5. Como hacerse buen español. La redención de penas por el trabajo
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CÓMO HACERSE BUEN ESPAÑOL.
LA REDENCIÓN DE PENAS POR EL TRABAJO
Franco estaba absolutamente convencido de que en las cárceles españolas había presos de imposible recuperación para su causa española y, casi con la misma intensidad, defendía que otros encarcelados podían reingresar en «la comunidad libre y normal de los españoles».
¿Cómo pretendía Franco recuperar a los presos que hoy llamaríamos reinsertables? Pues muy sencillo: haciéndoles trabajar en prisión, o en campos de trabajo fuera de ella, como, por ejemplo, el Valle de los Caídos.
Trabajo y Cristo, labor y fe, esfuerzo y religión —católica, por supuesto— como medicinas que Franco consideraba infalibles para recuperar a los pecadores que por pecar habían dejado de ser españoles y que a base de la penitencia, del ora et labora, podían volver a ser españoles.
La redención de los delincuentes por el trabajo parecía a Franco que respondía a «un concepto profundamente cristiano y a una orientación social intachable». Tan convencido estaba Franco de esta idea, que se adornaba en su descripción:
Los penales no serán mazmorras lóbregas, sino lugares de tarea; se instalarán talleres de distintas clases, y cada uno de los delincuentes redimibles elegirá la actividad que sea más de su agrado.
Daban casi ganas de apuntarse a elegir las actividades que sean «más del agrado del interesado», incluso aunque para ello hubiera que estar dentro de la cárcel.
Estas palabras de Franco son de enero de 1939, aún no había terminado la Guerra Civil y el Ejército de Franco, con la Legión y los Regulares, se afanaba celosamente en aniquilar a cuantos más rojos mejor, en evitar una eventual sobreabundancia de población reclusa que, a pesar de la escabechina, se produciría nada más acabar la guerra.
La idea motriz que cuajaba en la política penitenciaria de Franco, que luego se acuñaría legalmente como «Redención de Penas por el Trabajo», se sustentaba sobre dos pilares. Uno, la vocación de Franco de «convencer a todos los españoles»; otro, el afán narcisista del propio Franco por presentarse como justo. «Ser siempre justo», decía de sí mismo.
En esas mismas declaraciones realizadas por Francisco Franco antes de acabar la guerra, el dictador hablaba de la existencia de una «fabulosa cifra de delincuentes» en España, sin especificar si eran políticos o comunes.
Franco establecía una jerarquía férrea que le llevaba a distinguir entre los que calificaba como «criminales empedernidos» y aquellos que definía como «capaces de sincero arrepentimiento».
Para los primeros no había solución posible, incluso él, autodefinido redundantemente como justo, parecía incapaz de encontrarla. Estos criminales eran sujetos que no podían vivir en sociedad y que, como al parecer ocurría en el resto del mundo, deberían cumplir sus penas lo más alejados de ella. Para estos condenados las cosas estaban claras: cárcel, cárcel y cárcel.
Pero, en un país diezmado por la guerra, Franco necesitaba de la mano de obra de los españoles que se podían recuperar por ser «adaptables a la vida social de patriotismo».
Aparecen así los dos elementos que van a definir la política y la propaganda franquistas: la Patria y Dios.
La capacidad de recuperar a «elementos dañados, pervertidos, envenenados política y socialmente» pasaba, según Franco, por su capacidad para convertirse ellos en patriotas españoles. Por otro lado, solo podían convertirse en patriotas españoles si cumplían la penitencia y se redimían gracias al efecto purificador del trabajo. Estos presos así clasificados estaban por tanto en una especie de purgatorio, sus delitos habían sido nefastos, pero el afán de justicia de Franco los podía ayudar a redimirse siempre, y podían convertirse en buenos españoles después de haber trabajado en cárceles que no serían mazmorras, sino talleres en los que cada uno podía elegir la forma de entretener su mucho tiempo disponible.
La tesis redentora de Franco encontraba en el jesuita José Agustín Pérez del Pulgar a un exegeta desbordante. Vean:
En algunas legislaciones penales aparece la idea de regenerar al preso, pero nadie ha pensado en la virtud propiamente redentora del trabajo, idea enteramente nueva y genial, sacada por el Generalísimo de las entrañas mismas del dogma cristiano y que trae consigo una serie graduada de consecuencias prácticas, que es preciso poner de manifiesto para que se pueda juzgar exactamente de su verdadero valor, significación y eficacia. (Las cursivas son de Pérez del Pulgar).
Pérez del Pulgar, jesuita, vocal del Patronato central para la redención de las Penas por el Trabajo en el momento de escribir esa oda al caudillo —año 1939— era el autor de un opúsculo titulado La solución que España da al problema de sus presos políticos, en el que se recogían fragmentos de la entrevista concedida por Franco al abuelo de José María Aznar, en 1939. En este breviario, publicado en ese año, Pérez del Pulgar desarrollaba el aparato doctrinal de la redención de los presos, explicaba el porqué de sus destinos a trabajos en el exterior de la cárcel, en el Valle de los Caídos, entre otros, y situaba a Franco como el ideólogo creador del concepto redentor.
El jesuita atizaba con frases como esta:
Sería el colmo de la ridiculez juzgar que el Generalísimo, dejándose llevar de un inhumanitarismo exagerado, hubiese pretendido, con estas disposiciones [para facilitar la redención de Penas por el Trabajo], mejorar la suerte de los presos en perjuicio de la población libre y con preferencia de los soldados que luchan en el frente. Es preciso tener en cuenta —enfatizaba Pérez del Pulgar— que el hombre que ha planeado el sistema de la REDENCIÓN DE LAS PENAS POR EL TRABAJO, tiene ya en su haber demasiados éxitos para que puedan discutirse ligeramente sus decisiones. (Las mayúsculas son también de Pérez del Pulgar).
Es decir, se presentaba a Franco como el padre fundador de la idea de la redención, y se argumentaba que era un delito interpretar que la decisión de Franco de sacar de la cárcel a algunos presos rojos para ponerlos a trabajar en lugares como el Valle de los Caídos, era lo que hoy llamaríamos una discriminación positiva o un síntoma de reblandecimiento en los principios del Movimiento.
Pulgar tapaba con su artillería argumental la evidencia de que a Franco le salía mucho más barato que ciertos presos estuvieran en régimen de trabajos forzosos en la calle, y no parados en las celdas, donde salían más caros y, sobre todo, donde ya no cabían.
Explotación de mano de obra muy barata y muy sumisa, solución al hacinamiento de las cárceles y, encima, adorno humanitario con ribetes cristianos. Esta era la carambola de la política de redención de penas, no sé si inventada, pero sí puesta en practica con urgencia por el dictador en un país en el que la escabechina de la guerra y de la represión franquista habían dejado a España sin mano de obra para trabajar, sin padres para procrear y con decenas de miles de parejas rotas por la muerte, el exilio o la cárcel.
Franco justificaba la política de Redención no solo por un argumentario que se afanaba en presentar como católico y con un dejo generoso, también se permitía juegos florales en su defensa de la recluta de mano de obra.
Si aconsejamos el respeto al árbol y a las flores porque representan riqueza y legítimo placer, ¿cómo no hemos de cuidar y respetar la existencia de un español?
Se preguntaba Franco de manera retórica.
De repente, el dictador veía como españoles a sus enemigos, pero, ojo, solo a aquellos que no estuvieran «dañados, pervertidos, envenenados política y moralmente». Veía como españoles a aquellos cuya eventual incorporación a la sociedad española no representara «un peligro de corrupción y contagio para todos, a la par que el fracaso histórico de la victoria alcanzada a costa de tanto sacrificio».
CÁRCELES COCHAMBROSAS
La realidad de las cárceles españolas en la época franquista dista una eternidad de ese panorama idílico que el propio Franco describía a primeros de 1939, en una entrevista publicada por el Diario Vasco y realizada, como digo, por Manuel Aznar (Manuel Aznar, abuelo del que luego, entre 1996 y 2004, sería presidente del Gobierno de España, José María Aznar).
Lejos de los aparentes deseos de Franco, las cárceles españolas de 1939, y años posteriores, eran más unas «mazmorras lóbregas» que unos talleres ocupacionales con opción a libre elección de tarea mañanera.
Franco se planteó la guerra como una política de exterminio sistemático de todos los españoles que dejaron de serlo a sus ojos por ser republicanos o de izquierdas.
El ejército franquista, con la Legión y las fuerzas de Regulares —compuestas por soldados indígenas marroquíes—, se empleó con saña y sin ahorrar tiempo en la represión, el asesinato sistemático y la violación y muerte de todos los considerados enemigos.
De manera que una buena porción de españoles, de los españoles derrotados por Franco, dejaron no solo de ser españoles por ser de izquierdas; directamente dejaron de ser al dejar de existir. Ni siquiera llegaron a conocer las lóbregas mazmorras que tenía preparadas Franco para los derrotados supervivientes.
Antes de llegar a las cárceles, o a los numerosos campos de concentración, los oponentes a Franco no solo habían dejado de ser españoles por oponerse a la Cruzada, habían dejado también de ser personas, se habían convertido, para sus ejecutores, en bestias o en fósiles a los que había que ejecutar.
Cosificar al enemigo era una forma de espantar posibles escrúpulos a la hora de disparar contra él, aunque estuviera desarmado y rendido.
El sanguinario general Gonzalo Queipo de Llano alardeaba del poco tiempo empleado en el exterminio del contrario en su avance victorioso, como un método que garantizara que la mala hierba nunca más volvería a crecer. (Queipo de Llano, que hoy, 2008-2009, es reivindicado como un ser presuntamente excelente por los neofranquistas copelianos).
De manera que fueron muchos los españoles que no pudieron llegar siquiera a la condición de presos en las cárceles de Franco. Fueron aniquilados antes.
Los que sobrevivieron a la muerte sistemática y a los fusilamientos posteriores, fueron recluidos en cárceles o en campos de concentración.
Nada menos que medio millón de españoles se hacinaban en cárceles y campos de concentración en España, según Julián Casanova. (En este dato, como en casi todos los demás que tienen que ver con la Guerra y con la inmediata posguerra, no hay acuerdo entre los historiadores. Otros citan la cifra de doscientos cincuenta mil presos. Tampoco hay acuerdo sobre el número de víctimas mortales durante la Guerra).
El caso es que Franco, antes de llenar las cárceles de enemigos más o menos recuperables, las vació de todos aquellos delincuentes comunes que las poblaban. El único requisito que debieron cumplimentar los presos no políticos para quedar libres gracias a Franco, fue mostrar su simpatía hacia el régimen recién inaugurado.
En algunas de esas cárceles franquistas, como por ejemplo en la antigua prisión provincial de Valladolid, en la calle Amor de Dios número 20, se podía ver un frontis, ya un tanto mugriento, ocupado por una bandera de España que parecían sujetar dos ángeles triunfantes. En uno de sus extremos se reproducía el parte de guerra del 1 de abril de 1939, donde se contaba lo de cautivo y desarmado, y se decía que la guerra había terminado. Burgos.
Era cierto que la guerra había concluido, pero no se había clausurado el espíritu cainita desplegado en ella. Franco hizo desde el 39 la guerra a todos los diferentes estratos, a todos los círculos concéntricos que habían estado o muy cerca o no suficientemente lejos de los perdedores.
El enemigo, derrotado, ya no podía defenderse como entre 1936-1939. Franco se empeñó con ahínco en exterminarlo sistemáticamente, con tenaz paciencia, con todo el tiempo por delante, con la coartada ante su público de que lo hacía en nombre de Dios, por la gracia de Dios y con la bendición de Dios.
HACINAMIENTO Y REINSERCIÓN
Pero antes incluso de que terminara la Guerra Civil, antes también de esa entrevista concedida por Franco al abuelo de José María Aznar en enero de 1939, Franco tenía ideas claras sobre lo que había que hacer en las prisiones.
Es muy posible que además de ese criterio de seleccionar a los presos a los que era posible recuperar para la patria franquista, influyera en su política, como digo, la evidencia de que las cárceles controladas por el bando franquista estaban, ya en 1937, completamente abarrotadas y amenazaban con saltarles las costuras.
Ni los fusilamientos ni las sacas eran suficientes para disminuir la presión demográfica de la población roja que se hacinaba en las cárceles de Franco.
Poner a trabajar fuera de las cárceles a una buena porción de presos era una manera de aliviar la presión y de llevar a la práctica su supuesta filosofía de redención de penas por el trabajo.
Franco quería que los presos salieran a trabajar a la calle para resolver dos problemas de un mismo tiro: aliviar el hacinamiento; conseguir una mano de obra sumisa, barata y, en principio, disciplinada. De la necesidad, virtud.
Por eso, el 28 de mayo de 1937 Franco emitió el decreto 281 en el que concedía el derecho al trabajo «a los prisioneros de guerra y presos por delitos no comunes» en determinadas circunstancias.
Sin llamarlos «políticos», Franco reconocía que había presos que ni él mismo podía identificar como comunes. El dictador asumía que incluso los que consideraba sus peores enemigos no podían ser clasificados como el resto, como esos delincuentes comunes a los que él mismo había puesto en libertad en una amnistía no reconocida como tal y para la que le bastó una leve adhesión a su régimen de los interesados para sacarlos a la calle.
Los presos políticos que trabajaban como peones fuera de la cárcel cobraban un salario de dos pesetas al día. De ellas se les descontaba una peseta y cincuenta céntimos en concepto de manutención y, podríamos decir, alojamiento. Los cincuenta céntimos diarios restantes se le entregaban en mano al recluso-peón. La paga se hacía el fin de semana. Si el recluso-peón estaba casado, a su mujer se le entregaban dos pesetas y una peseta más por cada hijo menor de quince años que tuviera a su cargo.
En el caso de los reclusos que trabajaban para obras particulares, los patronos deberían pagar a la Jefatura del Servicio Nacional el salario íntegro. Esta Jefatura descontaría al recluso su alimentación, abonaba a las familias de los trabajadores reclusos hasta un límite establecido e ingresaba el remanente en Hacienda, a beneficio del Estado.
El jornal era de cuatro pesetas si el prisionero «tuviere mujer que viva en la zona nacional» y sería aumentado en una peseta más por cada hijo menor de quince años «que viviere en la propia zona, sin que en ningún caso pueda exceder dicho salario del jornal medio de un bracero de la localidad».
Quedaba patente la vocación de Franco por apoyar a la familia —cuanto más numerosa, mejor—, incluso cuando se trataba de hijos de rojos y, por lo tanto, susceptibles de heredar los vicios antiespañoles de los padres encarcelados.
Este paupérrimo salario, en unas condiciones durísimas de trabajo, expuestos al frío del Guadarrama durante la mayor parte del año, con muy escasos medios materiales y ninguna seguridad, era recibido como el maná en un país muerto de hambre y frío. Los reclusos peones que trabajaban en el Valle comprobaban que siendo extremadamente dura su vida, lo era menos que la de los que vivían en la cárcel, quienes, además de un rancho incomestible, no tenían un céntimo que llevarse al bolsillo. Además, los peones-reclusos podían tener contacto con sus familias que, en el supuesto de estar casados, podían acceder a las obras del Valle a visitarlos y, en algunos casos, llegaban a vivir con ellos.
Todo eso era imposible en las prisiones.
El jesuita Pérez del Pulgar argumentaba a favor del miserable salario de los presos-peones desmenuzando lo que costaban al Estado los presos.
Entre el rancho que se da a los penados, la ropa, la acomodación y entretenimiento de locales y otras atenciones de las prisiones, cuesta un preso al Estado más de dos pesetas diarias, evaluadas como mínimo desembolso efectivo.
De la lectura del texto escrito por este jesuita, inagotable en su apoyo a Franco, se deduce que incluso en la muy poco estructurada sociedad española de la posguerra, había cierto nivel de crítica al hecho de que personas encarceladas pudieran trabajar en la calle mientras que había personas libres que no tenían trabajo.
Pulgar rebatía la idea según la cual no debería trabajar un solo preso cobrando mientras hubiera un solo obrero libre sin trabajo. No sabemos si lo hacía ante algunas críticas recibidas en ese sentido o anticipándose a ellas.
Para Pulgar estaba claro que el empresario debería contratar antes al obrero en libertad, pero parecía evidente que al empresario le resultaba mucho más provechoso contratar a un recluso, que cobraba menos, estaba sometido a disciplina militar y, por la cuenta que le traía, iba a tratar de hacerlo lo mejor posible.
En el caso de que alguien tuviera que mantener a alguien, Pulgar prefería que el trabajador en libertad no trabajara y sí lo hiciera el penado.
LOS PRESOS-PEONES
Con esta aportación del trabajo de los presos en obras simbólicas, como el Valle, o en obras de utilidad para el común de los ciudadanos; con el trabajo de los presos en un país devastado, Franco, como digo, resolvía varios problemas: aliviaba la presión en las cárceles, aportaba la mano de obra más barata aún, y necesaria, después de los miles de españoles muertos, y ofrecía una imagen de aparente generosidad al dar una oportunidad de convertirse en españoles a quienes habían perdido esa condición por oponerse a él.
Estos presos-peones estaban sometidos al Código de Justicia Militar, es decir, podían ser ajusticiados casi al instante, en cuanto sus jefes observaran el menor síntoma de indisciplina.
Los presos-peones vestían uniforme y estaban sometidos a una disciplina militar, militar de guerra primero y, luego, militar de cruenta posguerra.
El decreto que regulaba el trabajo de ciertos presos, su conversión en presos-peones con cincuenta céntimos de sueldo al día, fue dado por Francisco Franco en Salamanca, un 28 de mayo de mil novecientos treinta y siete.
Este decreto se ampliaría con una orden de 7 de octubre de 1938 en la que se pone especial énfasis en la educación de los hijos de los presos «en el respeto a la Ley de Dios y el amor a la Patria».
Además se plantea la necesidad de «ejercer cerca de los reclusos una propaganda adecuada de carácter político y ciudadano, organizando grupos de conferenciantes y aprobando previamente los temas de todos los órdenes que han de desarrollarse en las conferencias» que con claro sentido de adoctrinamiento se impartían.
La orden franquista aspira a «fomentar la propaganda y asistencia religiosa de los reclusos, ayudando y favoreciendo en su labor a los Capellanes y a aquellas personas o entidades eclesiásticas o seglares que ofrezcan las debidas garantías y que quieran dedicar su actividad a procurar el mejoramiento moral y religioso de los reclusos».
El franquismo ya ha empezado a montar su aparato administrativo que demanda mano de obra, cuanto más cautiva, mejor. Así, se dispone a tener muy en cuenta, a atender preferentemente, «las peticiones de obreros reclusos para obras del Estado, de las Diputaciones y de los Ayuntamientos».
Los reclusos presos que trabajasen tendrían derecho a redimir un día de condena por cada día trabajado, siempre y cuando su trabajo fuera ejecutado «con excelente conducta y rendimiento normal, aceptado como acto de sumisión y de reparación que redime un tiempo de pena igual al que se emplea en él, contándose cada día de trabajo como un día de reclusión».
Este principio de redención equivalía, junto con la ley de libertad condicional, a que cuando se hubieran extinguido las tres cuartas partes de la pena esta se reduciría «a menos de 0,38 de su duración. La entonces llamada reclusión perpetua se reducía a menos de doce años, y la de doce años a cuatro y medio, para los presos que trabajasen», como explicaba Pérez del Pulgar.
Franco lo tenía todo previsto, todo menos una posible amnistía a los presos detenidos con motivo de la guerra, ahora que la guerra ya había terminado.
Las amnistías, se sostenía por el régimen, degradaban y envilecían a la Autoridad, con mayúsculas, y serían, en el caso de aplicarse, el colmo en una legislación penal.
Además de en el Valle de los Caídos, los reclusos podían ser empleados para trabajar en las explotaciones mineras, explanaciones de ferrocarriles, carreteras, autopistas, encauzamientos de ríos, construcción de presas, pantanos o canales. Podían trabajar también, según la ley, en plantaciones agrícolas de grandes dimensiones o en explotaciones ganaderas. El contratista debía encargarse del control político de los reclusos-peones.
NO SOLO EL VALLE, TAMBIÉN SAN MARCOS
El Valle de los Caídos fue un campo de trabajo en el que penaron y fueron explotados los derrotados; fue una especie de gulag español, con frío, pero no tanto como el ruso; con nieve, pero no tanta y, desde luego, sin un tenaz y sufriente cronista dolorido del horror como fue Solzhenitsin.
Pero antes del Valle de los Caídos existieron en España numerosos campos de concentración, para nada comparables a los campos de exterminio organizados por los nazis —en los que también hubo exiliados republicanos españoles—, pero en los que también sufrieron todo tipo de penalidades miles de españoles. Campos de concentración y trabajo que en muchos casos fueron la antesala de la muerte.
Campos de reclusión puestos en funcionamiento al calor del golpe franquista y en los que murieron miles de españoles republicanos. Murieron fusilados, tiroteados, paseados, murieron por hambre o enfermedades contraídas o agravadas durante su reclusión.
El actual Hostal de San Marcos, en León, fue uno de ellos.
San Marcos, espléndida fachada plateresca, es ahora un Parador Nacional de cinco estrellas. Antes fue cárcel. Cárcel en la que estuvo recluido don Francisco de Quevedo y Villegas, casi cuatro años a manos del conde-duque de Olivares, al que ridiculizaba en sus sátiras. Después fue también convento, instituto, parada de sementales y, una semana después de estallar la Guerra Civil española, fue campo de concentración de prisioneros republicanos.
Este centro de clasificación hacia la muerte fue sórdida prisión para miles de leoneses republicanos, gentes de izquierdas, socialistas y comunistas, republicanos a secas, que fueron en muchos casos fusilados.
Cada noche se realizaban en San Marcos las denominadas «sacas» en las que, unas veces con criterio y otras con el criterio del no criterio, se elegía a un grupo de presos y se les daba muerte al amanecer.
En San Marcos fueron recluidos muchos leoneses, entre otros mi padre, Luis Fernández Pereiro, y mi tío materno, José María Calleja, nacido en Orduña (Vizcaya) y hermano de mi madre, Natividad.
Mi tío José María Calleja fue linchado por un grupo de falangistas que le propinaron culatazos y golpes hasta que lo mataron. Mi tío paterno, Txomin, Domingo Fernández, fue fusilado en Puente Castro, cerca de León capital. Mi padre salvó la vida después de ser encarcelado en dos ocasiones en San Marcos. Sufrió varias sacas y milagrosamente salvó la vida. Mis dos tíos fueron asesinados junto con decenas de recluidos.