Soria bajo la lluvia. Es fiesta y todo está cerrado. Compramos algunos libros, desayunamos y ponemos rumbo a Duruelo.

Carretera de Burgos. Campo de Valonsadero. Lluvia, lluvia. En Abejar, ya en la sierra, gasolinera y desvío. Son las doce del mediodía y la gente viene con paraguas de la misa de la ermita de la Virgen del Camino.

Tierra de Pinares. Bosque y bosque. Lluvia y lluvia. La cola del pantano de La Muedra. Molinos de Duero, Salduero, Covaleda… Pescadores en el río, aserraderos. Al final, Duruelo. Pueblo grande, con fábricas de muebles y más aserraderos. A la entrada, un camino forestal sube por la derecha en dirección al pico de Urbión y al nacimiento del Duero. Por el camino, pinos y lluvia. Arriba, también la niebla. La carretera se acaba a media ladera. A la izquierda, un ramal sigue hasta el mirador de Castroviejo, desde el que se debe de ver todo el valle; pero ahora hay mucha niebla. Por la derecha, otro ramal conduce hasta las fuentes del Duero. No podemos llegar por la niebla y la lluvia.

Abajo, cerca ya de Duruelo, un hombre corta un pino con una motosierra. Alrededor, vacas, yeguas e innumerables ardillas. Un paisaje de leyenda: las tierras de Alvargonzález. El hombre, de unos cuarenta y tantos años, se llama Leonardo Garijo y nos cuenta el sistema de aprovechamiento de los pinares. Los pinos son del pueblo, en régimen comunal. Cada hijo del pueblo (varón o hembra, soltero o casado) tiene derecho a un lote de pinos. Cada año los guardas forestales realizan el copeo o medición de los cuarteles de bosque. Luego, se hacen lotes y se sortean. Los pinos son la gran riqueza de todos estos pueblos. Hay sierras y fábricas de muebles. Y un gran respeto a los bosques. Nunca se tala más de lo que se repuebla. Y todos cuidan de que no haya incendios.

Comida en Casa Pirracas, en Duruelo. El dueño, un hombre sentencioso, pega la hebra con nosotros y nos cuenta historias de la tierra. Es cazador (hay mucho corzo y jabalí por el Urbión, según nos dice) y pescador con cualquier clase de cebo. Se llama Patricio, pero su abuelo, que era zapatero y muy dado a la lectura, le apodó Pirracas en honor de algún malvado personaje de novela. Pirracas nos sirve unas alubias con chorizo y un lomo de mucha enjundia, mientras por la ventana vemos la niebla, que continúa agarrada con tozudez a las crestas del Urbión.

A los postres, y en sustitución del padre, traba conversación con nosotros la hija de Pirracas, Patricia, una niña de diez años, pizpireta y habladora. Nos cuenta muchas cosas: la leyenda de la cueva del Tauro, junto al mirador de Castroviejo; la composición del escudo de Duruelo: dos ríos que se unen, el Duero y el Triguera, con un pino en el medio; sus excursiones por el campo en busca de caracoles y, por último, su gran secreto: la existencia de una cueva junto al río donde vive la zorra más vieja de toda Soria. Ante nuestro escepticismo, la niña, muy dispuesta, se ofrece a acompañarnos hasta ella.

Afuera, sigue lloviendo. Patricia nos conduce fuera del pueblo hasta la orilla del Duero. Un paisaje canadiense: vacas y yeguas pastan bajo los pinos y los abetos en medio de la lluvia. Desde allí se domina una vista del pueblo y de los aserraderos. Melancolía y niebla a lo lejos.

En la iglesia de Duruelo, a las cinco de la tarde, se celebran las «Flores de la Virgen». Llegan las mujeres con sus paraguas. Ni un solo hombre. Fotografiamos los enterramientos excavados en las rocas de la entrada y nos despedimos de Patricia y de Duruelo bajo una lluvia incesante.

Covaleda está a tres kilómetros y medio aguas abajo del Duero. Pueblo próspero y grande, rodeado de aserraderos y de pinares. Aquí se establecían antiguamente los campamentos de Falange donde forjaron sus primeras armas muchos políticos del franquismo y de hoy mismo. Covaleda aprovecha sus pinares en régimen comunal, lo mismo que Duruelo y que toda la Tierra de Pinares, y tiene fama de ser uno de los pueblos más ricos de toda España. La traza de sus edificios y la abundancia de comercios y de bares así parecen querer demostrarlo.

Sin embargo, cuando llegamos al pueblo, llueve a mares y no hay nadie por las calles. A duras penas encontramos un lugar donde alojarnos: una casa particular convertida artificialmente en hostal. El dueño nos cobra por adelantado y desaparece sin dar más explicaciones. Nosotros nos cambiamos de ropa y nos tumbamos un poco en la cama. Son las siete de la tarde. Media hora después, cuando volvemos a la calle, no sólo no ha dejado de llover, sino que está nevando con fuerza y los tejados de Covaleda están ya completamente blancos. De repente, el invierno.

Nos refugiamos en un bodegón y pedimos unas copas de coñac y una baraja. Por hacer algo. Sigue nevando y anochece. En todo el tiempo, sólo se nos acercan dos personajes. Los dos, tontos. Uno nos pregunta de qué pueblo somos y el otro si en nuestro pueblo también estará nevando. Extraña coincidencia la de los tontos de Covaleda en preocuparse por el origen de los forasteros.

Cenamos en La Chincha, un restaurante recomendado en las guías con dos tenedores, pero que no es más que un bar sin ni siquiera comedor. Aunque no están nada mal las codornices escabechadas que nos sirven. Paseamos la cena por el pueblo. Es medianoche. Ha dejado de nevar, pero hace frío. Es fiesta y los bares están llenos. De repente, el invierno.