A la mañana siguiente, después de desayunar, nos dedicamos a conocer Peñaranda. El pueblo entero es una joya arquitectónica: la colegiata, el castillo, la plaza mayor, las casas, la picota y la botica. Sobre todo, la botica.
José Ximeno es el dueño, el último eslabón por el momento de una larga cadena familiar que arranca de 1685, cuando el primer Ximeno de la saga se vino a Peñaranda desde el cercano pueblo de Arauzo de la Miel para fundar la que hoy es la botica más antigua de toda España. Tres siglos ya han quedado aprisionados entre los tarros y los almireces, en los cajones donde se guardan las hierbas, en la penumbra de la rebotica, en el jardín donde se cultivaban aquéllas y, sobre todo, en el laboratorio donde se guarda el instrumental y todos los utensilios de una época remota en la que la farmacopea apenas se distinguía de la alquimia y otras magias: prensas, destiladores, ungüentos, recetarios y fórmulas secretas y un sinfín de animales disecados colgados por el techo y las paredes: búhos, lagartos, pezuñas, serpientes momificadas, un caimán e infinidad de calaveras y de pájaros. Mirándolos, el viajero retrocede a los años de la Inquisición y de los ritos satánicos.
Pero la vida sigue, incluso en Peñaranda, y cada poco un vecino aparece en la botica. Don José le atiende con prontitud, sin romper el hechizo ni el silencio. Como si ambos se hubieran petrificado en este hermoso lugar perdido al norte del Duero. Y, entre unas cosas y otras y la visita obligada al castillo y a la colegiata, cuando nos damos cuenta ya es mediodía y es hora de partir. Lo hacemos por la misma carretera que ayer tarde nos trajo de La Vid, aunque, al pasar por la viña donde nos amenazó el paisano, pasamos a toda prisa, no vaya a estar esperándonos.
Muy cerca del monasterio, de nuevo ya junto al Duero, encontramos dos pueblos muy extraños. Uno se llama La Vid, como aquél, y otro Guma. Los dos son de reciente construcción, con casas y calles rectas e iglesitas de dibujo de la Enciclopedia Álvarez. Más que pueblos, parecen recortables.
Tanto en uno como en otro, apenas encontramos a gente por las calles, pero, en Guma, una mujer nos informa ya de vuelta. Al parecer, los dos pueblos fueron hechos hacia mediados de los cincuenta para reinstalar en ellos a los vecinos de Linares del Arroyo, un pueblo de Segovia que quedó bajo un pantano. La mujer se va a sus tareas y nosotros nos quedamos un rato contemplando la soledad de las calles y la impersonalidad de sus casas, todas iguales y todas blancas.
Vadocondes está más abajo, en dirección a Aranda de Duero. Vadocondes ya es pueblo-pueblo, con iglesia y con picota, como Castilla y Dios mandan. Pero ahora es mediodía y la gente está en sus casas. Comiendo, como nosotros vamos a hacer en el bar El Cordobés. Un par de huevos fritos con patatas y ensalada, que no hay más, aunque como el hambre aprieta, nos saben a bendición. La proximidad de Aranda, además, nos asegura el desquite esta noche con uno de sus célebres asados.
Mientras comemos, cuatro hombres juegan a la baraja. De vez en cuando, se vuelven para mirar la película de la televisión, que aborda de manera algo difusa un asunto de adulterio.
—¡Mátala, hombre, mátala! ¡A mí iba a hacerme eso la mujer! —grita uno de los cuatro.
Impresionados, acabamos nuestra ensalada y abandonamos el bar y el pueblo con cuidado de no mirar a alguna mujer que pueda traicionar a su marido, aunque sólo sea con el pensamiento. No vayamos a provocar un crimen, visto como aquí las gastan.
Fresnillo de las Dueñas está aguas abajo de Vadocondes, ya en las puertas de Aranda. Fresnillo es pueblo rico, de ribera, pero a esta hora la gente duerme la siesta. Nosotros deambulamos un poco por el pueblo y seguimos rumbo a Aranda.
Aranda es la capital del Duero, con permiso de Soria y de Zamora. No sólo es la mayor ciudad, sino que está en el centro (de su tramo español, me refiero). Enclavada en un lugar de privilegio, en el cruce de las carreteras que van de Madrid a Irún y de Valladolid a Soria, Aranda tiene, además, un gran tejido industrial y se nota su pujanza. Es la primera ciudad moderna que vemos por todo el Duero (Soria, a pesar de ser capital de una provincia, sigue siendo al día de hoy lo que decían los libros de la escuela: una ciudad tranquila, sin industria ni comercio). Así que, después de varios días sin ver más que pueblos viejos, nos dedicamos a recorrerla con la emoción del pueblerino que llega a una gran ciudad, aunque tampoco Aranda sea para tirar cohetes. Si hubiéramos venido de Madrid, nos parecería exactamente lo contrario.
Visitamos la colegiata, con su bella fachada isabelina. Paseamos la plaza mayor y sus calles adyacentes. Tomamos un café en la principal (la carretera Madrid-Irún) y, luego, por el río, nos vamos a ver el puente de los Desesperados, como le llaman los arandinos al que algún vecino elige de tarde en tarde para ponerle fin a sus penas.
Bajo el puente, un pescador está tentando la suerte.
—¿Está usted desesperado?
—Sí. De que no piquen.
De vuelta al centro, buscamos un hotel (por fin, un hotel como Dios manda), dejamos la impedimenta y echamos hacia Sinovas, un pueblecito muy próximo que ya es casi un nuevo barrio de Aranda, pero que tiene una iglesia, la de San Nicolás de Bari, que todas las guías nos recomiendan. Tardamos en encontrar a la encargada, una mujer gorda y simpática.
Del pórtico sólo quedan las columnas, el techo se cayó hace ya bastantes años y el artesonado mudéjar del siglo XIII que lo adornaba acabó, según aquélla, de combustible de lujo en un asador de Aranda. Y el tríptico de San Nicolás, que, junto con el artesonado mudéjar, era la joya del pueblo, lo vendieron como éste y hoy hay que viajar a verlo hasta un museo de Buenos Aires. En fin. Agradecido, le doy la propina a la encargada. Pero ella la rechaza. Al fin, tras mucho insistirle, la coge, pero con condiciones:
—La cojo, pero para el señor cura.
—¿Cómo? —me apresuro a quitarle la moneda—. Si es para usted, bien. Pero para el cura ni hablar. Que venga él a enseñar la iglesia.
La mujer nos mira marchar sorprendida, convencida seguramente de que hemos cometido un sacrilegio. Nosotros, por si acaso, lo rematamos en el asador El Roble con un lechazo de quince días que nos hace olvidar el polvo y el viento de los caminos.