11. La justicia, la memoria y las resistencias de la derecha

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LA JUSTICIA, LA MEMORIA

Y LAS RESISTENCIAS DE LA DERECHA

La Conferencia Episcopal, la abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos; el Ministerio de Justicia y el Ministerio de Cultura del Gobierno de España; los Ayuntamientos de Granada, Córdoba, Sevilla y Madrid; la Universidad de Granada…, a todas estas y a otras instancias más se dirigió el 1 de septiembre de 2008 el juez de la Audiencia Nacional española, Baltasar Garzón, para demandar información sobre las personas fusiladas por Franco y los suyos desde el 17 de julio de 1936.

El 17 de julio de 1936 arrancó el Golpe de Estado que precedió al denominado «Alzamiento Nacional» del 18 de julio que dio paso a la Guerra Civil que ensangrentó España durante tres interminables años.

Quería saber el juez Garzón las identidades y circunstancias en las que fallecieron los fusilados por Franco, indagar sobre los lugares en los que podrían estar enterrados, en qué campas de los pueblos, en que cunetas, o en el mausoleo del Valle de los Caídos, donde ya se sabía que yacía Franco rodeado de muertos republicanos, sin saber a ciencia exacta cuántos ni, sobre todo, quiénes eran.

Muertos republicanos que habían sido trasladados hasta el Valle de los Caídos en cumplimiento de una orden del Ministerio de la Gobernación de 1958, sin el conocimiento ni la autorización de sus familiares, cuyos descendientes exigían ahora conocer el paradero de los fusilados, de los muertos en combate, demandaban la confirmación de que estaban sepultados en el Valle y reclamaban la posibilidad de exhumar sus restos.

Garzón solicitó a la abadía benedictina de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, «el nombre de las personas enterradas en este lugar, procedencia geográfica de los restos y causas de enterramiento».

El juez Garzón especificaba en su resolución la reclamación de información de las fosas comunes que se encontraban en el cementerio de San José, en Granada; Nuestra Señora de la Salud y San Rafael (Córdoba) y San Fernando (Sevilla).

Quería saber Garzón «las circunstancias en las que ocurrieron los enterramientos, la fecha y si las muertes están anotadas en algún registro público».

El enunciado de la tarea planteada por Garzón al Valle de los Caídos, al Gobierno, a Ayuntamientos y Universidades resultaba ciclópeo. Nada menos que saber todos los lugares en los que estaban enterrados los fusilados por Franco.

La decisión judicial tenía una evidente carga simbólica, una innegable componente política y, como se vería posteriormente, un breve recorrido judicial.

Se trataba, nada más y nada menos, de elaborar un censo de los fusilados y de los desaparecidos, de los enterrados en fosas comunes desde el día en que arrancó el Golpe de Estado de Franco contra el legítimo Gobierno de la República.

La dificilísima tarea pendiente, que suponía evaluar de manera exacta el número de víctimas provocadas por Franco, era en sí misma una tarea política, un ejercicio de dignidad, de reparación moral, afectiva y política para los fallecidos, para sus familiares y para todos los españoles que sentíamos que las heridas de la Guerra Civil aún no se habían cerrado sobre la base de la memoria; era el comienzo del cierre de una etapa de la historia aún dolorosamente abierta.

EMOCIÓN ENTRE LAS ASOCIACIONES DE LA MEMORIA

La decisión del juez Garzón daba satisfacción a decenas de miles de afectados y se constituía en una palanca para la movilización ciudadana.

Las emociones se desataron entre las Asociaciones de la Memoria —trece, como las Trece Rosas— que previamente, y como consecuencia de un trabajo tenaz y minucioso, habían puesto en manos de Garzón el material documental y la dosis necesaria de presión ciudadana para que ahora el juez del Juzgado de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional las tradujera en una resolución judicial inédita en la historia de la democracia española y de una repercusión también sin precedentes.

La decisión de Garzón provocó una evidente conmoción en toda España, ocupó los medios de comunicación de forma abrumadora durante días, irritó sobremanera a la derecha del PP, y a sus medios de comunicación ultras y amarillos, y abrió una vía de esperanza, reparación e ilusión en los españoles que sentían con dolor cómo después de treinta años de democracia seguían sin cerrar las profundas, sangrantes y duraderas heridas abiertas por el Golpe de Estado franquista.

En concreto, del Valle de los Caídos se reclamaban, además de la identidad de los enterrados allí tras haber muerto en accidente mientras trabajaban en la construcción de la obra, las identidades de aquellos republicanos fusilados en otras partes de España y cuyos restos se habían trasladado al Valle de los Caídos en cumplimiento de una orden dada por el Ministerio de Gobernación en 1958 para que se llevaran hasta el Valle sus restos después de haber sido desenterrados de las fosas comunes en las que fueron sepultados en un primer momento.

(Las cifras oficiales de enterrados en el Valle de los Caídos, según consta en el registro oficial, establecen como muertos registrados treinta y tres mil ochocientos cuarenta y siete, sin especificar cuántos de ellos eran franquistas y cuántos republicanos. El actual abad del Valle, Anselmo Álvarez, estima, sin embargo, que puede haber restos de unos sesenta mil muertos).

La exhumación de algunos de esos cuerpos resultaría absolutamente imposible por cuanto, al parecer, habían sido utilizados casi literalmente como escombros de relleno en la construcción del Valle de los Caídos.

Un mausoleo intrínsecamente delirante que agregaba a la barbaridad de su existencia, el disparate añadido de albergar en su seno restos de republicanos asesinados por orden de Franco y que ocuparon el lugar antes de la llegada, en 1975, de los restos mortales de su protagonista principal, Francisco Franco.

La espectacular decisión de Garzón estaba previamente muy trabajada por las Asociaciones de la Memoria Histórica —en su mayoría frustradas porque lo obvio no acabara de resplandecer a pesar de los años—, y se basaba en el soporte legal que aportaba la Ley de la Memoria Histórica, aprobada el 31 de diciembre de 2007, y en cuyo artículo 12 se establece:

Las Administraciones públicas elaborarán y pondrán a disposición de todos los interesados, dentro de su respectivo ámbito territorial, mapas en los que consten los terrenos en los que se localicen los restos de personas a los que se refiere el artículo anterior [de la ley], incluyendo toda la información complementaria disponible sobre los mismos.

En la misma ley se establece que:

El Gobierno determinará el procedimiento y confeccionará un mapa integrado que comprenda todo el territorio español, que será accesible para todos los ciudadanos interesados.

Asimismo, determina la Ley de la Memoria que:

Las áreas incluidas en los mapas serán objeto de especial preservación por sus titulares, en los términos que reglamentariamente se establezcan. Asimismo los poderes públicos competentes adoptarán medidas adecuadas a su preservación.

LA DERECHA, IRRITADA CON LA MEMORIA

La decisión del juez Garzón tuvo sonadas consecuencias políticas. Sirvió para comprobar cómo a la derecha política española y a sus medios de crispación no les interesaba lo más mínimo reparar a los familiares de las víctimas de Franco.

Dejó claro también la iniciativa de Garzón que a la jerarquía de la Iglesia católica española no le importaba que los fusilados por Franco, apilados en fosas comunes o desperdigados en el anonimato de las cunetas, tuvieran cristiana o laica sepultura, fueran enterrados de forma individualizada y humana, del modo y manera que quisieran sus familiares.

La derecha nacionalista española empezó con la cantinela de que sacar a los muertos fusilados por Franco de las fosas y de las cunetas era «reabrir heridas», preocuparse por asuntos «del pasado», establecer una cortina de humo que presuntamente distrajera a los españoles de los problemas derivados de la crisis económica que entonces, septiembre de 2008, estaba ya empezando a asomar.

Ningún portavoz de la derecha española hizo el discurso de la reconciliación. A nadie del PP o de sus radios y periódicos afines se le ocurrió decir que el que una parte de los españoles, que todavía yacían en cunetas y en fosas, fueran identificados, enterrados y honrados por sus hijos o por su nietos, era una forma de cerrar heridas, de acabar con una etapa nefasta de la historia española, como fue el Golpe de Franco, sus fusilamientos y los cuarenta años de dictadura en los que trató de aniquilar a los derrotados y a los discrepantes.

La derecha nacionalista española se embarcó, una vez más, en la tarea de desprestigiar la República, ridiculizar a los muertos provocados por Franco y hacer sangre nuevamente con esas víctimas, con frases presuntamente graciosas del tipo de «muchos huesos van a tener que remover, todo el día moviendo huesos».

Algunos representantes de la derecha española más señorita se lanzaron a la yugular de la iniciativa con la idea monocromática de que las únicas víctimas eran las provocadas por el terrorismo de Eta y que era a ellas a las únicas que había que honrar y tener en la memoria.

La derecha nacionalista española perdió, tras el auto de Garzón, la oportunidad de apuntarse a la reconciliación entre los españoles porque no dijo que era un acto de puro sentido humanitario el que los hijos o nietos de los fusilados por Franco, sepultados en fosas y cunetas, pudieran enterrar, como Dios manda, a sus familiares.

No dijo la derecha española que ese ejercicio de reparación no tenía por qué molestar a nadie y que era una forma de cerrar heridas, de sepultar la Guerra y sus nefastas consecuencias. Un ejercicio para compensar a las víctimas de un bando, después de que las víctimas del otro hubieran tenido cuarenta años de reconocimiento, ventajas y, en muchos casos, privilegios.

IMPOSIBLE PERSEGUIR A LOS AUTORES

DE LAS MATANZAS FRANQUISTAS

Garzón pretendía con la demanda de tamaña información al Gobierno de la nación, a Ayuntamientos, Universidades y al Valle de los Caídos, comprobar si era competente en la persecución de los autores de la matanza.

En la persecución de los autores vivos, se supone, porque de los muertos, Franco, Queipo de Llano, el general Yagüe y otros como ellos, ya resultaba un poco difícil pedirles responsabilidades y, no digamos, hacerles pagar por ellas.

La decisión de Garzón fue como lanzar un pedrusco en medio del estanque, el oleaje se provocó de inmediato, incluso entre los juristas y expertos en asuntos judiciales que pensaban que aquella resolución judicial tendría muy escaso recorrido.

¿Por qué la iniciativa estaba condenada a un corto vuelo en sus eventuales consecuencias penales? Porque los evidentes culpables de la matanza estaban muertos y si quedaba algún superviviente sería de edad muy avanzada. Porque se supone que existía una Ley de Amnistía que hacía imposible perseguir a los posibles culpables —en el caso improbable de que sobrevivieran— y porque había una evidente prescripción de los posibles delitos, así como una falta de imputables y, eventualmente, una falta de competencias en el propio Garzón para asumir semejante tarea.

Pero lo cierto es que, al margen del recorrido legal, la necesidad de establecer un censo de víctimas de la represión franquista, la reparación de los familiares a sus muertos, la exhumación de los cadáveres de fosas y cunetas para ser enterrados de forma humana por sus familiares eran reclamaciones tan justas como necesarias e insatisfechas durante demasiado tiempo. Un tiempo pasado en silencio y miedo, que duró cuarenta años, y un tiempo basado en la indiferencia, el permanente aplazamiento, la falta de reconocimiento y atención, durante los treinta años de democracia.

Los partidarios de la decisión de Garzón alegaban que las matanzas ordenadas por Franco eran delitos contra la Humanidad y que, por lo tanto, no prescribían, que el paso del tiempo no podía sepultarlos también.

Se amparaban para ello en el artículo 607 del Código Penal español que establece como delito de lesa humanidad el ataque generalizado o sistemático contra la población civil «por razón de la pertenencia de la víctima a un grupo colectivo perseguido por motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos o de género u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional».

Los defensores de la no prescripción de los delitos cometidos por Franco y sus secuaces exterminadores entendían que sus matanzas podían ser perseguidas ahora por el Código Penal español por cuanto fueron realizadas «en el contexto de un régimen institucionalizado de opresión y dominación sistemática de un grupo racial sobre uno o más grupos raciales y con la intención de mantener ese régimen», según reza el artículo 607 bis del Código Penal.

En ayuda de los defensores de la no prescripción de los delitos cometidos por Franco acudía también el Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg, que juzgó a parte de los jefes nazis responsables del exterminio de judíos organizado por los nazis y que estableció, en 1945, como crímenes contra la Humanidad «el asesinato, la exterminación, esclavización, deportación y otros actos inhumanos cometidos contra la población civil antes de la guerra o durante la misma; la persecución por motivos políticos, raciales o religiosos en ejecución de aquellos crímenes que sean competencia del Tribunal o en relación con los mismos, constituyan o no una vulneración de la legislación interna del país donde se perpetraron».

Es decir, argumentos legales propios del ordenamiento jurídico español, y argumentos legales propios de tribunales internacionales que hubieran permitido saltar por encima de la legislación española en el supuesto caso de que esta no recogiese penas contra los autores de delitos contra la Humanidad.

EL FISCAL, EN CONTRA

Pero la decisión de Garzón tenía en contra, además de a numerosos juristas, al propio fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Javier Zaragoza, y al fiscal de la misma Audiencia Nacional, Carlos Bautista. Para este, los asesinatos y desapariciones ocurridas durante la Guerra Civil o son delitos prescritos, o están amnistiados por la Ley de 1977, o son puramente delitos comunes.

En el supuesto de que estos delitos estuvieran vigentes, sostenía Bautista, serían competencia de los Juzgados de Instrucción de los lugares en los que se cometieron los crímenes y no de la Audiencia Nacional, como pretendía Garzón.

Javier Pradera, uno de los periodistas españoles de mejor formación jurídica, en un artículo publicado en el diario El País el 22 de octubre de 2008, resumía así las discrepancias entre el juez Baltasar Garzón y el fiscal Javier Zaragoza:

Las profundas diferencias que separan jurídicamente al instructor y al ministerio público versan fundamentalmente sobre cinco interrogantes.

  1. Si las matanzas perpetradas por los sublevados de 1936 a 1939 y por el régimen franquista hasta 1931 son tipificables penalmente como crímenes contra la humanidad (esto es, los delitos de lesa humanidad del artículo 607 bis del Código actual) o en su defecto como delitos de detención ilegal o secuestro sin dar razón del paradero (artículo 166).
  2. Si el Código Penal de 1932 promulgado durante la Segunda República salva de la irretroactividad a determinadas acusaciones.
  3. Si la amnistía de la ley de 1977 aprobada por las Cortes Constituyentes excluye de su ámbito los hechos denunciados.
  4. Si los delitos son imprescriptibles.
  5. Si la Audiencia Nacional es competente en el caso de que los delitos respeten el principio de legalidad, no estén amnistiados, no violen la prohibición de irretroactividad y no hayan prescrito.

Garzón responde afirmativamente a esas preguntas y emprende en consecuencia una ambiciosa indagación para descubrir el paradero de los secuestrados (este delito va siempre acompañado por la muletilla «en el marco del contexto crímenes contra la humanidad») y a los posibles responsables de esos delitos. En cambio, el fiscal Zaragoza contesta de forma negativa a las cinco cuestiones y hace una convincente enmienda a la totalidad de las tesis del instructor. (Las cursivas son de Javier Pradera).

Pradera sentencia en su artículo a Garzón al decir «el escrito del fiscal Zaragoza defiende con sólidos argumentos que el auto de Garzón es una mediocre combinación de mediterráneos historiográficos, disparates jurídicos y sofismas legales dirigidos a reivindicar contra viento y marea su competencia como instructor de la Audiencia Nacional».

Para Javier Pradera, una muestra de la fragilidad de la argumentación de Garzón sería la forma en que utiliza la figura de los desaparecidos, «siniestro eufemismo utilizado por las dictaduras chilena y argentina durante los años setenta para ocultar la tortura y los asesinatos en los chupaderos de miles de opositores supuestamente huidos al extranjero». Según Pradera, es macabro hablar, por ejemplo, de Federico García Lorca como un desaparecido, como un detenido cuyo paradero se desconoce pero que podría aparecer vivo en la Huerta de San Vicente con ciento diez años de edad.

Por su parte, los defensores de la iniciativa judicial de Garzón como una vía para avanzar en la recuperación de la memoria y en la reparación de las víctimas del franquismo, plantean como contradicción el hecho de que un juez español no pueda investigar delitos cometidos en España por españoles en el pasado y sin embargo un juez español —a veces, el mismo— sí pueda investigar delitos cometidos por dictadores chilenos, por asesinos argentinos, guatemaltecos o chinos, cometidos en Chile, en Argentina, en Guatemala o en China, bien es verdad que en un pasado no tan remoto como el 17 de julio de 1936.

En el caso de Chile, el más lejano en el tiempo, sería a partir del 11 de septiembre de 1973, fecha en la que el general del Ejército chileno Augusto César Pinochet Ugarte dio un golpe de Estado contra el Gobierno democrático del presidente socialista Salvador Allende.

Los jueces españoles han investigado desde los casos de desaparecidos en Argentina hasta el genocidio de los mayas en Guatemala, pasando por los ataques sistemáticos a los derechos humanos por parte del Gobierno chino en el Tíbet, en la misma China o en Ruanda.

Garzón tuvo jornadas de gloria informativa nacional e internacional al tratar de procesar al dictador Pinochet, cuando este salió de Chile para someterse a una revisión médica en Londres.

El dictador chileno estuvo a punto de sentarse en el banquillo en España, fue zarandeado por los medios de comunicación de todo el mundo y en su país sus víctimas enaltecieron a Garzón y celebraron el mal trago que tuvo que pasar el dictador, que ya no volvió a ser el mismo ni volvió a viajar al extranjero.

Podemos decir que con aquel auto de la justicia española, instruido por Garzón, se atacó de manera contundente la impunidad de los dictadores una vez que abandonan el poder y es más que posible que muchos de ellos hayan decidido no volver a salir de su país después de aquel auto de la justicia española.

Pinochet permaneció quinientos treinta días bajo arresto domiciliario en Londres, mientras se tramitaba su posible extradición a España. Se salvó de la extradición alegando enfermedad, aunque milagrosamente se levantó de la silla de ruedas nada más pisar suelo chileno.

Los familiares de los más de tres mil chilenos asesinados bajo la dictadura de Pinochet tuvieron una compensación moral y política al ver, al otrora soberbio militar, humillado y a punto de banquillo.

Alegando enfermedad, demencia senil y exceso de edad, Pinochet evitó ser procesado. En Chile los partidarios de Pinochet quemaban retratos de Garzón mientras que los que sufrieron la dictadura entronizaron a nuestro juez como símbolo de la lucha por los derechos humanos en el mundo.

Desde 2005, el Tribunal Constitucional español fijó la competencia de la justicia española para investigar y juzgar delitos cometidos en cualquier parte del mundo. No era necesario que entre las víctimas de esos delitos hubiera españoles para que la justicia pudiera actuar fuera de nuestro país.

Así, hemos visto al juez Garzón tratando de encausar a Pinochet y encarcelado en España a Adolfo Scilingo, exmilitar argentino que confesó su participación en la desaparición y lanzamiento al mar de opositores a la dictadura argentina y que hoy cumple condena en España por delitos de lesa humanidad.

Hemos visto al juez Santiago Pedraz viajando, incluso a Guatemala, para investigar el genocidio de los mayas. El ejército guatemalteco asesinó a doscientas cincuenta mil personas, según fuentes conocedoras del exterminio.

Efraín Ríos Montt y Oscar Humberto Mejía, dictadores guatemaltecos, fueron encausados por el juez Pedraz como presuntos responsables, en compañía de otros, de semejante matanza, pero claro, ambos estaban vivos en el momento de abrirse el proceso judicial desde España contra ellos, en enero de 2008.

El mismo juez Pedraz investiga hoy, 2009, a siete responsables políticos y militares del Gobierno de China como presuntos autores de un delito de persecución contra el pueblo tibetano, que habría costado la vida a doscientas tres personas, supuesto la tortura de varios miles, y una persecución sistemática que se ha desarrollado a lo largo de años.

El juez Fernando Andreu dio en 2008 orden de detención contra cuarenta militares ruandeses por delitos contra la población civil, sometida a una política de exterminio.

EL FICHERO GENERAL DESDE 1940

A la reclamación de Garzón de proporcionar datos sobre los fusilados por Franco desde los comienzos de su Golpe de Estado, el Gobierno de España —su Ministerio de Cultura— respondió expresando su voluntad de contribuir, de colaborar de forma activa con la justicia, pero alegando que la elaboración del censo reclamado por Garzón llevaría años, y que no podía dar al juez el listado de nombres en un plazo razonable de tiempo.

Del Ministerio de Cultura depende el Centro Documental de la Memoria Histórica en Salamanca, y el Archivo General de la Administración, en Alcalá de Henares (Madrid).

En el Fichero General existen nada menos que tres millones de fichas de nombres que sufrieron la represión. Esta ingente información, que habla de las dimensiones de la represión en la época franquista, está elaborada con los procedimientos de la dictadura, mediante fichas policiales, hechas por policías con el fin de vigilar, castigar y detener a los considerados como enemigos de Franco.

Las fichas están ordenadas por legajos, digamos temáticos, no constan en una única lista confeccionada por nombres, por orden alfabético porque no fueron elaboradas para ser utilizadas por los historiadores en el futuro, sino para que sirvieran a los represores.

Estas fichas no tienen, desde luego, la traza de estar hechas por un archivero o por alguien con vocación de que fueran utilizadas en un futuro por algún experto en narrar o reconstruir el pasado. Las fichas, por supuesto, no están informatizadas, lo que hace extraordinariamente difícil el acceso a ellas en un periodo razonable.

En cualquier caso, saber que existen nada menos que tres millones de fichas con nombres de personas que sufrieron la represión en tiempos de Franco, incluso aunque estén hechas por policías casposos del franquismo, constituye un auténtico tesoro, una fuente que pide a gritos su organización, su informatización y su utilización por historiadores serios y otros narradores y recuperadores de la memoria y del pasado. El Fichero General se crea en 1940, nada más terminar la Guerra Civil.

El historiador Julián Casanova, uno de los que más ha estudiado la represión franquista y especialista en el análisis del papel de la Iglesia como aliada de la dictadura, sostiene que es imposible que el Gobierno dé satisfacción a las reclamaciones de Garzón, para lo que se requeriría una estructura distinta, una Comisión Nacional de Investigación, y un periodo de tiempo que como mínimo sería de ocho, nueve o diez años, sin que al final del trabajo se pudiera elaborar un informe completo sobre los desaparecidos, sobre las veinte mil personas, casi todas asesinadas en el verano de 1936, en la etapa del terror caliente, sin que nadie registrara su muerte.

Casanova cree que lo que sí se puede hacer, y además está ya casi hecho, es un censo de las cerca de ciento cincuenta mil víctimas de la Guerra Civil, represaliados, fusilados o ejecutados tras juicios sumarísimos, de los que sí hay actas de defunción, expedientes de depuración.

Los investigadores —sostiene Casanova— hemos tardado veinticinco años en hacer este censo, provincia por provincia, archivo por archivo. Bastaría con que Garzón pusiera a un grupo de especialistas a trabajar durante un año, provincia por provincia, con un protocolo de investigación, para completarlo.

Nada de esto se ha llegado a hacer.

LA BRUTALIDAD DE LA REPRESIÓN FRANQUISTA

Lo cierto es que la represión desatada por Franco desde el minuto uno de su Golpe de Estado fue atroz. Este era el origen remoto de lo que ahora se pretendía investigar para depurar las responsabilidades de los autores de aquella represión sistemática y brutal.

Franco se empleó con especial saña en la tarea de exterminar enemigos, convencido como estaba de que cuanto más feroz fuera la represión, cuantos más rojos aniquilara, cuanta más gente fusilara en menos días, antes se derrotaría por completo a la República, se reduciría a sus opositores y se abriría el nuevo régimen.

Había que matar, matar y matar; había que matar a destajo, con urgencia, con prisa, con saña. Matar para aniquilar físicamente a los no españoles y matar para enviar un mensaje contundente a todos los españoles. Matar para aniquilar enemigos y para sembrar el pánico; fusilar a miles para aterrorizar a millones. Aniquilar a cuanta más gente mejor en el menor tiempo posible para enterrar a los republicanos, neutralizar por el miedo y recluir en el silencio, en el pánico, a cuantos españoles no fueran partidarios explícitos del dictador.

¡Esto se acaba! Lo que más durará será diez días. Para esa fecha es preciso que hayas acabado con todos los pistoleros y comunistas.

El general Queipo de Llano, que a sus artes asesinas unía una oratoria incendiaria difundida por la radio, daba esta orden, con editorial incluida, al general José López Pinto, encargado del exterminio perpetrado por los golpistas en la provincia de Cádiz.

La orden de Queipo de Llano es del 4 de agosto de 1936, menos de un mes después de proclamado el autodenominado alzamiento nacional, y habla de la urgencia asesina que guió a Franco desde el primer momento de su Golpe de Estado.

El general golpista Emilio Mola ordenaba el 25 de mayo de 1936:

Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego, serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas.

Es decir, en los preparativos del Golpe, antes de que este se consumase, estaba trazada la estrategia franquista: matar, matar y matar, hacerlo con urgencia, sin dudar ni descansar.

Franco estaba convencido de que cuantos más rojos matase en menos tiempo, antes llegaría al poder y establecería su régimen. Lo cierto es que a pesar de la vehemente urgencia del exterminio urgente, el Golpe no triunfó y su ataque a la legalidad de la República se prolongó en tres años de interminable Guerra Civil con la secuela de cuarenta años de dictadura.

Hoy, después de treinta años de democracia, las heridas abiertas por la represión franquista están aún por cerrar.

El actual abad del Valle de los Caídos, Anselmo Álvarez, sostiene que en el Valle existe un registro de treinta y cuatro mil fallecidos, «todos ellos son muertos y fallecidos durante el periodo de guerra y en acción de guerra», subraya el abad en la Cadena SER, como si quisiera cortar, antes de aplicarla, la posible ejecución de la orden del juez Garzón.

El matiz que introduce el abad en sus parcas declaraciones no es irrelevante. «En acción de guerra», dice; pero también dice «en periodo de guerra»; es decir, en acciones que no fueron de combate en el frente, de guerra entre bandos más o menos iguales, sino que murieron en acciones que no especifica cómo fueron, pero que sitúa temporalmente en «el periodo de guerra».

En el momento en que se produce la orden del juez Garzón se habían exhumado en diversas partes de España los restos de cuatro mil personas fusiladas por los franquistas.

No existe noticia que relate especiales incidentes, ni siquiera nimios, en esa tarea tan necesaria como engorrosa y delicada.

Más bien la tónica general que preside todas esas exhumaciones es el silencio emocionado de las víctimas, la comprensión de la mayoría de los españoles y el silencio, con más o menos carga de rechazo o indiferencia, por parte de una minoría sin duda contrarios a esa recuperación.

Lo cierto es que esas exhumaciones no fueron noticia en prácticamente ningún medio de comunicación, no reverdecieron ningún conflicto civil entre españoles y más bien supusieron un bálsamo para los familiares de los exhumados, un cierre del larguísimo tiempo de duelo que pudo compensar a los más mayores y cerró las heridas pasadas de padres a hijos en la tercera generación, en los nietos de las víctimas.

(Posiblemente la ausencia de miedo en esa tercera generación es una de las razones que explica que se haya podido emprender esta inmensa tarea de reparación).

A la decisión de Garzón se opusieron no solo el PP, también todas las asociaciones de jueces, desde la más conservadora hasta la más progresista.

En el caso del PP, que respaldó en 2002 la reapertura de las fosas, se sostenía ahora que la iniciativa suponía «recuperar lo peor de la Historia de España» (Mayor Oreja) y «abrir las heridas del pasado que no conducen a nada» (Rajoy).

Los jueces conservadores sostenían que la reapertura de las fosas debería llevarse por la vía administrativa y no penal, mientras que los jueces progresistas, que reconocían el derecho de los familiares a saber dónde se encuentran sus muertos, entendían que la exhumación era competencia del Gobierno de la nación y no de ningún juez por atrevido que fuera.

UN DEBATE POLÍTICO NECESARIO

Lo cierto es que el auto del juez Baltasar Garzón del 1 de septiembre de 2008 abrió un debate político sobre el pasado sin cerrar y dejó clara la necesidad de establecer un censo definitivo y exacto para saber cuántos españoles fueron fusilados y enterrados de manera irregular durante el franquismo.

En un texto de unas cuantas líneas, Garzón sacudió el muro que durante cuarenta años de dictadura y varios lustros de democracia había tapiado a tantos y tantos españoles.

El juez Garzón pedía, en fin, al Centro Nacional de la Memoria Histórica, dependiente del Ministerio de Cultura del Gobierno de España, que informara si disponía de ficheros del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo.

Antes, Garzón había pedido al Ministerio de Defensa que identificara qué organismo podía determinar el número de personas que desaparecieron en España a partir del 17 de julio de 1936.

La Conferencia Episcopal no se salvó de las demandas de Garzón. Este juez pidió a la Conferencia Episcopal que anunciara a todas las parroquias de España que debían autorizar el acceso de la Policía Judicial para que esta identifique a posibles víctimas desaparecidas desde el llamado alzamiento nacional, y que facilitaran el acceso de la policía a los libros de difuntos de los que dispusieran.

En España hay exactamente veintidós mil ochocientas veintisiete parroquias y es de suponer, si no ha desaparecido o se han destruido, que el volumen de información que se debe atesorar en ellas resulta absolutamente colosal.

Algunos investigadores se habían quejado de las nulas facilidades que daban las parroquias y la Conferencia Episcopal para facilitar el acceso de los historiadores a esas actas de difuntos que, al igual que las actas de nacimiento y de matrimonio, se registran y constan en las parroquias y que constituyen una muy útil fuente de información para trabajos históricos.

La actuación de Garzón era la consecuencia de las denuncias presentadas por diversas asociaciones a favor de la Memoria Histórica, en las que se pedía ante la Audiencia Nacional la persecución penal por delitos de lesa Humanidad de los autores y responsables de las desapariciones, «sacas», asesinatos, torturas y exilios forzosos cometidos desde el 18 de julio de 1936.

Estas asociaciones habían presentado una denuncia el 18 de julio de 2007 ante la Audiencia Nacional. Entre los denunciantes figuraban las Asociaciones para la Recuperación de la Memoria Histórica de Andalucía, Valencia, Cataluña, Aragón, Valladolid, Mallorca, Ponteareas (Pontevedra), Sierra de Gredos y Arucas (Gran Canaria).

Estas asociaciones consideran que el Estado tiene «la obligación de investigar y localizar el paradero de las personas desaparecidas si así lo solicitan los familiares». En opinión de estas asociaciones a favor de la Memoria Histórica, la obligación de buscar a los desaparecidos no es algo que el Estado pueda delegar ni en particulares ni en los propios familiares de los desaparecidos, es más bien una tarea que corresponde llevar a cabo al propio Estado.

Garzón solicitaba a estas asociaciones que facilitaran toda la información de la que dispusieran sobre la exhumación de víctimas de desapariciones forzadas. Quería Garzón controlar eventuales nuevas exhumaciones, supervisar su realización y evaluar los restos encontrados para acreditar su pertenencia, y circunstancias en las que se produjo su muerte.

Garzón había abierto la caja de los truenos que ningún juez antes se había atrevido a levantar en España. La reacción de la derecha cavernícola, de sus altavoces mediáticos, llegó en tromba.

LA INICIATIVA JUDICIAL SE DILUYE

La intención de reunir en un mismo proceso a todos los fusilados por Franco, de elaborar un censo de víctimas hasta ahora inexistente, de abrir una causa judicial con innegables consecuencias políticas —que venía a suplantar, en cierta medida, las carencias de la política en el esclarecimiento definitivo del listado de víctimas—, surgió como un volcán, pero después de la erupción inicial pasó a un estado de lánguido reposo.

El juez que dio el primer paso acabó reconociendo de forma implícita las enormes dificultades legales de su esfuerzo, y acabó pasando las responsabilidades a las Audiencias Provinciales que quisieran seguir la investigación sobre el terreno de su competencia.

Garzón tomó la decisión de pedir información desde la abadía del Valle de los Caídos hasta el Gobierno socialista después de una visita a Colombia donde asistió a la exhumación de cadáveres de una fosa común en Apartado.

Las imágenes de Garzón, en cuclillas, mirando un barrizal en el que asoman cadáveres, restos humanos, ropa enfangada y se intuye cuál puede ser el hedor que invade la terrible escena, se publicaron en los medios de comunicación españoles después de la decisión de Garzón sobre las víctimas del franquismo. Nada más regresar de Colombia a España, Garzón emite su resolución.

Uno de los objetivos perseguidos en principio por Garzón es elaborar una lista definitiva de víctimas fusiladas por Franco. Según el listado coordinado por las Asociaciones de la Memoria, la cifra alcanzaría los ciento cuarenta y tres mil trescientos cincuenta y tres españoles fusilados por Franco, que figuran con sus nombres y apellidos.

¿QUÉ HACER CON EL VALLE DE LOS CAÍDOS?

A estas alturas de la historia, enfangados en el aniversario de su construcción, metidos en la harina de la memoria y sus fosas, abocados a desmenuzar cómo fue posible semejante delirio faraónico en medio de un país paupérrimo, tiene sentido preguntarse, sin dejo de leninismo, ¿qué hacer con el Valle de los Caídos?

Es evidente que el Valle de los Caídos fue construido por Franco como túmulo propio, como homenaje a los suyos, como símbolo que reflejaba, al tratar de encubrirla, su maltrecha personalidad. Es evidente que el Valle de los Caídos es en su origen, en su concepto, en su construcción, en su estética y en su uso mayoritario un monumento franquista.

Hoy, cincuenta años después de la erección, podemos preguntarnos: ¿el Valle de los Caídos es intrínsecamente franquista y, por tanto, cualquier intento de convertirlo en otra cosa está condenado a la melancolía y al fracaso?

¿El Valle de los Caídos puede dejar de ser el parque temático del franquismo que fue en su origen y desarrollo? ¿Hay que dar por perdido el Valle de los Caídos como lugar de simbología inequívocamente franquista? ¿Se puede plantear su reconversión como lugar de reconciliación entre españoles, habida cuenta de que ante la falta de quórum de los caídos franquistas también reposan allí los restos de los que lo construyeron forzadamente y de los asesinados por Franco trasladados allí en muchos casos como escombro? Después de haberse usado durante años como patrimonio exclusivo de franquistas, de ultras concentrados los 20 de noviembre, ¿cabe despojar de esa aura nefasta a un edificio estéticamente deplorable? ¿Es puro voluntarismo pretender que un Valle franquista, que es lo que es, se convierta en otra cosa: lugar de encuentro, símbolo de reconciliación, archivo para el estudio de lo que nunca debió ser?

De momento, lo cierto es que cincuenta años después de la gigantesca erección diseñada por Franco, el Valle de los Caídos sigue siendo un templo franquista.

La democracia no ha llegado al Valle, y desde los Benedictinos, que hacen y deshacen, ordenan y mandan, hasta las dificultades para acceder a sus archivos, pasando por el fuerte olor a franquismo que sigue desprendiendo no solo la cripta, aquel es un lugar puramente franquista, en el que los demócratas son mirados con recelo, como intrusos que profanan el lugar sagrado delirado por Franco.

Tenemos desde los que piensan que el Valle de los Caídos es y será siempre un templo franquista —es decir, un símbolo del nacional-catolicismo—, hasta los que consideran que lo mejor que se puede hacer con la cruz es volarla, destruirla por ser esta un «insulto a Cristo».

Otros entienden que el Valle de los Caídos debe ser conservado como un Lugar de la Memoria, algo que pueda servir para instruir, sobre todo a los que no lo sufrieron, sobre lo que fue el franquismo, su grado de perversión, delirio, persecución y exterminio del adversario.

Josefina Cuesta, catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Salamanca y autora de La Odisea de la Memoria, propone hacer del Valle de los Caídos un Museo de los Horrores de la Guerra Civil que albergue todos los elementos históricos de la dictadura, como expresión de una época.

Cuesta considera imposible que el Valle de los Caídos pueda llegar a ser un panteón de todas las víctimas de la Guerra Civil y propone que las familias de Franco y de José Antonio se lleven de allí los restos del dictador y del fundador de la Falange, y los entierren en sus respectivos panteones familiares.

Josefina Cuesta ve muy complicado exhumar los cadáveres que hoy están en fosas comunes y propone levantar monolitos de memoria en los lugares en los que existen esos enterramientos, lo que, a su juicio, les rendiría un homenaje y les ahorraría el trago de la exhumación e identificación. Cuesta considerar que si de algo peca la Ley de la Memoria Histórica es por quedarse corta.

Ian Gibson, irlandés, gran conocedor de la vida y de la historia de España, estudioso en grado sumo de las vidas de Federico García Lorca, de Antonio Machado, de Salvador Dalí, de José Antonio Primo de Rivera y de Luis Buñuel, sostiene que ni José Antonio se merecía el fusilamiento:

Yo lamento su muerte, porque estoy en contra de la pena capital, sobre todo la que ejercen las autoridades, como fue su caso. Sus huesos sí están localizados, en el Valle de los Caídos, donde hay restos de centenares de víctimas sin identificar. Es espantoso. Yo, lo primero que haría con el Valle de los Caídos es quitarle esa cruz. Le pondría una bomba y la volaría. Porque esa no es la cruz de los cristianos, sino la de la injusticia. Es la cruz más repelente del mundo. Es un insulto a Cristo.

Lo cierto es que el Valle va a seguir existiendo, y bueno sería que, por lo menos, saliera del limbo legal en el que ahora se encuentra.

Podemos decir que la democracia lleva ya en España más de treinta años, pero el Valle no ha entrado en la democracia.

Hay un vacío legal, una zona de indeterminación que el paso del tiempo no ha hecho sino engordar. Los gobiernos de la democracia han actuado entre el recelo, la indiferencia y el temor quizás a que cualquier iniciativa supusiera reabrir las famosas heridas que en realidad siguen sin cerrar.

De entrada, el Valle está regido por un Patronato que no existe, que no se ha constituido nunca. Está bajo una Fundación formada por nadie. Es casi imposible encontrar en toda España otro edificio que esté diluido en semejante limbo legal.

Estéticamente, el Valle de los Caídos es irrecuperable para cualquier idea de democracia o de reconciliación entre españoles. Es un edificio que da miedo. Fue construido por Franco para simbolizar su régimen, para perpetuarse a sí mismo y para dejar claro quién había ganado y quiénes habían perdido. Aquí no hay vuelta de hoja.

Puede y debe haber una apertura absoluta en el uso de sus archivos, una clara voluntad de abrir sus puertas a los investigadores, a los historiadores, a todos los que quieran reconstruir nuestro pasado y piensen que el Valle es una parte de él, aún inaccesible para la democracia.

Debe haber, necesariamente, una apertura de las tumbas a las familias de los republicanos allí enterrados que así lo reclamen.

Debe haber una apertura de las fosas para los familiares de los republicanos, para los que saben a ciencia cierta que están allí los restos de sus familiares y quieren recuperarlos, para aquellos que no quieren que yazcan al lado del dictador los que fueron fusilados por él o murieron por su culpa.

Debe abrirse el Valle a los que aspiran, lisa y llanamente, a enterrar en su pueblo, junto a sus familias, a los que fueron trasladados allí sin consultar a las familias, de forma clandestina, y como si fueran material de relleno ante el fracaso de la idea inicial, llenar el Valle de muertos franquistas.

El Valle de los Caídos va a seguir existiendo, su reconversión estética es imposible. Al menos se trataría de rebajar en algo su carga simbólica franquista, de monumento hecho para certificar la victoria de unos y la derrota de otros.

Que los familiares que quieran recuperar a los republicanos allí enterrados puedan hacerlo.

Que los investigadores que quieran entrar en aquel lugar puedan hacerlo en la libertad que no había cuando se construyó y que tampoco llegó con la democracia.

Que todos los españoles que quieran enterrar a las víctimas de la Guerra Civil en paz y en el lugar que deseen puedan hacerlo y cerrar así sus heridas.