5.COMIENZAN LAS CLASES
HABÍA llegado el día.
Poco después de almorzar y tras despedirse de sus padres, Elliot puso rumbo a la escuela de Hiddenwood para utilizar el espejo que le trasladaría a Windbourgh.
Es cierto que iba con el tiempo más que sobrado. Pero como muy pocos sabían que aquel año, una vez más, no estudiaría en Hiddenwood, prefería hacer acto de presencia en la escuela antes de que llegara el grueso de los estudiantes. En cualquier caso, cuando se adentró en el recibidor del edificio alargado blanco, se encontró con más aprendices de los esperados. Al parecer, muchos eran alumnos de intercambio y habían llegado el primer día de septiembre.
Elliot procuró mantenerse ajeno al gentío. Curiosamente, no se tropezó con ninguno de sus antiguos compañeros, quienes, a buen seguro, apurarían hasta última hora sus vacaciones. Aunque se había escrito con él durante ese tiempo, lamentó no tener la oportunidad de cruzar unas palabras con Eric. De hecho, esa misma mañana había pasado expresamente por Buzón Express para despedirse de su amigo pues, desde que se conocieran, iba a ser la primera vez que pasarían tanto tiempo seguido sin verse.
No tardó en llegar al despacho de Cloris Pleseck. La directora estaba esperándole para abrirle la puerta que daba a la escuela de Windbourgh.
—¡Elliot! —exclamó al verle. Se levantó y se acercó hasta él—. ¿Qué tal has pasado este verano?
—Bien, muchas gracias —respondió el muchacho con corrección.
—Me alegra saberlo —contestó con una sonrisa—. ¿Estás preparado?
Elliot asintió. En realidad, no cruzaron más palabras de las necesarias. La directora estaba muy atareada por el inicio del curso y el muchacho quería instalarse cuanto antes en su nueva escuela, por lo que enseguida se adentraron en el corredor que les devolvió al vestíbulo principal.
Con cierta melancolía, Elliot siguió a Pleseck a través de las puertas de cristal que daban acceso al luminoso patio ajardinado donde la escuela albergaba sus espejos. Con paso decidido, se acercaron hasta aquel que Elliot había utilizado en anteriores desplazamientos. La representante del elemento Tierra susurró el conjuro de apertura y, sin más dilación, el muchacho se abrió camino hacia el último de sus destinos como aprendiz.
El ambiente por los alrededores de la escuela estaba muy tranquilo. Demasiado tranquilo. Comenzaba a oscurecer y a Mariana, escondida tras unas inmensas adelfas, le intranquilizaba no ver a ningún aprendiz en los jardines que circundaban la escuela de Hiddenwood.
Corrió desconfiada y, con la astucia de una raposa, se coló en el vestíbulo principal. No había sido nada complicado llegar hasta allí. Precisamente era eso lo que la preocupaba: la ausencia de problemas. Aunque el recibidor estaba tan desierto como los alrededores, le llegaba el constante murmullo de niños. No se encontraban lejos.
Siguiendo la dirección de donde provenían las voces, la nereida se acercó hasta toparse con una enorme puerta de roble. Era el único obstáculo que se interponía entre ella y su objetivo. Puso toda su atención y, entre el griterío, distinguió el ruido de cubiertos golpeando los platos y vasos brindando entre sí… No cabía duda alguna: se estaba celebrando la cena de apertura de curso y la escuela entera, profesores incluidos, se encontraba congregada en el comedor.
Ciertamente, no era conveniente entrar en aquel momento, ni siquiera bajo la apariencia de una aprendiz primeriza. Llamaría en exceso la atención y el éxito de su misión radicaba en pasar completamente inadvertida. No, debería esperar a que la cena terminase y a que los estudiantes se dirigiesen a sus respectivos dormitorios.
Lo que sí hizo la nereida mientras transcurría la interminable espera, además de husmear por aquí y por allí, fue prepararse para el momento determinante. Hubo de hacer un gran esfuerzo de concentración para recordar la apariencia de la última niña que viera en su vida y mutar su cuerpo en el suyo. Cuando por fin logró que su físico cobrara la apariencia de una niña de unos doce años, morena y con unos graciosos tirabuzones, vestida con su brillante túnica verde, aún hubo de esperar media hora más hasta que el bullicio se trasladó a los pasillos.
Fue entonces cuando aprovechó para colarse entre la multitud de jóvenes aprendices que, saciados por el gran banquete, se unieron en corrillos para tener unas últimas palabras antes de acostarse.
—¡Hola! —saludó la nereida con un desbordante desparpajo a un grupo de aprendices que aparentaban ser de primer curso.
—¡Hola! —exclamó una simpática chica de ojos azules—. ¿Cómo te llamas? No te habíamos visto antes…
—Soy Marión. ¿Y vosotros? —respondió al instante la recién incorporada. No cabía duda de que era toda una experta suplantando personalidades. Inmediatamente después entablaron conversación sobre sus diversas procedencias y sobre las clases que darían comienzo al día siguiente. Mientras hablaba, Marión estaba ojo avizor por si detectaba a Elliot Tomclyde por algún sitio.
Ni rastro.
Cambió de grupo un par de veces, pero el resultado fue igual de infructuoso. Por eso, con cierto grado de nerviosismo, decidió aproximarse hasta un muchacho regordete de pelo erizado.
—Perdona —lo llamó, dando un ligero tirón a su túnica.
—¿Sí? —contestó el chico.
—¿Conoces a Elliot Tomclyde? —preguntó Marión.
La ansiedad por encontrarlo la había hecho ser más agresiva. Aquel aprendiz tenía que conocerle. Debía de ser de los mayores…
—Sí, claro. ¿Quién no conoce a Elliot? —repuso guiñándole un ojo.
—Es que no lo he visto…
—Yo tampoco —le dijo—. Perdona, no me he presentado, me llamo Héctor.
La muchacha sonrió y siguió hablando. En pocos segundos averiguó que ese joven no sólo conocía a Elliot Tomclyde, sino que además estaba en su curso.
—¿Querías algo de él? —quiso saber Héctor.
—No, yo sólo… Ya sabes, sólo verle. Es que soy de primero y… Bueno, quizá un autógrafo —reconoció, sonrojándose.
—Ah, comprendo.
—Bueno, es igual. ¿Podrías decirme por dónde se va a los dormitorios de las chicas? Aún ando un poco despistada…
—Claro —asintió el muchacho cortésmente—. Te acompaño. Verás qué fácil es.
Sortearon unos aprendices de segundo y cruzaron el inmenso recibidor en dirección a unas escaleras que Héctor señaló.
—Por ahí se va a vuestras habitaciones. Una vez arriba, será mejor que preguntes a una de las chicas. Ellas sabrán orientarte mejor.
—Gracias —contestó Marión, aunque su mirada estaba enfocada en otra dirección—. ¿Y qué hay tras esa puerta de ahí?
La muchacha se encaminó hacia una portezuela que se escondía en un lugar más apartado. Héctor la siguió.
—Oh, no te recomendaría que fueses investigando todas las puertas que encuentres en esta escuela. Podría llevarte varios cursos descubrir todos sus secretos… si es que alguna vez lo logras.
La puerta en cuestión daba a un compartimiento bastante oscuro en el que la joven se adentró sin temor alguno. Héctor insistió en que saliera de allí. Era tarde y pronto pasarían revista a los dormitorios. Tras llamarla un par de veces, una silueta se dibujó frente a él. La reconoció al instante. No recordaba que tras esa puerta hubiesen guardado un espejo. El caso es que, como si de un reflejo se tratara, su propia persona se había materializado frente a él. Extrañado, se rascó la cabeza.
Al ver que el reflejo no respondía de igual manera, frunció el entrecejo. Aquello era muy extraño… De pronto, sintió un brutal impacto en la sien y todo se volvió tan negro como la noche.
Una vez su cuerpo estuvo al otro lado del espejo, a miles de kilómetros de Hiddenwood, la lucidez le duró unos segundos. Elliot se encontró en un enorme salón de piedra, con grandes y vistosos tapices colgados de las paredes. Una colosal lámpara de araña con incontables velas colgaba del techo; las antorchas ancladas en los muros completaban la iluminación de la estancia.
Justo en ese instante, una mujer vestida con una túnica blanca se abrió paso a través de un grueso portón de roble de doble hoja. El pelo moreno rizado y esos hinchados mofletes conferían una simpatía especial al rostro de Mathilda Flessinga. Antes de que se le nublara la vista y sus piernas se volvieran de gelatina, Elliot pudo distinguir que la mujer sostenía en sus manos una copa dorada.
El muchacho reaccionó inmediatamente a los efectos del tónico. Con los oídos ligeramente embotados, pudo oír la voz de Flessinga.
—Me acaba de avisar Cloris de tu llegada y he venido todo lo rápido que he podido.
La garganta le ardía pero, aun así, pudo preguntar:
—¿Qué me ha pasado?
—Oh, nada grave —respondió la directora—. Son los efectos de la altitud. De hecho, has de saber que Windbourgh está a una altitud más que considerable, y la cantidad de oxígeno que se respira aquí es menor de la habitual, pero te acostumbrarás rápido. Ya lo verás.
Al ponerse en pie, Elliot puso en tela de juicio las palabras de Mathilda Flessinga. Le pesaban las piernas como si fuesen de plomo, respiraba con dificultad y se sentía tan cansado como si hubiese dado una vuelta a la Tierra… corriendo. Se encontraba tan mal que no sabía si lograría habituarse a vivir en la principal escuela del Aire.
Flessinga, consciente del habitual desconcierto de los recién llegados, orientó a Elliot hasta los dormitorios de chicos para que pudiese descansar.
Las horas que estuvo tendido en su cama le parecieron segundos. Eso sí, el descanso y los efectos del reconstituyente ayudaron a que, cuando se levantó, se sintiese más persona. De hecho, el tónico debía de haberle abierto un agujero en el estómago, porque sentía un hambre atroz.
Salió de la habitación y se adentró en un profundo pasillo de piedra atiborrado de puertas. Fue entonces cuando su mente comenzó a reaccionar. Pese a que Pinki estaba con él, se sentía solo. Ninguno de sus amigos estaba allí: Eric y Sheila, en Hiddenwood; Eloise, en Bubbleville… Ciertamente, tampoco se toparía con gente menos agradable, como las gemelas Pherald, o con Emery Graveyard. Pero eso no le proporcionó consuelo alguno.
—¡Hola, Elliot! —El joven se sobresaltó al oír aquella voz a sus espaldas—. A no ser que quieras llamar en exceso la atención en el comedor, deberías ponerte una túnica blanca…
Elliot se giró lentamente y sus ojos se encontraron con un muchacho de rostro vivaracho y alegre. Como siempre, tenía el cabello castaño revuelto y unos chispeantes ojos del mismo tono. Lo había reconocido al instante.
—¡Coreen! —saludó Elliot—. ¡No esperaba encontrarte aquí!
Coreen Puckett era un aprendiz de su misma edad. El destino quiso que se encontrasen el verano anterior, mientras estaba de acampada con los Damboury. Por si fuera poco, también coincidieron en Blazeditch, donde los dos sufrieron a la temible Iceheart.
—Ni yo a ti… —reconoció el aprendiz del Aire acercándose un poco más a su amigo—. ¡Vaya, Elliot! ¿Vas a acompañarnos este año en Windbourgh? Yo pensaba que habías hecho tu intercambio el año pasado…
—Y así fue —corroboró el aprendiz—. Pero sería una larga historia.
—En ese caso, la dejaremos para otro día. No sé tú, pero yo tengo un hambre feroz…
Más sosegado y con alguien en quien apoyarse, Elliot reconoció que él también tenía un apetito voraz. Juntos recorrieron los corredores de lo que parecía un castillo medieval.
Tan pronto llegaron al comedor, el muchacho se quedó boquiabierto al ver el banquete que les esperaba. En ninguna de las otras tres escuelas mágicas había visto nada semejante.
Era un comedor tan profundo que casi se perdía de vista el final. Elliot recorrió con la vista las numerosas columnas sobre las que se asentaba el techo. Los galones, las ventanas lanceadas, todo era de ensueño. Pero, con diferencia, lo que más llamó su atención fueron las dos larguísimas mesas desbordantes de exquisiteces en la parte central del comedor. Los bancos que las acompañaban iban ocupándose de aprendices.
—Si no espabilamos, nos quedaremos sin cena —le apresuró Coreen, sin mucha convicción.
A Elliot le fue imposible probar todos y cada uno de los platos que se habían servido. Comió la crema de calabaza, las jugosas viandas asadas, el pudín de pescado con la textura de una nube, las perdices escabechadas… ¿Y los postres? ¡Los postres eran aún mejores! Deliciosos y cremosos helados, tartas tan bien surtidas como los árboles de Navidad, chocolatinas y dulces por todos lados…
Antes de abandonar el comedor, Mathilda Flessinga les dio la bienvenida y les deseó un provechoso curso a todos. Inmediatamente después, los aprendices fueron saliendo ruidosamente del comedor. Elliot y Coreen salieron juntos y se despidieron al llegar a la habitación.
Al ver la cama, el aprendiz volvió a sentirse terriblemente cansado, pero había comido tanto que le costó un buen rato dormirse. Mientras el sueño le vencía, pensó una vez más en sus amigos de Hiddenwood, en Eloise, y agradeció que, después de todo, hubiese encontrado un amigo en su nueva escuela.
Fue precisamente con Coreen Puckett con quien bajó a desayunar a la mañana siguiente. También fueron juntos al aula donde tendría lugar la primera de las lecciones: Meteorología. A Elliot no se le daba mal esta disciplina, o al menos no se le había dado mal en su vertiente acuática cuando la estudió en Bubbleville. Con Tao Tsunami logró hacer grandes progresos en el control de las aguas.
En esta ocasión, las clases iban a estar conducidas por Osvaldo Tronero, un veterano elemental nacido en los Andes. Era un hombre pragmático y dedicó poco tiempo a conocer a sus alumnos. No tardó en explicarles que a él únicamente le interesaban las fuerzas de la Naturaleza: las tormentas, los tornados, los huracanes, los relámpagos, los grandes vientos…
—Conmigo aprenderéis a controlar las tormentas y a desencadenarlas, si es preciso. —Con una suave palmada de sus manos, propició una ligera lluvia sobre los aprendices—. Bien. Ahora que ya estáis despiertos, podemos comenzar a trabajar.
Héctor había asistido a la primera lección del curso con sus demás compañeros. Ruf y Puf, los dos duendes, impartieron una soberbia lección sobre los golems —criaturas animadas creadas a partir de materia inanimada—. Tal como explicaron a sus alumnos, la creación de estas criaturas quedaba restringida por la Ley Elemental en su decimonoveno decreto, como sucedía con los genios, los ifrits y otras criaturas que necesitan de un hechicero para su creación. No obstante, eso no significaba que no debieran ser estudiados en la escuela como seres mágicos que eran.
Aunque a Héctor le pareció muy interesante la lección —los duendes le felicitaron por estar más atento que en otras ocasiones—, no logró extraer información de provecho alguno. Fue en la segunda clase, la que impartía aquel profesor calvo vestido de negro que había visto con anterioridad, cuando tuvo la oportunidad de sacar algo en claro.
Les habían llevado a un bosque antiquísimo donde crecían unos árboles que debían de tener miles de años. Sus troncos, ligeramente recubiertos de musgo y retorcidos como ochos, crecían hasta fundirse con el cielo. El maestro los colocó en parejas para buscar unas rarísimas flores de color violáceo. Junto a él se había colocado una chica de intensos cabellos rubios.
—¡Hola, Héctor! —saludó la muchacha—. Ya echaba de menos esto de salir al bosque en busca de plantas…
—Hola, hola… —contestó el muchacho—. Sí. Ya se me había olvidado cómo se hacía esto.
La chica se rió, adentrándose unos metros en la espesura.
—No exageres. A ti no se te da nada mal. ¿Recuerdas qué bien lo hicimos durante el primer curso? ¡Nos ganamos unas invitaciones para asistir a la Fiesta de Florecimiento!
Héctor hizo un gesto con su mano y disimuló fingiendo que buscaba algo entre las raíces de uno de los árboles.
—¿Sabes algo de Tomclyde? —preguntó como quien no quiere la cosa.
La cara de la muchacha adquirió una rigidez que llamó la atención de Héctor.
—Perdona, ¿he dicho algo malo? Yo…
—No —contestó ella ariscamente—. Si quieres saber algo de Elliot, mejor pregúntale a su inseparable Eric. Yo no sé nada de él. Últimamente no nos hablamos…
Y se volvió a buscar las flores violetas.
El falso Héctor sonrió satisfecho. Poco a poco iba estrechando el cerco en torno a Elliot Tomclyde, aunque sabía que no podía entretenerse demasiado. En cualquier momento encontrarían el cuerpo del verdadero Héctor y se le acabaría la tranquilidad.
Durante la tarde del martes, se movió entre los estudiantes tratando de averiguar quién era el tal Eric. No era fácil identificar a un muchacho en concreto, en una escuela plagada de niños, sin llamar la atención. Entre otras cosas, porque Héctor era un compañero de su mismo curso y porque entre los aprendices solían llamarse por sus apellidos. ¡Y no sabía cómo se apellidaba ese Eric!
Finalmente, al comienzo de la lección de Geología y Mineralogía logró identificar al chico. Fue gracias al profesor, que pasó lista con una parsimonia asombrosa, pues era su primer día al frente de esa disciplina, ya que Silexus se había jubilado. Sin embargo, a partir de aquel instante, su preocupación fue en aumento. En primer lugar, porque el profesor no había nombrado a Elliot Tomclyde, lo que daba a entender que no estaba inscrito en el curso. Y en segundo lugar, porque se avecinaban problemas. Las siguientes lecciones serían las de Geohechizos e Ilusionismo, y ella era una nereida. Como tal, no poseía la capacidad de hacer magia… Tenía que averiguar dónde se encontraba Elliot antes de quedar en evidencia delante de todo el mundo. Pero ¿dónde demonios se había metido el muchacho? Si no estaba estudiando en Hiddenwood, ¿dónde lo hacía?
Afortunadamente, la respuesta a esa pregunta llegó antes de la clase del jueves. No obstante, dejó a la nereida patidifusa.
—¿Aún no lo sabes? —le dijo Eric, sirviéndose más tarta de melaza—. Está en Windbourgh.
—¡Windbourgh! —exclamó, abriendo los ojos como platos—. Pero eso queda lejísimos…
—Y que lo digas. A ver si aprovecho que no tenemos muchos deberes y le envío una carta. Le daré recuerdos de tu parte.
—Gracias —contestó, viendo cómo se alejaba el joven amigo de Elliot.
¿Windbourgh? ¿Y cómo se suponía que iba a llegar ella hasta la capital del Aire? Después de todo, la tarea que le había encomendado Tánatos iba a resultar más complicada de lo esperado.
Elliot prosiguió sus clases con total normalidad. El martes conoció a la famosa maestra Phipps, a cuyo cargo estaba la asignatura de Aerohechizos, la favorita de los aprendices. Durante aquella primera lección, estuvo haciendo un repaso de los hechizos que sus alumnos habían aprendido durante los cursos anteriores. Elliot ya conocía el de flotación —Flotatum—, pero había algunos de los que nunca había oído hablar. Precisamente por eso, la profesora le recomendó que se quedase con ella aquella tarde para ir conociéndolos y poniéndolos en práctica.
Al día siguiente bajaron a los sótanos del castillo. Un olor a humedad invadió el ambiente, y más de uno decidió ponerse la túnica de invierno para asistir a la lección de Seres Mágicos del Aire. Del fondo del aula, tan oscura e insondable como un abismo, surgió la maestra. Eleanor Foothills resultó ser una profesora, cuando menos, peculiar. Era una mujer corpulenta, musculosa, con unas mandíbulas tan fuertes como las de un perro de presa y que acostumbraba a llevar su desgreñado pelo sujeto en una cola de caballo.
—Tengo mucho trabajo preparado para este curso —anunció Foothills con una voz más propia de un troll de las cavernas—. A lo largo de él, os mostraré algunas de las criaturas más peligrosas con las que podríais llegar a encontraros en el mundo elemental. Entre otros, tendremos tiempo para estudiar a los grifos y las arpías, esas mujeres con alas de buitre.
—¿Y los dragones? —preguntó un alumno procedente de África. Elliot recordaba haberlo visto el año anterior, en Blazeditch.
—Mucho me temo que no quedan ya muchos dragones en el mundo —respondió la profesora, para decepción del joven—. Tal vez podríamos dedicarles una clase teórica más adelante, pero no garantizo nada. De entrada, dedicaremos estas dos o tres primeras lecciones a estudiar las gárgolas.
—¿Las gárgolas? —preguntó una muchacha—. ¿Y qué interés pueden tener unas criaturas de piedra?
Foothills no ocultó su sonrisa.
—Joven, aún tienes mucho que aprender. Ahí donde las ves, las gárgolas no son simples estatuas decorativas. Son guardianes —reveló, para interés de los asistentes—. Que estén petrificadas no significa que no sepan qué sucede a su alrededor. Cuántos elementales habrán dicho: «¡Si las paredes hablaran!». Eso es porque no sabían de la existencia de las gárgolas.
—¿Y son peligrosas?
—Ciertamente, pueden serlo —afirmó Foothills—. Son entes de defensa, dotadas de una dura coraza…
En ese instante, se iluminó el fondo de la estancia dejando entrever una horrible figura de piedra. Estaba anclada en un pequeño pedestal que sobresalía de la pared. La gárgola estaba tan encogida que apenas superaba el medio metro de envergadura. Sus alas, recogidas, envolvían la totalidad de su espalda. Y la cara, pese a su hieratismo, era horrorosamente fea.
—… como podéis comprobar en este ejemplar que aquí tenemos —completó la maestra.
Aunque la mayoría había visto alguna gárgola en su vida, no habían tenido la oportunidad de apreciarla desde tan cerca. Por eso, más de uno suspiró.
—Pues así, quieta, no parece tan peligrosa —apuntó un aprendiz de tez morena.
—Como siempre, las apariencias engañan. Es verdad que una gárgola en estado de letargo no es peligrosa. Cuando debes tener verdadero cuidado es al despertarla… De hecho, al despertar a una de ellas deberás responder correctamente a su enigma. De lo contrario, habrás de vértelas con sus afiladas garras.
—¿Y por qué tendríamos que despertarlas si son tan peligrosas?
—Porque son francamente útiles —respondió Foothills esbozando una amplia sonrisa—. Venga, necesito un voluntario que quiera ponerse a prueba.
Ninguno de los alumnos parecía dispuesto a ello.
—¿Nadie se atreve con esta pequeña gárgola? Os puedo garantizar que las hay mayores… y mucho más peligrosas —insistió la maestra—. Bien, si ninguno se ofrece, lo elegiré yo…
Pese a su insistencia, los aprendices prefirieron ampararse en la fortuna del azar para no ser elegidos.
—No me dejáis otra opción —dijo Foothills, mirando ceñuda a sus alumnos. Pasó la mirada de uno a otro, hasta que sus ojos se clavaron en una cara que, pese a conocerla, no la había sido visto nunca por Windbourgh—. Elliot Tomclyde, ¿verdad?
Elliot asintió ligeramente.
—Tengo entendido que te has enfrentado a criaturas mucho más peligrosas que esta gárgola. No creo que tengas muchos problemas con ella. Acércate, por favor —pidió la maestra.
A Elliot no le hizo mucha gracia. Es cierto que se había enfrentado a trentis, momias… Por no hablar del mismísimo Tánatos. Pero el hecho de tener que actuar delante de toda la clase ante una criatura desconocida, no le inspiraba mucha confianza. El aprendiz dio dos pasos al frente y tragó saliva.
—Aproxímate un poco más. Eso es, ahí está bien. La gárgola seguía tan quieta como siempre, pues no se había practicado el conjuro para despertarla. No obstante, Elliot la miraba cada vez más desconfiado.
—El hechizo para revivir a una gárgola no es difícil. Lo complicado suele ser responder acertadamente al acertijo que te proponga —adelantó la profesora bajo la atenta mirada del resto de la clase—. Ahora, coloca tus manos sobre la cabeza de la criatura —le indicó al aprendiz.
El joven adelantó sus temblorosas manos, nada convencido.
—Tranquilo, la gárgola nunca te hará nada hasta que hayas respondido a su enigma —lo tranquilizó… relativamente—. Ahora, con voz firme, deberás pronunciar la palabra que la despertará: Insomnio! Como ves, es un hechizo muy fácil de recordar que mantendrá a la criatura despierta hasta que le ordenes volver a su estado de descanso (Letarggo!) o, en su defecto, hasta que llegue el próximo amanecer. ¿Te ha quedado todo claro?
Elliot asintió.
—En ese caso, adelante.
La clase entera oyó el hechizo de Elliot. En cuanto sus manos sintieron un mínimo movimiento, suspiró y dio un brinco hacia atrás.
Todos pudieron ver cómo la gárgola se desperezaba y emitía un parsimonioso bostezo. Pese al sustancial cambio, el color de la criatura seguía siendo un gris piedra que se camuflaba a la perfección con la pared. De pronto, su boca se abrió enseñando unos poderosos colmillos. Su voz vibró en las paredes del sótano.
—Si me has despertado es porque algo quieres saber, pero antes este acertijo habrás de resolver —dijo con voz rítmica, grave y pausada.
Calló un instante, como si estuviese pensando el enigma que había de plantear, antes de volver a hablar otra vez:
Jamás llegarás a verlo, ni tampoco a comerlo. Rápido y fuerte puede llegar a ser, antes de desaparecer, mas siempre lo podrás detectarsi una bandera ves ondear. La cara de Elliot se puso pálida como la cera al oír la primera rima. Los nervios fueron atenazándolo a medida que a sus oídos llegaban los comentarios de sus compañeros. Más aún cuando uno de ellos dijo que aquello «estaba chupado». Eso era muy fácil decirlo cuando no se tenía delante a una criatura afilando sus garras para lanzarse a su cuello a la menor oportunidad.
El muchacho respiró hondo, para concentrarse al máximo. No se podía ver, ni tampoco comer, se repitió mentalmente. Podía ser rápido y fuerte. Si era rápido, sería difícil de ver, claro. ¿Qué criatura se movía tan rápido que no podía ser captada por el ojo humano? Desde luego, si no se la veía sería imposible cazarla y, ciertamente, no te la podrías comer.
«Lo podrás detectar si una bandera ves ondear.» Eso ya cambiaba el enfoque del enigma. Además, algo en su interior le decía que era la clave para descifrarlo. Y, en un momento de inspiración, le vino la respuesta. Una bandera ondea cuando hay viento, que puede ser más o menos fuerte y, desde luego, era invisible. Sí, ahora lo tenía claro.
—El viento —respondió entonces Elliot, seguro de sí mismo.
—Así es, muchacho —confirmó la gárgola inmediatamente después—. Ahora, dime, ¿qué información deseas saber?
—Estupendo —lo felicitó la maestra—. Habrás podido comprobar que lo más importante en estos casos es mantener la calma. No obstante, éste era un enigma sencillo y el peligro estaba limitado. Sin duda, hay gárgolas mucho más grandes y veteranas que merecen un gran respeto y cuyos enigmas suponen grandes retos hasta para los hechiceros más inteligentes. Muchos elementales han perdido la vida al errar en su respuesta por lo que, el próximo día, aprenderemos cómo defendernos del ataque de una gárgola.