11.EL DESPACHO SECRETO
ELLIOT decidió regresar directamente al dormitorio de su casa de Hiddenwood en lugar de pasar previamente por la escuela, como era habitual entre los aprendices de intercambio. Era consciente de que Eric se desplazaría directamente a su hogar para celebrar la cena de Nochebuena en familia. Si quería contactar con él, debía actuar con rapidez. Además, estaba seguro de que Thomas regresaría a casa por esas fechas, después de sus primeros meses trabajando como controlador aéreo en la cordillera andina.
En Hiddenwood aún no había amanecido. Elliot se acercó a la ventana y vio todo cubierto con un espeso manto de nieve que le recordó al invierno de Québec. Todas las casitas presentaban un aspecto acogedor con sus humeantes chimeneas y sus tejados teñidos de blanco. Hasta la mansión de los Lamphard parecía mucho más agradable con esa capa glaseada que ocultaba sus partes más sombrías. Pinki comenzó a ponerse nervioso, y Elliot le abrió la ventana para que pudiese dar una vuelta a sus anchas. Había pasado demasiado tiempo encerrado en la habitación de la escuela de Windbourgh, y necesitaba estirar sus alas, aun a riesgo de quedarse congelado en el intento.
Como todavía era pronto y no había necesidad de despertar a sus padres, el joven se quedó en su cuarto redactando la breve misiva que enviaría a Eric. En pocas palabras, le relató la investigación llevada a cabo junto a Coreen y el descubrimiento realizado en las laderas del monte Manaslu. Sin duda, estaban muy cerca de encontrar la misteriosa puerta. Por supuesto, también le trasladó la invitación del aprendiz del Aire para pasar unos días en Windbourgh, de manera que tuviesen tiempo de completar su particular misión. Lo ideal sería que, antes de partir hacia la capital del Aire, celebrasen una reunión con Úter, Gifu y Merak para ponerles al día de todo. Al pensar en el duende, Elliot supo que no le haría ninguna gracia quedarse al margen de la aventura, pero no les quedaba otra opción.
Y así fue como sucedió.
El miércoles, una vez festejadas Nochebuena y Navidad, Eric apareció en la vivienda de los Tomclyde a primera hora, tal como había convenido con su amigo. Fue tan madrugador que a punto estuvo de encontrarse a un Elliot somnoliento y legañoso, arrebujado en su edredón. Mientras esperaba a que su amigo terminara de asearse, pudo disfrutar de un buen desayuno junto a Pinki.
Una vez abajo, Elliot apenas tuvo tiempo de dar el primer bocado a su tostada cuando Gifu llamó a la puerta. Al duende le había parecido una gran idea evitar la caminata a través de la nieve para llegar a la casita de Úter. Todos cruzarían el espejo y aparecerían al instante allí, sin pasar frío.
—¡Ya podría venir él hasta aquí! —protestó Gifu, robando un par de fresas del centro de la mesa—. No necesita pisar la nieve porque viene volando, no necesita abrigarse porque no tiene frío, no necesita darse prisa porque tiene todo el tiempo del mundo…
—Gifu… —le reprendió Eric, haciendo una simple mueca. Ese gesto bastó para que el duende recordara que el fantasma era Finías Tomclyde, el tatarabuelo de Elliot.
—Lo siento —se excusó, royendo la última de las fresas que quedaba en el frÚtero—. Es que…
—Por cierto, ¿dónde está Merak? Pensaba que vendría contigo —señaló Elliot, percibiendo que el duende había venido solo.
—Me tiene completamente desconcertado —reconoció Gifu, cruzándose de brazos—. Hace tres meses que partió y aún no ha dado señales de vida. Si bien es cierto que decía que era una gran oportunidad que le iba a permitir jubilarse, nunca antes había tardado tanto en regresar. Empiezo a estar preocupado por él…
—¿Dejó alguna nota en su despacho o algo por el estilo? —preguntó Eric.
—Todo lo contrario. El correo y diversos paquetes se amontonan en su puerta. Os digo que no es normal…
—Qué extraño… —murmuró Eric—. En fin, ahora mismo no podemos hacer nada. Además, siempre podemos comentárselo a Úter. Él sabrá qué hacer.
—Tienes razón —dijo Elliot al cabo. Aparte de la extraña desaparición del gnomo, por su cabeza también merodeaban las imágenes del Manaslu—. Además, creo que es mejor hablar de ciertos temas… en un lugar seguro. Ya sabes. Por lo menos, allí estaremos seguros de que no habrá nadie que nos oiga.
—Eso también es verdad —admitió el duende.
Quizá por eso el fantasma no les reprochó que se hubiesen valido del espejo para ir hasta su casa, aunque sí tuvo a bien recordarle a Elliot que el permiso que le había concedido el Consejo era a título individual.
—… No es válido para todos los amigos que van contigo —le reprochó, mirando especialmente de reojo a Gifu—. Bien, dicho esto, creo que tenemos cosas más importantes que comentar.
Una vez más, la decoración navideña de la casa era majestuosa. Pese a que cada año cambiaba de estilo, el fantasma no dejaba de sorprenderlos con sus originales novedades. Aun así, tan pronto llegaron, los tres amigos se sentaron frente a la enorme y calentita chimenea que Úter tenía instalada en el magnífico salón de su vivienda. Se echaba en falta a Merak. Acordaron que le darían un par de semanas de margen antes de emprender cualquier tipo de acción. Tal vez se le hubieran complicado los negocios o, quién sabe, le hubieran surgido nuevas oportunidades por el camino. Con Merak todo era posible.
—¿Hay alguna noticia de la nereida? —se interesó Úter, cuando dejaron aparcado el tema del gnomo.
—Anda completamente desaparecida —respondió Elliot, haciendo un gesto que denotaba alivio.
—No sé si ésa es una buena o una mala noticia, la verdad —reconoció Úter, que parecía pensar en alto.
—¿Por qué iba a ser mala? —inquirió Eric—. Si no ha sucedido nada hasta el momento, yo diría que es una buena señal. A lo mejor nos hemos equivocado y lo que ella buscaba no tiene nada que ver con Elliot.
—Ojalá tengas razón, Eric. Pero también es muy posible que esté agazapada en cualquier rincón, esperando el momento oportuno para lanzarse al ataque —apuntó Úter, cruzado de brazos en un rincón del salón—. Si tan hábil es en sus transformaciones, puede haberse infiltrado en la escuela de Windbourgh sin que nadie haya percibido el más mínimo cambio en el entorno. Recuerda que es una peligrosa criminal…
—Lo recuerdo.
—Y espero que hayas tenido los ojos bien abiertos —insistió el fantasma en el tono paternalista que empleaba últimamente.
Elliot se lo pensó unos segundos.
—Sí, claro. Cuando fue necesario…
En realidad, eso sólo había sucedido en los primeros días de curso. Al principio, la idea de que la nereida Mariana pudiese andar tras sus pasos le puso los pelos como escarpias. Sin embargo, a medida que se habían ido sucediendo las lecciones sin sobresaltos, fue bajando la guardia. Además, había tenido otros temas en los que pensar, como las imágenes del espejo y la búsqueda de la puerta escondida en algún lugar del monte Manaslu.
—¿Cómo que «cuando fue necesario»? —le espetó su antepasado con el rostro contraído notablemente—. ¡Siempre ha sido necesario!
—Está bien, Úter, está bien —trató de tranquilizarlo Gifu—. No ha pasado nada. El muchacho está aquí. Está bien…
Úter sacudió la cabeza con indulgencia. No le hacía ninguna gracia que Elliot se moviese despreocupadamente por aquí y por allá con una escurridiza nereida pisándole los talones.
—Por lo menos, espero que hayas pensado en alguna forma de identificarla… llegado el caso.
Entonces Elliot mostró su exasperación. Después de proferir un sonoro suspiro, dijo:
—No, no he hecho nada de eso. Últimamente he estado muy ocupado buscando la puerta que mostraba el espejo de los Lamphard.
—¿Y… la encontraste? —preguntó Gifu, sin poder contener su excitación. Su intervención ahogó la protesta de Úter.
—Prácticamente. Hemos localizado la montaña en la que debe de estar escondida. Sólo nos falta rematar la faena.
—¿«Hemos»? ¿Qué quieres decir con «hemos»? —dijo Úter, volviendo a sacar a relucir su suspicacia.
—Quiero decir que Coreen Puckett y yo hemos estado investigando, nada más.
—¿Coreen Puckett? ¿Has metido a otra persona en todo esto?
Eric y Gifu contemplaban la discusión, sin intervenir, mientras calentaban sus manos en la chimenea.
—Sin Coreen jamás habría llegado hasta el Manaslu. El conoce el Himalaya mucho mejor que yo.
—¿Y no te has parado a pensar en que la nereida podía haberlo suplantado? —insistió Úter.
—¡Sí! —gritó Elliot, harto de las reprimendas de su antepasado—. ¡Sí que lo pensé! ¡Y le hice algunas preguntas para comprobar si verdaderamente era él! ¿Conforme?
—¿Todas y cada una de las veces que te encontraste con él?
Al percibir el mutismo del muchacho, Úter cruzó nerviosamente el salón de un lado a otro. Sabía lo que aquello podía significar. Finalmente, pareció calmarse y se aproximó hasta colocarse frente al joven.
—Escucha, Elliot —insistió en un tono mucho más conciliador—, no hago esto para fastidiarte. Simplemente, trato de protegerte.
—Sé cuidarme muy bien —fue la punzante respuesta del aprendiz, que se mantenía en sus trece—. Además, si la nereida hubiese optado por suplantar a Coreen, ¿no crees que ha tenido suficientes oportunidades para tirarme de la alfombra en pleno vuelo?
—Sí, si ése fuese su objetivo. Tal vez no le interese deshacerse de ti. Al menos, no todavía… En cualquier caso, sólo espero que no olvides aquello que te comenté en una ocasión sobre infravalorar a tus enemigos. No lo hagas —dijo el fantasma, a la vez que posaba sus transparentes manos sobre los hombros del aprendiz—. Ahora, haz el favor de contarnos cómo llegasteis ese amigo tuyo y tú hasta la montaña.
Más relajado, Elliot procedió a explicarle por qué había necesitado la ayuda de Coreen Puckett. Él era un elemental del Aire y, por lo tanto, podía moverse como pez en el agua entre las nubes. También les narró cómo habían investigado en la biblioteca de la escuela los diferentes montes donde Windbourgh había hecho escala en los últimos doscientos años y pico, y como habían sobrevolado los numerosos macizos y cumbres del Himalaya hasta dar con el Manaslu. Elliot estaba convencido de que aquel monte albergaba la puerta en algún lugar de sus escarpadas pendientes, pero no pudieron averiguarlo, pues fueron acosados por un tremendo tornado.
—Por eso es preciso volver allí —completó el joven.
—¡Hurra! ¡Más acción! —exclamó el duende, pegando un brinco en el sofá.
—Lo siento, Gifu. Me temo que en esta ocasión no va a ser posible —dijo Elliot un tanto apenado.
El duende lo miró frunciendo el ceño.
—Coreen nos ha invitado a Eric y a mí a pasar unos días en Windbourgh y… Espero que lo comprendas.
—Está bien —acató, visiblemente abatido. Se cruzó de brazos y volvió a encaramarse a la butaca que acababa de abandonar de un salto.
Úter contempló fijamente a los dos muchachos. Cuánto habían crecido desde que los conociera. Sabía que estaban en su derecho de disfrutar de unas buenas vacaciones junto a su amigo Coreen, pero eso no quitaba que siguieran en peligro. Indudablemente, de vuelta en Windbourgh, Elliot iría en busca de la dichosa puerta, dijese lo que le dijese. El muchacho era un Tomclyde y había heredado su tenacidad. No podía reprochárselo, y no tenía más remedio que aceptar la situación con resignación.
—¿No vas a regañarme? —le espetó entonces Elliot.
—No, Elliot. Ya eres mayorcito para tomar tus propias decisiones —dijo el fantasma—. La llave, el espejo, las imágenes… De alguna manera, siento que estás predestinado para todo esto. Confío en que actúes con cordura y sensatez, como se espera de un… Tomclyde.
Elliot sintió unas ganas enormes de dar un abrazo a su tatarabuelo, pero finalmente se abstuvo de hacerlo. Después de todo, hubiese sido lo mismo que abrazar a una columna de humo.
Poco más discutieron a partir de aquel instante, pues había llegado la hora de despedirse. Justo entonces, Úter le dio un último consejo.
—Durante todo este trimestre yo también he estado investigando y leyendo mucho sobre las nereidas. He encontrado algo que podría resultarte útil si alguna vez la descubres.
—¿De veras? —dijo Elliot sin ocultar su sorpresa. El fantasma asintió.
—Se trata de conjurar un aura —reveló Úter, despertando un gran interés en el joven—. Es un hechizo complicado, pero estoy seguro de que serás capaz de ponerlo en práctica llegado el caso. Lo tienes todo en este libro.
Elliot tomó en sus manos un grueso tomo de piel azul que le acababa de entregar el fantasma. Inmediatamente, constató que no se trataba de ninguna ilusión, pues pesaba una barbaridad.
—Considéralo un obsequio de Navidad —dijo Úter, esgrimiendo una sonrisa.
—Muchas… Muchísimas gracias, tatarabuelo Finías.
El fantasma arrugó la frente y, meneando la cabeza como un suave péndulo, contempló cómo el trío se perdía tras el espejo que guardaba en la planta superior de su vivienda.
Los dos muchachos compartieron una agradable comida con los señores Tomclyde antes de marchar a casa de Coreen Puckett. Cuando Elliot se lo comentó a su madre, no lo aceptó de muy buena gana. Su hijo se había pasado todo el trimestre estudiando fuera de casa, y ahora que disponía de unos días de vacaciones, decidía marcharse de nuevo. No obstante, el hecho de haber celebrado la Navidad en familia y la promesa de Elliot de que estarían de vuelta antes de Fin de Año, la tranquilizó.
No importó que tanto la comida como las despedidas se alargasen un poco más de la cuenta, pues los muchachos debían tener en consideración la diferencia horaria. No hubiese quedado demasiado bien aparecer en mitad de la noche en el dormitorio de Coreen. Ella podría haberse llevado un susto de muerte.
Más tarde, cuando consideraron que era una hora prudencial para aparecer por la vivienda de los Puckett, Elliot realizó el conjuro correspondiente sobre el espejo de su cuarto (Ad Coreen Puckett dormitorium!) y los muchachos dieron el paso adelante. Pinki, por su parte, se negó rotundamente a atravesar el espejo. Tan pronto comprendió que la intención de su amo era, ni más ni menos, que regresar a ese inhóspito lugar con tanto viento y bajas temperaturas, prefirió mantener sus plumas a salvo. El señor Tomclyde se ofreció a cuidar de él mientras su hijo estuviese ausente.
La habitación donde dormía Coreen era muy agradable. El espejo estaba ubicado en una esquina, mientras que de la opuesta prendía el fuego en una curiosa chimenea que simulaba las fauces de un dragón. Los gruesos muros de piedra que conformaban las paredes del dormitorio estaban recubiertos de pósters e imágenes de las alfombras voladoras más veloces del momento. A mano izquierda, frente a la ventana, había un escritorio en el cual les esperaba apoyado su amigo.
—¡Qué puntualidad! No sabía si os habríais acordado… —dijo, saludando afectuosamente a Eric, a quien no veía desde hacía unos meses.
—¿Olvidarlo? ¡De ninguna manera! —replicó Elliot, que estaba fascinado con la decoración del dormitorio—. Aquella alfombra es como las que hemos estado utilizando para… Coreen le pidió que bajara la voz en un susurro.
—Mis padres podrían oírnos. No saben nada sobre «nuestras escapadas», y es mejor que sigan así.
—Está bien —dijo Elliot, casi en un murmullo inaudible.
—Tampoco te pases —bromeó Coreen, haciendo un guiño—. Vamos, que os los presento.
La habitación de Coreen daba a un pasillo de reducidas dimensiones que, a su vez, conectaba con un salón unido a un comedor. El suelo, en el que Elliot no había reparado hasta aquel instante, era suave y esponjoso como una moqueta de un palmo de grosor. Sin lugar a dudas, la vivienda se asentaba sobre la gran nube mágica que conformaba la ciudad de Windbourgh.
El señor Puckett lucía una elegante túnica blanca. Estaba de pie, junto a una alacena, a punto de marcharse a trabajar. Ahora que ya no formaba parte de la Comisión Electoral Elemental, tenía mucho menos estrés. Al ver entrar a su hijo acompañado por los dos amigos, se acercó hasta ellos.
—Si no estoy equivocado, tú debes de ser Eric Damboury —saludó el señor Puckett, estrechándole la mano—. Eres clavadito a tu padre, con quien tuve la oportunidad de trabajar hace un año. Por lo tanto, tú eres Elliot Tomclyde. El joven le tendió la mano.
—Encantado de conocerle.
—Coreen me ha hablado mucho de vosotros. Especialmente de ti, Elliot. Al parecer compartís curso, ¿no es así?
—Efectivamente.
Justo en ese instante, la señora Puckett apareció con un grueso paquete en sus manos. Debía de haberles oído llegar y se apresuró a salir para saludarles.
—Tengo entendido que os vais de excursión —dijo poco después, tendiéndole el fardo a su hijo—. Os he preparado unos bocadillos, un poco de queso y unos dulces para que no paséis hambre. Cariño, no sé si vas a pasar un poco de frío con esa túnica… —le advirtió a Eric, palpando el tejido de su vestimenta—. Han anunciado un bajón en las temperaturas para la tarde de hoy.
—No se preocupe, señora Puckett. Llevo una segunda túnica de abrigo debajo. Ya me advirtió Elliot que los inviernos en Windbourgh eran igual de duros que en Hiddenwood. Sin nieve, pero casi más fríos.
—Y no anda falto de razón… —corroboró el señor Puckett, haciendo un ademán con sus manos—. Bueno, marchaos, marchaos. No perdáis más tiempo, que aquí anochece tan rápido como amanece.
Los tres aprendices no dudaron ni un instante y se apresuraron a salir a la calle. Lo primero que sintieron Elliot y Eric al abandonar la vivienda fue un frío glacial capaz de penetrar cualquier túnica de abrigo por muy buena que fuese. Sintieron cómo ese viento polar se colaba entre las aberturas de sus prendas de vestir, para clavarse en su piel como si fuesen púas de acero.
—Supongo que esto no será lo peor —dijo Eric entre tiritonas.
—Cierto. A medida que nos acerquemos al Manaslu, el frío será mucho más intenso —confirmó Coreen, frotándose las manos con fruición—. Hemos tenido suerte, y hoy lo tenemos a poco más de una hora de vuelo en dirección noroeste.
Una vez superada la primera impresión, los jóvenes se pusieron en marcha. Sus rápidos pasos sobre el firme de algodón les hicieron entrar de nuevo en calor. Debían llegar hasta las inmediaciones de la escuela para recuperar las alfombras voladoras. Para Eric no era su primer vuelo en alfombra, pues ya lo había probado durante el verano cuando visitó Ciudad Céfiro. No obstante, no tuvo ninguna objeción a la hora de compartir medio de transporte con Elliot. Si su amigo pilotaba una alfombra la mitad de bien de lo que lo hacía con una burbuja submarina, no había motivos para alarmarse. Y, confiando en el éxito de su misión, elevaron las alfombras y se lanzaron con ellas a cielo abierto.
Fue una hora de vuelo impresionante. Eric jamás había visto una cosa igual. Sobrevolar la cordillera del Himalaya, casi pudiendo tocar sus cumbres con la mano, estaba al alcance de muy pocos. Tenía razón Coreen, pues, a medida que se fueron aproximando al Manaslu, el frío fue calando poco a poco en sus huesos. Cuando finalmente tuvieron la plataforma de mármol a la vista, Elliot le indicó a Coreen con un gesto que primero harían una vuelta de reconocimiento. Quería comprobar si podía verse por algún lado la estrecha escalera que conducía a la entrada secreta.
Se centró especialmente en la ladera que daba al este, en la que creía que debían de encontrarse aquellos escalones labrados en la piedra. Durante casi veinte minutos sobrevolaron la zona, haciendo numerosas aproximaciones a los riscos cada vez que les parecía ver algo que pudiera asemejarse a unos peldaños.
—¡Allí! —señaló Eric de pronto, con un grito al oído de su amigo que casi lo dejó sordo—. ¡Aquello tiene toda la pinta de ser una escalera!
No hizo falta que le indicara la dirección exacta, porque Elliot también lo había detectado. Como si fuese un miembro más de su cuerpo, la alfombra obedeció la orden del joven e hizo un pronunciado descenso. A su paso por la zona donde se hallaba la escalera, la alfombra ralentizó su velocidad y los jóvenes pudieron apreciar con mayor detalle cómo se perdía entre unos salientes.
—¡Estoy seguro de que es ésa! —dijo Elliot, sin poder contener la alegría en su voz—. ¡Tiene que serlo!
Aunque disimulado en la montaña, el acceso no era excesivamente complicado desde la misma plataforma de mármol. Únicamente había que saber que allí, unos veinticinco metros más abajo, se escondía una escalera invisible para el ojo humano y para el de muchos elementales. Sin duda, desde el mirador era imposible llegar a atisbarla.
No obstante, si bajaban las escaleras que surgían al fondo del embarcadero, uno se topaba con una cornisa suficientemente amplia que daba hasta los peldaños secretos. El único inconveniente para alcanzar ese acceso era el vértigo que se podía llegar a sentir.
Cuando posaron sus alfombras sobre la inmensa repisa de mármol, una suave brisa azotó sus rostros.
—Oh, oh… —musitó Coreen.
—¿Hay algún problema? —preguntó inocentemente Eric.
—Yo diría que sí —constató Elliot—. ¿Crees que nos dará tiempo a llegar hasta la puerta antes de que nos alcance el tornado? —prosiguió, obviamente dirigiéndose a Coreen.
—No deberíamos tardar mucho en bajar. Eso creo yo…
—¿Un tornado? ¿No dijiste que fue algo accidental? —preguntó Eric, cada vez más preocupado.
—Eso dije, pero creo que voy a cambiar de opinión —dijo Elliot, como si tal cosa. Comenzaba a sospechar que la plataforma debía de tener un poderoso mecanismo de defensa que sin duda se activaba en el momento en que alguien ponía sus pies encima. ¡Eso habría logrado mantener alejada a la gente de allí! ¡Por eso habían dejado de utilizar aquel embarcadero!—. Démonos prisa entonces.
Enrollaron las alfombras y las cargaron sobre sus hombros. Inmediatamente después, los tres amigos emprendieron la primera y más sencilla parte del descenso.
El viento comenzaba a soplar con mayor intensidad, aunque, afortunadamente, no entorpecía su movimiento mientras zigzagueaban por las escaleras que recorrían la ladera del Manaslu. Así las cosas, no tardaron en llegar al lugar del que sobresalía la cornisa. Ciertamente, el paso debía realizarse de espaldas a la ladera de la montaña y de uno en uno. Las corrientes de aire dificultarían sus temerosos pasos a medida que se desplazaran por el saliente, y no era nada agradable pensar que frente a ellos había un vacío espectacular. De hecho, era preferible no mirar a qué distancia bajo sus pies se encontraban los primeros riscos.
Precisamente fue Eric quien estuvo a punto de comprobarlo. Un fuerte golpe de viento le hizo dar un traspié y perdió ligeramente el equilibrio, lo que propició un pequeño desprendimiento de piedras de tamaño menor. Por fortuna, minutos después lograron alcanzar al fin y sin mayores sobresaltos el último tramo que les quedaba hasta la puerta: la escalinata.
Sus túnicas ondeaban al viento, y los tres se asían como buenamente podían a los pequeños salientes que encontraban junto a la pared. Desde su posición no podían verlo, pero podían sentir cómo el tornado se estaba aproximando. Tenían que apresurarse o serían devorados por la violenta espiral de aire como vulgares mosquitos.
—¡La veo! —exclamó de pronto Elliot, que encabezaba la reducida comitiva—. ¡La puerta está allí, puedo verla!
Aunque sus emocionados gritos se perdieron entre las corrientes de aire, sus amigos dedujeron lo que pasaba por sus gestos. Su sonrisa y sus manos exaltadas señalando más abajo eran un buen síntoma. Se encontraban a escasos metros de su objetivo.
Ansioso por llegar hasta la puerta cuanto antes, Elliot descendió con gran rapidez los últimos peldaños. Al llegar al minúsculo rellano, se detuvo. No importaba que sus compañeros vinieran detrás, ni que el inmenso tornado les pisase los talones. No. Aquella puerta había atormentado su mente desde que la viera por vez primera. Se había convertido en su obsesión durante los últimos cuatro meses y, cuando menos, quería concederle aquel pequeño homenaje.
Se trataba de una puerta de reducidas dimensiones. Tenía una sola hoja muy estrecha, algo comprensible, pues era la abertura que le había concedido la montaña a lo que quiera que hubiese tras ella. La madera, descolorida por el paso del tiempo, se encontraba sorprendentemente en buen estado, mientras que el bronce del aldabón había perdido su pátina, quedándose de un color verdoso que impedía ver con claridad su silueta.
Elliot se llevó la mano al cuello y, con parsimonia, extrajo la cadena que colgaba de él. Con idéntica lentitud, sostuvo la llave en sus manos y la contempló una vez más.
¿Qué encontrarían tras ese último obstáculo? ¿Qué secreto quedaba tan protegido en el sótano de la mansión de los antepasados de Goryn? ¿Qué andaba buscando la nereida con tanta intensidad? ¿Acaso sería un objeto? ¿Un conjuro desconocido? ¿O sería algo oscuro y tenebroso?
Su mente había estado tan obcecada con la llave y la puerta que nunca se había parado a pensar que lo que albergaba el Manaslu en su interior podía llegar a ser peligroso para ellos o para el mundo elemental. Sea como fuese, no estaba dispuesto a quedarse fuera sin averiguarlo. Si había llegado tan lejos, no iba a echarse atrás.
—¡Vamos! —presionó Eric a sus espaldas—. ¿Quieres que salgamos todos despedidos al vacío? ¡Ya puedo ver el tornado! Antes de que su amigo terminara de hablar, Elliot había introducido la llave en la cerradura. Lo hizo con rabia; en un acto rápido, certero, igual que si hubiese ensartado una daga en el cuerpo de un aspirete. Se acabaron los misterios. Había llegado la hora de averiguar qué era lo que quería decirle el espejo de la mansión de los Lamphard. Firmemente decidido, empujó la puerta.
Apenas se había abierto del todo la hoja, cuando Elliot recibió un buen empujón a sus espaldas. Los tres muchachos entraron en tromba y cerraron de un portazo, dejando atrás las acometidas del tornado.
Respiraron con alivio aquel aire frío y rancio, casi sin darse cuenta de que acababan de entrar en un habitáculo donde reinaba una insondable oscuridad. Por mucho que esperasen, las pupilas no iban a lograrse adaptar a un lugar tan sombrío, por lo que Elliot decidió que había llegado el momento de encender una bola de fuego.
En unos segundos, un intenso fulgor se desprendió de sus manos iluminando la estancia en la que se hallaban. Elliot posó la bola en un candelero que había junto a la entrada, y los tres amigos admiraron el extrañísimo lugar al que habían ido a parar.
La abertura en la montaña tendría unos dieciséis metros cuadrados, distribuidos de manera irregular. No era una habitación propiamente dicha, sino una gruta decorada como si fuese un despacho. Del elevado techo se desprendían decenas de estalactitas aunque, curiosamente, el suelo reflejaba tal pulcritud que daba la impresión de haber sido pulido aquella misma mañana. A su derecha, unos barrotes de roca calcárea habían sido utilizados como soportes de unas estanterías que contenían algunos libros polvorientos y escasos objetos de valor. Como en todo despacho, no podía faltar un escritorio. Este era de piedra y parecía haber sido extraído de las mismas entrañas de la montaña, como si fuese un apéndice. Sobre él aún reposaba un atril mugriento.
Elliot dio unos pasos en dirección a la peculiar biblioteca, mientras que Eric se concentró en un detalle que llamó poderosamente su atención. Al igual que sucedía en la escuela de Blazeditch, en aquel despacho no había ventana alguna. Era algo comprensible, teniendo en cuenta el emplazamiento donde se encontraba. Sin embargo, el lugar donde hubiese sido lógico colocar un punto de luz estaba ocupado por otro objeto. Los ojos de Eric no tardaron en posarse sobre aquel curioso mural en relieve que se extendía frente al escritorio. Quienquiera que lo hubiese esculpido era todo un artista, pues había sido grabado en la roca a martillo y cincel como una verdadera obra de arte.
Eric y Coreen se quedaron embobados contemplando las montañas en miniatura que sobresalían de la pared del despacho. Las cordilleras y macizos conservaban las mismas proporciones que en la realidad, sus cumbres eran tan blancas como las vieron al sobrevolarlas, y los ríos parecían corrientes de agua verdadera.
Fue Coreen quien no pudo evitar posar sus dedos sobre el que parecía el pico más alto. Cuando la yema de su dedo índice rozó la cumbre nevada, ésta desprendió una pequeña nube de color en la que se leía con total claridad la palabra «Everest».
—¡Esto es asombroso! —exclamó Coreen, mientras acariciaba una nueva cumbre en otro sector del mapa y provocaba la salida de una nueva nube con el nombre «K2» en su interior—. ¡Un mapa tridimensional!
Al oír el revuelo, Elliot dejó el libro que estaba hojeando sobre el escritorio y se acercó hasta sus dos amigos.
—¿Crees que muestra la cordillera del Himalaya?
—Eso y mucho más —se apresuró a contestar Coreen, que dio por hecho que la pregunta iba dirigida a él—. También pueden apreciarse las extensiones del Karakórum —afirmó, alargando su mano en esa dirección—. Fijaos, esta zona de aquí es la que hace frontera con China. La de aquí debería ser, si no me equivoco, la de Nepal. Toda esta zona de aquí es el Tíbet. Esta otra vertiente debe de ser la que linda con la India, Bután, Pakistán… Es… es… ¡increíble!
Elliot detuvo su atención en la zona que Coreen había identificado como el Tíbet. Acercó su rostro todo lo que pudo para poder apreciar mejor una franja de terreno y, al hacerlo, tuvo la impresión de haber empleado un teleobjetivo.
Pudo distinguir con claridad lo que sin duda era una hermosa catarata. Junto a ella, había un objeto con forma de campana. Tenía la sensación de haberlo visto alguna vez en su vida. Elliot se acercó un poco más, para ver si lograba una mejor definición de la zona, pero su perspectiva no se amplió más.
Mientras Coreen hablaba, los ojos de Elliot permanecieron clavados en un objeto con forma de lirio invertido. Sí, eso era lo que parecía: una flor. Instintivamente, lo tocó con la yema de sus dedos, y el misterioso objeto expulsó una nubécula con su nombre. Al leerlo, retiró su mano como si hubiese recibido una potente descarga eléctrica.
—¡Por los cuatro elementos! —clamó, sin dar crédito a lo que acababa de ver—. No es posible…
—¿Qué sucede? —preguntó Eric.
—¿Qué has visto?
Elliot respiró profundamente y llevó su mano de nuevo al objeto por segunda vez. Tenía que comprobar de nuevo que aquello no había sido una alucinación. Que era real.
Tan pronto sus dedos rozaron el objeto con forma de flor, los tres amigos pudieron leer: «Laptiterus Armoniattus».
Eric miró ceñudo a su amigo y apenas le dio tiempo a hablar.
—¿Es…?
—Esto no es un mapa cualquiera —aseveró Elliot, que había comprendido al instante lo que aquel relieve mostraba—. ¡Es un plano en tres dimensiones que muestra la localización exacta de la Flor de la Armonía!
—¿De verdad? —inquirió Coreen, arqueando sus cejas—. ¿No se supone que ése es uno de los secretos mejor guardados en el mundo elemental?
—Y lo es —confirmó Elliot—. Pero, por el motivo que sea, alguien decidió dejar constancia de su ubicación en este mapa.
—¿Quién podría haber hecho tal cosa? —preguntó entonces Eric.
Elliot retrocedió unos pasos en dirección al escritorio. Tomó el libro que había dejado hacía unos instantes y anunció:
—Weston Lamphard.
Coreen no llegó a comprenderlo bien, pero Eric reconoció aquel nombre al instante y mentalmente hizo las pertinentes asociaciones.
—He ojeado este libro muy por encima y, no me cabe la menor duda: se trata de su diario personal —prosiguió Elliot, sacudiendo levemente el ejemplar.
—¿Quién es ese Weston Lamphard y cómo es que conocía el refugio de la Flor de la Armonía? —preguntó Coreen, que seguía sin entender nada.
—Weston Lamphard perteneció al Consejo de los Elementales hace ya muchos años. Lo demás es algo que habrá que averiguar… Es muy posible que este diario tenga algo que decirnos —dijo Elliot, guardándose el libro en el bolsillo interior de su túnica.