El Royo es un pueblo viejo, de piedra y teja. Está en la falda de un monte, sobre la vega del Duero. Se nota todavía en sus calles y en sus plazas la insólita labor de la Sociedad Filantrópica de El Royo y Derroñadas, una sociedad formada a final del siglo pasado por los indianos de estos dos pueblos y dirigida a ayudarles, sobre todo en su conservación. Varias lápidas la recuerdan.
Mientras fotografiamos la iglesia, se nos acerca una señora:
—Es bonita la cigüeña, ¿eh?
—Sí. Sí que lo es.
—Un año tiraron el nido porque decían que perjudicaba al tejado y no vino la cigüeña. Parecía como si faltase alguien del pueblo.
La señora está orgullosa de su cigüeña:
—Es la más vieja de Soria. Cuando se van a marchar, allá por San Roque, se reúnen aquí todas las de la comarca. La de El Royo es la que manda.
El Royo y Derroñadas están prácticamente unidos por una hilera de chalés construidos a ambos lados de la carretera. Algunos son nuevos, pero la mayoría parecen corresponder a la época de esplendor de los indianos.
Más abajo está Langosto, un puñado de casas bien conservadas, pero no se sabe bien si habitadas. Sólo vemos a la entrada a un pastor conduciendo su rebaño hacia los campos.
Duero abajo, la carretera se bifurca. Un ramal cruza el río y trepa hasta unos cerros para salir por Toledillo a la general de Soria a Burgos; el otro sigue por el valle hacia Garray.
En los cerros de la margen derecha, siguiendo por el primero, encontramos dos aldeas: Oteruelos y Pedrajas. Las dos casi despobladas. En la primera, Oteruelos, una vieja desdentada intenta recomponer un carretillo con trozos de un caldero, alambre y un martillo. La mujer es un retrato en vivo de la resignación y la soledad sorianas.
—Aquí no queda nadie. Cuatro viejos. Esto es peor que la Siberia —dice, mientras continúa dando martillazos al carretillo. Sólo tres o cuatro perros la contemplan.
Volvemos a comer a la fonda de El Royo. La portada del periódico Soria, hogar y pueblo anuncia sobre una mesa:
Una vaca norteamericana produce 8000 litros de leche y una rusa sólo 3000.
FALLOS DEL SISTEMA SOVIÉTICO
Altos funcionarios y científicos lo reconocen
La ilustración, a toda plana, por supuesto es una vaca.
De El Royo hasta Garray, después de pasar de nuevo el desvío de Toledillo, la carretera atraviesa un ancho páramo, de greda y monte bajo, por cuya derecha, muy lejos, baja el Duero y a cuya izquierda agonizan poco a poco varios pueblos situados a caballo entre la sierra y el valle: Santervás, Dombellas, Canredondo… En todo el recorrido, sólo nos cruzamos con un pundonoroso ciclista que sube peleándose con los repechos de la carretera.
Garray ya está en la general de Soria a Logroño, a sólo ocho kilómetros de la capital soriana. En seguida se advierte su buena situación por el rosario de almacenes y hasta fábricas que rodean al antiguo caserío. Además, bajo el puente del pueblo, se unen el Tera y el Duero. La alameda que ambos forman al unirse en herradura merecería un paseo vespertino si no hiciera tanto frío.
Así que subimos para Numancia, que está en lo alto del cerro que domina el caserío de Garray y la unión del Tera y el Duero. Sopla el viento con fuerza sobre las piedras arruinadas, sobre las columnas y aljibes excavados, sobre las plantas de tomillo que a duras penas brotan entre ellas. Es tan fuerte y tan frío el viento que apenas nos deja oír nuestras propias palabras. Sin duda debió de ser memorable y dura la resistencia aquí, en este páramo altísimo y desolado.
Corremos hacia la casa del guarda. Mejor dicho, de los guardas, porque son dos. Emilio y Ángel, que así se llaman, están acurrucados junto a la chimenea. Emilio es gordo y un poco sordo, oriundo de Dombellas. Ángel nació aquí mismo, en esta misma casa, puesto que su padre y su abuelo fueron los anteriores guardas. Y en esta casa vive, solo, sin luz ni agua. Como un auténtico numantino.
Ángel recuerda una anécdota de sus años mozos:
—Yo andaba interesado en saber si era cierto que, con esas piedras de catapulta que ahí han visto, se podía alcanzar hasta el río Duero. Así que cogí una pequeña con una honda y la lancé. No la vi caer, pero, por la tarde, en Garray, un pescador estaba cagándose en la madre del que había estado a punto de dejarle seco de una pedrada. Como podrán suponer, me callé como un muerto.
Dejamos a Ángel y a Emilio junto a la lumbre y retornamos por la cuesta hacia Garray. Atrás queda también Numancia, olvidada, arruinada, bajo el viento y el frío.
A Soria llegamos al anochecer. Buscamos alojamiento en el Hotel Las Heras, un viejo hostal para viajeros y viajantes en el mismo centro de la ciudad, dejamos las cosas, nos quitamos un poco el polvo y el cansancio del camino y nos vamos a tomar unos vinos al callejón de San Clemente y a cenar. El Mesón Castellano, en la plaza del Ayuntamiento, nos ofrece la posibilidad de probar la comida de los pastores de Soria: migas y caldereta.
Cuando estamos acabando de cenar, se presentan en el mesón dos viejos conocidos míos: Ignacio Sanz, ceramista y estudioso segoviano, y Jesús Edo, un pintoresco pelendón soriano, profesor en Coca y buscador de tesoros arqueológicos. Están en Soria con motivo de una conferencia que el primero de ellos ha dado en un instituto. Con la alegría del encuentro, nos echamos a la calle. Y, al doblar una esquina, junto a la iglesia románica de San Juan de Rabanera, que Ignacio y Edo nos explicaban, aparece entre las sombras de la noche un viejo con gabardina azul, bastón de ciego y gorra de pana. Nuestros acompañantes lo reconocen al instante:
—¡Cesáreo!
Cesáreo es, al parecer, el decano de los gaiteros sorianos. Cesáreo es de Derroñadas (por donde hoy mismo pasamos) y allí vivió y trabajó de pastor hasta que, casi ciego, se vino a Soria a vender cupones. Y en ésas andaba ahora, pasadas ya las doce de la noche. El hombre es hablador y simpático. Conoce la ciudad y la provincia pueblo a pueblo, pues en la mayoría ha estado tocando alguna vez. Le compro un cupón y un caramillo (fabricado por él mismo con caña de carrizo) y quedamos con él para mañana.
Callejear por Soria en compañía de Cesáreo es asomarse a todos los rincones, atisbar en todos los portales y los bares, entrar sin pedir permiso en trastiendas y cocinas y, sobre todo, detenerse a cada paso para vender un cupón y saludar a alguien.
Cesáreo es una institución en la ciudad. Y a fe que lo merece. Es simpático, hablador y muy dinámico. Demasiado dinámico quizá para los sesenta y siete años que tiene y para su, teóricamente, triple condición de ciego, sordo y reumático.
—Ciego no soy porque escapé del hospital a tiempo. Me jodieron un ojo, pero no les di tiempo a que me jodieran del todo el otro. La sordera me la operaron con fortuna hace ya años y el reúma, que me tenía casi cojo y desahuciado por los médicos, me lo curó un curandero de aquí con unas cuantas hierbas.
Así que aquí tenemos a Cesáreo caminando por Soria sin tropezar con nadie, oyendo a quien le llama o le saluda desde lejos y yendo de un sitio a otro como una bicicleta. Los milagros en él operados son tan evidentes que no nos resistimos a pedirle la receta del curandero. El accede después de rogarnos que mantengamos el secreto: ortiga blanca, diente de león, encina de mar, espliego, consuelda, heliotropo y violeta; todo en dosis de una cucharada, tomado en infusión y endulzado con otra cucharada de miel.
Con la receta en el bolso, nos vamos a comer y, después, a tomar café al Círculo de la Amistad Numancia, en la calle del Collado, el viejo casino provinciano que cantara Antonio Machado hace ya setenta años. La copla, a la vista del casino y de los parroquianos, no ha perdido un ápice su vigencia.
Tras el café, bajamos hasta el Duero. Primero, vamos a San Juan, a ver el claustro, todo verde y umbrío tras las lluvias de los últimos días.
El guarda de San Juan de Duero es gordo y colorado y se llama Saturnino. El guarda Saturnino es de Vilviestre de los Nabos y está muy indignado con la tala del olmo seco de la plaza de su pueblo, que vimos anteayer. Todavía recuerda con emoción cuando, de niño, se metía por un hueco del gran tronco para robar los huevos de una gallina que tenía allí su nido. El guarda Saturnino tiene también otra pena: Linda, la perra que juega por el claustro mientras hacemos fotografías.
—Al director no le gusta que esté aquí —dice—. Pero ¿usted sabe la compañía que me hace?
Dejamos al guarda Saturnino con sus dos penas y nos vamos Duero abajo, por los setos de ciprés y hiedra mística y templaria de San Polo y el paseo de los álamos que inmortalizara Antonio Machado con sus versos, hacia la ermita roqueda de San Saturio. Está empezando otra vez a lloviznar.
Tras visitar la cueva y la ermita, llamamos a la puerta del santero. Al poco, aparece un hombre joven, con boina y luengas barbas, muy delgado. El hermano Cipriano, que así dice llamarse, se queda en la puerta, sin salir ni invitarnos a pasar. Tampoco accede a que le hagamos una fotografía. La conversación se hace así progresivamente artificial y fría. Al final, lo único que sacamos de él es un discurso extraño, mitad místico, mitad ecologista, y una recomendación: que, si queremos hablar con él, volvamos otro día y con un cuestionario de preguntas por escrito. ¡Extraña caridad la de este hermano, que se hace de rogar como un ministro!
Ponemos rumbo a Soria nuevamente. Cruzamos la ciudad, entre la concatedral de San Pedro y la iglesia de Santo Domingo, y subimos la cuesta del Espino, en dirección al olmo seco de Machado y la tumba de Leonor. El olmo nos produce, después de haber oído tantas veces su poema, una impresión penosa: remachado con ladrillos, clavos y cemento para sostenerlo en pie, como si se tratara de un edificio. El objetivo se ha conseguido, e incluso ahora su rama brota verdecida nuevamente, pero, a la vista del aspecto hormigonado de su tronco, no puedo evitar pensar si no hubiera sido mejor para él, para Machado y para todos que hubiese llegado con su hacha el leñador y ahora fuera, como en los versos, lanza de yugo o melena de campanas.
La tumba de Leonor siempre tiene flores. Está en la última fila del cementerio, junto a la iglesia, y se nota que la cuidan. Por sus constantes visitas, seguramente. Aunque, estos días, el encargado de ello, que ha salido de su caseta al vernos con el trípode y la cámara, esté más preocupado por el desagradable asunto ocurrido recientemente: un asalto nocturno sufrido por el cementerio que ha dejado varias tumbas destrozadas.
Atardece. La visita al olmo seco y al cementerio de Leonor nos ha dejado un poco tristes. Así que nos vamos a cenar al Mesón Garrido, que nos recomendaron ayer Ignacio Sanz y Jesús Edo, tomamos un café y una copa en la parte vieja y nos vamos a dormir.
Mañana nos espera un duro día.