Domingo. Nos despiertan todas las campanas de Soria: las de San Juan (de Rabanera y de Duero), las del Espino, las de Santo Domingo, las de San Pedro… Sigue nublado. Y frío. Parece que nunca vaya a llegar aquí la primavera.

Los Rábanos está en la carretera general, cinco o seis kilómetros Duero abajo. En Los Rábanos hay un embalse, construido al fondo de una garganta y cuya cola llega hasta la misma ermita de San Saturio. El embalse (o pántano, como dicen algunos por aquí) fue construido para alimentar una planta de energía eléctrica que hay más abajo. Junto a la planta, hay también una finca con tres o cuatro casas y una iglesia propiedad de la familia Villar, famosa en toda Soria por sus embutidos.

Cuando llegamos a Los Rábanos, las campanas del pueblo también están tocando a misa. En el pórtico, peraltado sobre algunos breves huertos y campos de labor, varios viejos esperan ya la hora, sentados en el muro con sus ropas de domingo: chaqueta, camisa blanca abotonada hasta el cuello, corbata y boina limpia. La fotografía que hace Modoso es todo un documento de la población soriana.

—Ésa era la señal —nos dice un viejo, refiriéndose al toque de campanas que acaba de sonar—. Ahora viene la segunda, que es la buena.

Dejamos a los viejos de Los Rábanos a la puerta de la iglesia y seguimos nuestra ruta.

Un poco más allá, por la carretera general, está el desvío de la comarcal que, por la margen izquierda, baja acompañando al Duero hasta Almazán. La carretera atraviesa un páramo desolado, de roble y matorrales, salpicado sólo a trechos por algún corral de ovejas o alguna casa de camineros abandonada. El Duero sigue por la izquierda, a lo lejos, entre líneas de chopos y campos de trigo. El río bravo que acompañamos por Duruelo y Vinuesa baja ya remansado y tranquilo tras los sucesivos cortes de los embalses de La Muedra y Los Rábanos. Se está formando ya el gran río que ha de cruzar por la mitad toda Castilla.

Camino de Almazán, en mediodía de domingo, los pueblos ribereños que nos van saliendo al paso parecen despoblados o barridos por el frío. La gente debe de estar comiendo y por la calle sólo cruza algún perro solitario y aburrido. En Tardajos, una pintada en el frontón, junto al dibujo de un carro de combate aplastando flores, advierte: «Tardajos nuclear, no y no», en referencia a la central que se está construyendo en Lubia, cerca de aquí. Al lado, otra pintada dice: «Atendiendo a los usos y costumbres populares, se advierte a los forasteros la obligación de pagar el piso en cuanto hayan entrado en casa de la novia: 8000 pesetas». Cifra, a lo que se ve, lo bastante respetable como para pensárselo dos veces antes de echarse novia en Tardajos.

En Miranda, varias vacas sestean plácidamente junto a la iglesia. En Rabanera, hay una cruz de palo clavada en el tronco de un olmo y tres espantapájaros que contemplan impasibles la marea de los trigos. En Ituero, el Duero, seguramente aburrido, traza una caprichosa coca en torno al caserío. Y, en Cubo de la Solana, encontramos por fin un bar donde comer lo mismo que los dueños tienen para ellos ese día: arroz con tomate y lomo con ensalada. Comemos junto al brasero, ante la mirada atenta de Golondrina, una perra pequeña y de color canela, con una oreja doblada, que merodea en torno a nosotros intentando darnos pena.

A la siesta, desapacible y fría, volvemos sobre nuestros pasos camino de Ribarroya, en la margen izquierda del río.

Ribarroya es una aldea pequeña, fea y desangelada, encaramada en lo alto de un cerro veteado de cárcavas rojizas. No hay nadie por la calle que nos indique el camino de Riotuerto. Así que, fiándonos de nuestro instinto, echamos a andar por el sendero más cercano al río. El sendero cruza trigales verdecidos por la lluvia, matojos y juncales hasta perderse entre los chopos de la orilla. Hace ya un rato largo que lo recorremos y no parece que vaya a llevarnos a ningún sitio. Pero, al fin, divisamos unos tejados en la umbría espesa y verde de los chopos. Aceleramos el paso y llegamos al borde del río. En la orilla contraria, vemos una barcaza y, junto a ella, a dos mujeres que están lavando caracoles en un cesto de mimbre, según dicen.

—¿Dónde está el puente? —les grito.

—¿Puente? —contestan, extrañadas—. No hay. Sólo esta barca.

—¿Cómo? ¿Pero esto no es Riotuerto?

—No, esto es Ituero.

¡Ituero! Resulta que hemos seguido un camino confundido. Y que hemos vuelto a un pueblo que ya vimos hace un rato, sólo que por la otra orilla.

Pero no importa. El sol ha salido entre las nubes y baña con sus rayos las choperas, en las que cantan ahora todos los pájaros del mundo. El río baja lento lamiendo la barcaza y el cesto de las mujeres. Todo parece detenido aquí, en esta fría tarde de domingo.

Hay que seguir. Desandamos un trecho del camino y, obedeciendo las instrucciones de las mujeres, tomamos otro que sigue más alejado del río. Al final, cuando ya empezábamos a temer de nuevo estar perdidos, divisamos una iglesia y varias casas semiocultas entre álamos y pinos. Un pescador y su mujer nos lo confirman: es Riotuerto. Por fin.

El pescador, que es de Soria, aunque nacido en Rabanera, al otro lado del río, nos cuenta algunas cosas de la pesca y de la zona. Todas aderezadas siempre con un adverbio muy suyo: mayormente. Por ejemplo:

—Mayormente, yo vengo aquí todos los domingos. A pescar y a respirar aire puro… Lo que se dan por aquí, mayormente, son truchas y barbos. Y muchos patos, muchos. Para el que le guste la caza.

El pescador está sentado bajo los pinos. Tiene la caña en la orilla, sujeta con una piedra, y un cascabel atado a ella le avisa cuando pican.

—Mayormente, ya le digo: el aire puro.

—¿Y esta granja?

—Son dos casas, la del pastor y la del guarda de la finca. Es de una familia rica. Los señoritos de Riotuerto les dicen.

Almarail está apenas a un kilómetro río abajo, en lo alto de un otero rodeado de un mar de trigos. En Almarail, aunque hace sol y la tarde está más serena, tampoco se ve un alma por las calles. Así que seguimos río abajo, a la vera de la acequia de Almazán, hacia Valdespina.

La acequia de Almazán, que roba el agua del Duero, es la artífice del progreso de estos campos que antes sólo eran páramos secos y fríos. Tierras de regadío sustituyen ahora a las viejas rastrojeras por las que cruza el canal y, a su lado, peligrosamente cercano, el camino a Valdespina. El pueblo se aparece entre los chopos, en una rinconada donde el monte de roble y tomillo se aprieta contra el río. Es un grupo de casas antañonas en cuyos portalones crecen ortigas y se oxidan en silencio las rejas de los arados y alguna pieza vieja de maquinaria agrícola. El pueblo parece desierto, pero en seguida aparece un pastor entre las casas, que nos lo explica:

—Todavía no, pero, a la vuelta de unos años, lo estará. Ya sólo quedan cuatro vecinos. Y todos viejos.

El pastor es muy joven, sin embargo. Echamos un cigarro con él mientras nos cuenta su vida. Tiene treinta y un años, se llama Bernardino y es de Isuela, en Zaragoza. Este año, ha arrendado los pastos de Valdespina y hasta aquí se ha venido con su rebaño a principios de la primavera atravesando el Moncayo en cuatro días de camino. Pero Bernardino no es un pastor normal. Bernardino es comunista y tiene llena la casa del maestro, que es en la que ahora vive, de libros (de Hermann Hesse, de Cortázar, de Rulfo, de Neruda…) y de cuadernos de poesía. Son los que escribe él en sus larguísimos ratos de soledad. Y uno piensa al dejarlo atrás, a solas con su rebaño entre las casas de Valdespina, que él y todos los que como él pasean su soledad por estos pueblos perdidos son los verdaderos ermitaños de Soria y no el de San Saturio, que tiene más visitas que un ministro.

Viana está en un otero, ya cerca de Almazán, y más alejado del Duero que Valdespina o Baniel, el último pueblo por la margen del río y que está ya abandonado totalmente, aunque sus vecinos vengan desde Almazán para atender los rebaños y los campos que aquí siguen cultivando. En Viana hay una iglesia con pórtico de piedra y nido de cigüeña en la espadaña y un bar nuevo asomado a un horizonte de trigales en el que cuatro viejos dormitan frente al televisor. Uno de ellos se levanta para atendernos cuando entramos. No sabe hacer café (el hijo, que es el que lleva el bar, está ahora en el establo), pero, a cambio, nos sirve una copa de coñac. Viene bien para el frío.

En Almazán entramos de noche ya cerrada. Y allí es el llanto y el crujir de dientes. Desde que salimos de Soria (casi diría que desde Duruelo), veníamos pensando en llegar aquí para hacer una visita a Casa Antonio, un restaurante alzado en plácida alameda junto al Duero y que posee fama de tener una de las mejores cocinas de toda Soria. Pero es domingo y los domingos Antonio cierra porque le da la gana. Así que tenemos que coger los bártulos y adentrarnos en el pueblo resignados.

Y para resignarse es lo que Almazán nos depara: la cena en el Puerto Rico, digna de pronto olvido, en el que, en lugar de unos huevos fritos, parece que nos traen los santos óleos (por el aceite en que flotan), la habitación del Hostal Colao, en la misma carretera general, que parece talmente una nevera empapelada (de color marrón, además), y La Pista, el local en el que, después de mucho callejear, intentamos tomar una copa mientras hacemos tiempo antes de volver a aquél. Y en el que nos recibe a la puerta un paisano con boina y una vara:

—¿Adónde vamos?

—A tomar una copa —contesto tímidamente.

—Hay que sacar entrada.

—Pero si no vamos a bailar… —argumento contemplando el salón años cincuenta, engalanado con ramas y banderitas, en el que se aprietan a media luz doce o catorce parejas.

—Eso dicen todos —responde el de la vara con suficiencia.

Por las calles de Almazán, en la noche de mayo que todavía no es primavera, pasa el silencio. Por las calles de Almazán, entre torres y casonas solariegas, pasan el tedio y la melancolía de un domingo que nos hace retroceder a los años sesenta.