14.EL PLAN DE TÁNATOS

JAMÁS llegaría a acostumbrarse a viajar en semejante bestia. Lo había hecho varias veces en los últimos meses y cada vez le gustaba menos. Como cualquier criatura acuática, detestaba cualquier cosa relacionada con el Aire porque le producía un profundo desagrado. Además, cada vez que aquel animal batía sus alas, su estómago amenazaba con salir disparado por la boca. Y luego estaban las constantes subidas y bajadas para aprovechar las corrientes de aire, que no hacían más que marearla. Sin lugar a dudas, las criaturas del agua no estaban hechas para hacer viajes de larga distancia sobre los lomos de un grifo ni de otra criatura.

Por si fuera poco, había tenido que trabajar a destajo durante las vacaciones. Tenía que aprovecharlas si no quería levantar sospechas; era el momento para informar a Tánatos. Ni siquiera cabía la posibilidad de retrasarse un día, pues su presencia en la escuela de Windbourgh era indispensable. Un solo retraso tiraría por la borda el esfuerzo de un trabajo bien hecho. Y aquella bestia no era más lenta porque no podía.

Hacía dos días que había abandonado la ciudad de Windbourgh. Fue al anochecer, cuando nadie podía verla. Desde entonces, había realizado esporádicas paradas para comer algo y para que la bestia repusiera sus fuerzas. El resto del tiempo lo había pasado sobrevolando montañas, valles y ríos. Procuraba evitar las ciudades, tanto humanas como elementales, para no ser vista. Aunque muy buen ojo habría que tener para otear un grifo con una nereida montada sobre su lomo a semejante altura.

El aterrizaje fue casi tan patético como el despegue. El grifo posó sus patas traseras de león sin cuidado alguno, frenando el exceso de velocidad que llevaba al alcanzar el suelo. Estaba agotado. Cuando sus garras de águila se clavaron como estiletes en la tierra reblandecida, se paró en seco profiriendo un intenso alarido de dolor. Con el impulso, Mariana estuvo a punto de salir despedida por encima de su cabeza. Afortunadamente, tuvo suficientes reflejos para agarrarse con todas sus fuerzas a las plumas de las alas, motivando un nuevo quejido del animal.

—¡Bestia inmunda! —le espetó la nereida, una vez sus pies se encontraron seguros en las inmediaciones del volcán. Se sacudió el polvo del viaje y dirigió una última mirada iracunda al rudo animal, que se lamía insistentemente sus cuartos traseros—. Lenta, torpe y maloliente. ¡A quién se le ocurriría crear una criatura así!

A sus espaldas se alzaba una abrumadora aglomeración de rocas y mugre, donde era materialmente imposible que asomase vegetación alguna. En medio de aquel paraje tan inhóspito se abría una cavidad de difícil acceso. Precisamente de su interior surgió aquella voz.

—Veo que ya has llegado —anunció en un tono frío, carente de toda emoción—. Has tardado más de lo esperado.

Mariana se volteó con un sobresalto. Sus revueltos cabellos de platino se erizaron como electrificados, y sus ojos azules se clavaron como puñales en su interlocutor. En la entrada de la cueva, únicamente podía percibirse la cenicienta faz y las alargadas manos de Tánatos. El resto de su cuerpo quedaba perfectamente camuflado con la oscuridad que lo envolvía. No dijo nada. Simplemente, enfurecida, se acercó hasta él.

—Supongo que no habrás sobrevolado tal cantidad de kilómetros en grifo sólo para ponerme esa cara —le espetó Tánatos, esbozando una irónica sonrisa—. Vamos, suéltalo de una vez.

La nereida sabía que no tenía otra opción. Aunque le sentara igual que haberse tragado un centenar de escorpiones vivos, para eso había ido a ver a Tánatos. Para traerle noticias.

—Lo he encontrado —anunció como si se quitase un fardo de encima—. He hallado el escondite secreto de Weston Lamphard.

—Sigue —ordenó, apenas pudiendo disimular su júbilo.

—Tal como preveías, fue el niño Tomclyde quien me condujo hasta allí. Iba acompañado por otros dos jóvenes. Un chico moreno y…

—Ahórrate los detalles, ve al grano.

Mariana obedeció.

—Sabía que tramaban algo, porque cada fin de semana salían de la escuela. Sin duda, estaban buscando algo —afirmó, haciendo una pequeña pausa para tomar aire—. Los muchachos habían escondido un par de alfombras voladoras a las afueras de la escuela, que empleaban para desplazarse cada vez que realizaban una nueva expedición.

—¿Consideras eso ir al grano? —le espetó Tánatos, ansioso por conocer el desenlace de la historia. En esta ocasión, Mariana le ignoró.

—A partir de aquel instante, puesto que no estoy capacitada para hacer magia que me permita volar en alfombra o escoba, no tuve más remedio que subirme a lomos de ese grifo que me enviaste y seguirlos de lejos en todas sus salidas.

—Te recuerdo que puedes transformarte en una criatura con alas si así lo deseas —interrumpió Tánatos. Su comentario no estaba ausente de sorna.

Mariana sintió un escalofrío ante la idea. ¡Cómo despreciaba a Tánatos!

—Afortunadamente para mí —prosiguió, ahorrándose cualquier tipo de comentario—, los jóvenes iban a una velocidad asequible, tan concentrados en su búsqueda, que ni siquiera pensaron que podía haber alguien pisándoles los talones —dijo con orgullo la nereida—. Así llegó el día en que los muchachos se aproximaron al Manaslu, cuyo nombre descubrí más adelante. Hice bien en mantenerme alejada, pues un inmenso tornado protege la montaña cada vez que alguien se aproxima a ella.

—¿Y…?

La nereida negó con la cabeza.

—Por un instante tuve la esperanza de que pudieran ser absorbidos por la fuerza del tornado, pero no. Lograron refugiarse en el escondrijo de Lamphard, en una de las laderas de la cumbre.

—Interesante —sopesó Tánatos, frotándose las manos—. Y dices que esa cumbre es el Manaslu…

—Así es —afirmó Mariana—. Cuando todo regresó a la calma y los aprendices se marcharon de allí, sobrevolé la zona. No tardé mucho en ver la puerta, disimulada entre dos salientes…

—¿Qué encontraste en el lugar secreto de mi querido Weston? —volvió a interrumpir la afilada voz de Tánatos.

—No había muchas cosas, la verdad —reconoció la criatura del agua—. Aunque te interesará saber que hay un mapa…

—¿Un mapa? ¿Lo has traído?

—No. Se trata de un mapa un tanto especial —adelantó ella, con malicia. Sabía que aquella noticia fastidiaría a Tánatos, pues, si quería verlo, no tendría más remedio que viajar hasta el lugar—. Está labrado en la misma pared de roca y muestra el emplazamiento exacto donde se alberga eso que tanto codicias…

Los ojos inyectados en sangre de Tánatos se abrieron hasta alcanzar unas proporciones desconocidas por Mariana. Después de tanto tiempo, la Laptiterus Armoniattus se había puesto a su alcance de nuevo. No obstante, pese a que la noticia era desgarradoramente agradable, se mantuvo tan frío como un témpano de hielo.

—Bien, bien…

La conversación se prolongó durante unos minutos más. Tánatos se hizo una idea bastante clara del lugar en que las hadas de la armonía escondían la valiosa Flor. También se hizo eco de los escasos bienes que aún albergaba la misteriosa estancia, pero no tardó en desconectar. Estaba claro que debía personarse él mismo en aquel lugar y comprobar que la nereida no había pasado nada por alto. Weston Lamphard no se hubiese molestado en instalarse en un lugar tan remoto para esconder únicamente un miserable mapa labrado en roca. No… En aquel escondite tenía que haber algo más y él lo encontraría. Sin lugar a dudas…

—Has hecho un gran trabajo —prosiguió Tánatos, y esto, para alguien como él, era una grandísimo halago—. Ahora necesito que regreses y mantengas bajo estrecha vigilancia al joven Tomclyde. Más aún… si cabe.

—¿No piensas ir en busca de la Flor de la Armonía? —preguntó con extrañeza la nereida.

Tánatos se quedó pensativo durante unos segundos antes de contestar.

—Tiempo al tiempo —fue su respuesta final—. Es necesario preparar el golpe adecuadamente, con paciencia. Esta vez nada saldrá mal.

Su carcajada provocó ligeros desprendimientos de roca a ambos lados de la entrada de la gruta. El grifo se puso nervioso y se encabritó ostensiblemente.

—En ese caso, será mejor que me vaya —dictaminó la nereida—. No dispongo de mucho tiempo si quiero estar presente en Windbourgh en cuanto empiecen las clases.

—Es una sabia decisión.

Mariana hizo una leve inclinación de cabeza a modo de despedida y su deslavazada melena le cayó hacia delante. Una vez más, debería soportar un insufrible viaje en grifo.

—Mariana… —la llamó Tánatos cuando ya estaba montada a horcajadas sobre la bestia.

Con un rápido gesto, hizo aparecer de la nada un jugoso saquito repleto de joyas y se lo lanzó.

—No pensarías que ibas a marcharte con las manos vacías.

La nereida sopesó el obsequio con ambas manos, y lo guardó en su alforja de viaje.

—Muchas gracias.

—Por cierto… —dijo Tánatos justo cuando la nereida se disponía a espolear al grifo—. Me temo que ese animal no está en condiciones de viajar. Apenas puede sostener su pata trasera izquierda. No, no, no… Esa torcedura no tiene muy buena pinta que digamos.

—¡Maldición! —exclamó la nereida—. ¿No podrías hacer algo para ayudarlo?

—Oh, me temo que eso atentaría contra el equilibrio —ironizó Tánatos—. Creo que esta vez no vas a tener más remedio que transformarte en una hermosa criatura con alas, querida.

La nereida dirigió una mirada de odio a Tánatos y se bajó de un salto del grifo. Mientras Mariana maldecía sin cesar su mala suerte, la criatura suspiraba de alivio. Tánatos sonrió al ver cómo la orgullosa nereida se veía obligada a transformarse, ni más ni menos, que en un aspirete.

—¡Qué mujer! ¡Qué carácter! —murmuró.

Una vez más, la nereida puso rumbo a la capital del elemento Aire.

Tánatos no cabía en sí de júbilo. Era consciente de que tenía la Laptiterus Armoniattus a su alcance, pero no quería dar un solo paso en falso. Era muy importante no perder la calma y, sobre todo, no precipitarse. Que supiese dónde se escondía la Flor, no implicaba que fuese a lanzarse como un poseso en su busca. No. Eso sería un gravísimo error.

Era necesaria una buena planificación, una estrategia infalible. Para ello necesitaba tiempo. Precisamente había esperado tanto para culminar su sueño, que unos meses más no iban a suponer un problema. No en esta ocasión. En cualquier caso, antes de organizar cualquier tipo de ofensiva, era imprescindible visitar el refugio secreto de Weston Lamphard. Quería cerciorarse de que la información de Mariana era la correcta y que no había nada más de relevancia en aquel lugar…

Unos días después, Tánatos se desplazó hasta el punto que le había indicado Mariana en la ladera del Manaslu y registró exhaustivamente el despacho. Rebuscó por todos los rincones, tanteó la piedra aquí y allá buscando compartimientos ocultos, lanzó hechizos de revelación… Pero su esfuerzo fue inútil. Allí no había nada más que lo que sus ojos veían. Nada que no fuera lo que le había descrito la nereida. Por eso, en un ataque de ira, Tánatos descargó su furia sobre los objetos que tenía a su alcance.

—¡Dónde la escondiste, maldito Lamphard! —exclamaba cada vez que arrojaba un libro o un utensilio mágico contra el muro de piedra—. ¡Dónde!

De nada había servido que Mariana hubiese pasado por allí como un fantasma, sin tocar nada de su sitio. Tánatos dejó el mismo rastro que un ciclón, dando rienda suelta a su cólera por no haber encontrado algo más. Algo que esperaba hallar. Desde luego, no parecía importarle en exceso que el niño Tomclyde o quienquiera que visitase el escondite en los próximos días se enterase de que alguien más había estado fisgando por allí.

Enrabietado pese a haber confirmado la localización de la Flor de la Armonía en el mapa, Tánatos puso rumbo a otra parte del mundo. Un lugar donde buscar nuevos y fuertes aliados. Era preciso comenzar a preparar el gran asalto.

La noche se cernía sobre aquella escabrosa quebrada. Las rocas desprendidas formaban surrealistas sombras a la luz de la escasa luna que hasta allí llegaba, y que apenas lograba dibujar las siluetas de las ciclópeas huellas que había marcadas por el camino de arena. Difícilmente el ojo humano podría percatarse de aquellas marcas en la oscuridad. No era el caso de los trolls de las cavernas, cuya portentosa envergadura les permitía ver a grandes distancias, sin necesidad de prestar excesiva atención al terreno por el que caminaban.

Hacía un par de horas que el sol se había puesto, y aún seguían llegando los más rezagados a la congregación para la que habían sido convocados. La medianoche sería el momento clave. Poco antes de la hora fijada para el comienzo de la reunión, llegó el último de los citados. Su nombre era impronunciable, como el de todos los de su especie, y, aunque era un poco más alto que sus congéneres, físicamente tampoco difería mucho de los demás. Por su constitución tan ruda y tiesa, parecía un roble con patas. Caminaba como un ánade de tres metros de altura, despreocupadamente, desplazando su colosal corpachón con pasos pesados por el desfiladero. Sus hombros, tan anchos y robustos como un ropero, hacían temblar las paredes del despeñadero propiciando que algunas rocas del tamaño de sandías se desmoronasen, dejando a su paso el camino sembrado de piedras.

Desde su privilegiada altura, alcanzó a ver la inmensa hoguera que iluminaba el final de la quebrada. Aún hubo de dar unos cuantos pasos hasta unirse al numeroso grupo de trolls de las cavernas que se aglomeraba entorno a las crepitantes llamas de fuego.

Al verlo aparecer, un murmullo incomprensible invadió el lugar, y los trolls se pusieron torpemente en pie, como señal de respeto. El recién llegado dejó escapar una burda sonrisa, enseñando unos dientes tan amarillentos como asquerosos, y alzó sus manazas en señal de agradecimiento.

—Nosotros sentar —vino a decir con una voz gutural en el idioma de los trolls de las cavernas. Se trataba de un lenguaje tan basto como sus propios oradores, de manera que, en ocasiones, resultaba difícil de comprender hasta para ellos mismos. No obstante, los presentes parecieron adivinar el significado de aquellas palabras y fueron reposando sus corpachones en el suelo—. Hoy venir hechicero. Hablar nosotros.

Los trolls menearon sus cabezas, grandes como tinajas, y las greñas se movieron con vehemencia. Cada vez que la magia se interponía en su camino se ponían especialmente nerviosos. El recién llegado, que parecía el jefe, volvió a tomar de nuevo la palabra.

—Hechicero traer oferta —anunció con parsimonia, para que todos le oyesen. Las llamas iluminaban los sonrientes rostros de los trolls—. Nosotros discutir. ¡Ser fuertes!

Vítores y gritos de apoyo resonaron entre todos los presentes. No obstante, probablemente les atraía más la idea del banquete con el que concluiría la concentración. Sobre todo si había carne fresca de por medio…

Sin previo aviso, las llamas se agitaron y se elevaron en un brutal fogonazo. Apenas duró una décima de segundo, pero fue suficiente para deslumbrar a las criaturas que estaban sentadas a su alrededor. Cuando sus desproporcionados ojos se adaptaron de nuevo a la penumbra reinante, una figura se alzaba junto a la hoguera. Por su tamaño y constitución, sin lugar a dudas era un humano. Alto, espigado y enfundado en una túnica negra de satén, los contemplaba con un rostro imperturbable. Una levísima mueca en sus labios era toda la expresión que se adivinaba en su faz cenicienta. Sus ojos, oscuros e inyectados en sangre, no aparentaban miedo alguno a ser devorado, aunque tampoco mostraban la suficiente osadía para cruzar una mirada directa con ellos. Ese gesto hubiese sido interpretado por los trolls como un auténtico desafío, y Tánatos sabía muy bien lo que se hacía.

El troll que parecía haberse erigido en el jefe de los presentes tomó la palabra una vez más.

—Bienvenido, hechicero —saludó con pesadez, casi deteniéndose en cada sílaba. Sin lugar a dudas, había hecho un enorme esfuerzo por ordenar las dos palabras y pronunciarlas correctamente.

—Gracias, amigo —respondió Tánatos en un tono más cordial de lo que era habitual en él—. Gracias por esta calurosa recepción.

Probablemente, el troll no supiese lo que era una calurosa recepción pero, en cualquier caso, Tánatos siguió hablando para no dejarle pensar.

—He venido esta noche a reunirme con vosotros como un amigo —se dirigió, ahora sí, a toda la audiencia—. Un amigo que quiere haceros ver cuan importantes sois para el mundo y lo mal que os ha tratado éste hasta el momento.

Hubo algún gruñido de asentimiento entre un par de trolls ubicados a su izquierda. Bien, parecía que lo esencial lo iban comprendiendo. Tánatos sabía que no debía andarse por las ramas. Esas criaturas tenían mucho músculo, pero poco cerebro. Por eso, los discursos profundos y tediosos les aburrían enormemente. Para ganar su atención, debía caldear el ambiente cuando antes.

—Así es, amigos. El mundo elemental siempre ha marginado a los trolls de las cavernas. Os han tratado como escoria, seres inservibles. Deshechos de la naturaleza que jamás deberían haber existido y a los que apenas se ha prestado atención… sólo se han acordado de vosotros para recortar vuestros derechos y limitar vuestros territorios. ¡Habéis sido condenados poco menos que al ostracismo! —La dureza de aquellas palabras caló hondo en una de las criaturas que el orador tenía frente a sí quien, con cara de indignación, estampó su puño sobre el suelo y a punto estuvo de alzarse. Tánatos sabía que estaba arriesgando con un inicio de discurso tan agresivo, pero tenía que hacerlo si quería arrastrar a los trolls a su lado. Una firme exclamación varió el rumbo de la disertación—. ¡Yo he venido a cambiar esa situación!

Aquella frase despertó del letargo a los trolls de las cavernas. Muchos aún estaban tratando de dilucidar el significado de las dos primeras afirmaciones de aquel gusano parlanchín vestido de negro. Pero el hecho de que algunos de sus semejantes gritasen extasiados, propició que la congregación entera se comportase como un solo miembro. Bien, era lo que Tánatos quería.

—Como digo, estoy dispuesto a cambiar esa situación, pero, para ello, necesito que vosotros colaboréis. —El jefe de los trolls se llevó su manaza izquierda a la cabeza, para rascarse la piojosa melena. El hechicero estaba a punto de hacerles la oferta que les había prometido—. Necesito un ejército fuerte, voraz y, a la postre, indestructible. Vuestra corpulencia, vuestro físico… Esos brazos tan robustos como ramas de robles, esos músculos inquebrantables que os dan semejante fortaleza, os convierten en los seres más indicados para ello. Debéis erigiros en un ejército temible que será el terror de aquellos que tanto tiempo os han dejado de lado. ¡Yo os ayudaré en esta tarea!

—Ejército… Fuertes… —musitó el jefe del clan. Al parecer el hechicero los estaba llamando a luchar, algo que no se les daba nada mal—. ¿Nosotros qué tener hacemos?

—Una labor francamente fácil —mintió Tánatos—. Debemos recuperar un objeto que se encuentra en la cordillera del Himalaya. Las rocas y las montañas son vuestra especialidad, así que no creo que tengáis muchos problemas para llegar hasta allí.

—¿Qué nosotros recuperar? —insistió el jefe.

—Oh, eso es lo de menos ahora. —Tánatos emitió una falsa risa. Tenía que desviar la atención de los trolls sobre la misión en sí—. Lo importante son los beneficios que obtendréis vosotros de todo esto.

—Si nosotros ayudar, nosotros ¿qué ganar?

Tánatos respiró aliviado. Bien, estaban mordiendo el anzuelo.

—Cuando cumplamos esta misión, cambiaremos el funcionamiento del mundo elemental. Un nuevo orden será establecido y yo mismo me encargaré de ayudar a aquellos que me apoyen en este cambio —anunció Tánatos con voz potente—. En primer lugar, puedo garantizaros que el mundo de los elementales volverá a trataros con respeto si es que alguna vez lo ha hecho. Vuestra ayuda hará que los hechiceros elementales tiemblen cada vez que se hable de vosotros.

A los trolls no pareció disgustarles la idea.

—Además, os asignaré grandes extensiones de terreno donde habitaréis sin limitación alguna. Podréis cazar y comer cuanto queráis sin que nadie se entrometa en vuestras vidas.

Esa idea les agradó aún más.

—¿Qué me decís? ¿Aceptáis el trato?

Después de unos segundos, el jefe de los trolls habló.

—Nosotros pensar.

La respuesta revolvió las tripas a Tánatos, pero no podía presionarles en exceso. Sin duda querrían discutir la proposición entre ellos y hacerse los repartos correspondientes. Al ritmo que funcionaban sus cerebros, aquellos estúpidos podían tirarse días, ¡incluso semanas!, debatiendo sobre el tema.

—Está bien —aceptó finalmente con resignación—. Pero os agradecería una pronta decisión. Es preciso preparar la ofensiva, y desplazarse hasta el Himalaya llevará un cierto tiempo.

—Tú tener respuesta pronto. Muy pronto —dijo el coloso, dando por concluida la reunión.