Hoy es miércoles. Y los miércoles, de siempre, en Berlanga es día de mercado. Y, aún cuando ya no tenga la importancia de otros tiempos, todavía se reúne bajo los soportales de la plaza un enjambre de vendedores y campesinos que exponen en el suelo o en puestos de quita y pon hortalizas, zapatillas, legumbres para la siembra, herramientas, baratijas y quincalla. La estampa contribuye a dar aún más sabor a este pueblón soriano.
De Berlanga hacia Gormaz, los pueblos son todos ya de adobe. Una iglesia, un olmo, un frontón y cuatro o cinco viejos sentados a la puerta de sus casas componen inevitablemente el paisaje. Aguilera está recostado sobre una loma, cerca del río. En Morales comienzan a aparecer las primeras viñas. Y Recuerda tiene una iglesia de piedra de gran tamaño y dos palomares de adobe comidos por la hiedra.
Gormaz, con su castillo, está en la otra ribera, justo enfrente de Recuerda. Casi ya desde Berlanga, como desde cualquier lugar desde el que se venga, el viajero descubre en la distancia una loma alargada, varada en medio del paisaje como un barco. Arriba, siguiendo la línea del promontorio, está lo que queda de la vieja fortaleza califal edificada por los Omeyas en la frontera del Duero. El mayor castillo de Europa. Y desde el que se domina, hacia los cuatro puntos cardinales de la tierra, abajo, la cinta del río y los campos de Gormaz y, al fondo, prácticamente media provincia de Soria. Todavía parecen sonar aquí, más que en ninguna otra parte, los ecos de una época de impronta ya imborrable para nuestra historia. Y para la de los árabes, que en los últimos años han aportado una gran cantidad de dólares para su restauración, según dicen los carteles.
Pero queremos que sea alguien del pueblo quien nos lo cuente y así encontramos a un viejo, el único que está tomando el sol junto al olmo de la plaza.
—Los árabes, o los israelitas, o los húngaros… ¡Qué más da! El caso es que den perras.
El viejo nos cuenta también que por aquí, en la ladera de la fortaleza, aparecen muchos huesos cuando cavan.
—Debió de haber una guerra cojonuda.
—¿Y usted sabe cuándo fue esa guerra?
—¡Ah, y yo qué sé! Si de eso hará por lo menos doscientos mil años y yo estaba todavía en Tajueco esperando el turno para que me amasasen…
Quintanar de Gormaz está cerca de Gormaz y es lugar más poblado y cuidado que la aldea arruinada y miserable que fue antigua capital. El Enebral está más arriba, en un meandro del Duero, pero ya no queda prácticamente nadie: un pastor con un rebaño, el guarda del paso a nivel del tren y los empleados del dueño de la finca, un médico de Barcelona que compró todo el término cuando se fueron los vecinos.
Es la hora de comer y, desde El Enebral, nos vamos hasta El Burgo, que, aunque no está ya propiamente en la ribera del Duero, sino en la de su afluente el Ucero, está muy cerca de allí y tiene una de las mejores cocinas de toda Soria: el Virrey Palafox, la autodenominada catedral de la matanza. Unos embutidos variados y abundantes, unas alubias del Burgo y cerdalí escabechado (un cruce de cerdo y jabalí, especialidad de la casa) nos ponen al borde del infarto. Luego, mientras nos recuperamos de la comida, atravesamos la Plaza Mayor y los viejos soportales de la calle principal para ver la Catedral, la de verdad, la que dicen del gótico más puro y que es la primera iglesia de la provincia.
Sentados en uno de sus bancos, adormilados por la comida y por el olor a cera, vemos entrar a un canónigo gordo, con roquete y chaqueta de lana negra sobre la negra sotana. Don Tomás, que ése es su nombre, es cura a la vieja usanza, canónigo de misa y olla originario de la parte de Aranda. Don Tomás, sentencioso y socarrón, es el encargado de enseñar la catedral y rápidamente se nos ofrece a hacerlo. Y es de ver su deambular por sacristías, pasillos y dependencias, su abrir y cerrar puertas y portones con el manojo de gruesas llaves, su discurso sabroso e interminable. Don Tomás se detiene y habla al oído, grita con voz hueca donde las bóvedas retumban, pregunta, dice, alega, ríe, según tercien el itinerario y su correa. Don Tomás lo sabe todo: siglos, artes, cuentos, nombres y refranes. Y todo lo entrevera con su verbo sagaz, cálido y cazurro:
—Aquí le están poniendo a un moribundo una inyección de pecilina (por un relieve de piedra en el que a un moribundo le rodean varias personas, una de ellas con un pez en la mano)… Este de aquí es el obispo Acosta, que hizo este retablo a costa de sus costillas… Aquí, en esta reja, pone «más vale», de lo que yo conozco muchos refranes, y el mejor es ese que dice: «Vale más porrón en mano que bodega en fotografía»…
Don Tomás venía ahora de enterrar a un loco del asilo que se colgó ayer de una viga. Don Tomás es el guía y el administrador de la catedral, de la que lo sabe todo, absolutamente todo. Don Tomás, en fin, es el párroco motorizado y a distancia de la vecina aldea de Vildé. Don Tomás no para, no descansa. A sus sesenta y tantos años y con sus muchos kilos de sotana y de bondad a cuestas, es el alma de esta catedral que se abre a su paso como una caja interminable de secretos.
La tarde se nos ha ido siguiendo y escuchando a don Tomás y el sol ya cae hacia el horizonte cuando volvemos buscando el Duero. Lo hacemos justamente por Vildé, el territorio de don Tomás, río abajo de Gormaz, aunque ya en la margen izquierda. En el frontón del pueblo, una pintada: «Queremos la fiesta el 20 de agosto». Firmado: «La mayoría». En los pueblos de Soria, el frontón es el tablón de anuncios.
Entre Vildé y Navapalos, hay que cruzar un pequeño puerto pelado en el que sólo crecen el cardo y el tomillo. La carretera se asoma al balcón del Duero, que corre abajo, entre las líneas de los chopos y el mar verde y cambiante de los trigales.
Navapalos está abandonado. Es el primer pueblo abandonado que encontramos en una provincia que, en los últimos treinta años, ha borrado más de ochenta de su censo. Navapalos quedó abandonado por completo en el 70.
Al menos, eso nos dice un pastor que cuida su rebaño cerca del pueblo y que nos cuenta también que las dos últimas familias se tuvieron que ir obligadas al cortarles la luz la compañía eléctrica.
—¿Ustedes creen que hay derecho a eso?
Los viajeros en lo que no creen es en el derecho. Pero se callan y no contestan. Los viajeros escuchan el silencio brutal del pueblo. Y recorren las calles por las que crecen, salvajes, las ortigas. Y entran en las casas, vacías, arruinadas, con las puertas y ventanas arrancadas o batidas por el viento. Casas por las que ruedan aún algunos utensilios dejados por los últimos vecinos.
Con el corazón encogido por tan tétrica visión, atravesamos el Duero y dejamos Navapalos rumiando su abandono y, por la carretera que baja de Caracena al Burgo de Osma, entramos en La Rasa, un pueblo nuevo y desperdigado, nacido al hilo de la estación del tren y del que es originario, según nos dijo el pastor, el sindicalista Marcelino Camacho. Y de La Rasa, con el sol ocultándose ya, hacia San Esteban de Gormaz. Pero, antes, en Pedrajas, una vieja que persigue a un niño con una escoba nos hace recordar que estamos cerca de Barahona, el legendario pueblo de las brujas castellanas.
A soñar con ellas nos vamos, después de cenar y de dar un paseo por el pueblo, cuando por fin llegamos a San Esteban.