La mañana la pasamos recorriendo los pueblos de San Esteban situados en la otra margen del río. Son pueblos mínimos, de ribera, en los que gracias a las viñas y a los cultivos de remolacha subsisten todavía muchas familias y aguantan algunos jóvenes. Hombres, pues las mujeres en seguida se van a la capital, o a Madrid, o a Zaragoza.
Es la canción agrícola del tractor, la canción de los chopos y los canales de riego, la canción de los hombres que van y vienen por los caminos. En Ines, el pueblo más separado de San Esteban, pero más cercano a la gloria al decir de don Tomás, el canónigo del Burgo: Gloria in-escelsis Deo…, están todos en el campo salvo el tonto y cuatro viejos. En Olmillos (que tiene la iglesia en lo alto de un cerro agujereado como un queso por docenas de bodegas), podemos probar ya el tinto y el clarete de la tierra. Y en Atauta, encaramado a otro cerro, en el camino que lleva a Tiermes, contemplamos los sorprendentes murales, hermosos de puro kistch, con que ha adornado varias paredes un emigrante del pueblo; murales que ha acompañado de la leyenda correspondiente. Por ejemplo, en uno que representa a un vecino señalando al viajero la dirección de Tiermes, ha escrito: «A Tiermes / a ver historia / las ruinas duermen / esperando gloria».
Desde Atauta, un camino baja hacia las tres aldeas del río: Peñalba, Aldea y Soto. Las tres apellidadas de San Esteban y las tres semiocultas entre chopos y desiertas ahora bajo el sol, que por primera vez ha salido en todo el viaje. En Peñalba, hay una bella iglesia románica que fotografiamos. En Aldea, hay un rebaño junto al canal, que también fotografiamos. Y a la entrada de Soto, por el camino, encontramos a dos mujeres a las que no fotografiamos, pero que en seguida nos preguntan:
—Ustedes no son de por aquí, ¿verdad?
—No, somo búlgaros —les digo.
Mientras nos alejamos, oímos aún cómo una le dice a otra:
—¿Ves? ¿No te dije yo que eran extranjeros?
Comemos en San Esteban, en el hostal. San Esteban es una villa industrial. Y próspera, la más próspera quizá de toda Soria. Situada en un cruce de carreteras, la que va de Soria a Valladolid y la que viene por Riaza de Madrid, por San Esteban pasan constantemente camiones con todo tipo de mercancías. El casco antiguo, no obstante, rezuma historia por cada piedra: la Reconquista, el Cantar del Cid, las viejas guerras feudales… San Esteban conserva de aquellos tiempos algunas bellas casonas, las ruinas del castillo que viera pasar al Cid y dos iglesias románicas, la de San Miguel, del sigloXI, y la del Rivero, del siglo XII. En el pórtico de la primera, unas golondrinas han hecho nido y, en la del Rivero, un galgo se estira perezosamente al sol.
A partir de San Esteban, la carretera busca ya la raya de la provincia de Burgos. La ribera del Duero se ensancha y el paisaje va cambiando poco a poco, haciéndose más fértil y más verde. Velilla queda en lo alto de un cuesto, a la sombra de su rollo de madera. Alcozar, metido ya hacia el monte, es un pueblón de adobe con una extraña ermita en lo alto. En realidad, es una roca en cuyo extremo han puesto una torre con campana y un reloj.
Langa es el último pueblo de Soria. Langa es ya grande y antiguo. Tiene una torre fortificada cargada de leyendas y de historia y un largo puente de piedra con doce ojos sobre el río Duero. Aunque, desde la regulación del río, a éste le baste con un par de ellos. Langa tiene también unos viejos soportales y un tonto municipal. Le llaman así porque siempre está sentado en el portal del Ayuntamiento mirando pasar los coches y los camiones por la carretera.
En Langa, entramos prevenidos. Nos contó alguien que hace dos años, el día de la fiesta, los vecinos de Langa, todos a una, mandaron al hospital de Aranda de una paliza a dos jóvenes forasteros por una típica discusión de fiesta. La precaución no me basta, no obstante, para evitar que al entrar en un bar pise a un cliente. Me deshago en mil perdones.
—No se preocupe, hombre —me tranquiliza mi hipotético asesino—. El que no quiera que le pisen que no vaya al baile.
En la última pared de Langa, la última de la provincia de Soria, antes de entrar en Burgos, un cartel anuncia la actuación esta noche de la Gran Compañía de Comedias Amaya con la puesta en escena de la obra ¿Qué hacemos con los viejos? Todo un hermoso epitafio.
A poco de cruzar la raya, el primer pueblo de Burgos: Zuzones, de adobe, feo y en cuesta y con el único mérito seguramente de figurar en el último lugar en la lista alfabética de los pueblos españoles.
En la provincia de Burgos, el Duero se ensancha aún más. El paisaje se hace más verde y más umbrío. Y la tierra más rica. A esta hora, docenas de personas se afanan en los campos en las faenas de la remolacha. Aunque hoy ha salido el sol, sigue haciendo mucho frío.
Carretera adelante, a la vera de un puente sobre el río, aparece entre las choperas la torre de un monasterio: el convento de La Vid. Como todos los de su género, en un lugar de beatus ille. Llamamos a la puerta y en seguida nos abre un fraile: el hermano portero, un lego sevillano. A duras penas (como la mayoría de los frailes legos, no anda sobrado de luces), nos explica que el convento pertenece a la orden de los frailes agustinos, que aquí tienen justamente el noviciado. Para mayores datos, y para enseñarnos el monasterio, llama a otro fraile, un padre en toda regla y no lego como él, de pequeña estatura y más viejo que el convento. El Padre Emiliano, que así se llama, tiene bien aprendida la lección. En voz baja, para no quebrantar el silencio del claustro, nos cuenta, entre otras cosas, la historia del convento; a saber: que lo fundó Alfonso VII tras aparecérsele la virgen sobre una vid (de ahí el nombre del convento); que encargó su construcción a un tal Domingo de Candespina, hijo bastardo, al parecer, de la reina doña Urraca; que, durante varios siglos, estuvo en manos de los monjes premostratenses; que, luego, llegó Mendizábal con la rebaja; que el monasterio estuvo un tiempo, a raíz de ello, abandonado y que, por fin, en 1865, los agustinos se establecieron en él…
Por lo demás, el monasterio posee un bello claustro renacentista, una iglesia de bóveda gigantesca y una gran biblioteca de madera con más de treinta mil volúmenes, algunos de ellos de incalculable valor. El Padre Emiliano, ya lanzado, mientras nos enseña incunables y cantorales, así como documentos y volúmenes paganos, la mayoría de ellos traídos de las misiones agustinianas en el Lejano Oriente, empieza a enseñar las patas:
—Lo peor de todo esto es que cualquier día lo quemarán los rojos.
—Hombre, Padre Emiliano, ¿por qué dice usted eso?
—¿Que por qué digo yo eso? —Se exalta nuestro guía—. Ustedes son muy jóvenes y no saben. Pero miren: 196 frailes nos mataron los rojos cuando la guerra. Y yo libré por los pelos porque me escondí en la casa de un cura de un pueblo de Albacete.
—Pero eso fue en la guerra. Ahora los rojos ya no son ni siquiera rojos. ¿No ve a Felipe González? —le digo yo para tranquilizarle.
—Nada, nada. Desde que murió el Caudillo, se nos acabó la paz. Por lo menos a los de derechas.
Impresionados, abandonamos la biblioteca pensando en lo paradójico que resulta que en este oasis de paz, en este lugar perdido entre los chopos del Duero, alguien rumie todavía sus recuerdos de la guerra; máxime teniendo en cuenta que se trata de un seguidor de San Agustín, que fue el azote del maniqueísmo. Pero las cosas son como son, no como uno quisiera. Por más que diga el letrero que, con mucho más acierto, la comunidad del convento ha puesto en la biblioteca: «En las bibliotecas hablan las almas de los muertos (Plinio, Lib. 5, cap. II)». Se ve que el Padre Emiliano no debe de haberlo visto.
Desde el mismo puente del río, una carreterilla parte hacia Peñaranda. El pueblo está detrás de una loma veteada de viñas por entero. En una de ellas, un hombre y un chico joven, seguramente su hijo, aran con una yunta de mulas y nos paramos a hacerles una fotografía. Pero el campesino, al vernos, suelta el arado, coge una azada y, blandiéndola en el aire, comienza a blasfemar y a gritar fuera de sí:
—¡Tomad, me cago en Dios! ¡Coged esto y dejad de tocar los huevos a los que trabajamos!
Impresionados de nuevo, recogemos los bártulos y volvemos al coche mientras el hombre sigue jurando y blandiendo la azada detrás de nosotros. Desde que entramos en Burgos, no hemos tenido demasiada suerte que digamos.
Anochece cuando llegamos a Peñaranda. Algunas mulas cruzan las calles o beben en la fuente de la plaza. Peñaranda, villa antigua y conservada, la más hermosa quizá que hemos visto en todo el viaje, parece dormir un sueño de piedra y siglos bajo las sombras de su castillo y de su colegiata. Llamamos al portón del palacio de Avellaneda, hoy convertido en albergue, con aulas y habitaciones construidas hace tiempo por la Sección Femenina para sus reuniones y cursillos culturales. Una estricta gobernanta, seguramente perteneciente a la antigua secta, pero reconvertida ahora en funcionaria, nos recibe de mala gana, aunque lo disimule. La cena y la habitación: aséptica, blanca, desinfectada, me hacen recordar mientras me duermo los lejanos años del internado.