Durante toda la noche, ha estado lloviendo. La nieve ha desaparecido de los tejados de Covaleda, pero de los canalones caen grandes chorros de agua. Agua para el río Duero. El cielo está muy nublado, violento y negro. Y, al fondo, la gran mole del Urbión, completamente nevada. Nieve para el río Duero. Será imposible subir ya a su nacimiento en varios días.

En el café en el que desayunamos, un solo cliente. Se llama Clemente y es jubilado de la madera. Y tiene ganas de cháchara:

—Aquí, en Covaleda, somos todos comunistas —dice.

Y nos vuelve a explicar otra vez el régimen comunal de aprovechamiento de los pinares que ayer ya escuchamos varias veces en Duruelo. Nos cuenta también sus tiempos en el trabajo de la madera. Y se mete con el cura, con los políticos y con todo bicho viviente. No parece estar de buen humor don Clemente esta mañana.

Al norte de Covaleda, entre pinares, está el campamento de La Nava, el que fundó la Falange. Pero, ahora, en las instalaciones sólo hay ovejas. Varios corderos descansan apiñados al pie del mástil del que antaño colgara la bandera. ¿Una metáfora?

Un poco más allá, sobre un riachuelo, fotografiamos el puente del Paso de los Arrieros. Y, de vuelta a Covaleda, la ermita del Campo, que está en reconstrucción (se cayó el año pasado), y un precioso chalet de estilo colonial, con torre y tejado de colores desgastados por el tiempo y por las nieves, modélico exponente arquitectónico de una época en la que sólo veraneaban los que tenían que veranear. El chalet, según nos cuentan, lo construyó un tal Pena, un indiano enriquecido en Argentina.

A las afueras del pueblo, camino de Soria, la carretera domina una plácida tablada en la que tiran la caña dos pescadores. Hace mucho frío y los dos pescadores están más pendientes de calentarse en la hoguera que un pastor ha encendido junto al río que de la pesca.

—Nada, hoy no pican —dice uno de ellos para consolar al otro.

Camino de Salduero, el río forma una garganta larga y oscura. Pinos con las ramas dobladas por el viento y por la nieve. Recuerdos de arrieros y de cazadores (libros de montería). Y, en una curva, un cartel: Agua permisible y un abundante chorro que encauza un tronco ahuecado. Por la carretera, camiones que van y vienen cargados de madera.

Salduero es un pueblo recio y compacto. A la orilla de la carretera, sus casas son de piedra y las calles también. La iglesia se refleja en una balsa y el paisaje es sereno, muy limpio.

Doscientos metros antes de llegar al pueblo, entre la carretera y el río, están el viejo molino y el aserradero. Hay también una granja de aves.

—Cuando yo entré a trabajar aquí —nos dice un hombre que pasa con un carretillo—, éramos veintiocho obreros. Ahora sólo quedamos seis. Así que ya ven ustedes.

Modoso aprovecha la proximidad del río para tirar un rato la caña. Continúa sin llover, pero hace mucho frío. Hay suerte: pica una trucha.

La trucha nos la fríen en el bar del pueblo. Y nos la acompañan con unas alubias (debe de ser el plato de la zona) y unos huevos fritos con jamón que al instante nos despejan. Varios parroquianos, a caballo entre el aperitivo y el café, traban conversación con nosotros con la disculpa de la trucha. Al final, todos se van a comer, excepto uno: el señor Serafín, un viejo de unos setenta años, antiguo maderero y con ganas de pasar el rato. El señor Serafín recuerda y sabe muchas cosas. Por ejemplo, que Salduero se llamaba antiguamente, según dice, Salgüero y que el nombre proviene de los salegares de los rebaños de ovejas merinas que pastaban por la zona y que estaban donde ahora está el pueblo (etimología que parece no andar muy desencaminada, pero sólo en lo que se refiere a lo de la sal, no al duero, que parece estar tan claro que no entiendo a qué viene lo de güero: Salduero, saladero del Duero, en fin); que, en Salduero, hasta hace poco, todas las vacas pastaban en vecera libremente por el monte todo el año y que el día de San Roque los hombres subían a buscarlas, las metían en el río para bañarlas, sentados a horcajadas sobre ellas, y luego volvían a soltarlas; que Salduero está sobre un terreno pantanoso y que, antes de empedrar las calles, los carros se hundían a veces hasta los ejes; que por aquí hay muchos hongos, «que se distinguen de las setas en que no tienen librillo», y que los mandan para La Rioja, sobre todo, pero también para el extranjero; que en Salduero siguen pingando el mayo (mañana es precisamente el día), aunque un año se cayó y a un mozo le partió una pierna y le dejó cojo; y que, en fin, por no contarlo todo, que en Vinuesa, hacia donde vamos, no son precisamente hospitalarios que digamos:

—Allí, un suponer, te preguntan: «¿Ya has comido?». Si dices que sí, te contestan: «¡Qué lástima! Podías haber venido a comer a mi casa». Y, si dices que no: «Pues ya va siendo hora». Con lo cual, quedan siempre de cojones.

Con la advertencia del señor Serafín, seguimos camino. Molinos de Duero está apenas a un kilómetro, en la margen contraria del río. La vista desde el puente en el que confluyen la carretera que sigue hacia Vinuesa y la que tuerce hacia Abejar (por la que vinimos ayer) es muy bella. Las casas de Molinos son todas de piedra y buena planta y delatan a las claras la pasada riqueza de este pueblo que, al parecer, centralizaba antiguamente todo el comercio y el acarreo de la madera de estos inmensos pinares. Pero, hoy, apenas queda ya recuerdo de todo aquello. Si acaso, la figura ya lejana del tío Sordo, que, según nos contó el señor Serafín, llegó a tener noventa y nueve yuntas de bueyes: «Y digo noventa y nueve porque era así. Siempre se negó a completar las cien». En fin, cosas de los madereros.

Cuando entramos en Molinos, vuelve a llover. Nos refugiamos en el bar-tienda, con sede doble en el portalón de piedra y en la primera planta de una casa de recio aspecto y con dos siglos a sus espaldas.

—Algarazos de marzo —dice, por la lluvia, una de las dos mujeres, dos hermanas solteronas que regentan el negocio.

—De mayo, querrá decir —le respondo yo.

—No, de marzo, de marzo —insiste la mujer—. Que, aquí, en Soria, el calendario corre siempre por su cuenta.

Las dos hermanas rondan ya los cincuenta años. Una es flaca, corta de luces y habla con dificultad entre dientes. La otra es gorda y muy lucida, con los ojos pintados y un brillo todavía de esperanza en la mirada. Dos caras contrapuestas de una misma soledad.

Compramos allí mismo unas botas para el agua. Pronto aparece un parroquiano. Se llama Bonifacio y es parlanchín y guasón:

—Me adelanté al calendario —saluda—. Me quité ayer los sanjerónimos y todavía hace frío.

Ante nuestra extrañeza, nos explica que lo que él llama los sanjerónimos son los marianos (calzoncillos largos de felpa), que antes traían una marca de fábrica: San Jerónimo, que no se borraba por mucho que se lavasen. Bonifacio es también un experto en caracoles:

—Hay que cogerlos de noche, con una sartén de lumbre y un cencerro de reclamo. La mejor zona es la parte de Mojabragas.

—Monjasbravas —le corrige la hermana lista, a caballo entre el rubor y la sonrisa picarona.

Pero, al final, queda claro que aquí todo el mundo dice Mojabragas. Como queda claro también que los de Molinos se llevan mal con los de Salduero, los de Salduero con los de Covaleda y los de Covaleda con los de Vinuesa. Parece un dato común en toda la comarca: en cada pueblo, aún sin venir a cuento, nos hablan mal del de al lado.

Anochece cuando avistamos Vinuesa. En la cola del pantano de La Muedra. Modoso tira otra vez la caña, pero en seguida empieza a llover y nos dirigimos hacia el pueblo, que está desierto. Sólo encontramos alojamiento en una casa particular, de piedra y madera antigua. Luego, nos acercamos hasta un mesón, en la plaza, de reciente construcción y bastante feo, pero de hermoso y mítico nombre: Laguna Negra. Cenamos queso y jamón, tomamos café, echamos una escoba para matar el rato y, hacia las doce, volvemos a la posada antes de que termine la televisión y cierren la puerta, según nos advirtieron al salir paternalmente los dueños.