22.EL FINAL DE UNA ERA
ELLIOT entregó la nota a Lucilda Wings, tal como le había indicado Mathilda Flessinga. No le costó demasiado tiempo encontrarla, pues aún se hallaba en el recibidor, junto a Tronero, movilizando a los aprendices para que desalojaran la escuela en el menor tiempo posible.
La maestra, al leer el pergamino, se quedó estupefacta. Le temblaban las manos. La directora le ordenaba entregar de inmediato al joven Tomclyde la alfombra más veloz que estuviese a su disposición, «fuese cual fuese». Se trataba de algo extremadamente urgente.
La maestra cumplió la orden tan pronto se recuperó del sobresalto. Se dirigieron al aula de Vuelo a toda prisa y allí, de un armario secreto, extrajo un modelo de alfombra que Elliot jamás había visto. Al desenrollarse, los ojos del muchacho brillaron ante la aerodinámica figura de oro deslumbrante. La alfombra era estrecha y alargada, con la parte frontal en forma de pico de pato para que cortase el viento sin esfuerzo alguno. Era un diseño prodigioso.
—¡Es fantástica! —exclamó Elliot. Pinki revoloteó sobre su cabeza. Al loro no le hacía mucha gracia aquel vehículo.
—Es una FlashSupersonic —le indicó la maestra de Vuelo, mientras acompañaba al joven al patio desde el que podría despegar sin llamar la atención—. Lo más rápido que hay en el mercado en estos momentos. Espero que le saques buen provecho, Elliot Tomclyde.
—Lo intentaré… —dijo Elliot, con una sonrisa en sus labios.
Pinki detestaba volar en los artilugios sin alas diseñados por los elementales. Ni las escobas ni las alfombras eran de su agrado, pues sus plumas se habían visto amenazadas cada vez que se había subido en una. Pero en aquel instante no estaba dispuesto a abandonar a su dueño. Aquel modelo dorado le desagradaba especialmente pero, aun así, acompañaría a Elliot dondequiera que fuese. Podía percibir con su pico las dificultades que los acechaban en aquellos instantes.
A diferencia de su mascota, Elliot sintió una sensación maravillosa al despegar. Fue como si su estómago se hubiese quedado atrás, para regresar a su posición pocos segundos después. Para entonces, la alfombra dorada había desaparecido entre las nubes y la maestra Wings la había perdido de vista.
Elliot no tardó en comprender por qué aquella alfombra se llamaba FlashSupersonic. Era rápida como un rayo. Casi sin darse cuenta, se encontró rodeando las laderas del Manaslu.
Había transcurrido algo más de una hora cuando posó la alfombra mágica sobre el desembarcadero. Flessinga le había indicado que así lo hiciera, ya que la amenaza del tornado desaparecería mientras el Oráculo estuviese presente. Y, puesto que el torrente de aire no surgió por ninguna parte, el muchacho intuyó que el Oráculo no andaría lejos.
—Elliot Tomclyde —saludó una voz a sus espaldas.
Aunque el joven lo esperaba, la aparición de improviso sobresaltó a Pinki, quien se puso a gritar improperios sobre sus cabezas.
Elliot se dio la vuelta y saludó al recién aparecido Oráculo. Prácticamente podía decirse que llevaban dos años sin verse las caras. Así como Elliot había crecido y madurado mucho desde aquella ocasión, el Oráculo no había cambiado en absoluto; ni siquiera su túnica de cristal líquido. Seguía siendo aquella mujer de aspecto agradable y cabellos morenos, para la que jamás pasaban los años. Su dulce voz pareció calmar los ánimos del multimorfo, que fue a posarse sobre el hombro de su amo.
—Me alegra saber que has podido venir tan rápido —prosiguió el Oráculo—. El tiempo apremia… Especialmente para mí.
Elliot frunció el ceño. ¿Qué había querido decir el Oráculo con esas palabras?
—Sé que hay dificultades… —comenzó a decir Elliot, antes de ser interrumpido por la mujer.
—Elliot, precisamente por esas dificultades es necesario que hable contigo. Ahora, escúchame bien —le ordenó. Elliot pudo percibir cómo casi le temblaba la voz. Aquel nerviosismo era algo muy poco habitual en la figura del Oráculo—. Llegaste al mundo elemental de una manera totalmente sorprendente e imprevista para todos nosotros. Cuando tuve la oportunidad de hablar contigo por primera vez, supe que tus capacidades sobre los cuatro elementos no eran por pura casualidad. No habían sido un mero capricho de la Madre Naturaleza, no. Aunque en aquel instante desconociese cuáles eran, en mi fuero interno sabía que te aguardaban grandes hazañas. Supongo que te habrás preguntado a menudo qué sería de tu vida una vez concluyeses tu aprendizaje mágico, qué harías, cuál sería tu destino. Pues bien, debes saber que ha llegado el momento de que lleves a cabo el cometido para el que la Madre Naturaleza te trajo al mágico mundo de los elementales.
El corazón de Elliot comenzó a palpitar con intensidad. ¿Significaba aquello que aquel aprendizaje tan especial, realizado a marchas forzadas, tenía un objetivo marcado por el destino? Entonces, según eso, ¿qué sorpresas le deparaba el futuro? La emoción que le hacían sentir aquellas preguntas, reventó en mil pedazos con las palabras del Oráculo.
—Mi ciclo llega a su fin —reveló la mujer, como si se hubiese quitado un buen peso de encima.
—¡No! —gritó Elliot, que no había podido contener su desconcierto ni su indignación—. ¡No es posible! ¡No permitiré que eso ocurra!
El Oráculo, mucho más tranquilo ahora, sonrió. —Agradezco tu valor y tus intenciones, Elliot. No obstante, me queda muy poco tiempo en este mundo y, antes de que eso ocurra…
—Pero para eso… Para que eso ocurra tendría que destruirse la Flor de la Armonía —dijo Elliot, temeroso—. Nadie va a permitir que eso suceda, ¿verdad? Tánatos no puede…
—Me temo que sí, mi querido muchacho —anunció la mujer, para horror del joven—. Siento la amenaza de la Flor de la Armonía en mi propio ser. Es algo intrínseco a mi naturaleza.
—No puede ser, no puede ser… —sollozó Elliot, incrédulo ante lo que le estaba contando el Oráculo.
—¡Elliot Tomclyde! —exclamó la mujer, cortando de inmediato los gemidos—. Lamentarse no sirve de nada, hay que actuar. En el momento en el que la Laptiterus Armoniattus caiga, yo desapareceré, y el mundo elemental se verá sumido en el caos y el desconcierto. No será una cosa que ocurrirá de inmediato, pero se irá viendo paulatinamente.
—Pero están los miembros del Consejo y hay mucha gente buena… No puede desvanecerse algo así…
—Precisamente por eso, el caos no irrumpirá de manera inmediata en el mundo, aunque Tánatos asumirá el mando tan pronto le sea posible.
Tras unos segundos de estupor, Elliot dijo:
—Tiene que haber algo que se pueda hacer para evitar esta catástrofe. Si yo pudiese…
—A estas alturas, no hay nada que pueda evitar la caída de la Flor de la Armonía, créeme. No obstante, sí hay algo que se puede hacer para subsanarlo. Ahí es donde tú entras en juego…
—¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo?
—Tu misión se desdobla en dos apartados —concretó el Oráculo—. El primero de ellos será la creación de una nueva Flor de la Armonía una vez se destruya la actual.
—Pero ¿cómo se supone que debo encontrar una Flor de la Armonía? ¿Dónde puedo hallar las semillas para plantar una nueva?
—Amigo mío, la Flor de la Armonía se crea, no se planta —corrigió la mujer. En ese preciso instante, su figura sufrió un ligero temblor—. No existen semillas capaces de hacer brotar una planta tan especial, cuya fuerza viene determinada por el poder de los cuatro elementos.
—Entonces, ¿qué debo hacer?
—Juntar las cuatro Piedras Elementales —contestó el Oráculo de sopetón—. Dicho así parece una tarea fácil, pero te puedo garantizar que no lo es. De su unión germinará la nueva Flor.
—¿Dónde se encuentran esas piedras?
—Ahí reside la dificultad de tu misión. Las piedras son cuatro y pueden encontrarse en cualquier lugar del mundo. El fondo del mar, el interior de un volcán, una mina… Cualquier lugar es posible.
—¡Es una tarea imposible! —protestó el muchacho, secundado por Pinki—. ¡Es peor que buscar una aguja en un pajar!
—Únicamente puedo decirte que, dependiendo de las condiciones, esas piedras reaccionan de una manera especial cuando entran en contacto con alguien. Además, suelen estar muy bien protegidas.
Elliot se llevó las manos a la cabeza.
—¿No podría ser un poco más específica, por favor?
—Me temo que no. Yo no he llegado a verlas jamás… —La voz del Oráculo parecía que venía del más allá y una nueva sacudida volvió a amenazar su presencia.
—Oh, genial —se lamentó Elliot—. Y ésa sólo es la primera parte de mi misión…
—Es evidente que Tánatos va a tratar de impedir que vea la luz una nueva Flor de la Armonía —anunció el Oráculo, acelerando mucho sus palabras. Le quedaban muy pocos segundos de existencia—. Precisamente el ifrit será tu otro objetivo.
—¿Acabar con él?
—Llevamos años intentando derrocar a Tánatos, pero de la manera equivocada —reveló la mujer, que no podía ocultar un rostro de sufrimiento. Unas lágrimas brotaron de sus ojos.
—¡Es demasiado poderoso!
—Ahora sabemos que es un ifrit… Se trata de un genio maligno tremendamente poderoso, sí, pero no deja de ser una criatura creada por un hechicero elemental. Sólo hay una manera de detener a un ifrit. Su punto débil…
—¿Cuál? —demandó Elliot ansioso.
—Busca… Busca… Aquello en lo que fue… creado.
—¡No! —dijo Elliot, llevando su mano hacia el lugar donde se encontraba la mujer.
La figura del Oráculo se desvaneció delante de sus narices, como si nunca hubiese estado allí. En la cabeza de Elliot retumbaron las últimas palabras pronunciadas por el Oráculo: «Busca aquello en lo que fue creado». ¿A qué se refería? De pronto sintió un murmullo mareante, que hizo ondear hasta su propia túnica. Elliot miró sorprendido su prenda de vestir, que ondeaba con vigor.
—¡El tornado! —exclamó alarmado. Recordó que Mathilda Flessinga le había avisado que el tornado no aparecería mientras el Oráculo estuviese presente… ¡Pero éste acababa de desaparecer! Sin tiempo para más lamentaciones, exclamó—: ¡Rápido, Pinki, salgamos de aquí! Tal vez nos necesiten Úter y los demás…
Las cosas no podían ir peor en la ciudadela de las hadas de la armonía. Mientras los proscritos elementales mantenían un particular duelo con el equipo de hechiceros defensores y Úter Slipherall a las puertas de la ciudad, los trentis se colaban por cualquier rendija que encontraban a su paso.
Poco después de apearse de la alfombra mágica, Gifu se dirigió tan rápido como sus cortas piernas se lo permitieron al lugar donde más trentis se agolpaban, batiéndose ferozmente con las hadas de la armonía. Aprovechó su sigiloso desplazamiento para lanzar un primer ataque a su retaguardia. Espolvoreó con sus polvos mágicos a un nutrido grupo de trentis que quedaron inmovilizados al instante. Tan pronto se dieron cuenta de la agresión, los duendecillos huyeron despavoridos sin control alguno. Pero sólo ganó unos segundos, los que tardó un trenti cubierto de musgo desde la cabeza a los pies en ver que el oponente era un único duende. Entonces volvieron a reagruparse.
—Perfecto —musitó Gifu, llevándose la mano de nuevo a su saquito de cuero mientras mostraba su daga amenazadoramente—. Unos metros más y os vuelvo a rociar con…
Los trentis habían comenzado a disgregarse. Fueron abriéndose y abriéndose para formar una medialuna. ¡Lo estaban acorralando!
Fue sorprendente la reacción del duende quien, meditando sus posibilidades de supervivencia si se enfrentaba a un grupo tan numeroso, decidió adoptar una interesante medida. Untó sus propios botines con polvos mágicos, mientras esperaba la llegada de los trentis. Miró hacia arriba. Entre las muchas estalactitas que había, una daba la impresión de ser especialmente resistente.
—Uno… Dos… ¡Tres!
Y con un brinco perfectamente calculado, Gifu se asió con todas sus fuerzas a la protuberancia de roca caliza mientras desprendía un nuevo puñado de polvos mágicos. Más trentis quedaron inmovilizados, otros se quedaron aguardando su caída y el resto se metió por las grietas adyacentes.
Resultaba increíble que esos conductos y fisuras que se abrían paso tras las cataratas llevasen hasta un espacio a cielo abierto, como si de un valle encantado se tratase. Bien es cierto que aquella extensión de terreno no era muy amplia, y estaba rodeada por elevadísimas montañas. Sin embargo, era lo suficientemente extensa como para que la luz del sol iluminase su interior.
Una impresionante vegetación multicolor crecía por todos lados, sesgada por unas sendas perfectamente cuidadas. Las casas de las hadas eran como pequeñas colmenas, ajustadas a su tamaño y aglomeradas en unas curiosas pirámides que parecían brotar de las plantas cada treintena de metros. Contemplada a vista de pájaro, podía distinguirse con total claridad una estructura heptagonal de cuyo centro surgía un claro. Resultaba algo extraño ver aquella calva entre tantos brotes. No obstante, no era más que un símbolo de respeto, de homenaje, hacia la planta más importante del mundo elemental: la Laptiterus Armoniattus. Y era en el centro de aquel peculiar microclima donde estaba cobijada esta planta.
Un gran revuelo se cernía sobre la ciudadela en aquellos instantes. Las hadas se defendían como buenamente podían, inmovilizando a los trentis con polvos mágicos o amenazándolos con sus diminutas espadas, que más bien parecían aguijones. Pero los seres recubiertos de musgo y ramas eran demasiados, y no estaban desprovistos de armas. Mientras unos tenían acorralado a Gifu, otros lanzaban incesantemente sus redes, atrapando a las inocentes criaturas aladas y haciendo inútiles sus esfuerzos por escapar del telar mágico que las envolvía. Poco a poco, el número de hadas fue disminuyendo hasta que quedó una cifra demasiado reducida como para poder detener a las menudas criaturas del elemento Tierra.
En aquel instante, las sombras cubrieron la ciudadela de las hadas, como si la noche se hubiese adelantado unas horas. Un frío glacial envolvió a las débiles criaturas, mientras una siniestra figura, enfundada en una túnica negra, hacía acto de presencia.
Tánatos acababa de llegar.
Extasiado ante la proximidad de su objetivo, dio los primeros pasos a través de los senderos que conducían hasta la Flor de la Armonía. Las plantas que guiaban cada uno de los caminos parecían marchitarse a su paso. Era como si su simple presencia acabase con la vida y la alegría que las rodeaba, llenándolas de turbación. Daba la impresión de que aquellas plantas eran conscientes de lo que iba a suceder. Desde luego, aquel temor no era injustificado.
Caminó unos pasos más y divisó la gran Flor. No estaba en su máximo esplendor, pues la Laptiterus Armoniattus aún tardaría muchos años en volver a florecer, pero la sola idea de tenerla a su alcance le hacía inmensamente feliz. Pensar que en unos minutos aquella planta dejaría de existir para dar paso al reinado del caos… ¡había sido su gran sueño! Y lo iba a cumplir.
Sus manos ya casi podían coger la Flor y estrangularla sin compasión cuando, de pronto, una voz resonó a sus espaldas.
—¡Detente, Tánatos!
El ifrit se paró en seco. Nadie le daba órdenes y menos en aquellas circunstancias. Se dio la vuelta, desafiante, y sus ojos inyectados en sangre se clavaron en el recién llegado. Tánatos no pudo evitar lucir una irónica sonrisa.
—Goryn Lamphard —dijo con voz sibilina—. Me esperaba a alguno de los miembros de ese estúpido Consejo o, incluso, al niño metomentodo… Debo reconocer que esto sí ha sido una sorpresa para mí. Por casualidad no habrás venido a evitar que me lleve la Flor…
—A eso y a acabar contigo —respondió valientemente el joven hechicero.
La carcajada fue escalofriante
—Estúpido elemental… —escupió Tánatos, mirándolo con desprecio—. Debo reconocer que tienes más agallas que tu antepasado. Sí, Weston huyó como una vulgar rata a esconderse en los apestosos bosques de Hiddenwood, pero terminé encontrándolo. ¿Y tú dices que ahora vienes a acabar conmigo? ¿Acaso sabes de lo que estás hablando? —preguntó, con desbordante suficiencia.
—Llevas demasiado tiempo incordiando. ¡Ya es hora de que alguien te trate como es debido!
—¡Ya lo creo que es hora de que me traten como es debido! ¡Y tú vas a ser el primero! —exclamó Tánatos.
Alzó sus largos y blanquecinos dedos y los orientó hacia Goryn. El hechicero de Tierra no tuvo tiempo de activar su Escudo Protector, y no le quedó más remedio que arrojarse a un lado para evitar el conjuro que le acababa de lanzar Tánatos. Tras rodar sobre sí mismo, Goryn se puso en pie de un salto.
—Veo que no careces de reflejos —rió Tánatos una vez más, divertido ante la patética escena—. Me temo que así no vas a durar mucho, Lamphard.
Goryn no se molestó en contestar a las palabras que con tanto desprecio le había dirigido el ifrit, y contraatacó inmediatamente.
—Herbicuerdas!
Al instante, de las plantas que rodeaban a Tánatos comenzaron a crecer largos y serpenteantes brotes que fueron enroscando su figura. Impregnados de la fuerza y la magia de Goryn, estrujaron a su víctima igual que una anaconda en la selva del Amazonas. Si bien, en este caso, la víctima no terminó asfixiada y sus huesos permanecieron intactos. Tánatos se estaba mofando de su contrincante y, cuando se cansó, envolvió su cuerpo en llamas.
Goryn se quedó atónito al ver el sobrecogedor espectáculo. De pronto, las llamas se desvanecieron y en su lugar apareció el ifrit completamente intacto. Por el contrario, las ramas y brotes que lo atenazaban yacían a sus pies… carbonizadas. Fue entonces cuando el hechicero de Hiddenwood se percató de la monumental fuerza de su oponente.
Desconcertado como se había quedado, Goryn olvidó activar su Escudo Protector por segunda vez, y Tánatos volvió a la carga una vez más. Esta vez el hechicero no tuvo tiempo ni de moverse, pero suspiró aliviado al ver que los brillantes rayos congeladores pasaban sin rozarle. De pronto, sintió un escalofrío en su espalda. La frialdad en la mirada de Tánatos y su ausencia de reacción le hicieron deducir que no había errado en su disparo. Con horror, Goryn volvió su cabeza para contemplar los cuerpos congelados de la docena de elementales que habían optado por seguir sus pasos. Sus rostros de sorpresa e impotencia habían quedado grabados en las macabras estatuas en las que habían sido transformados.
Goryn respiró con fuerza y, por fin, activó su Escudo Protector (Scudetto!) sin más dilación. Tras la orden, se formó a su lado la figura del protector del elemento Tierra. Sin lugar a dudas, iba a consumir parte de su energía mágica pero, visto lo visto, resultaba imprescindible… si quería sobrevivir.
De nuevo fue Tánatos quien atacó pero, en lugar de hacerlo contra el último de los Lamphard, dirigió su furia a la figura arbórea que lo amparaba. Dada la fortaleza mágica de su creador, fácilmente podía tener una vida de aproximadamente media hora. Al ifrit no le duró ni cinco minutos. Sus ataques eran especialmente virulentos, lo que motivaron un consumo extraordinario de energía. Por mucho que la defensa del Escudo fuese numantina, haciendo brotar ramas y ramas cada vez que le eran cercenadas, el hechizo no tardó en diluirse como un azucarillo.
El elemental tragó saliva. Era consciente de su delicada situación. Crear un nuevo Escudo Protector lo debilitaría hasta puntos extremos. Y, visto el poderío de Tánatos, enfrentarse a él sin más era poco menos que encaminarse a una muerte segura.
—Bien, sólo quedamos tú y yo —anunció Tánatos con voz espectral. Sin duda era consciente de los pensamientos que atravesaban la mente del hechicero—. Asúmelo, Lamphard, no vas a poder detenerme. Voy a destruir la Laptiterus Armoniattus y voy a hacerme con el control del mundo elemental, te guste o no.
Desquiciado por estas últimas palabras, Goryn volvió a la carga. Era una situación desesperada y tenía que hacer lo que estuviese en sus manos por arañar unos segundos más de vida a la Flor de la Armonía. Tal vez eso diese tiempo a aparecer a los miembros del Consejo o quizá llegase alguna ayuda inesperada. Disparó hasta tres rayos inmovilizadores, que Tánatos desvió como si de mosquitos se tratara. Cuando iba a lanzar el cuarto, las palabras del ifrit le helaron la sangre:
—Aunque físicamente no te pareces mucho a tu antepasado, no hay duda de que has heredado su obstinación. Por eso, creo que mereces acabar de la misma manera que él —dijo, desviando el cuarto rayo paralizante conjurado por un rabioso Goryn.
Sin perder un instante, Tánatos alzó las manos y, durante unos segundos que parecieron una eternidad, murmuró unas indescifrables palabras. Con un movimiento vertiginoso de sus manos, lanzó el fulminante conjuro sobre el valeroso Goryn Lamphard.
Ni siquiera se preocupó de admirar el resultado final de su obra. Dándose media vuelta, dejó a sus espaldas al último de los Lamphard transformado en un portentoso espejo y se fue directo hacia su gran objetivo: la Flor de la Armonía.
Tres años después, se le brindaba una nueva oportunidad de acabar de una manera definitiva con el equilibrio y sembrar el caos de una vez por todas. La primera vez que tuvo la Laptiterus Armoniattus a su disposición, en Nucleum, cometió un error de principiante. En aquella ocasión, trató de apropiarse de la magia de la Flor. Se quedó tan embebido por el logro y lo que estaba a punto de conseguir, que perdió el tiempo en exceso y la oportunidad se le escapó. Si bien es cierto que parte de culpa la tuvo el inepto de aquel carcelero, Helier, y el mocoso entrometido de Elliot Tomclyde. Para él tenía previsto un castigo especial. Pero antes, acabaría con la dichosa planta.
En esta ocasión no se deleitaría ni un ápice. ¿Para qué necesitaba el poder de la Flor si ya era más poderoso que cualquier otro elemental? Iría por la vía rápida, que resultaría lo más práctico. Sin los miembros del Consejo presentes y con las hadas de la armonía batallando con los trentis, la Flor de la Armonía carecía de una protección especial. Por eso pudo acercarse hasta ella sin mayores problemas. Allí se encontraba, majestuosa, con forma de lirio invertido. Su monumental capullo permanecía cerrado, descansando hasta el próximo florecimiento que nunca más tendría lugar. No mientras él estuviese presente.
Tan pronto se encontró a un par de metros de ella, con una pequeña fioritura de sus manos, dio rienda suelta a su elemento favorito: el Fuego. Al instante, las llamas se cebaron con la Flor de la Armonía. De arriba abajo, la planta quedó enteramente cubierta por las voraces lenguas de fuego. Los ojos de Tánatos contemplaron con satisfacción cómo el elemento de la energía y la destrucción actuaba sobre ella. Era extremadamente resistente, pero cuando los pétalos se abrieron medio carbonizados, el ifrit casi pudo sentir sus gritos de angustia por despedirse de este mundo.
El equilibrio estaba sentenciado. Llegaba la hora del caos. La Laptiterus Armoniattus estaba en sus últimos estertores cuando resonaron unos pasos detrás de Tánatos. Un chillido de angustia fue todo lo que profirió uno de ellos: había sido Mathilda Flessinga. Tánatos podía intuir quiénes eran los recién llegados, pero lo hacían tarde. Le habían ganado en varias batallas, pero él era el vencedor de ésta.
—Canalla…
Pero la voz de Aureolus Pathfinder quedó ahogada por un hecho insólito que los dejó a todos anonadados. Nadie podía esperarse algo así, pero Tánatos se sintió enormemente complacido al verlo. Cuando el último reducto de la Flor de la Armonía quedó reducido a cenizas, el espejo que separaba al ifrit de los cuatro grandes elementales reventó en mil pedazos. Los trozos en los que se fragmentó el cristal volaron como cuchillas por el aire. Aunque recibió un pequeño corte en el reverso de su mano derecha, Magnus Gardelegen tuvo suficientes reflejos para proteger a sus compañeros de la impactante embestida.
Cuando unos segundos después regresó la calma, Tánatos había desaparecido dejando en el centro del claro un montoncito de carbón y cenizas. También lo habían hecho todos aquellos que en el exterior habían combatido bajo sus órdenes: nereidas, aspiretes, trentis, trolls, proscritos…
Poco les faltó a los representantes elementales para derrumbarse ante tan desalentador espectáculo.
—Al final lo ha conseguido —reconoció Cloris Pleseck entre lágrimas.
—Nos las pagará —juraba Pathfinder, cuya ardiente indignación iba en aumento.
Magnus Gardelegen no pronunció palabra alguna. Como hipnotizado, se dirigió a lo que quedaba de aquel espejo que nunca había estado allí. Un frío marco sin cristal que en su parte superior tenía grabadas las letras que conformaban un nombre. Al leerlo, le fue imposible contener las lágrimas de tristeza. Incluso Aureolus Pathfinder se vio embargado por la emoción. Ninguno quería dar crédito a lo que estaban viendo, pero algo les decía que era real. Desgraciadamente, aquella vez sí que era real. Más allá de ver los restos calcinados de la Flor de la Armonía, sentían un vacío inmenso por la pérdida de un fiel elemental. Un amigo. Goryn Lamphard.
Y si la Laptiterus Armoniattus había caído…
—Entonces el Oráculo también nos ha dejado —dijo Cloris Pleseck, meneando la cabeza—. No puede estar sucediendo esto…
—Tiene que ser una pesadilla —la secundó Mathilda Flessinga.
Un destello dorado salió del túnel como una exhalación. Era Elliot Tomclyde que, montado sobre la veloz alfombra, acababa de llegar. Contempló el caos que rodeaba a los abatidos miembros del Consejo de los Elementales. Desgraciadamente, podía intuir gran parte de lo que acababa de ocurrir en aquel lugar. Resultaba obvio que la Flor de la Armonía ya no estaba, pero…
—¿Había un espejo aquí? —preguntó Elliot al ver los cristales rotos—. Podíamos haber…
Pero se calló de inmediato al ver el gesto de Magnus Gardelegen. Algo no iba bien. Al parecer, la Flor que garantizaba el equilibrio elemental no había sido la única pérdida de aquel día.
Con paso pesado, se acercó hasta el marco que permanecía en pie, inerte. Le recordó muchísimo al que había visitado clandestinamente en varias ocasiones en la mansión de los Lamphard. «No puede ser», pensó con el corazón en un puño. Temeroso, alzó la cabeza y constató aquello que le oprimía con fuerza el estómago. La pesadilla se hizo realidad y, entre lágrimas, no pudo hacer otra cosa que gritar:
—¡NOOOOOOOOOOOO!