9. Por qué la memoria

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POR QUÉ LA MEMORIA

Lo que debería provocar escándalo es que, a estas alturas del curso, no haya todavía un listado cabal de las personas que fueron sacadas, paseadas, fusiladas y enterradas en régimen de hacinamiento por Franco desde el minuto uno de su Golpe de Estado contra la República.

Lo que debería irritar a todos los españoles demócratas es que las víctimas de un bando y sus familiares, no solo los cercanos, hayan tenido cuarenta años, con sus días y sus noches, de reconocimiento político y religioso, de ayuda económica, de puestos de trabajo, de oposiciones patrióticas, de privilegios, de control de la vida diaria, de hegemonía en la vida política y social; mientras que las víctimas del otro lado han sido fusiladas, sometidas a un encarnizado plan de aniquilación, silenciadas, encarceladas, exiliadas en México o en Valladolid, despojadas de su nacionalidad española aunque fueran de Burgos.

Lo que debería provocar al menos un mohín de malestar entre todos los españoles bien nacidos es que todavía haya nietos que no han podido enterrar a sus abuelos como Dios manda, que haya hijos que han muerto sin saber dónde estaban sus padres, y que aún se hable en voz baja de estas cosas en según qué pueblos.

Todo eso, y muchas más cosas, deberían ser motivo de escándalo o, como mínimo, de debate sincero y autocrítico en un país que, setenta años después de concluida la Guerra Civil, parece que aún no ha hecho la digestión de aquel episodio trágico, bañado en sangre gemela, que aún hoy condiciona nuestras vidas.

Franco no necesitó esperar a ganar la guerra para empezar a cumplir su obsesivo objetivo: aniquilar a sus enemigos. Sus enemigos eran los comunistas, los socialistas, los anarquistas, los masones, los rojos, los indiferentes; todos aquellos que de tan malos como le parecían habían dejado de ser españoles.

Hubo un plan general de exterminio del contrario que se llevó por delante la vida de ciento cincuenta mil personas, según estiman algunos historiadores conocedores del asunto. Otros dan otras cifras. Un plan de exterminio bendecido y alentado en un primer momento por la jerarquía de la Iglesia Católica. Un plan de aniquilación que se puso en práctica en los lugares en los que salió adelante la sublevación militar contra la República —desde el mismo 17 de julio de 1936— y que no terminó el 1 de abril de 1939, que no se clausuró con el fin de la guerra. Concluida la Guerra Civil, siguió la escabechina de los perdedores: los fusilamientos, los encarcelamientos masivos, los trabajos forzados, el exilio —interior y exterior— y el silencio; un silencio eterno, abrochado de miedos.

Mientras los derrotados eran fusilados, exiliados, encarcelados o silenciados y vueltos a encarcelar, los vencedores tuvieron el reconocimiento del régimen franquista, que les hizo hasta un Valle de los Caídos, les puso placas en iglesias con el yugo y las flechas en haz, les dio pensiones, estancos, puestos de trabajo, asientos en los autobuses, les convocó oposiciones patrióticas —que convertían en funcionario a cualquier incompetente que abrazara el franquismo—, les dio la paz de cuarenta años de terror en los lomos de sus enemigos.

El régimen franquista se inauguró fusilando en masa y se despidió fusilando a cinco personas dos meses antes de morir el dictador y sin que Franco hubiera pagado por ninguno de sus crímenes.

Ahora no se pide ninguna revancha, ni ningún puesto de trabajo, ni que se fusile a los autores de aquella masacre, que ya no quedan prácticamente en pie. Tampoco se piden cuentas a los que aplaudieron la masacre, ni nada parecido. Se plantea algo tan intensamente humano como que los familiares de las víctimas puedan enterrar a sus seres queridos sin sentir vergüenza por ello, con el apoyo del Estado y sin que les vuelvan a insultar.

Se pide que la Iglesia facilite a los historiadores y a los interesados sus censos de difuntos, para saber lo más certeramente posible de cuántos muertos estamos hablando.

Se pide que, después de cuarenta años de homenajes a los vencedores, los vencidos tengan un minuto de respeto. Esto solo puede escandalizar a los neofranquistas, que tan orgullosos y sin complejos afloran en los últimos años. Cualquier español demócrata, cualquier bien nacido debería comprenderlo, y si no apoyarlo, sí al menos entenderlo y guardar un discreto silencio.

Pero tenemos gente que zahiere el recuerdo de los fusilados hablando con chiste y sin gracia de sus huesos. Hay quienes se ríen de abuelos fusilados, hay quien parece querer dejarnos claro que España necesita otra Cruzada que limpie el país de seres indeseables, de sujetos que de tan rojos como se pintan han dejado, al parecer, de ser españoles.

La recuperación de los restos de las fosas, el acceso a los archivos hoy vetados, o erizados de dificultades, debería ser un ejercicio de civil reconciliación; debería servir para cerrar las heridas que se abrieron hace más de setenta años.

Hablo con gente que ha estado presente en la exhumación de restos en algunos pueblos de León y no me cuentan que ese ejercicio de reparación haya provocado aspavientos en unos lugares en los que todo el mundo se conoce desde hace años.

Las víctimas del franquismo tienen un significado humano y político, como lo tienen las víctimas del bando republicano o las víctimas de Eta. No podemos despachar a patadas a unas y quedamos a vivir en el homenaje a otras. Todas merecen un reconocimiento. Unas lo han tenido durante cuarenta años, otras empiezan a tenerlo ahora. A nadie que sea demócrata debería molestarle este ejercicio de recuperación de la memoria, de dignidad y de justicia.

GUERRA, DICTADURA Y TRANSICIÓN

Lo que ocurrió en España entre 1936 y 1939 marcó de manera decisiva a algunos de los protagonistas de la transición a la democracia en España. Les marcó generacionalmente, emocionalmente y también políticamente.

Los cuarenta años de dictadura condicionaron también —aún hoy mantienen sus secuelas— la forma de hacer política de los que desde los primeros años del régimen lucharon para traer la democracia a España y de los que con el paso de los años se unieron a ellos para dar continuidad a la lucha por la libertad.

La experiencia de la guerra y de la dictadura influyó en los primeros pasos, a veces titubeantes, de la experiencia democrática estrenada en 1977 y que se empezó a atisbar tras la muerte de Franco, en noviembre de 1975.

Con Franco vivo, yo militaba en el PCE. Recuerdo con detalle las feroces críticas que los entonces militantes del partido recibíamos por lo que se consideraba una posición política tibia por parte del PCE.

El PCE había propugnado, nada menos que en 1936, la política de reconciliación nacional entre los españoles; es decir, plantear en términos políticos el final de la Guerra Civil, de la guerra como enfrentamiento entre españoles, de la guerra como línea divisoria que se había prolongado en una larga posguerra.

La política del PCE —en aquellos años, mediados de los cincuenta, dirigido por Santiago Carrillo y presidido por Dolores Ibárruri, la Pasionaria— pretendía cerrar definitivamente la Guerra Civil como argumento de división entre españoles.

El PCE aspiraba a empezar a construir un nuevo país en el que el elemento determinante no fuera el haber pertenecido a uno u otro bando, en el que la nueva línea que uniera o dividiera a los españoles fuera la trazada entre aquellos que estaban dispuestos a vivir en libertad, al margen de lo que hubieran defendido sus padres o de la posición que ellos mismos hubieran tenido en la Guerra Civil, y los contrarios a la reconciliación, los que aspiraban a que la dictadura se eternizase.

Carrillo quería sumar al mayor número de españoles en su lucha contra la dictadura y para eso empezaba por no distinguirlos por lo que hicieron en la guerra, sino por lo que estaban dispuestos a hacer ahora para llegar a la paz y a las libertades.

La política de reconciliación era vista como una traición, un acto de entreguismo, por los múltiples grupúsculos de la izquierda —situados a la izquierda del propio PCE— y que reclamaban para sí las esencias de la auténtica izquierda.

Los militantes del PCE éramos tildados, en los setenta, de «revisionistas», palabro que en la jerga leninista vigente en cierta izquierda significaba lisa y llanamente que éramos unos flojos, unos traidores a las esencias de la verdadera izquierda.

Posteriores declaraciones de dirigentes del PCE, del tipo: «dictadura, ni la del proletariado» o «entraremos en España con la hoz y el martillo en una mano y la Cruz en la otra» —pronunciadas ambas por Carrillo—, representaban toda una declaración de intenciones sobre el carácter no revanchista del principal partido de la izquierda española, que fue clave en la lucha contra la dictadura y en la gestión de la Transición, en la dirección política de los primeros años de la democracia.

Carrillo quería un PCE fuera de la órbita soviética, fuera, por supuesto, de la influencia maoísta, que tanto condicionaba a otros grupos como el PCI o la ORT, fuera de la vía armada, que propugnaba el PCE M-L (Marxista Leninista) y su FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico). Carrillo quería un PCE que defendiera la democracia y las libertades, y que tratara de sumar al mayor número posible de españoles en esa lucha.

Sumar quería decir hacer un frente político común de rechazo a la dictadura, en el que estuvieran trabajadores y burgueses, agnósticos y creyentes, ricos y pobres, hombres y mujeres, derechas e izquierdas.

Todo era bueno para el convento antifranquista, para la suma de fuerzas contra Franco, ya fuera don Juan, el opusino Calvo Serer, el exfalangista Dionisio Ridruejo o, incluso, los pocos militares formados en la muy franquista Academia Militar de Zaragoza que habían llegado a la conclusión de que había que ir a un sistema de libertades y que en los últimos años de la dictadura se encuadraron en la clandestina UMD (Unión Militar Democrática).

LA OBSESIÓN DEL PCE, EVITAR EL CLIMA POLÍTICO

QUE PROPICIÓ LA GUERRA CIVIL

La obsesión del PCE en los años setenta era hacer todo lo posible por evitar una vuelta al clima de confrontación, división y odios desatados que desembocó en la Guerra Civil.

Santiago Carrillo había vivido la Guerra Civil y sus momentos previos, había sufrido un interminable exilio y no quería otra vuelta al pasado. Bajo ningún concepto.

Así, el PCE aceptó la bandera española, aceptó la Monarquía —después de haber calificado Carrillo a Juan Carlos I como Juan Carlos el breve— y renunció a dar la batalla por la República en la ponencia constitucional, cosa que no hicieron los socialistas.

El PCE impregnó toda su actividad política de una mezcla de contundencia y templanza, de manera que se pudiera golpear con huelgas y movilizaciones en la calle —para que fracasara el intento de algunos de construir un franquismo sin Franco y, desde luego, sin los comunistas legalizados—, y al mismo tiempo se ofreciera una imagen de partido serio, de orden, de valores democráticos, que no pondría en jaque la democracia con aventurerismos una vez que esta llegara.

El asesinato de cinco abogados laboralistas en el despacho de la madrileña calle Atocha el 27 de enero de 1977, la matanza de Atocha, fue un golpe de la ultraderecha al corazón de los comunistas y al sindicato Comisiones Obreras, para el que trabajaban los fusilados por pistoleros de la extrema derecha. La matanza fue un intento brutal de los seguidores de Franco de impedir que triunfara la democracia plena en España.

Tras los crímenes, el PCE organizó uno de los actos más emocionantes de la Transición. Un entierro masivo, multitudinario y ensordecedoramente silencioso. Ni una palabra, ni un grito; solo silencio, un hermoso silencio que dio un ejemplo conmovedor y vibrante a todos los españoles de lo que era y quería ser ese partido, de cuál era su proyecto político para los españoles.

El funeral por los asesinados en Atocha fue la forma que utilizó el PCE para presentarse ante los españoles como un partido democrático, con sentido de Estado; como un partido responsable y no como el demonio en el que lo había convertido la dictadura durante cuarenta años de propaganda franquista.

Estamos en enero de 1977, aún no hay libertad en España, el PCE no ha sido legalizado y, en contra de las versiones edulcoradas de nuestra historia —que algunos nos han endilgado y que tanta gente ha comprado más o menos conscientemente—, había fuerzas interesadas en crear una democracia de baja calidad, con los comunistas no legalizados.

Frente a las fuerzas que querían una democracia de baja calidad, que en su mayoría procedían del régimen franquista, había otras fuerzas políticas y sindicales, el PCE y CC. OO., sobre todo, que habían llevado la mayor parte del peso en la lucha contra la dictadura franquista, que se habían dejado la vida y la cárcel en la lucha por las libertades y que gracias a su empuje permitieron que España fuera un país plenamente democrático y que la transición se hiciera de forma democrática y casi siempre pacífica.

La movilización en los años de la transición del PCE y de CC. OO., de trabajadores, de estudiantes y ciudadanos antifranquistas y de izquierdas, permitió que todos los españoles disfrutáramos de una democracia plena y consiguió que se vencieran las importantes resistencias a la libertad por parte de las fuerzas que pretendían establecer una democracia tutelada, de baja calidad, con partidos como el PCE no legalizados plenamente.

El entierro de los abogados laboralistas de Atocha, fusilados por la extrema derecha, fue uno de los hitos de esa capacidad de movilización del PCE, tan contundente como responsable.

Años después, cuando las primeras víctimas del terrorismo etarra eran enterradas entre gritos ultras de «Ejército al poder», «Gobierno dimisión» y otras proclamas golpistas semejantes, el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado mandó callar al que luego sería golpista el 23-F de 1981, Camilo Menéndez Vives y le espetó: «A ver si aprendemos de la clase obrera cómo entierra a sus muertos».

Carrillo no quería otra Guerra Civil. Santiago Carrillo no quería otro clima político que propiciara nuevos enfrentamientos, por eso el PCE se movilizó contra Franco, se movilizó contra los posfranquistas —con una oleada de huelgas y manifestaciones que reventaron su proyecto de democracia vigilada—, pero se ofreció como partido de orden y gobierno para facilitar su legalización, para abrir el camino a la reconciliación efectiva entre todos los españoles, para construir en España las libertades y la democracia.

¿A qué viene toda esta larga explicación? Pues a la necesidad de explicar por qué las reclamaciones de la memoria no se plantearon en los primeros años de la democracia. No se planteó esta agenda por miedo a que se rompiera una democracia frágil, recién estrenada y llena de enemigos. No se planteó no por ningún pacto, simplemente por responsabilidad, por sentido político, por evitar la vuelta a las andadas.

Haber planteado en los primeros años de la democracia una política de la memoria como la que ha aflorado, sobre todo tras la llegada al poder de José Luis Rodríguez Zapatero, hubiera sido imposible.

Hubiera sido imposible, irresponsable y muy posiblemente hubiera dado al traste con esos titubeantes primeros pasos de la democracia, tan lastrada por la herencia franquista por la falta de cultura democrática y por el odio de los que se habían quedado sin su padre-dictador.

NO HUBO PACTO SECRETO PARA SEPULTAR LA MEMORIA

No se hizo en los primeros años de la democracia esa recuperación de la memoria, no por ningún pacto secreto entre las fuerzas políticas, sino simplemente por la evidencia de que una iniciativa de esa envergadura no se podía llevar a cabo en un país en el que la dictadura había sido la prolongación de una guerra de exterminio de los opositores a Franco. En un país en el que estaba vigente un Ejército formado de manera abrumadora por franquistas, con una policía íntegramente franquista y con una población española que seguía viendo a los comunistas como a demonios.

No se pudo hacer esa política de la memoria en los primeros años de la democracia porque nos atenazaba el miedo, porque se quería evitar a toda costa la vuelta a las crispaciones del pasado, porque el franquismo político y sociológico pesaba aún mucho. Porque los demócratas aún teníamos miedo.

Recuerdo en las elecciones de 1979, viajando a un pueblo de Valladolid como apoderado del PCE. Llegamos otros jóvenes colegas y yo a la escuela donde estaba ubicado el colegio electoral. Dos guardias civiles, subfusil en ristre y bigote reglamentario, nos pidieron la documentación nada más vernos. Se la mostramos, le enseñamos nuestras credenciales de apoderados, en las que figuraba que éramos del PCE, y nos dijo el guardia: «Bien, mientras no vengan a llevarse nada».

Idéntico comentario, pero con tono aún más despectivo, pudimos oír de boca de uno de los componentes de la mesa del colegio electoral, al que tuvimos que convencer de que dejara entrar a los votantes —que formaban cola fuera del colegio— dentro del aula, donde al menos había una estufa que daba algo de calor. Los votantes estaban en la calle y eran llamados, de uno en uno, al interior del aula, allí, solo, frente a toda la mesa, el votante caminaba unos metros y entregaba la papeleta en una mesa presidida por sujetos en su mayoría de aspecto siniestro y que formaban parte de las estructuras de poder que habían organizado la vida del pueblo en los años de la dictadura.

Hay miles de casos que testimonian cómo los primeros pasos de la democracia española estuvieron trufados de miedo, cómo la experiencia de la guerra, de la dictadura, condicionaron, sobre todo a los políticos que la habían sufrido y luchado contra el régimen, les obligaron casi a hacer una transición guiada por el consenso, por los acuerdos que impidieran la ruptura del frágil equilibrio democrático recién conquistado.

Los tímidos intentos por poner en pie una política de la memoria, por buscar la justa reparación de los perdedores de la Guerra Civil, acometidos en los primeros años de la democracia, fueron abortados por el intento de golpe de Estado del 23-F de 1981, felizmente fracasado, pero que reactivó los miedos cuando estos ya empezaban a convertirse en rescoldos.

LOS NIETOS SIN MIEDO Y LA MADURA DEMOCRACIA ESPAÑOLA

Posiblemente han tenido que pasar los años, ha tenido que cerrarse la transición y ha tenido que surgir una generación, la de los nietos de los fusilados que, sin las ataduras del miedo que han marcado a otras generaciones, abordara con naturalidad y de forma resuelta la tarea de honrar a las víctimas de Franco.

Quizás ahora, con una democracia más que consolidada y sin riesgos de vuelta atrás, ni de golpismo, sea el momento en que se pueda enterrar como Dios manda a los que están en cunetas y fosas comunes.

Este ejercicio de recuperación de la memoria resulta tan evidente, tan de sentido común democrático, tan razonable, tan importante para la convivencia entre distintos, tan relevante para la reconciliación definitiva de los españoles, tan necesario para el cierre de las heridas abiertas en la Guerra Civil que quizás por todo ello choca con la brutal intolerancia de la derecha más reaccionaria, azuzada por los medios de comunicación que han hecho de la siembra diaria de odio la razón de su existencia y negocio.

El PP, los medios amarillos y predemocráticos, la jerarquía de la Iglesia española se han negado a la reparación de las memorias del franquismo y de la dictadura. Unas veces de forma rotunda, otras veces tratando de que no se les notara, alegando siempre que no tenía sentido, que no era el momento, que por qué se iban ahora a reabrir viejas heridas.

Lo cierto es que las heridas estaban abiertas y que una de las razones que mueven a los que hoy piden reconocimiento, reparación y memoria es precisamente esa, la de cerrar las heridas abiertas por la Guerra Civil y ahondadas por la dictadura franquista.

Pero en España hemos comprobado, en la legislatura del 2004 al 2008 y en los años siguientes, que todavía existe una derecha especialmente reaccionaria, de componente ideológico ultra, que se niega a considerar como iguales a los ciudadanos de izquierdas y que ahora despliega un franquismo revisitado.

Hay en España una derecha que nos quiere vender una presentación del régimen de Franco como algo con grandes bondades y que surgió no por culpa de un golpe de Estado —provocado por un sector del Ejército y por un sector de la sociedad civil contrarios a las libertades y a la República—, sino por la intolerancia extremista, al parecer inherente a la República.

Los propagandistas de la derecha política y mediática, la derecha más ultra del PP, se afanan en estos últimos años por sembrar la idea de que el régimen de Franco tuvo grandes ventajas, que fue bueno para los españoles; un régimen que trajo, al parecer, paz y prosperidad, y que la Guerra Civil, el golpe de Franco, fue la réplica justa y necesaria a la Revolución de Asturias de 1934, que esa sí mostró la faz totalitaria de los socialistas que la promovieron.

Esa postura neofranquista tiene como consecuencia lógica el rechazo frontal de la derecha a cualquier intento de reparación de las víctimas de Franco, de su Guerra y de su dictadura y supone el apoyo explícito al ensalzamiento, a la beatificación de los curas y religiosos muertos, que sí merecen memoria y cuyo recuerdo sí resulta pertinente y, al parecer, no reabre ninguna herida.

Que el sentido común de los católicos españoles sea inmune a la piedad o a un ecuánime ideal de justicia nos obliga a interrogarnos sobre el origen de la terca consigna sostenida por la Conferencia Episcopal y a detenernos estupefactos ante el perturbador enigma: ¿por qué la Iglesia católica se niega a dar «cristiana sepultura» a viejos cadáveres desterrados?… A causa de la rotunda victoria militar de 1939, la Iglesia Católica española se arrogó el derecho a ser la única administradora del culto a los muertos y a regir su reposo mediante sus rituales de paso al más allá. Al parecer es esta una prerrogativa que la Conferencia Episcopal reclama como irrenunciable y en el catálogo de sus privilegios, mientras convoca beatificaciones masivas de sus mártires, figura la potestad de condenar a los fusilados que durante la Guerra Civil se expulsó para siempre de los cementerios. Como si fueran reos de un pecado abominable cuya remisión les será negada a perpetuidad.

Estas palabras, escritas por Basilio Baltasar en un artículo publicado en el diario El País el 12 de noviembre de 2008, resumen a la perfección la postura de la jerarquía eclesiástica respecto de la memoria de los derrotados. Como el mismo Basilio Baltasar explica:

Lo que subyace a este delirante integrismo ideológico es un corpus de creencias cuyo hechizo ha subyugado a numerosos sectores de la sociedad española, conmovida todavía por los fantasmas de un miedo corrosivo, un temor que nutre la anacrónica excepcionalidad de nuestra supersticiosa mentalidad nacional (…) No obstante, y por lamentable que sea el espectacular empecinamiento nacional, al final la razón vencerá. La exhumación de los cuerpos abandonados y la honrosa rehabilitación de los condenados tendrán lugar.

Lo cierto es que el franquismo ya había construido su propia Memoria Histórica. El Valle de los Caídos formaba parte singular de la erección de esa memoria, del relato de esa memoria que Franco quería que estuviera vigente de forma perpetua.

La política franquista fue un incansable derroche de marketing en medio de la grasa. Franco se afanó, sin descanso, en construir la memoria nada más abrochar su victoria militar. La memoria narrada, fijada y ganada en mil hechos, en mil detalles, en mil símbolos.

Desde las pesetas rubias, ya comentadas, con la inscripción de Franco como alguien enviado por Dios, hasta la paga extraordinaria a los españoles —establecida con motivo del 18 de Julio, día del alzamiento contra la legalidad democrática de la República—, y que aún hoy está vigente. Desde los bloques de viviendas que se denominaban «Cuatro de Marzo» —día de la fusión de Falange Española con las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS)— hasta la infinidad de calles con denominaciones como Francisco Franco, General Mola, General Yagüe, Caídos de la División Azul, José Antonio, etcétera. Desde la denominación de Franco como Caudillo, la definición del Golpe de Estado como Alzamiento, de la Guerra Civil como «gloriosa Cruzada de liberación nacional» hasta las entradas de Franco bajo palio en las iglesias como símbolo andante de su unión con la Iglesia. El Valle de los Caídos —relato memorialístico en sí mismo—, la vinculación de Franco con los Reyes Católicos, del Valle con el Escorial de Felipe II, de la Guerra Civil con la Reconquista…, las referencias del esfuerzo franquista por construir un relato que enlazara su régimen con los hitos del pasado son incontables.

La política franquista realizó una notable inversión en el campo del recuerdo y en el del olvido desde los primeros días de la sublevación militar, como cimiento del propio poder, que empieza a implantar. Su discurso político, contenido en decretos, lugares, calendarios, fiestas, conmemoraciones, en los terrenos de las identidades personales y jurídicas, en los símbolos del Estado y en la historia propia, que elabora progresivamente, manifiesta como la política de la memoria es una política del poder, de los poderes, desde su comienzo.

Josefina Cuesta, historiadora de la Memoria del siglo XX en España, explica así la construcción de la memoria franquista durante la dictadura, y narra cómo esta empezó por la destrucción de la memoria republicana.

La muerte del dictador puso a las generaciones del momento ante algunos dilemas. Ofreció la coyuntura para el reencuentro físico y moral de las dos generaciones, la de los testigos que aún quedaban y la de los hijos, en las dos se encontraban militantes y partidarios de los viejos bandos contendientes.

LA MEMORIA EN OTROS PAÍSES

Los voceros de la derecha nacionalista española han repetido hasta la saciedad que esta obsesión por recuperar la memoria es algo que tiene que ver con el carácter específico de la izquierda española. No es cierto, como hemos visto.

Lo cierto es que la recuperación de la memoria forma parte de la agenda política de todas las sociedades que han pasado por situaciones traumáticas de guerra, guerra civil, represión, dictadura o tortura de los oponentes. Sin memoria no hay convivencia.

A diferencia de lo ocurrido en Bosnia, Ruanda, Guatemala o Argentina, en donde las tumbas de los masacrados han sido abiertas para devolver los cadáveres a sus familias como el más triste y pobre consuelo que estas se resignan a recibir, en España, en la europea España del siglo XXI, un poderoso tabú mantiene a nuestros hundidos en el fondo de una doble sepultura. Cubiertos de tierra y musgo en las inhóspitas cunetas rurales y aplastados por la ignominia de vagar en el más extraño exilio impuesto a los vencidos.

Razona Basilio Baltasar en el artículo de El País anteriormente citado.

En el auto de Garzón de 2008, en el que reclama información sobre las víctimas del Golpe de Estado franquista, se habla textualmente de su iniciativa judicial como «una forma de rehabilitación institucional ante el silencio desplegado hasta la fecha».

En el editorial del diario El País del 17 de octubre de 2008 se señala la virtud que desde el punto de vista simbólico tiene la iniciativa judicial de Garzón, aunque se subraye que será muy difícil que prospere desde el punto de vista judicial.

Realizar —dice este editorial—, 70 años después, un juicio virtual a Franco es imprescindible para el futuro de un país que no ha sido capaz de enfrentarse a las miserias de su pasado, lo que sí han hecho otros (países) que también han sufrido experiencias traumáticas. El linchamiento público del que ya está siendo objeto Garzón da idea del déficit democrático que sufre España, derivado en gran medida de no haber afrontado sus fantasmas cuando le hubiera correspondido.

En efecto, la reacción del PP, de los medios de comunicación amarillos y/o de extrema derecha, de los creadores de opinión que parecen echar de menos al régimen franquista, fue brutal contra el auto de Garzón. Desde el reiterado argumento de que la iniciativa del juez solo serviría para reabrir heridas, hasta la enumeración de detalles, más bien siniestros, acerca de las condiciones en las que eventualmente se podría producir la exhumación que reclamaban algunos de los familiares de los perdedores de la Guerra y las asociaciones de la Memoria, pasando por las acusaciones que sostenían que la iniciativa de Garzón estaba teledirigida por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE), como una presunta cortina de humo programada para diluir la atención sobre la crisis económica. Se dijo de todo, desde la derecha política y mediática, contra esta iniciativa del juez Garzón.

Muchos nacionalistas españoles no podían ocultar su irritación ante el ejercicio de rendir homenaje a las víctimas del bando perdedor.

Lo que en realidad molestaba a buena parte de los integrantes de la derecha española más cerril, a algunos hasta la histeria, es que después de treinta y dos años de democracia se pudiera rendir homenaje a los españoles que murieron a manos de la represión franquista y que durante nada menos que cuarenta años no solo no habían sido reconocidos, ni humana ni políticamente, es que habían sufrido la doble victimización: primero, la muerte; después, el insulto y el olvido.

El auto de Garzón comenzaba con una declaración de intenciones:

No se trata de hacer una revisión en sede judicial de la Guerra Civil (…) La acción de la Justicia se produce con el máximo respeto para todas las víctimas que padecieron actos violentos execrables, masacres y gravísimas violaciones de derechos durante la Guerra Civil y la posguerra, con independencia de su adscripción política, ideológica, religiosa o de cualquier otra clase.

Garzón pedía un imposible: responsabilizar penalmente del Golpe de Estado de 1936 y de los muertos provocados por los golpistas, a los promotores del golpe contra la República que, en su inmensa mayoría, habían fallecido.

Franco y sus treinta y tres generales y ministros de los primeros Gobiernos, a los que Garzón pretendía encausar, ya habían fallecido. Es posible que quedaran vivos algunos de los implicados, pero en niveles de responsabilidad menores y, desde luego, con el paso del tiempo a su favor a la hora de eludir las responsabilidades judiciales.

Se trataba de buscar como culpables a individuos que era del dominio público que estaban muertos. Quizás en este aspecto residía el mayor efecto simbólico de la iniciativa de Garzón. En el auto se venía a decir: que quede claro que Franco y sus generales tuvieron responsabilidades penales en las matanzas y que de no ser porque les había alcanzado antes la muerte, les hubiera dado caza la justicia y los hubiera sentado en el banquillo, aunque hubieran transcurrido setenta años de los hechos.

Garzón solicitaba también al Ministerio del Interior en su auto que identificara a los gerifaltes, a los máximos dirigentes de la Falange Española que tuvieron puestos de responsabilidad entre el 17 de julio de 1936 y el 31 de diciembre de 1951.

El paso siguiente, una vez confirmado lo obvio, es decir, que todos los responsables estaban muertos, era pasar la carga de la investigación judicial a las Audiencias Provinciales, como en realidad ocurrió después.

Si se trató de un Golpe de Estado y las competencias de Garzón lo son a nivel estatal, lo lógico era que él se declarase competente. Si resultaba imposible encausar a los responsables estatales por haber fallecido, las Audiencias Provinciales debían ser entonces las encargadas de las exhumaciones reclamadas por las Asociaciones de la Memoria en las diversas provincias españolas.

El fiscal-jefe de la Audiencia Nacional, Javier Zaragoza, sostenía que el juez Garzón no era competente para investigar los crímenes cometidos durante la Guerra Civil y el franquismo, por haber prescrito estos delitos o, en su caso, haber sido amnistiados por la Ley de 1977.

En aplicación precisamente de la Ley de Memoria Histórica, sostenía el fiscal-jefe de la Audiencia Nacional, la competencia para llevar a cabo las exhumaciones era propia del Gobierno y de las administraciones locales.

Setenta y dos años, dos meses y veintiocho días después del Golpe de Estado franquista de 1936, un juez abría una causa en la que se acusaba a Franco y a sus generales más sanguinarios de crímenes contra la Humanidad.

Al margen del recorrido judicial de la iniciativa, era evidente que su repercusión pública tenía que ver con un asunto de gran relevancia y que no estaba resuelto: recuperar la memoria para cerrar heridas, para lograr la reconciliación, para mejorar la convivencia y la calidad de la democracia.

LOS 20 DE NOVIEMBRE ANTES

Y DESPUÉS DE LA LEY DE LA MEMORIA HISTÓRICA

El Valle de los Caídos ha sido escenario los días 20 de noviembre de concentraciones de falangistas, franquistas y de otros ultraderechistas seguidores del Caudillo y añorantes de Franco después de muerto.

La cosa empezaba de noche. Provistos de teas, con la camisa azul y las banderas de la Falange y del aguilucho al viento, los seguidores de Franco formaban una legión tenebrosa, que daba miedo. Los ultras realizaban la marcha en las madrugadas de los 19 de noviembre desde Madrid, y hacían una buena parte del recorrido a pie, escoltados por la Guardia Civil de Tráfico mientras desfilaban al lado de los coches por la carretera de La Coruña. Al alba, con fuerte viento del Guadarrama, llegaban al Valle de los Caídos. Algunos asistentes se vestían con las camisas de la Falange, o de la Legión, bien abiertas y en no pocos casos se protegían con ejemplares del periódico ABC —bien grueso y sin riesgo de contaminación ideológica— metidos entre la camisa y el pecho para amortiguar el frío.

A las 22:30 del 19 de noviembre de 2007, unos trescientos falangistas se concentraron en la calle Génova de Madrid. Vestidos muchos de ellos con el uniforme de la Falange, con banderas españolas con el aguilucho, propias del régimen de Franco, con banderas de la Falange, guantes negros y, en muchos casos, pelo peinado para atrás y gafas negras. Cantaron el Cara al Sol para empezar.

Se habían concentrado en la calle Génova —conocida por ubicarse en ella la sede del PP nacional— porque en esa misma calle vivió el fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera.

Los pocos falangistas allí concentrados iniciaron a esa hora de la noche una marcha que, se supone que solo a pie, les llevó hasta el Valle de los Caídos al día siguiente, 20 de noviembre, 75 aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera.

Los gritos de las manifestaciones no suelen caracterizarse por su elevado contenido lírico, la urgencia del pareado suele llevar, a hombres hechos y derechos, a corear frases más bien naif o, como mínimo, endebles. En este caso, los trescientos falangistas de José Antonio gritaron cosas como estas: «ni izquierda ni derecha, el yugo y las flechas», «España mañana será joseantoniana», «España una y no cincuenta y una», y así.

Al día siguiente, por la tarde, en la inmensa basílica del Valle de los Caídos se celebró una misa, convocada por la Fundación Francisco Franco, para rendir homenaje a Francisco Franco y a José Antonio Primo de Rivera, «padres de la patria» a juicio de los convocantes.

Allí hubo unas mil quinientas personas, entre ellas la hija del dictador, Carmen Franco Polo, recibida con gritos a favor de su padre y con, otra vez, el cántico del Cara al Sol. En el Valle de los Caídos se repitieron los mismos gritos, pero salpimentados de insultos a José Luis Rodríguez Zapatero, a Santiago Carrillo, a los inmigrantes en general y a los marroquíes en particular. «España católica y no musulmana», bramaban los concentrados.

Este aquelarre ultraderechista de 2007 es teóricamente el último que se puede hacer en esas condiciones en el Valle de los Caídos.

La Ley de Memoria Histórica, aprobada un mes después, el 31 de diciembre de 2007, en su artículo 16, prohíbe este tipo de desfiles y concentraciones:

En ningún lugar del recinto (del Valle de los Caídos) podrán llevarse a cabo actos de naturaleza política ni exaltadores de la Guerra Civil, de sus protagonistas o del franquismo.

SOLO SETENTA ASISTENTES

La primera misa celebrada en homenaje a Franco después de la aprobación de la Ley de la Memoria Histórica fue parca en asistencia. La ley se aprobó en diciembre de 2007 y en el primer aniversario de las muertes de Franco y de José Antonio Primo de Rivera celebrado después de su entrada en vigor, el 20 de noviembre de 2008, solo hubo en el Valle de los Caídos unas setenta personas.

Los asistentes, cuya ideología no hace falta recordar que es ultraderechista, se quejaron airados de los controles policiales que les impidieron el acceso a la basílica con banderas o símbolos franquistas.

No es exagerado afirmar que por primera vez la policía de un país ya democrático se dedicó a vigilar, incluso dentro del propio templo, a los asistentes a la misa homenaje al dictador Francisco Franco.

¡Qué abismal diferencia con el año 75, con los años inmediatamente pegados a la muerte de Franco, cuando el 20-N asistían a misa, en aquella gélida iglesia y en alegre mezcolanza, falangistas de camisa azul y manga remangada, exlegionarios con el pecho al aire, guardias de Franco, policías franquistas, con y sin bigote, nostálgicos de la dictadura, como se les llamaba desde 1997 a los franquistas que no tuvieron más remedio que vivir en democracia! ¡Qué tiempos en los que, todos los franquistas en tropel, llenaban la Iglesia hasta la bandera (preconstitucional)!

Hoy, el 20 de noviembre de 2008, treinta y tres años después de muerto Franco y menos de un año después de aprobada la ley, los asistentes no llegan a cien, están irritados, y no solo porque Franco sigue muerto, también porque ya no pueden mostrar sus símbolos, sus señas de identidad del miedo. Ya no pueden exhibir su franquismo.

Una dotación de más de veinte guardias civiles vigila el estricto cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica que impide que en el Valle de los Caídos «puedan llevarse a cabo actos de naturaleza política ni exaltadores de la Guerra Civil, de sus protagonistas o del franquismo».

Manuel Andrino, jefe nacional de la Falange, se lamentaba falangistamente indignado de esa vigilancia policial inédita y que para él era la certificación de que «no hay libertad de culto, ni de movimientos».

La escuálida escuadra falangista rehusó llevar sus símbolos hasta la basílica del Valle de los Caídos para evitar lo que consideraban la humillación de no poder mostrarlos.

No es difícil imaginar la irritación que provocaba a los ultraderechistas el hecho de que después de haber hecho una guerra, de haberla ganado, de haber perdido a tantos conmilitones, ahora no pudieran rendir homenaje a Franco. No soportaban verse sometidos al mareaje de guardias civiles que, lejos de sumarse al homenaje como en los buenos tiempos, se encargaban ahora, en cumplimiento de la Ley aprobada por el Congreso de los Diputados, de vigilar, controlar e impedir exaltaciones franquistas entre los asistentes.

El cura que ofició la misa —celebrada, como todos los días del año, a las once de la mañana— el 20 de diciembre de 2008, jueves, no pudo evitar dejar clara cuál era su ideología y dedicó el oficio religioso a «nuestros hermanos José Antonio [Primo de Rivera] y Francisco Franco [Bahamonde] y a todos los caídos que lucharon por Dios por España… o por sus ideologías».

La coda, el añadido «o por sus ideologías», hay que interpretarla como un leve reconocimiento de que además de los que estaban en el bando vencedor hubo otros muertos en el lado republicano, alguno de los cuales, por cierto, yacía muy cerca del oficiante.

Quizás esa línea de empezar a reconocer, con casi setenta años de retraso, que hubo también muertos en el lado republicano, no necesariamente todos ateos, que pudo haber creyentes entre los fallecidos del lado republicano, le llevó al oficiante a señalar la cruz del interior de la basílica para decir, en tono solemne: «la cruz de este altar y la de ahí fuera, en el monte, son símbolos de reconciliación y, por tanto, de paz y armonía entre los pueblos de España».

No era esa desde luego la intención de Franco al mandar erigir la famosa cruz de los tan cacareados ciento cincuenta metros de altura y cuarenta y seis de envergadura, pero al menos hay que reconocer al oficiante de la misa en homenaje a Franco un dejo al intentar reconvertir el templo y esforzarse por acoger en él a los diversos pueblos de España en paz, armonía y reconciliados.

Las buenas intenciones finales del sacerdote nada pudieron hacer con los setenta franquistas asistentes al homenaje al dictador que, una vez acabada la misa, hicieron el saludo fascista frente a las tumbas de José Antonio y de Franco después de haber depositado flores sobre sus tumbas.

A un visitante normal, yo mismo, no le dejan hacer fotos de la tumba de Franco, pero a un falangista con camisa azul sí le dejan saludar con el brazo a la romana delante de las lápidas del fundador de la Falange o del hombre que tiñó España de muerte y miedo durante cuarenta años.

Lo mejor de todo es que Franco sigue muerto y que gracias a una ley democrática ya no se le pueden hacer homenajes en el Valle de los Caídos.