Mientras desayunamos (en las Mantequerías Gil, en la carretera general de Soria), aparece en la cafetería un chico con una trucha enorme. La acaba de pescar cerca del puente. Ante nuestra estupefacción, la mide y la pesa en la báscula: setenta y cinco centímetros y más de cinco kilos. El chico se va, orgulloso, a enseñar su captura por el pueblo. Seguramente, volverá a pesarla y a medirla en varios bares y tiendas más.

Nosotros dedicamos la mañana a pasear por Almazán. La villa, pues villa es, está alzada sobre el Duero, encaramada a un otero desde el que se domina una gran extensión. Fue, al parecer, una de las ciudades amuralladas más importantes de la Edad Media y todavía conserva la impronta de sus épocas gloriosas en las calles que ascienden hacia la Plaza Mayor desde las puertas de los Herreros y del Reloj. En la plaza, un palacio del siglo XVI —el de los Hurtado de Mendoza—, una iglesia —la de San Miguel— y una estatua del Padre Laínez, popularmente conocido como el Multas porque está escribiendo algo en un papel, rematan un bello marco de soportales. Junto a la iglesia, en lo alto del tejado de un edificio en restauración, un cantero está labrando un bloque de piedra ante la atenta mirada de todos los jubilados de Almazán. Uno de ellos, al ver a Modoso hacer fotos de la plaza, se acerca para contarnos que «el cura de la estatua» fue un cura tan importante que en el Concilio de Trento, cuando él estaba enfermo, suspendían las sesiones. Nos cuenta también que el reloj de la puerta de su nombre es muy antiguo, pero que nunca atrasa ni adelanta. Y, en fin, que, hace ya muchos años, con ocasión de estar haciéndose obras en el coro de la iglesia de San Miguel, aparecieron varios esqueletos con un clavo incrustado en la calavera.

La mejor vista del Duero se tiene desde el Rollo de las Monjas, que es como llaman en Almazán a la torre de un convento en el que, aparte de fabricarse las famosas paciencias y yemas de Almazán, se acaba la muralla. El río corre abajo, entre choperas, aparentemente ajeno a cuanto ocurre en la ciudad. Pero, a poco que el visitante observe, descubrirá el reguero de vísceras y sangre que vierte al río el desagüe de un cercano matadero y, un poco más arriba, junto al puente, la riada de porquería que vierte el colector de la ciudad. Justo en ese lugar, un pescador tienta la suerte. Ante nuestra sorpresa, el pescador nos cuenta que allí se cogen las mejores piezas y que a él le da lo mismo lo que coman, pues está aquí para pasar el rato: de todas las capturas que consigue, guarda una para el gato y las demás las devuelve al Duero. Nosotros comprendemos ahora la razón del gran tamaño de la trucha que antes vimos y no podemos menos que reprimir las náuseas.

Huyendo del lugar, cruzamos la ciudad y, por la carretera, nos dirigimos a Casa Antonio. Por fortuna, hoy está abierto y podemos resarcirnos de la decepción de anoche con unos entremeses fritos y un somarro a la cazadora, que son los platos típicos de la casa. Antonio, un hombre gordo y barbilampiño, contempla desde una mesa el funcionamiento del comedor con la mirada sabia y distante de un capitán de barco.

Con el sol despuntando entre las nubes y Almazán adormecido bajo el peso de la siesta, tomamos la carretera de Matamala. A esta hora, el camino está desierto y corre con lentitud por la derecha del Duero, dejando en el horizonte, sobre un otero, el caserío de Tejerizas. Un poco más adelante, hacen su aparición los pinos. Pinos resineros que ocupan enormes extensiones de la zona y que constituyen, junto con el cereal, la principal riqueza de esta comarca.

Matute está a la izquierda de la carretera, junto al río. A la entrada del pueblo, lo único que vemos son dos pequeños autobuses aparcados en un prado y pintados con letras azules: Circo de los Hermanos Rochi. Dos hombres están tumbados bajo uno de ellos, arreglando una avería. Tratamos de entablar conversación, pero los dos resultan ser sordomudos. Nos hacen señas para que nos dirijamos a una mujer ya mayor que está tendiendo ropa cerca de ellos. La mujer, cuya coquetería de veterana del espectáculo delatan dos grandes aros y la redecilla de hilo con la que se recoge el pelo, resulta ser su madre. Orgullosa de que alguien se interese por su circo, Pilar Rochi, que así se llama, nos da cumplidas explicaciones a lo que le preguntamos. El circo lo integran solamente ella, su marido, sus dos hijos sordomudos y dos pollitos americanos que, al parecer, hacen equilibrios y piruetas sobre un aro. Son oriundos de Zaragoza, pero hace ya varios años que han circunscrito su área de acción a la provincia de Soria y pasan el invierno aquí, en Matute. Para no oxidarse, algún domingo, de tarde en tarde, desempolvan su función en el salón del pueblo, que es donde guardan los instrumentos. Auténtico neorrealismo. Auténticos años cincuenta. En la función, uno de los dos hijos ejecuta equilibrios y malabarismos. Le acompañan su madre a la batería y su padre, que ahora duerme la siesta, al resto de los instrumentos: acordeón, saxofón y guitarra eléctrica. Cada uno de los instrumentos, tanto los musicales como los que emplean para ejecutar los números, tiene no menos del medio siglo. El espectáculo se completa con una sesión de cine. Sesión de cine que haría las delicias del cinéfilo más nostálgico: Cara de bronce, Canción de cuna, Las hijas del Cid o Uno a uno, sin piedad, cuya proyección efectúan con una rudimentaria máquina fabricada enteramente por el otro de los hijos (un genio de la mecánica según su madre) y en la que la pieza fundamental es un foco de un avión. Los ingresos de esas sesiones los completan, en invierno, con las chapuzas que hace el mecánico, como, por ejemplo, el arreglo del reloj de la iglesia de Matute, que ahora tiene desarmado por completo en el propio salón del pueblo.

Abandonamos Matute con la impresión de haber retrocedido nuevamente a los años sesenta que anoche ya entrevimos en la pista de Almazán.

Matamala está río abajo, semioculto entre pinos. Matamala tiene una iglesia en lo alto de un cerro y una estación desierta, abandonada al silencio y a la herrumbre, en la que ya no para el tren. Matamala tiene también un indiano emprendedor y caprichoso que ha plantado dos docenas de secuoyas en una finca cercana al pueblo.

Santa María del Prado queda a la izquierda, cerca del río, entre huertos y rebaños. La carretera sigue entre los pinares (todos los pinos con su corte en la corteza y la cazoleta de barro para coger la resina) hasta el desvío de Centenera. Sólo unos cuantos viejos, sentados a la puerta de sus casas, nos saludan. Se extrañan de que alguien se aventure por aquí.

—Casi no viene ni el cura —nos dicen, justificándolo.

—Pues ya ven.

—Si van para Andaluz, por el cementerio. Tarde o temprano, todos acabamos yendo por ahí.

Extraña la fijación que en Soria tienen todos con la muerte. A poco que uno escarbe, la conversación termina siempre hablando de ella. ¿Por qué será?

El camino de Andaluz (camino de tierra, de la concentración parcelaria) va paralelo al Duero, entre cultivos de trigo, muy arrimado a la orilla. La soledad es tan grande que los pájaros y las liebres campan por sus respetos. Cruzan junto al camino, sorprendidos por nuestra presencia. El río, a nuestro lado, baja casi detenido, entre dos filas de chopos, sereno como una tabla.

Andaluz está detrás de una loma, arrimado, por un lado, a la ladera y, por el otro, a la hoz estrecha y breve que forma un pequeño arroyo que va hacia el Duero. En Andaluz, todas las casas son de adobe, excepto la iglesia, que es de piedra, tiene un bellísimo pórtico románico y domina el caserío desde lo alto.

En la plaza de Andaluz, una mujer esmata, según su propia expresión, habas para la siembra a la puerta de una casa sobre la cual hay pintado un letrero con trazos desiguales: Mesón del Labrador. La mujer deja su faena para entrar con nosotros y servirnos unas copas de coñac, puesto que café no tiene.

—Viene mucha gente a ver la iglesia, sí. Pero sólo los domingos y en verano.

La mujer ignora el nombre del pueblo, aunque responsabiliza de él, como de la mayoría de las cosas por estas tierras, a los moros que por aquí anduvieron hace ya siglos. No olvidemos que no lejos de aquí está Calatañazor, donde, según la leyenda, Almanzor perdió el tambor.

De Andaluz a Tajueco hay sólo una legua larga. En Tajueco, antiguamente, todos eran cacharreros (ceramistas, que se dice ahora), pero hoy sólo sobrevive uno, Máximo Almazán, que mantiene viva la antorcha, aprovechando la última moda de la artesanía. Entramos en el bar a preguntar por su casa y nos encontramos dentro a dos tipos fellinianos, padre e hijo seguramente, que juntos no pesarán menos de las treinta arrobas. Están comiendo dos bocadillos y en seguida nos ofrecen:

—¿Si gustan?

—No, gracias —dice Modoso—. Me está doliendo una muela.

—Pues lo mejor para las muelas —le dice el gordo mayor— es el agua bendecida.

Máximo, el cacharrero, no está en Tajueco. Está en Soria, nos dice su mujer, en una reunión de artesanos provinciales. Así que quedamos para mañana y ponemos rumbo a Berlanga, que ya está cerca. En Berlanga, buscamos alojamiento en el Hostal La Hoz (por la del río Escalote), el único que existe en todo el pueblo, y nos vamos a cenar y a conocerlo.

Es de noche y apenas hay nadie por la calle. Por fin, junto a la Colegiata, un hombre nos encamina a un sitio donde cenar, a la vez que nos anticipa tres cosas de la Colegiata, a saber: que le faltan cuatro torres porque el maestro de obras se cayó de un andamio y se mató antes de acabarla, que sólo en la ciudad de Oviedo hay otra colegiata que pueda compararse a ésta y que el famoso caimán que, según las guías, se trajo de las Indias Fray Tomás, un misionero de aquí que llegó a ser obispo de Panamá, no es un caimán como dicen, sino un enorme lagarto que vivía en las ruinas del castillo y que alcanzó tal tamaño porque se comía a los muertos del cercano cementerio.

El hombre nos deja cenando en Casa Vallecas, un mesón nuevo con buen cabrito frito. Luego, nos acercamos hasta la Plaza Mayor para tomar café en el casino y, cuando la campana de la Colegiata da la una, volvemos a la posada por los soportales desiertos entre el murmullo de la fuente y los ladridos de los perros.