Capítulo 1

El carguero Ganancias, propiedad de la Federación de Comercio, se regodeaba en la incesante luz de incontables estrellas, holgando en los confines del velo de nubes de alabastro que envolvía al planeta Dorvalla.

Igual a la miríada de naves de su tipo, el carguero asemejaba un platillo cuyo centro hubiera sido cercenado para dejar dos enormes hangares a nodo de brazos, sobresaliendo de una centroesfera donde se albergaban los reactores de hiperimpulso de la gran nave. Los brazos se curvaban hacia adelante, quedándose cortos, como en un fallido intento de cerrar el círculo. Pero la distancia que separaba los extremos de los brazos era intencionada, ya que cada uno de ellos culminaba en bostezantes puertas de hangar erizadas de colosales ganchos de anclaje.

La nave de la Federación de Comercio era como una bestia glotona que más que cargar cargamentos se los tragaba, y ya hacía casi tres días estándar que el Ganancias se alimentaba en Dorvalla.

El principal recurso del planeta fronterizo era el mineral de lommite, un componente básico para la producción del acero transparente que se empleaba en los miradores y las carlingas de los cazas estelares. Pesados transportes cargaban el mineral hasta la órbita del planeta, transfiriéndose su contenido a una flota de barcazas, gabarras y vainas de carga autopropulsadas, muchas de ellas grandes como lanzaderas, y todas ellas enarbolando la llama esférica, símbolo de la Federación de Comercio.

Esas naves sin piloto se desplazaban a centenares desde los transportes dorvallanos hasta el carguero de forma anillada, que los arrastraba con potentes rayos tractores hasta las aberturas de sus curvados brazos. Una vez allí, los ganchos de anclaje los hacían pasar al interior atravesando los campos magnéticos de contención que sellaban las fauces rectangulares de los hangares.

Cazas con el morro afilado y cuatro reactores protegían al rebaño de posibles ataques de piratas y otros corsarios, ya que, pese a carecer de escudos protectores disponían de cañones láser de fuego rápido. Los androides que pilotaban las naves respondían a un ordenador central situado en la centrosfera del carguero.

En la curva de popa de la centrosfera se alzaba una torre de control. En su cima se hallaba el puente de mando, por el que se movía nerviosa una figura envuelta en una toga, ante una fila de miradores inclinados hacia adentro. Las secciones del paisaje que podía divisarse desde allí abarcaban a los dos brazos hangar y a la aparentemente incesante corriente de vainas, cuyas superficies dorsales reflejaban la luz del sol. Más allá de los brazos y de las vainas marrones por el óxido giraba el planeta Dorvalla blanco y translúcido.

—Informe —siseó la figura de la toga.

El navegante neimoidiano del Ganancias respondió desde un asiento con forma de trono situado bajo el lustroso suelo de la pasarela del puente.

—Está subiendo a bordo la última de las vainas de carga, comandante Dofine —respondió éste con el cadencioso idioma neimoidiano que favorecía las primeras sílabas y las palabras largas.

—Muy bien. Haga volver a los cazas.

El navegante hizo girar su silla para mirar a la pasarela.

—¿Tan pronto, comandante?

Dofine interrumpió su incesante deambular para mirar con duda a su compañero de viaje. Los meses pasados en el espacio habían acentuado tanto la natural desconfianza de Dofine que había dejado de estar seguro de cuáles eran las intenciones del navegante. ¿Quería cuestionar su orden esperando poder ganar así prestigio a su costa, o acaso había buenas razones para retrasar el regreso de los cazas? Era una distinción que le preocupaba, porque se arriesgaba a perder prestigio si aireaba sus sospechas y después éstas resultaban ser infundadas. Decidió arriesgarse y suponer que era una pregunta motivada por la preocupación y en la que no mediaban retos ocultos.

—Quiero esos cazas de vuelta. Cuanto antes dejemos Dorvalla, mejor.

—Como desee, comandante —asintió el navegante.

Dofine, capitán de la escasa tripulación de seres vivos que componía el Ganancias, tenía dos ojos frontales ovalados y rojizos, un morro prominente y un corte con labios de pez a modo de boca. Venas y arterias latían visiblemente bajo la moteada y arrugada piel verde pálido. Era pequeño —el canijo de su colmena, decían algunos a sus espaldas—, y su delgada forma procuraba envolverse en tocas azules y usar túnicas de hombros acolchados más apropiadas para un clérigo que para el comandante de una nave. Su tocado, un cono alto de tela negra, indicaba riqueza y un cargo elevado.

El navegante iba vestido de forma similar, con toga y tocado, pero el manto que rozaba el suelo era negro y de un diseño más sencillo. Su comunicación con los aparatos que rodeaban el asiento con forma de concha del navegante se realizaba mediante unos visores lectores de datos que le rodeaban los ojos y un comunicador con forma de disco que le tapaba la boca.

El técnico en comunicaciones del Ganancias era un sullustano con papada y ojos claros. El oficial conectado al ordenador central era un gran de tres ojos y rostro caprino. El ayudante de tesorero, con pico y complexión verde, era un ishi tib.

Dofine odiaba la presencia de alienígenas en su puente, pero se veía obligado a soportarla en concesión a los acuerdos firmados por la Federación de Comercio con empresas transportistas menores, como Transportes Viraxo, y con poderosos constructores de naves, como TaggeCo y Hoersch-Kessel.

Las demás tareas del puente estaban al cargo de androides humaniformes.

Dofine había reanudado su deambular cuando el sullustano se dirigió a él.

—Comandante. Minorías Dorvalla informa que el pago recibido es insuficiente en cien mil créditos de la República.

—Díganle que compruebe sus números —repuso Dofine, moviendo su mano de largos dedos en señal de despedida.

El sullustano transmitió las palabras de Dofine y esperó una respuesta.

—Responde que usted dijo lo mismo la última vez que estuvimos aquí.

Dofine lanzó un suspiro con gesto teatral e hizo un gesto en dirección a una gran pantalla circular situada al final del puente.

—Muéstremela.

La imagen ampliada de una humana pelirroja y llena de pecas ya se concretaba en la pantalla para cuando Dofine llegó hasta ella.

—No soy consciente de que falten créditos —dijo sin preámbulos.

—No me mienta, Dofine —repuso la mujer, sus ojos azules brillaron furiosos—. Primero fueron veinte mil, después cincuenta mil y ahora cien mil. ¿Cuánto perderemos la próxima vez que la Federación de Comercio nos otorgue la gracia de visitar Dorvalla?

Dofine miró con complicidad al ishi tib, el cual le devolvió una débil sonrisa.

—Vuestro mundo está muy alejado de las rutas espaciales normales —dijo con calma a la pantalla—. Tan lejos de la Ruta Comercial de Rimma como de la Línea del Comercio corelliana. Por tanto, desplazarse hasta aquí implica gastos adicionales. Por supuesto, si está descontenta, es libre de hacer negocios con algún otro.

La mujer profirió una risa amarga.

—¿Con algún otro? La Federación de Comercio controla a todos los demás.

—Entonces, ¿qué son cien mil créditos más o menos? —repuso el neimoidiano abriendo los brazos.

—Extorsión es lo que es.

—Le sugiero que mande una queja a la Comisión de Comercio de Coruscant —repuso Dofine con una expresión amargada que parecía connatural a sus caídos rasgos.

La mujer estaba enfadada, tenía las ventanas de la nariz y las mejillas enrojecidas.

—Esto no se acaba aquí, Dofine.

La boca de Dofine imitó una sonrisa.

—Ah, una vez más vuelve a estar equivocada.

Cortó la transmisión con brusquedad, volviéndose para mirar a su compañero neimoidiano.

—Infórmeme en cuanto concluya el proceso de carga.

El desplazamiento de las vainas de carga era supervisado por androides desde controles de tráfico situados en las profundidades de los brazos hangar, muy por encima del nivel del puente. Las vainas eran naves jorobadas cuyos morros bulbosos les daban cierta apariencia de vida, y cuando entraban por los orificios magnéticos de los hangares lo hacían movidas por energías repulsoras que las desplazaban según el contenido y el destino especificado en códigos marcados en el casco. Cada brazo hangar estaba dividido en tres zonas, cada una de ellas separadas por enormes puertas deslizantes de veinte pisos de alto. Normalmente, la primera que se llenaba era la zona tres, la más cercana a la centrosfera. Pero las vainas cuyas mercancías no iban a Coruscant o a otros mundos del Núcleo eran desviadas a los muelles de atraque situados en las zonas una y dos, independientemente de cuándo subieran a bordo.

Repartidos por los tres hangares había autómatas de seguridad con rifles de combate BlasTech modificados, algunos con puntas de dispersión. Y aunque los androides de trabajo solían ser del modelo PK, con cuello tino y cuerpo hueco en aspa, del modelo GNK, con cuerpo cuadrado, o hasta modelos elevadores de carga binarios de pies planos, los androides de seguridad parecían inspirarse en la estructura ósea de las diferentes formas de vida bípedas de la galaxia.

El androide de seguridad carecía de la cabeza redondeada y la musculatura de aleación de su primo cercano, el androide de protocolo, teniendo a su vez una cabeza estrecha y semicilíndrica, cuya forma ahusada culminaba por delante en un procesador vocal, curvándose hacia abajo por el otro extremo, sobre un cuello rígido e inclinado hacia atrás. Pero su rasgo más distintivo era la mochila propulsora y la antena retráctil que brotaba de ella.

La mayoría de los androides que componían la fuerza de seguridad del Ganancias eran simples apéndices del ordenador central del carguero, y sólo unos pocos estaban dotados de cierta medida de inteligencia. La frente y el peto de esos enjutos comandantes estaban emblasonados con marcas amarillas similares a los galones militares, aunque más para poder ser identificados por el personal de carne y hueso al que debían responder que de cara a los demás androides.

OLR-4 era uno de esos comandantes.

Estaba estacionado en la zona dos del hangar del brazo de estribor de la nave, a medio camino de los mamparos que definían el inmenso espacio, sujetando con ambas manos el rifle láser que llevaba cruzado sobre el pecho. Era consciente de la actividad que le rodeaba, del río de vainas de carga que se dirigían hacia la zona tres, del ruido de las demás vainas parándose en la cubierta, de los incesantes chirridos y chasquidos de las máquinas en movimiento, pero era consciente de todo ello de una forma muy vaga, pues el ordenador central le había encomendado la tarea de que estuviese atento a todo aquello que se saliera de lo corriente, a cualquier cosa que estuviera al margen de los parámetros de funcionamiento definidos por el propio ordenador.

El sonoro golpe que hizo una vaina de carga al aparcar estaba dentro de esos parámetros, teniendo en cuenta el tamaño del vehículo. Como lo estaban los sonidos que brotaban del interior de la vaina, producidos por el desplazamiento de la carga de su interior. No podía decirse lo mismo del siseo de las válvulas al liberar presión o de los chasquidos y estridencias metálicas que precedieron a la lenta abertura de su escotilla delantera inusualmente grande.

La alargada cabeza de OLR-4 pivotó y sus oblicuos sensores ópticos se clavaron en la vaina. La imagen captada se transmitió aumentada y definida al ordenador central, que la comparó al instante con un catálogo de imágenes similares.

Encontró varias discrepancias.

Varios androides de seguridad adicionales se desplazaban ya para tomar posiciones alrededor de la vaina sospechosa, mientras los fotorreceptores de OLR-4 escrutaban la escotilla que se abría. El androide comandante plantó sus pies semejantes a botas en posición de combate y aprestó el rifle láser.

La escotilla abierta debía haber mostrado el interior de la vaina, pero en vez de eso reveló lo que parecía ser otra escotilla, cerrada. OLR-4 consiguió identificar la composición de la escotilla interna, pero el pequeño procesador del androide no tenía capacidad para sacar conclusiones de lo que veía. Eso era tarea del ordenador central, que resolvió rápidamente el rompecabezas, aunque no con la suficiente celeridad.

Antes de que OLR-4 pudiera moverse, la escotilla interior se proyectó telescópicamente hacia afuera desde el interior de la vaina, con tal fuerza que arrojó al otro lado del hangar a dos androides de seguridad y a tres obreros. OLR-4 y tres androides más abrieron fuego contra el ariete y la vaina, pero los disparos láser se desviaron al alcanzar su objetivo, rebotando por todo el lugar.

Una pareja de androides saltó hacia la ancha vaina, esperando atacar al ariete por detrás, pero sus esfuerzos fueron en vano. Varios disparos láser se les adelantaron, partiendo en cuatro a uno de ellos y prácticamente desintegrando al otro. Sólo entonces se dio cuenta OLR-4, dentro de su limitada capacidad, de que había enemigos detrás del ariete. Y a juzgar por la precisión de sus disparos, los intrusos eran de carne y hueso.

El comandante androide corrió hacia un costado, mientras las vainas de carga seguían deslizándose en las alturas y cien androides obreros continuaban con sus tareas, ajenos al tiroteo que tenía lugar entre ellos. Disparó de forma continuada mientras localizaba una posición desde la que poder hacer mejor blanco a los intrusos. Los disparos le buscaron mientras se movía, pasando siseantes junto a su cabeza, sus hombros y entre sus piernas.

Dos androides de seguridad perdieron la cabeza delante de él con sendos disparos certeros. Había un tercer androide intacto, pero cayó al suelo, irremediablemente bloqueado por las serpenteantes e indómitas cargas eléctricas de los disparos.

Sus monitores internos le indicaron que se le recalentaba la pistola láser y estaba a punto de gastarse. El ordenador central mantuvo las órdenes emitidas, pese a ser muy consciente de la situación de los androides, así que OLR-4 siguió disparando mientras intentaba maniobrar para situarse detrás del ariete.

A su derecha, otro androide fue alcanzado por un disparo procedente de lo alto de la vaina; su torso voló trazando torpes círculos hacia el fondo del hangar, donde chocó con una vaina de carga que aterrizaba en ese momento. Un androide al que le faltaba una pierna seguía disparando mientras saltaba, hasta que le arrancaron la pierna sana y cayó al suelo, resbalando por la cubierta del hangar, con chispas saltando de su barbilla vocalizadora.

OLR-4 se movió a izquierda y derecha, esquivando los disparos, y ya casi había llegado a la vaina cuando un disparo le alcanzó en el hombro izquierdo, haciéndole girar en un círculo completo. Se tambaleó, pero consiguió mantenerse erguido, hasta que un segundo rayo le golpeó en el otro hombro. Volvió a airar y cayó de espaldas, quedando sus piernas enganchadas bajo la vaina. Alzó la mirada y consiguió un primer atisbo de la fuerza armada que se había infiltrado en el carguero: alrededor de una docena de bípedos de carne y hueso, embutidos en trajes miméticos y negras armaduras corporales, con el rostro oculto tras máscaras respiradoras cuyos recicladores de oxígeno asemejaban colmillos.

Los fotorreceptores de OLR-4 se centraron en un humano cuyo largo cabello negro caía en espesos rizos sobre sus anchos hombros. Los servomotores de la mano derecha del androide se cerraron sobre la barra disparadora de la pistola láser, pero la única reacción que obtuvo de la fatigada y recalentada arma fue un triste zumbido antes de apagarse y desconectarse.

—Uh… oh —repuso el androide.

Al verlo, el humano de largos cabellos se giró hacia él y disparó.

Los sensores de calor de OLR-4 entraron en rojo y sus sistemas sobrecargados lanzaron un chillido. Los circuitos se fundieron, mientras transmitían una última imagen al ordenador central, antes de desaparecer de la existencia.

El tranquilizador zumbido de las máquinas del puente del Ganancias se vio interrumpido por el chirriante tono del escáner. Daultay Dofine cruzó la pasarela del puente para interrogar al androide situado ante el escáner.

—Los monitores de largo alcance informan que un grupo de naves pequeñas se dirigen a toda velocidad hacia nuestra posición —respondió el androide con voz monótona y metálica.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho?

—Los verificadores identifican a las naves como cazas CloakShape, y hay una fragata de clase Tempestad con ellos —añadió el sullustano.

—¿Un ataque? —preguntó Dofine boquiabierto.

—Comandante —entonó el androide—, las naves continúan su avance.

Dofine hizo un gesto brusco hacia la enorme pantalla.

—¡Quiero verlas!

Ya se encaminaba hacia ella cuando se oyó otro pitido preocupante, esta vez proveniente de donde estaba el oficial de sistemas, situado también bajo la pasarela.

—El ordenador central informa de disturbios en la zona dos del hangar de estribor.

—¿Qué clase de disturbios? —le preguntó Dofine al gran.

—Los androides disparan contra una de las vainas de carga.

—¡Esas máquinas sin cerebro! Como estropeen parte del cargamento…

—Los cazas en la pantalla, comandante —informó el sullustano.

—Quizá sólo sea un error —continuó diciendo el gran.

Los rojizos y parpadeantes ojos de Dofine miraron a un alienígena y a otro con preocupación creciente.

—Los cazas cambian de vector. Se dividen en dos grupos —repuso el sullustano, mirando a su superior—. Vuelan con la bandera del Frente de la Nebulosa.

—¡El Frente de la Nebulosa! —exclamó Dofine corriendo hasta la pantalla, alzando luego el grueso y largo dedo índice para señalar el acorazado negro—. Esa nave…

—Es el Murciélago Halcón —dijo el sullustano apresuradamente—. La nave del capitán Cohl.

—¡Imposible! Se me informó de que Cohl estaba ayer en Malastare.

El sullustano miró la pantalla, sus papadas le temblaban ligeramente.

—Pues es su nave. Y cuando se ve al Murciélago Halcón es señal de que Cohl no anda muy lejos.

—Los cazas se sitúan en formación de ataque —actualizó el androide.

—¡Conectad los sistemas defensivos! —le pidió Dofine al navegante.

—El ordenador central informa de un tiroteo continuado en el hangar de estribor. Ocho androides de seguridad destruidos.

—¿Destruidos?

—Los sistemas defensivos tienen a los cazas en el punto de mira. Hemos levantado los escudos deflectores…

—¡Los cazas disparan!

Una luz intensa explotó tras los miradores rectangulares, haciendo temblar el puente con fuerza suficiente como para derribar a un androide.

—¡Los cañones de turboláser responden!

Dofine llegó a los miradores a tiempo de ver cómo los rayos de luz roja brotaban de las baterías instaladas en el ecuador del carguero.

—¿Dónde están los refuerzos más cercanos?

—A un sistema estelar de distancia —dijo el navegante—. Es el Adquisidor. Está mucho mejor armado que el Ganancias.

—¡Envíe una llamada de auxilio!

—¿Le parece buena idea, comandante?

Dofine comprendía las implicaciones de ese acto. Ser rescatado era algo que siempre rebajaba. Pero estaba seguro de que, si conseguía proteger el cargamento de la nave, podría sortear esa humillación.

—Limítese a hacer lo que le digo —le dijo al navegante.

—Los cazas se reagrupan para un segundo ataque —informó el sullustano.

—¿Dónde están nuestros cazas? ¿Por qué no salen a su encuentro?

—Usted los hizo volver, comandante —le recordó el navegante. Dofine gesticuló enérgicamente.

—¡Pues que vuelvan a salir, que vuelvan a salir!

—El ordenador central solicita permiso para aislar la zona dos del hangar de estribor.

—¡Que la selle! —escupió el neimoidiano—. ¡Que la selle ya!