Sigue nublado y amenazando lluvia. En el bar de la plaza donde desayunamos, un retrato del dueño con una trucha de seis kilos en la pared y dos clientes madrugadores: uno muy moreno y con testuz de toro y el otro pelirrojo y con cara de zorro; el uno con uniforme gris y el otro con mono azul: el alguacil y el barrendero, las fuerzas vivas del pueblo. A medias entre los dos, nos cuentan la fiesta de la pinochada y una historia bastante macarrónica del pueblo.
Hasta el mediodía, callejeamos por Vinuesa haciendo fotografías y pegando la hebra con quien nos sale al paso. El pueblo es limpio y bonito, cuajado de caserones, palacios y casas solariegas. Rezuma historia y arte por cada piedra. Está a mitad de ladera, dominando la ancha vega que forman al unirse el río Duero y el Revinuesa, que baja por la izquierda del puerto de Santa Inés y de las escarpaduras de la Laguna Negra.
Admiramos la última yunta de bueyes (Platero y Cachorro, de Paco el Zorro) que queda en Vinuesa para el arrastre por el monte de los pinos, fotografiamos unos cuantos palacios y caserones, charlamos un largo rato con dos antiguos vecinos de la sumergida aldea de La Muedra: don Felipe Capagatos y señora, y volvemos al mesón Laguna Negra para comer mesa con mesa con cuatro pescadores de Zaragoza. Fanfarrones, glotones y muy estirados, componen una estampa que debe de ser común por estos pueblos acostumbrados a las visitas de pescadores y cazadores adinerados de las provincias limítrofes.
Después de comer, nos acercamos al taller del último artesano de Vinuesa, un carpintero jubilado que mata su aburrimiento construyendo en madera y a mano reproducciones a distinto tamaño de los más importantes edificios de Vinuesa: la iglesia (con doscientos kilos de peso y dos años de trabajo), la ermita de la Soledad, el rollo, el puente romano que sepultó el pantano, etc. Se llama Raimundo Rejas y es un enamorado de la madera. Y un sabio. El olmo, el pino, el ciruelo, el roble, la carrasca, el peral, la noguera se convierten en sus manos en materiales de matices infinitos y posibilidades insospechadas. Le compramos un aradito romano como recuerdo.
Con el aradito a cuestas, por la calle nos encontramos con la señora Julia. La señora Julia es simpática y locuaz y ya no recuerda, dice, los años que tiene:
—Ochenta o noventa, no sé. Un día, si me acuerdo, le tengo que preguntar al señor cura.
En la misma vega de Vinuesa, comienza el pantano de la Cuerda del Pozo o de La Muedra, que así se llamaba el pueblo que sepultó. Fue terminado por los presos de guerra en 1936. Sobre las aguas, sólo se ven, desde la carretera, la torre desmochada de la iglesia y una enhiesta chimenea de ladrillo. Formaba parte, al parecer, de una antigua fundición construida por un indiano del pueblo para aprovechar el hierro del puerto de Santa Inés, que era transportado hasta aquí por recuas de caballerías. Hoy, la chimenea es sólo ya, alzada en medio del pantano, un homenaje a la desolación y la muerte.
Carretera abajo está la presa, ya vieja. Sobre ella, pasa la carreterilla que se desvía hacia Ciclones, a empalmar con la general de Soria a Burgos. Nosotros seguimos acompañando al Duero, en dirección a El Royo. El paisaje empieza a cambiar. La Tierra de Pinares termina prácticamente en la presa del pantano de La Muedra, el valle se abre siguiendo la oscura sombra de la Sierra Cebollera y los pinos desaparecen para dejar paso a las carrascas y los robles. A la izquierda, sobre una loma, se recorta el perfil de la ermita roqueda de la Virgen del Castillo.
Antes de El Royo, una carreterilla se desvía hacia Vilviestre de los Nabos, un pueblecito casi abandonado enclavado en la margen derecha del río. Son pocas casas y la mayor parte de ellas están caídas.
—Quedamos cuatro vecinos. Y casi todos viejos.
El que lo dice es un hombre ya mayor, el único que encontramos en todo el pueblo. Está en el huerto, excavando unas cebollas.
—Lo de los nabos viene de que aquí se sembraban muchos nabos. Hoy no queda ya ni la simiente.
El hombre, que se llama Marcelo y es el presidente casi obligado del pueblo, nos saca un porrón de vino y luego nos acompaña a ver Vilviestre.
—Un año —dice— casi nos coge una riada. Subió el pantano más de la cuenta y nos dijeron que teníamos que irnos. No hicimos caso. Y no pasó nada. Si no nos sacó de aquí la emigración, no iba a sacarnos el agua.
El pueblo produce una impresión muy triste: casas caídas, tejados semihundidos, maleza brotando entre las paredes… Junto a la escuela, un enorme tronco hueco es el único recuerdo que pervive del olmo que aquí hubo en tiempos.
—Lo cortamos el año pasado porque se había secado. Y pusimos en el hueco esta planta que ven, pero no ha prendido. La primavera que viene habrá que poner otra.
(Toda una metáfora de Soria: el olmo centenario, seco y talado, y el nuevo, que se resiste a prender).
Dejamos a Marcelo paseando por Vilviestre soledades y recuerdos y, por un camino de tierra, continuamos por la orilla derecha del río hacia Hinojosa, un pueblo antiguo, encaramado a un otero a la sombra de un castillo derruido. Como en Vilviestre, apenas quedan también dos o tres familias. Pero, en la vega, entre chopos y olmos, el palacio del conde de la Puebla de Valverde pone un punto de contraste e incomprensión a la ruina del castillo y de la aldea. Esto es Soria. Esto es Castilla: una ruina de piedras a la sombra del palacio de algún conde. El de Hinojosa es del siglo XVI, con fachada ostentosa y renacentista. Le rodean una huerta con estanque, un viejo olmo antañón y una gran fuente de piedra. Y, extramuros de la huerta, los interminables campos y bancales de labor, las majadas, los graneros, las caballerizas y los viejos almacenes y lavaderos de lana. Varias personas, que hablan con unción del señor conde, cuidan y guardan la hacienda. Éste sólo aparece por el verano, con gran despliegue de coches, criadas y jardineros. Y pone su bandera en lo alto del palacio para que toda la comarca sepa que ya ha llegado.
Volvemos por la carretera en dirección a El Royo cuando anochece. Atrás quedan las escasas luces de Langosto y Derroñadas. En El Royo, después de tres días por el Duero, encontramos la primera fonda. Allí cenamos y nos vamos a la cama, a soñar con los angelitos y a olvidar el frío.