1. El Valle de los Caídos, o la prolongación de Franco por otros medios
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EL VALLE DE LOS CAÍDOS,
O LA PROLONGACIÓN DE FRANCO
POR OTROS MEDIOS
Franco creó el Valle de los Caídos a su imagen y semejanza. Franco se hizo cuerpo perenne en el Valle de los Caídos. Franco inventó en el Valle su nicho para la historia.
Franco soñó en el Valle de los Caídos un parque temático de sí mismo. Franco erigió sobre las rocas graníticas de Guadarrama un símbolo de él y de su régimen. Franco hizo en basílica y túmulo su delirio nacional católico. Franco, Franco, Franco.
El Valle de los Caídos es, en piedra, la obsesión megalómana de Franco por inmortalizarse desafiando al tiempo.
El Valle de los Caídos es, con la ayuda y la Gracia de Dios, la postal ideal del Caudillo bajo palio que salvó a los españoles del pecado rojo.
El Valle de los Caídos sepultó a caídos por Dios y por España y, ante la falta de quórum camposanto, se completó la nómina de enterrados con los restos mortales de fusilados por Franco, muertos rojos y otros pecadores para los que había sitio de sobra, dado el tamaño descomunal de la obra.
Cincuenta años después de ser inaugurado por el dictador, el Valle sigue siendo explicado con un discurso muy similar al de Franco. Cincuenta años después del 1 de abril de 1959, ya está, ¡por fin!, prohibido hacer manifestaciones falangistas, o de otro tipo de ultras, en la inmensa explanada o en la interminable basílica.
Cincuenta años después de ser abierto al público, la gente sigue asombrándose del tamaño ciclópeo de la obra, de su gigantismo, de la desproporción del gasto, máxime en un país que se moría de hambre hace medio siglo.
El Valle de los Caídos fue la prolongación de Franco por otros medios.
Cautivo y desarmado el Ejército Rojo, se trataba de construir el relato de la victoria. Derrotados los que habían sido calificados ya como la anti-España, se trataba de erigir el monumento que sirviera para contar la heroica guerra contra el mal. Cerrada la Guerra Civil, el vencedor edificaba el homenaje a los caídos, se hacía un homenaje a sí mismo, y se reservaba un sitio en la historia cuando él ya no estuviese entre los españoles vivos.
Nuestra guerra no fue, evidentemente, una contienda civil más, sino una verdadera Cruzada; como la calificó entonces nuestro Pontífice reinante; la gran epopeya de una nueva y para nosotros trascendente independencia. Jamás se dieron en nuestra Patria en menos tiempo más y mayores ejemplos de heroísmo y de santidad, sin una debilidad, sin una apostasía, sin un renunciamiento. Habría que descender a las persecuciones romanas contra los cristianos para encontrar algo parecido.
Así se expresaba, a porta gayola ante la Historia, Francisco Franco en el discurso que pronunció el 1 de abril de 1940, con motivo de la presentación del proyecto del Valle de los Caídos.
Icono de la victoria, relato épico del triunfo contra el mal, tumba de los caídos por España y por la Fe, proto-túmulo de Franco, todo eso era el Valle de los Caídos en la áspera, muy hambrienta y triste España de los años cuarenta.
Franco dice a los españoles nada menos que «habría que descender a las persecuciones romanas contra los cristianos para encontrar algo parecido» a la hazaña realizada por los nacionales, con él a la cabeza, en la Guerra Civil que derrota al mal y salva a España del comunismo, la masonería y otros enemigos internacionales siempre acechantes.
Esta épica comparación, tan querida por el dictador, nos habla no solo del concepto que Franco tenía de sí mismo, también de cómo —coherente con ello— se quería ubicar en la Historia. Nos habla de la opinión que le merecían la Guerra Civil y los españoles que la habían ganado, empezando por él mismo, y del concepto que tenía de los antiespañoles que la habían perdido.
No contento con presentarse como Caudillo, como protagonista de una hazaña casi única en la Historia —solo comparable en su épica a la resistencia de los cristianos a las persecuciones romanas—, Franco aliña su discurso con una referencia al milagro. Así resulta a Franco de grandiosa su propia obra y la de los españoles caídos por Dios y por España, hasta el punto de ver en su victoria en la autodenominada Cruzada algo milagroso.
En todo el desarrollo de nuestra Cruzada hay mucho de providencial y de milagroso. ¿De qué otra forma podríamos calificar la ayuda decisiva que en tantas vicisitudes recibimos de la protección divina? ¿Cómo explicar aquel primer legado, providencial e inesperado, que en los momentos más graves de nuestra guerra recibimos, cuando la inferioridad de nuestro armamento era patente y con el arrojo teníamos que sustituir los medios y que nos llegó, como llovido del cielo, en un barco con ocho mil toneladas de armamento, apresado en la oscuridad de la noche por nuestra Marina de guerra a nuestros adversarios? Ocho mil toneladas de material que comprendían varios miles de fusiles ametralladores, de morteros, de ametralladoras y cañones con sus dotaciones, que constituían el más codiciado botín de guerra que pudiéramos soñar y que desde entonces formó la primera base de nuestro armamento.
No es un tópico ajeno a la realidad sostener que Franco estaba convencido de que su papel designado era derrotar al mal y encarnar el bien. Que Dios le había elegido para ello. Derrotar al mal porque él se sentía la encarnación del bien. Derrotar al mal porque a él, que era el bien, le había llamado la Providencia, le había señalado desde celestiales instancias para que cumpliera esa tarea salvífica.
El mismo Franco lo dice así mientras se ve a sí mismo como el vigilante encargado de que en el futuro esa lucha no afloje, consciente a un tiempo de su responsabilidad ante la Historia y de lo rematadamente malo que es el mal —directamente, el diablo— como para no tomarse ni una leve tregua en su persecución.
Franco acaba de derrotar al mal en la Guerra Civil, pero teme que este se recomponga en cualquier momento, de ahí que se jalee a sí mismo para seguir en la lucha que busca su destrucción definitiva.
Mucho fue lo que a España costó aquella gloriosa epopeya de nuestra liberación para que pueda ser olvidado; pero la lucha del bien con el mal no termina por grande que sea su victoria. Sería pueril creer que el diablo se someta; inventará nuevas tretas y disfraces, ya que su espíritu seguirá maquinando y tomará formas nuevas, de acuerdo con los tiempos. La anti-España fue vencida y derrotada, pero no está muerta. Periódicamente la vemos levantar la cabeza en el exterior y en su soberbia y ceguera pretender envenenar y avivar de nuevo la innata curiosidad y el afán de novedades de la juventud. Por ello es necesario cerrar el cuadro contra el desvío de los malos educadores de las nuevas generaciones.
FRANCO, UN NACIONALISTA ESPAÑOL
CON UNA IDEA RELIGIOSA DE LA POLÍTICA
A estas alturas de la Historia no cabe la menor duda de que Franco fue un político nacionalista español que hizo política durante su dictadura guiado por una idea religiosa de la vida.
Un dictador, por supuesto, pero también todo lo demás: político, nacionalista español, imbuido de una idea religiosa que le hace pensar que el mundo se divide entre buenos y malos, y que los otros son el pecado.
Político, por cuanto su actuación rezumaba política: aspiraba a gobernar, quería el poder, luchó por todos los medios para conseguirlo: el Golpe de Estado, la subversión militar y la guerra incluidas, hizo todo lo que estuvo en su mano para desplazar del poder al Gobierno legítimo de la República. Desplazarlo primero para sustituirlo después.
Franco ansiaba organizar la vida de los españoles, estaba convencido de que sus ideas eran mejores que las de los demás y las impuso a sangre y fuego, sin piedad.
El dictador era extraordinariamente crítico con la democracia, con la República española, con las democracias europeas, con el liberalismo político que, a su juicio, las inspiraba y que, también según él, era la fuente de todos los males, el responsable directo de la decadencia de España, el factor provocador de la hemorragia de principios que España sufría por momentos hasta que él llegó con el coagulante.
Franco entendía que había una única forma de ser español: la suya. Estaba imbuido de que las otras eran perversas para España, nefastas para España, hasta el punto de considerar que eran la encarnación de la anti-España, que pretendían la destrucción de la esencia del ser español, que solo él encarnaba.
Franco se guió durante su dictadura por una mezcla de autoritarismo y coalición con la Iglesia. La idiosincrasia española, ese ser español redefinido por el dictador, para Franco solo admitía una única forma de expresarse: la suya. Los contrarios a ella eran tan nefastos, encarnaban el mal de tal forma que perdían automáticamente el carácter de españoles. La Guerra Civil había sido entonces la única forma que España tenía de purificarse, de seguir siendo España, de impedir su destrucción; la única forma de resurgir, saneada, liberada del mal que buscaba su exterminio.
Es el de Franco un discurso nacionalista, esencialista; de un nacionalismo sectario, que entiende que hay una única forma de ser español y que fuera de ella no hay salvación. Una única forma de ser español: ser patriota, creyente en Dios y defensor de su Iglesia. Defender a Dios, que tanto había ayudado a ganar la Guerra a Franco, a juzgar por las palabras del dictador.
Franco encarna en última instancia una forma religiosa de entender la política: de un lado, los buenos, con él como Caudillo a la cabeza; enfrente, los pecadores, siempre urdiendo tretas y añagazas para embaucar a los buenos, hacerles caer en sus redes y luego derrotarlos. No caben pactos ni armisticios entre el bien y el mal, solo es posible la derrota del «demonio rojo».
Por si quedan dudas de las peculiaridades de esa forma auténtica de ser español, Franco ofrece varios ejemplos concretos de cómo la entiende.
La principal virtualidad de nuestra Cruzada de Liberación fue el habernos devuelto a nuestro ser, que España se haya encontrado de nuevo a sí misma, que nuestras generaciones se sintieran capaces de emular lo que otras generaciones pudieran haber hecho. El genio español surgió en mil manifestaciones: desde aquellas Milicias en que cristalizó el entusiasmo popular en los primeros momentos, y que formaron el primer núcleo de nuestras fuerzas de choque, a los alféreces provisionales que nuestra capacidad de improvisación creó para el encuadramiento de nuestras tropas, y que habrían de asombrar a todos por su espíritu y aptitud para el mando. Así iban surgiendo las legiones de héroes y la innumerable floración de mártires. No importaba dónde, si en la tierra, en el mar o en el aire; si entre infantes o jinetes, artilleros o ingenieros, falangistas, requetés o legionarios. Era el soldado español en todas sus versiones. Sus sangres se confundían en la Cruzada heroica, en el común ideal de nuestro Movimiento.
UN RELATO BERROQUEÑO
Digo que el Valle de los Caídos es una prolongación de Franco por otros medios. Es también el relato en piedra que necesita el vencedor para abrochar su victoria.
El Valle de los Caídos es el parque temático de los valores que Franco está convencido que encarna y, sobre todo, de los supuestos valores que vende como propios al nuevo país en el que ya empieza a amanecer.
El Valle de los Caídos es para Franco el certificado de que su victoria quedará escrita cuando él ya no esté entre nosotros. Vean:
No una simple construcción material, sino también un lugar de oración y de estudio donde a la vez se ofrezcan sufragios por las almas de los que dieron su vida por su Fe, por su Patria, se estudie y se difunda la doctrina social católica, inspiradora de las realizaciones sociales del régimen.
Así rezaba el Decreto Ley del 23 de agosto de 1957 por el que se establecía la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.
Que el Valle de los Caídos iba a ser el relato ganador del que había ganado la guerra, lo tuvo claro Franco desde el minuto uno de su victoria. El que gana, gana su derecho a contarlo. Gana su posición de poder para construir la historia, el relato que mejor le convenga, que más le enaltezca a él y más humille al derrotado.
En el decreto citado se recuerda que el mismo día de la Victoria se dictó otro decreto disponiendo «la erección de un magno monumento destinado a perpetuar la memoria de los Caídos en la Cruzada de liberación, para honra de quienes dieron sus vidas por Dios y por la Patria y para ejemplo de las generaciones venideras».
Es decir, el Valle de los Caídos como una lección de Historia que se mantuviera eternamente en el tiempo, que se viera sin casi necesidad de estudiarla y que dejara claramente establecido qué había pasado en España, quién había ganado la Guerra y cuáles eran los valores que impregnaban ese momento de la Historia de España con sabor de minuto cero de la Historia.
De manera que el Valle de los Caídos se erige sobre las mismas bases que el propio régimen franquista quiere establecer como claves de la dictadura:
— La Fe religiosa del pueblo español.
— El sentimiento profundamente católico de la Cruzada.
— El signo social del Nuevo Estado, nacido de la Victoria.
Poco importaba que el primer punto, la Fe religiosa del pueblo español, fuera algo, como mínimo, discutible. No tenían la menor Fe religiosa, desde luego, los españoles que en el bando republicano eran poco menos que militantes anticlericales.
Muy posiblemente, esta declaración inicial buscaba sobre todo la utilización de la Fe católica como elemento movilizador de una parte de los españoles.
Franco buscaba en esa declaración no solo un elemento aglutinante de las masas, también pretendía construir una seña de identidad del nuevo régimen, inventaba con aquella frase un discurso que definiera su obra recién inaugurada sobre los escombros aún humeantes.
Si la guerra había sido para algunos la lucha de los creyentes contra los ateos —simplificación alejada de la realidad, pero eficaz como propaganda—, parecía lógico que el nuevo régimen atendiera a sus clientes, a los católicos, garantizara la persecución de los enemigos, próximos al diablo, y estableciera en el frontis de sus intenciones esa declaración de Fe, de configurar al país conforme a esa manera sectaria de entender la Fe católica, Fe siempre con mayúscula.
En resumen, el mismo día en que Franco anunció en Burgos que había ganado la guerra, que las tropas nacionales habían alcanzado sus últimos objetivos militares y que la guerra había terminado, anunciaba también la erección —certera y polisémica palabra— de un monumento en el que tomaran cuerpo sus obsesiones, se rindiera honor a los españoles, a los españoles auténticos, y se castigara a los de la anti-España a construir con sus propias manos, y dejándose la vida en muchos casos, tan ciclópeo edificio.
El Valle de los Caídos como una clase de historia contada por Franco hecha en piedra. Una obsesión erecta, un mensaje al mundo, empezando el mundo por España. Un mensaje inequívoco a los españoles auténticos y un certificado de derrota para los otros, para los no españoles de la anti-España.
Luis Carrero Blanco, heredero originario del dictador Francisco Franco, tenía muy claro que el Valle de los Caídos conmemoraba «una victoria, pero no una victoria sobre unos adversarios políticos, como torcidas y amañadas interpretaciones han pretendido hacer creer, sino una victoria de España contra los enemigos de su independencia y de su Fe, únicos ideales cuya defensa justifica el máximo sacrificio de la vida».
Con el Valle de los Caídos se pretendía «perpetuar la memoria de los Caídos y honrar a quienes dieron su vida por Dios y por la Patria», para que ello sirviera de ejemplo y guía para las generaciones venideras de españoles.
Como explica Paloma Aguilar, que ha seleccionado estas citas de Luis Carrero Blanco, «no cabe duda de que sus palabras [las de Carrero] recogen fielmente el pensamiento de Franco y los propósitos perseguidos con la construcción de este monumento» [el Valle de los Caídos].
Cuando Carrero hace estos análisis sobre la Guerra Civil —que no llama así, sino Cruzada—, cuando Carrero lanza ese ditirambo a favor del Valle de los Caídos como prolongación de Franco, de su Fe y de su hazaña, Carrero ocupa el cargo de subsecretario de la Presidencia del Gobierno. Desde ese puesto defiende Carrero Blanco que «la guerra que los españoles hubimos de sostener de 1936 a 1939 no fue en modo una guerra civil, sino una guerra de liberación del suelo patrio del dominio de un poder extranjero y, a la vez, una Cruzada en defensa de la Fe Católica que ese poder quería desarraigar por ser doctrinariamente ateo».
Estas palabras de Carrero Blanco, como recuerda Paloma Aguilar, están extraídas del discurso que el que luego sería presidente del Gobierno pronunció el 28 de enero de 1964 con motivo de la visita al Valle de los Caídos del cardenal Cicognani. Este cardenal italiano Gaetano Gicognani figura en una de las placas situadas a la entrada del templo como enviado del Papa Juan XXIII, que consagra para el culto la basílica.
25 AÑOS DE PAZ… DE MIEDO Y DE SILENCIO
En 1964 el régimen de Franco, los franquistas, celebraban lo que ellos mismos habían denominado como «25 años de Paz».
Paz era el eufemismo que el dictador empleaba para referirse a los 25 años de dictadura, a los 25 años de régimen de poder absoluto, a los 25 años de exterminio de los contrarios, enemigos de España, sacrificados en un altar engrasado por el uso.
Cinco lustros después de terminada la Guerra, casi diez años después de que un perseguido, clandestino y encarcelado PCE hubiera tenido la lucidez, el coraje y el sentido de Estado de propugnar la política de Reconciliación nacional entre los españoles, cosa que hizo en 1956; después de todo ese tiempo, después del movimiento valiente y generoso hecho por la clandestina oposición comunista, Carrero Blanco seguía abrochado a la idea de que la Guerra Civil no había sido tal, sino «Cruzada de liberación de España».
En 1964 Carrero estaba imbuido de que los derrotados en 1939 eran la encarnación del mal —malos sin la más leve mácula de bondad—; defendía su aniquilación, se apropiaba en exclusiva de la idea de España y de la Fe católica y defendía al siniestro Valle de los Caídos como símbolo de la derrota del Mal, como certificado del triunfo sobre los enemigos de España y como testimonio socializador y vivificante de las excelsas virtudes del franquismo.
Carrero establecía que España habitaba en Franco y que fuera de él no había salvación, ni Fe ni España.
En 2009, cincuenta años después de la inauguración del Valle de los Caídos, uno de los máximos jerarcas de la Iglesia española, el cardenal Antonio Cañizares, prefecto de la Congregación para el Culto Divino del Vaticano, sostiene que si España dejase de ser católica, dejaría de ser España.
La decisión de Franco de unir la Fe católica a su programa político de exterminio de los contrarios, de abanderar a los católicos para dar coherencia y masa crítica a su régimen —un régimen nacional-católico, con Franco bajo palio—, la idea de unir la esencia de España a la esencia de la religión católica sigue vigente hoy en algunos egregios jerarcas de la Iglesia española y también en algunos políticos de la derecha española, setenta años después del final de la Guerra Civil.