiénes eran los patriotas y dónde estaban los traidores. Calles, plazas, colegios y hospitales de cientos de pueblos y ciudades llevaron desde entonces, y en bastantes casos están presentes todavía hoy, los nombres de militares golpistas, dirigentes fascistas de primera o segunda fila y políticos católicos. Algunos se repiten mucho, como Franco, Yagüe, Millán Astray, Sanjurjo, Mola, José Antonio Primo de Rivera u Onésimo Redondo, uno de los fundadores de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS), muerto en un combate en la sierra de Guadarrama el 24 de julio de 1936, apenas comenzados los disparos y sin tiempo para consolidar su marginal liderazgo fascista, a quien se le recuerda especialmente en su pueblo natal de Quintanilla de Abajo, todavía hoy Quintanilla de Onésimo.

La consagración definitiva de la memoria de los vencedores de la Guerra Civil llegó, no obstante, con la construcción del Valle de los Caídos, «el panteón glorioso de los héroes», como lo llamaba fray Justo Pérez de Urbel, catedrático de Historia en la Universidad de Madrid, apologista de la Cruzada y de Franco, y primer abad mitrado de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. El monumento fue inaugurado el 1 de abril de 1959, tras casi veinte años de construcción en la que trabajaron numerosos «rojos cautivos» y prisioneros políticos. Aquel era un lugar grandioso, para desafiar «al tiempo y al olvido», homenaje al sacrificio de «los héroes y mártires de la Cruzada». «No sacrificaron nuestros muertos sus preciosas vidas para que nosotros podamos descansar», declaró Franco en esa inauguración: «Nos exigen montar la guardia fiel de aquello por lo que murieron».

Los otros muertos, los miles y miles de rojos e infieles asesinados durante la guerra y la posguerra, no existían, porque no habían sido registrados o se había falseado la causa de su muerte («fractura de cráneo», «herida de arma de fuego», se escribió en los libros de defunción), asunto en el que algunos obispos y curas tuvieron una responsabilidad destacadísima. Habían sido abandonados en dehesas, extramuros, tapias de cementerios o fosas comunes. Por eso sus familias, sus hijos y nietos, todavía los buscan hoy, ayudados por diferentes asociaciones y foros «para la recuperación de la memoria histórica». Solo quieren un poco de recuerdo y dignidad, bastante menos de lo que están obteniendo los cientos de «mártires de la Cruzada» que la Iglesia católica española y el Vaticano se empeñan en beatificar.

Durante esos veinte años de construcción del Valle de los Caídos, en los años cuarenta y cincuenta, la violencia se convirtió en una parte integral de la formación y consolidación del Estado franquista. Los asesinatos arbitrarios se mezclaron con la violencia institucionalizada y «legalizada» por el nuevo Estado. La Ley de Responsabilidades Políticas de 9 de febrero de 1939, la de Represión de la Masonería y el Comunismo del 1 de marzo de 1949, la de Seguridad del Estado de 29 de marzo de 1941, y la que cerró ese círculo de represión legal, la de Orden Público de 30 de junio de 1939, fueron concebidas para seguir asesinando, para mantener en las cárceles a miles de presos, para torturarlos y humillarlos hasta la muerte.

En esa España de penuria, hambre, cartillas de racionamiento, estraperlo y altas tasas de mortalidad por enfermedades, la militarización, el orden y la disciplina se adueñaron del mundo laboral. La Ley de 29 de septiembre de 1939 le dio a Falange Española el patrimonio de los «antiguos sindicatos marxistas y anarquistas». Los militantes del movimiento obrero perdieron sus trabajos y tuvieron que implorar de rodillas su readmisión.

La prohibición del derecho de asociación y de huelga llevó a las catacumbas a lo poco o nada que quedaba de esas organizaciones.

Muchos de esos rojos eran, y así lo decía el jesuita José Antonio Pérez del Pulgar, «criminales empedernidos, sin posible redención dentro del orden humano». Esos no debían retornar a la sociedad: «que expíen sus culpas alejados de ella». A los que eran capaces de arrepentirse, sin embargo, a «los adaptables a la vida social del patriotismo», había que redimirlos mediante el trabajo. Lo escribía Pérez del Pulgar en La solución que España da al problema de sus presos, un panfleto publicado en 1939 para airear las virtudes del Patronato Central de Redención de Penas por el Trabajo, una institución creada por la orden del Ministerio de Justicia del gobierno de Franco de 7 de octubre de 1938.

Tanto el inspirador del Patronato, Pérez del Pulgar, como sus principales defensores, Martín Torrent y Máximo Cuervo, atribuyeron la creación de ese régimen de redención de penas a una nueva concepción «cristianísima» del sistema penitenciario auspiciada por el Caudillo, «que lo sigue, lo vigila y lo tutela día a día con amorosa solicitud». Era la continuación de las «Leyes de Indias, inspiradas por nuestros grandes teólogos». Todo muy religioso, naturalmente, como sus propios creadores: «el preso no solo tiene derecho a trabajar y a que su trabajo le sea remunerado, sino derecho también a poder redimir su pena con su trabajo».

Debajo de ese forro cristiano había, no obstante, cosas menos elevadas. Las abarrotadas prisiones se despejaron poco a poco sin necesidad de promulgar una amnistía, ese perdón que hubiera permitido a los vencedores dar la mano a miles y miles de vencidos, reconocer que la conducta de muchos de esos rojos no merecía ser considerada delictiva. El sistema de redención de penas resultó también un excelente medio de proporcionar mano de obra barata a muchas empresas y al propio Estado. En Asturias se levantaron nuevas cárceles alrededor de las minas de carbón para poder explotar a los presos. En las minas de mercurio de Almadén, en las de carbón de León y del País Vasco, se utilizaron numerosos presos que consumían jornadas agotadoras que muchos no pudieron resistir. En las dos décadas de construcción del Valle de los Caídos trabajaron en total unos veinte mil hombres, muchos de ellos, sobre todo hasta 1950, «rojos» cautivos de guerra y prisioneros políticos, explotados por las empresas que obtuvieron las diferentes contratas de construcción, Banús y Agromán y Huarte. La cárcel y la fábrica, bendecidas por la misma religión, se confundieron en esos primeros años del franquismo y formaron parte del mismo sistema represivo. Daban trabajo a los presos políticos, y disciplinaban a los trabajadores «libres» con la propaganda patriótica y la religión.

Hace ya medio siglo desde la inauguración oficial del Valle de los Caídos y la historia de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco continúa persiguiendo nuestro presente. Estamos en tiempos de recuerdo y de reinterpretaciones, opiniones infundadas y discusión pública. Qué hacer con el Valle de los Caídos, se preguntan muchos. Y es a lo que intenta también responder José Mari Calleja en este libro, un relato desde la visión del periodista, del agudo observador que rastrea historias, testimonios, discusiones sobre la memoria histórica, para proporcionarnos una fotografía de lo mucho que pesa entre nosotros ese pasado traumático, de lo difícil que resulta desprenderse de su sombra alargada.

Julián Casanova

Zaragoza, 3 de marzo de 2009