2. Más de cinco millones de teselas

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MÁS DE CINCO MILLONES DE TESELAS

Hay un miedo ingrávido y turiferario en la basílica. Pende un tenebrismo imponente, invade la certeza de que allí no hay que levantar la voz. La arquitectura obliga a recogerse. Impone. Esta hecha para dar miedo, para que te encojas y acongojes. Lo consigue. Las dimensiones no son humanas. La longitud de la nave hace inaccesible visualmente la cruz del altar. La altura, el abismo entre el suelo y el techo, no puede hacer más pequeño al hombre.

«Más alto, Muguruza, más alto». Así se expresaba Franco ante el arquitecto inicial, vasco franquista que murió del Valle. Como era imposible horadar aún más la roca por arriba —la ley de la gravedad es muy rencorosa—, no quedó otra a Muguruza que seguir buscando el centro de la tierra. Así, cuando uno llega al espacio intermedio entre el atrio y la nave, donde la espectacular reja plateresca de José Espinos Alonso, tiene que bajar ocho escalones de notable altura. Unos metros después, para entrar en la nave propiamente dicha, debe bajar otros cinco escalones más.

Esa suma de trece escalones, ganados al granito en el suelo de la basílica, que suponen varios metros de altura, debieron de costar horas y horas de brutal trabajo a los presos republicanos. Uno trata de imaginarse cómo sería el templo sin esa insistencia y le sigue pareciendo abismal, pero Franco era terco como el granito y no había visita en la que no recordara al bueno de Muguruza que había que dar más altura, que había que picar más el suelo, que había que emplear más tiempo y más gente en la tarea de buscar el infierno, para dejar claro lo distante que estaba del cielo.

Después de los trece escalones hacia abajo, después de una nave longitudinal, excesiva, de prueba atlética, donde se orillan las capillas, esos trece escalones de bajada se compensaran con diez de subida hacía el crucero, pero eso lo cuento luego.

Nada más entrar en la basílica se deja claro en letras mayúsculas de bronce: SILENCIO. LUGAR SAGRADO.

Esto, a la derecha de la puerta principal. A la izquierda, con perdón, se puede leer con letras hechas del mismo material y tamaño: DECORO EN EL VESTIR. PROHIBIDA LA ENTRADA A LAS PERSONAS QUE NO GUARDEN ESTA REGLA.

Estamos en la península Ibérica, en España, en el Sistema Central —denominación maciza, orográfica y política—, en la Sierra de Guadarrama, en el enclave de Cuelgamuros, en el punto exacto denominado Risco de la Nava, que tiene, él solo, mil cuatrocientos metros de altura respecto del nivel del mar, a los que hay que añadir los ciento cincuenta metros que alcanza la Cruz del Valle, ese icono hecho para ser visto desde decenas de kilómetros a la redonda. Estamos a cincuenta y dos kilómetros de Madrid ciudad.

El Risco, el peñasco alto, escarpado, de extrema dificultad para la travesía, es una acabada pirámide de granito. Presenta como un plano inclinado de Este a Oeste, en medio del cual se alza la abrumadora cruz de piedra.

Hay árboles, pinos sobre todo, jaras y verde que aprovecha los intersticios de la roca para crecer.

El perfil redondeado del granito, rodado por la erosión continua del agua, del frío, del viento, de la nieve, contrasta con la linealidad geométrica, con el cartabón de estética fascista que define la basílica, con sus aristas, sus cornisas, con sus arcos como ojos de gigante que luego imitaron en los Nuevos Ministerios de Madrid, y con ese aire general glacial, como si no hiciera ya bastante frío.

Hay delante del templo una explanada interminable —treinta mil metros cuadrados— situada en dos planos, que se agiganta aún más si uno mira con la entrada de la basílica a la espalda y la vista puesta en la imponente sierra de Guadarrama.

La perspectiva de la explanada permite confirmar que el monumento funerario se erige en medio de la nada, en medio de una naturaleza dura y abismal, dominando un paisaje de montaña, de luz, de bosque natural e intensamente repoblado, un espacio de tamaño inabarcable.

Franco eligió la sierra de Guadarrama para la erección. No fue casual que el dictador fijara allí la vista.

La sierra de Guadarrama es algo así como el ADN histórico, simbólico y estético de los reyes españoles, de los reyes que hicieron imperio.

Franco, por el Imperio hacia Dios, se hacía construir su tumba en el Valle de los Caídos y así se investía como sucesor de Felipe II, que antes erigió El Escorial en una zona muy cerca del Valle. De hecho, el Valle de los Caídos pertenece al municipio de San Lorenzo de El Escorial.

También en Guadarrama está La Granja de San Ildefonso. La Familia Real pasaba «la jornada» de verano en La Granja y la Familia Real pasaba la «jornada» de otoño en El Escorial.

Franco quería que el Valle de los Caídos fuera su simbólica «jornada» de verano, de otoño, de invierno y en la que volviera a reír la primavera. Eligiendo el mismo espacio físico, Franco se colaba en la Familia Real española, aunque él no fuera noble y sí un chusco militar africanista.

ARCÁNGELES AMENAZANTES

Dos arcángeles taciturnos, inmensos, groseramente musculados, alados en exceso, inclinados, apoyados en enormes espadas, montan guardia y avisan de dónde entramos. Esas dos imponentes esculturas nos cuentan la tristeza que define toda la obra; advierten, en tono amenazante, de qué actitud debemos tener; lo hacen con una contundencia más explicita que los letreros de la entrada.

Los dos arcángeles, celosos guardianes de la casa de Dios y de la tumba de Franco, casi no tienen cara, sus piernas están como desleídas en una masa cilíndrica y son desproporcionadamente pequeñas respecto de unos brazos gigantescos y de las alas flamígeras que salen de la espalda. Son los dos arcángeles de Carlos Ferreira, que los hizo en bronce, y están sobre pilas bautismales en las que cabe un adulto tumbado.

La reja plateresca que da paso a la inmensa nave está coronada por una escultura de Santiago Matamoros.

El Valle es un relato y no hay en él ni un solo elemento que no dé información, que no esté puesto por algo, que no aporte un subrayado simbólico dentro de un conjunto que es un icono. Cuatro hachones, cuarenta santos, emblemas militares y religiosos en ordenada convivencia, definen una reja, obra de José Espinos Alonso, que da paso a la zona siguiente del templo, la nave.

La inmensa nave acoge una porción de la carga mortuoria que forma parte de este gigantesco enterramiento. En la nave hay seis capillas. La primera a la derecha es la capilla de la Inmaculada, patrona del Ejército de Tierra. Enfrente de ella está la capilla de la Virgen de África, en recuerdo del lugar en el que Franco inició su golpe contra la República. Las dos capillas están cerradas por un muro y detrás de esos muros hay personas enterradas. No parece posible, no hay ninguna señal que nos avise de ese hecho: allí hay restos mortales, personas enterradas hace medio siglo, tapados por dos capillas coronadas por vírgenes con valor añadido.

Antes de ambas capillas —las únicas que están completas en su capacidad de acogida de cadáveres—, vemos cómo la naturaleza se ha tomado una cierta venganza con las heridas que le provocó este monstruo. En medio del gris dominante en el templo, observamos unos costurones calcáreos, amarillentos, rugosos, que señalan en las paredes la existencia de unas goteras que se muestran tan invencibles como para que los monjes hayan puesto en el suelo unos depósitos geométricos, rematados con aristas, para recoger el agua que, una vez embalsada, vemos que se alivia por unos manguitos colocados en la base de cada uno de los varios recipientes.

Dos capillas, la del Ejército de Tierra y la de la Virgen de África, atestadas de cadáveres que se encontrarán en un estado lamentable, a tenor de la pertinacia del agua en buscarse un hueco entre las rocas del templo.

Cuatro capillas más, idénticas y pegadas a las anteriores, están dispuestas para nuevos enterramientos, que ya no serán de fallecidos durante la Guerra Civil. En ellas sigue el relato. La elección de las Vírgenes que presiden las entradas a las capillas es todo menos casual. Una tercera capilla esta dedicada a la Virgen del Carmen, patrona de la Armada, jefa del Ejército del Agua, la cuarta, a la Virgen de la Merced, patrona de los Cautivos; la quinta es para la Virgen de Loreto, patrona de los militares aviadores, y la sexta es para la Virgen del Pilar, patrona de la Hispanidad.

En el último tramo de la nave, justo antes del crucero, se pueden ver otras cuatro esculturas que dan miedo.

Las cuatro tienen la cara tapada hasta la nariz por una especie de manto que les cubre también los hombros y les tapa buena parte del cuerpo.

Están hechas en piedra y, sin tener la dimensión imponente de los arcángeles, ofrecen una información contundente, casi siniestra, muy parecida, sobre las intenciones del ideólogo del templo. Tienen un aire medieval, como de cruzados silentes, solemnes, hieráticos. Asustan e inquietan.

Representan las cuatro esculturas a los tres ejércitos, Tierra, Mar y Aire, y la cuarta simboliza a sus respectivas milicias. El manto que las cubre es rugoso, erizado, gris claro, mientras que los cuerpos están pulidos y son más oscuros. Este contraste rugoso-pulido, claro-oscuro, estará presente más adelante, en una de las partes más importantes de la basílica y de la que hablaré dentro de unas líneas.

El crucero es coherente con el resto del templo, aunque fuera construido de manera separada de la nave.

Lo primero que se ve es la imagen de Jesucristo, atado a un tronco de árbol auténtico, madera rugosa, llena de nudos, fijado a la base por una estructura de hierro.

La cruz es desproporcionadamente alta, como si quisiera empatar con la que hay fuera, y Cristo parece más flaco aún de lo habitual.

Pero visto el Cristo, a uno se le va la mirada inmediatamente al cielo del crucero, y allí se expande una bóveda inmensa, circular, abrumadora, llena de teselas que dibujan a Cristo en majestad.

Flanqueando al Cristo en majestad y formando el perfil de una montaña en la que Él sería el culmen, se sitúan grupos de santos y mártires. Hay santos locales, entre los que se puede reconocer a Santa Teresa de Jesús o Ignacio de Loyola. También se ve allí arriba a San Pablo presidiendo un grupo de mártires, en su mayoría españoles, con sus ropas religiosas y sus caras de acabar de descubrir América.

Los caídos propiamente dichos retratados en la cúpula aparecen en algún caso con la camisa azul de la Falange y guiados por la bandera de la España franquista, la bandera del Requeté y la bandera de la Falange. Hay entre los caídos mayoría de pechos descubiertos, también cuerpos desnudos, levemente tapados por un paño, otros vestidos como si fuera curas…, tenemos toda la iconografía de los que se consideraban caídos a manos de los rojos.

CUATRO AÑOS PONIENDO TESELAS

La cúpula es también de récord y se nos dice que está formada por más de cinco millones de teselas. ¡Cinco millones de teselas!, que fueron laboriosamente colocadas durante nada menos que cuatro años, desde 1951 hasta 1955. Cinco millones en cuatro años.

En el arranque del crucero, en la desembocadura del último tramo de la nave, está la tumba de José Antonio Primo de Rivera. La lápida es de granito gris claro, tiene forma troncopiramidal alargada y está rodeada de mármol muy negro. Está protegida por cuatro esquinas de madera que sujetan un cordón rojo y que impiden que los visitantes la puedan pisar. Un centro de rosas rojas y blancas es la única compañía floral.

Pone «Jose Antonio», sin acento en la e, y no hay ningún apellido. Perdone —me pregunta una persona con acento argentino cuando estoy tomando notas en el banco de la primera fila—, ¿usted es español? Me podría decir, ¿José Antonio es Calvo Sotelo? Si hubieran puesto el apellido, el visitante argentino y otros como él, se ahorrarían la pregunta. Pero claro, en la fecha en que se coloca la lápida, 1959, los autores de este mausoleo hubieran considerado insultante poner apellido a José Antonio, pues José Antonio solo había uno. Igual que Franco no necesitaba nombre para que todos supieran quién era, José Antonio no precisaba de apellido para que se le identificara.

Así, Franco y José Antonio, como Isabel y Fernando, no necesitan más detalles para ser identificados de forma automática por la inmensa mayoría de la población española de los tiempos de la dictadura franquista.

José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange Española y marqués de Estella, está enterrado en la embocadura del ábside, delante del altar en el que se oficia la misa. Justo en línea recta, pero al otro lado del altar, está enterrado Francisco Franco. Su lápida es idéntica en color y en tamaño, en su forma troncopiramidal y en el mármol negro que la rodea. También tiene el mismo protector de madera, el mismo cordón rojo y el mismo recuerdo floral, del mismo color e idéntico tamaño.

No hay duda, el relato del Valle, la narración a la que aspiraba su autor, Franco, nos presenta a Franco y a José Antonio en igualdad de todo: lugar, tamaño, color, textura de la lápida, mármol negro que lo circunvala…

No se pueden hacer fotos de la tumba de Franco. Uno lo intenta con una cámara de reducido tamaño y en cuanto enjareta el plano, aparecen dos empleados, se supone que dependientes de Patrimonio Nacional, y le dicen de forma seca, cortante, que no se pueden hacer fotos, ni con flash ni sin flash. No dan ninguna razón para explicar tan tajante prohibición.

Está prohibido hacer fotos de la tumba de Franco, muerto ya hace ya treinta y cuatro años, pero cuyo espíritu autoritario sobrevuela todo el templo-mausoleo-relato.

A la izquierda del crucero esta la capilla del Santísimo; en ella se guarda el Santísimo después de cada misa y se recupera para llevarlo al altar antes de empezar cada celebración.

En la capilla del Santísimo hay dos puertas: la de la izquierda está presidida por un letrero que dice «Misas», en la de la derecha pone «Sacristía»; más arriba de este anuncio hay una cruz de gran tamaño, y entre ambas una inscripción: CAÍDOS POR DIOS Y POR ESPAÑA. 1936-39. RIP.

La puerta de la sacristía está cerrada. Esa puerta da paso a un osario de nueve plantas. Nueve plantas, estratificadas, de cadáveres. Nueve plantas, un edificio de muertos.

Donde se guarda el Sagrario, al lado del lugar santo de la iglesia, un amontonamiento de restos humanos. Nueve pisos de restos óseos, sellados por la denominación «Caídos por Dios y por España».

Se supone que no caben aquí ni creyentes rojos, caídos a manos de Franco, ni, por supuesto, rojos no creyentes, que no cumplen ninguno de los dos requisitos. Me imagino que también la tirantez del concepto afectaría a los muertos del bando nacional no creyentes.

MISA A LAS ONCE POR LA UNIDAD DE LA PATRIA

Hay un deje preconciliar en la liturgia. Doce sacerdotes concelebran, con uso continuo de incienso, una misa cantada. Son las once de la mañana de cualquier día del año. El oficiante máximo parece caído de la bóveda, hecho con las teselas sobrantes, fugado de un cuadro del Greco para volver a él tras la ceremonia.

La misa se hace de espaldas a los asistentes, una treintena de convencidos y un servidor en trabajo de campo. El sacerdote da la cara al coro, donde aguardan, sentados en asientos de limoncillo, los cantores.

Los asistentes tenemos banco corrido de madera maciza, rugosa, que se intuye pesada, con policromía en los brazos, con un aire de reciedumbre a prueba de uso por los siglos de los siglos.

Entre el altar y el coro está Franco. Entre el altar y los fieles, José Antonio. Todos los días desde su muerte, a las once de la mañana, cercanos a la misa un tanto preconciliar, oyendo una misa cantada de manera atildada.

El sistema de micrófonos por los que hablan los oficiantes funciona de manera impecable. Algunos son inalámbricos y cuando los doce sacerdotes acuden al altar, cada uno tiene su micrófono en perfecto uso. Hay velas enormes y tres monaguillos. Dos agarrados a sendos cirios, casi tan grandes como ellos, y otro con el continuo incienso perfumando la estancia. Una misa turiferaria.

La consagración —sigue el sacerdote más de espaldas aún a la treintena de fieles asistentes— reserva un efecto especial. Cuando el oficiante empieza a elevar la sagrada forma hacia el cielo, de repente, se apagan las luces. Nos quedamos instantáneamente a oscuras y entonces se enciende una macilenta luz cenital. A pesar de su fragilidad, la luz enlaza perfectamente la inteligencia de la cúpula con el tronco de árbol rugoso, en el que sigue Cristo crucificado, más visible y más delgado aún que antes de que se apagaran las luces. En esa nueva oscuridad es imposible no concentrase en el eje que forma el Cristo en Majestad de la cúpula de las teselas con la imagen de Cristo crucificado en el tronco de madera que emerge del altar, y con la sagrada forma que los interminables brazos del sacerdote oficiante elevan hacia el cielo. Efecto conseguido.

El marketing es perfecto, eficaz, crea lo que busca, una sensación de sobrecogimiento, de casi levitación, de máxima atención.

Hay una gestualidad milimetrada en los sacerdotes. Todos actúan coordinados, movidos por una misma fuerza y engrasados por el hábito de hacer este oficio a menudo. No hay concesiones a las liturgias más recientes. Si estamos ante el granito no podemos ofrecer otros materiales, tampoco en la liturgia.

El sacerdote habla de rogar por los pueblos eslavos, porque la iglesia ortodoxa y la católica se lleven bien, pide por Rouco y por todos los sacerdotes que propagan la religión católica. El sacerdote, que sigue pareciendo salido de un cuadro del Greco, remata con la parte nuclear del mensaje y llama a rezar «por mantener incólume la fe y la unidad de la Patria, porque cese la violencia y haya paz».

Franco sigue en su tumba, la misa y las preces se hacen mirando a ella. A la entrada del templo está su firma «Francisco Franco, Caudillo de España, patrono y Fundador, inauguró este monumento el día 1 de abril de 1959».

Debajo de la firma, otra inscripción «SS. Juan XXIII erigió su iglesia en basílica por breve de 7 de abril de 1960 y fue consagrada el día 4 de junio del mismo año por el cardenal Gaetano Cicognani».

El incienso ha debido de llegar ya a los amenazantes arcángeles de la entrada, a los solemnes cuerpos de granito que representan los ejércitos de la nave, y a una especie de efigies, geométricas, siniestras, como aguiluchos estilizados, con estética de haz de lictores, que dan un poco de luz y bastante miedo en las paredes. Impresionante es la palabra que más escucho en labios de los visitantes.

HECHO POR PRESOS ROJOS

¿Qué pensarían de esta obra los reclusos que colocaron durante cuatro años los cinco millones de teselas de la cúpula? ¿Qué pensarían de este delirio arquitectónico los que se dejaron media vida, o la vida entera, en perforar un granito berroqueño, los que enfermaron de silicosis a base de barrenar, picar, volver a barrenar, volver a picar para que hubiera «más altura, Muguruza», entre el suelo y el techo de esa inhumana nave?

Viendo el Valle por dentro, uno comprueba lo que ya informaba la descomunal obra vista desde fuera: estamos ante el delirio de un ser enfermo de ego, ante la erección gigantesca de alguien necesitado compulsivamente de inmortalizar su afán de trascendencia. Estamos ante el relato hecho por Franco de sí mismo, ante su versión de la Guerra Civil y de España, ante la imagen que quería dejar de sí ante la Historia.

La agencia oficial CIFRA relataba así, en una información publicada en el diario La Vanguardia el 2 de abril de 1959, las peculiaridades del Valle de los Caídos.

El gran titular decía:

Características del monumento nacional dedicado a los Caídos.

El subtítulo rezaba:

Se ha erigido la mayor basílica del mundo.

Y el texto de la información era el siguiente:

Fundamento de toda la obra erigida en Cuelgamuros, es la cripta ocupada ya por millares de féretros que contienen los restos de los caídos y de los Mártires de la Cruzada de Liberación Española. Frente al altar mayor de la basílica reposa el cuerpo de José Antonio Primo de Rivera, a unos cuatro metros de profundidad bajo una fosa en la que se lee «José Antonio Primo de Rivera, ¡Presente!».

A ambos lados del altar mayor se sube por unas pequeñas escaleras a dos inmensas salas funerarias donde están siendo depositados los pequeños féretros que guardan los millares de caídos de todas las provincias de España.

La roca ha sido excavada a lo largo de trescientos metros, longitud que comprende a la basílica y a la cripta, a través de varias imponentes salas separadas por verjas de hierro forjado y puertas de maderas nobles y recubiertas en toda su extensión, en las paredes, por mármoles grises.

A todo lo largo de la basílica, el techo es abovedado y termina en un pequeño crucero, en cuyo frente se levanta el altar mayor; en la altura de la roca se yergue la cruz monumental. El diámetro de la bóveda tiene cuarenta metros.

La cúpula está recubierta por un gigantesco mosaico de dimensiones análogas a las de San Pedro de Roma, que representa el juicio final, obra de Padrós. Cuatro estatuas que representan al Ejército y a la milicia, dan guardia a la cripta.

Sobre la clave de la basílica en la cumbre del risco de la Nava, se alza la Cruz, que tiene ciento cincuenta y cinco metros contados desde su base, empotrada en la roca y sostenida por su propio peso. En el interior de esta Cruz, a la que se llega a través de una escalinata circunvalatoria y de un largo camino que circunda también el risco, un ascensor permitirá en el futuro al visitante llegar hasta los brazos de la Cruz y contemplar el inmenso paisaje del valle y la sierra, cuya grandiosa perspectiva impresiona tanto como la obra misma.

Una monumental vía contornea el valle como invitación penitenciaria para los visitantes. El acceso hasta la Cruz es todo un recorrido de arte. Adosadas al risco, en piedra negra, cuatro inmensas esculturas representan a los cuatro evangelistas en sus símbolos tradicionales: el toro de san Lucas, el león de san Marcos, el águila de san Juan, y el hombre de san Mateo. Otras cuatro estatuas, también en piedra negra, representan las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

En la parte anterior de la basílica, cuya fachada está como incrustada en la roca, una inmensa plaza, de suelo cubierto por losas, entre las que se ha dejado un espacio verde —auténtico mosaico cultural—, sirve para el estacionamiento de hasta doscientas mil personas. En la parte posterior del monumento se levantan la gran hospedería y el monasterio benedictino cuya comunidad está encargada de los cultos bajo la dirección de su abad mitrado, fray Justo Pérez de Urbel.

Una imagen de la Virgen de la Piedad, tallada en piedra negra por el escultor Ávalos, da acceso al interior de la basílica. Tras ella una reja de bronce sirve de puerta. Esta reja, que pesa once toneladas, gira sobre sus goznes con una ligera presión.

Contornean el gran patio la Hospedería, el claustro, el monasterio y otras edificaciones anejas, y separan estos edificios dos estanques decorativos de treinta por veinte metros de lado cada uno.

En el edificio central se cuentan hasta cien celdas para los frailes en los pisos superiores; la planta baja está destinada a biblioteca, sala de conferencias y capillas. Las alas laterales se dedican: una a museo-exposición de la historia misma de la construcción del Valle de los Caídos, y otra a hospedería pública.

En la cara oriental del monumento, sobre el mismo pórtico de la basílica, un altar, dedicado al Apóstol Santiago, dominará toda la explanada de acceso que se extiende en una superficie de cincuenta mil metros cuadrados.

El acceso propiamente dicho al Valle está encuadrado por los famosos «Juanelos», tremendos monolitos de piedra de cincuenta y tres toneladas cada uno, mandados construir en el siglo XVI al relojero llamado Juanelo, de quien reciben su nombre. Desde aquellos tiempos permanecieron abandonados en tierras de Toledo y ahora han sido trasladados aquí. Cada uno de estos monolitos mide doce metros de altura y tiene una circunferencia de uno con cuarenta metros.