15.ÁUREO!
ELLIOT bajaba al comedor después de haber recibido una lección de Aerohechizos. Phipps era una maestra dura y exigente, pero conseguía que sus alumnos disfrutasen de sus clases. Era la profesora con quien más habían avanzado en sus estudios a lo largo del curso, aunque con Tronero tampoco le había ido mal. Aquella mañana habían estado practicando dos hechizos. El primero de ellos (Petrocumulof), francamente efectivo, consistía en generar nubes tan consistentes como rocas; creadas en pequeñas cantidades, podían ser utilizadas como los peldaños de una escalera.
—De esta manera evitáis la levitación, que consume mucha más energía y requiere un mayor esfuerzo de concentración —aclaró Phipps.
Pese a que diesen la impresión de ser ilusiones por su color grisáceo, Elliot había podido comprobar la consistencia de las nubes de roca subiéndose sobre varias de ellas. Había alcanzado un par de metros de escalada cuando Phipps dio paso al segundo hechizo de la clase. No era otro que el famoso Scuddetto, que Elliot conocía más que de sobra en sus versiones de Agua y Fuego. Fue todo un espectáculo ver cómo Elliot conseguía mutar el elemento de su encantamiento escudo a voluntad propia. Hasta Phipps se quedó boquiabierta, pues jamás había visto una cosa igual.
Coreen iba junto a él de camino al comedor. No había podido evitar aplaudir junto a sus demás compañeros al concluir la clase. Precisamente iba comentándole por el camino lo fantástica que había sido la transformación de la figura aérea a la acuática cuando le dio unos golpecitos en el hombro. Con un movimiento de cabeza, le indicó un panfleto alargado que había colgado en uno de los tablones de anuncios de los corredores de la escuela.
—Parece un nuevo aviso —anunció el joven, acercándose hasta allí—. Mira, está dirigido a los aprendices de último grado.
¿QUÉ HACER CON TU FUTURO? Cuando uno se aproxima a Xa recta final de su aprendizaje, es natural que surjan dudas sobre lo que le deparará el mañana y a qué es mejor dedicarse. Si bien es cierto que algunos tienen muy claro qué desean hacer con sus vidas una vez salgan de la escuela, no es el caso de la gran mayoría. Por eso, el próximo día 1 de marzo tendrá lugar una charla en el comedor de la escuela para ayudaros a enfocar vuestras vidas de la mejor manera posible. ¡No faltéis! —¿Qué te parece? —preguntó Coreen al cabo—. ¿Crees que esto resolverá tus dudas?
—Ni ésta ni mil charlas más —contestó Elliot con rotundidad. Si una elección siempre entrañaba dificultad, en su caso aún era más complicado. Él tenía aptitudes para los cuatro elementos. Estaba claro que su potencial mágico era grande, pero a menudo se preguntaba de qué le iba a servir una vez terminase su aprendizaje. ¿Qué haría él entonces?
—En cualquier caso, aún quedan un par de semanas para la charla —advirtió Coreen, llevándose las manos al estómago—. Ahora es mucho más importante ir a comer, antes de que se enfríen los platos.
—Tienes toda la razón.
—¿Has tenido alguna novedad de…? Ya sabes —indagó Coreen, una vez estuvieron sentados a una de las mesas del comedor.
—Nada de nada —admitió Elliot, que había puesto en antecedentes a su amigo. Después de todo lo que había ayudado era lo menos que podía hacer—. Es… como si todo hubiese quedado relegado al olvido.
—La verdad es que no corre ningún rumor extraño por Windbourgh. Al menos que nosotros hayamos podido enterarnos.
Elliot hizo un gesto afirmativo con la cabeza, aunque torció el gesto. Mientras se llevaba un bocado de pollo a la boca, estaba leyendo con atención un par de cartas que había recibido aquella misma mañana.
—En Bubbleville y Hiddenwood las cosas parecen un poco más animadas que por aquí…
—¿Por qué dices eso?
—Eric me comenta que en las inmediaciones de la capital ha habido alguna rencilla con los trentis. Incluso han llegado a agredir a un par de alumnos de primer curso mientras buscaban setas durante la lección de Naturaleza. Según me cuenta, los colgaron bocabajo de sendos árboles y les dieron unos buenos azotes… Me temo que se han desmadrado un poco.
—¿Los trentis? ¿No son esas pequeñas criaturas recubiertas de musgo y ramas? —preguntó Coreen.
—Efectivamente —reconoció Elliot, que tenía muy en mente su visita al Reino Trenti el curso anterior—. En el Consejo de los Elementales creen que el pueblo trenti podría haber llegado a algún tipo de pacto con Tánatos pero, aun así, no se la considera una raza peligrosa.
—Ya… ¿Y qué ha sucedido en Bubbleville?
—El clima sigue tan enrarecido como Eloise me comentó antes de las vacaciones. No sé, esta falta de noticias me pone nervioso…
—El elemento Fuego también parece en calma —apuntó Coreen.
—No es de extrañar, ya tuvieron bastante el año pasado con las momias —replicó Elliot—. No me cabe la menor duda de que Tánatos trama algo aquí. Lo que sucede en Hiddenwood y en Bubbleville no es más que para desviar la atención. Seguro que va en busca de la Flor de la Armonía.
Coreen dejó a un lado lo salado y atacó el postre bajo la atenta mirada de Pinki.
—Seguramente tengas razón, pero el Consejo ya está al corriente —dijo, degustando una cucharada de un helado azul tan cremoso como una nube—. ¿Acaso crees que lo va a tener fácil para llegar hasta la Flor? Eso, si no ha desistido ya… Ha pasado más de un mes desde que los máximos responsables de los elementos encontraran el despacho patas arriba. Tiempo más que suficiente para haber realizado una tentativa.
Pero Elliot negó con la cabeza.
—Algo trama, algo trama.
—Tampoco hemos tenido constancia de que la nereida estuviera por aquí y…
—¿Acaso dudas de ello? —le reprochó Elliot, interrumpiendo aquel comentario—. ¿Cómo se justifica entonces el hecho de que alguien haya penetrado en el refugio de Weston Lamphard? Nadie sabía de él, puesto que se consideraba un lugar maldito. Nadie se había acercado hasta el Manaslu en años y, curiosamente, alguien lo hace poco después de nuestra visita. ¿Cómo se justifica eso?
Coreen respondió con un tímido arqueo de cejas.
—No creo que la nereida haya cambiado su disfraz, porque le ha funcionado muy bien hasta ahora —comentó Elliot—. ¡Argh! ¡Está tan cerca, pero a la vez tan lejos!
Cuando hubieron terminado de comer, subieron a sus respectivas habitaciones. Elliot quería aprovechar aquel rato de soledad para escribir las respuestas a sus amigos, además de redactar una carta a sus padres. Más tarde se pondría a trabajar en un planisferio que debía entregar el jueves para la lección de Astronomía.
Cada vez que se exasperaba con el planisferio, trataba de animarse pensando que al día siguiente tocaba una nueva clase de Seres Mágicos del Aire. Sin embargo, no sabía si esto le levantaba la moral o le deprimía aún más. Foothills mostraba un cariño desmedido por Pinki, además de por aquellas criaturas que no entrañaban riesgo alguno. Lejos de proseguir el aprendizaje con las arpías, las gárgolas y demás, todo lo que habían visto hasta el momento eran especies completamente inofensivas: hadas, sílfides, pegasos… Es cierto que los pegasos eran majestuosos pero, a aquellas alturas, su cuidado ya resultaba aburrido.
A su regreso de las vacaciones navideñas, los aprendices tuvieron la oportunidad de estudiar un grifo. Naturalmente, aquello cambió su estado de ánimo. Pero no fue más que un vulgar espejismo, pues en la siguiente lección volvieron a trabajar con los seres más mansos del mundo elemental. No obstante, la lección que tuvieron aquel miércoles resultó bastante interesante. Habían bajado al sótano donde en su día Elliot hubo de enfrentarse con una gárgola. La misma gárgola que allí permanecía inerte, como una vulgar estatua. Foothills hizo acto de presencia una vez que todos los aprendices se encontraban en el aula, dispuesta a hablarles sobre unos curiosos duendecillos alados que habitaban en los bosques siberianos. Aunque lo cierto es que la clase no tardó en dar un cambio de rumbo inesperado. Al menos para Foothills.
Había comenzado a explicarles cómo era el hábitat en el que vivían los duendecillos siberianos, cuando una voz sepulcral resonó a sus espaldas:
—Si me has despertado es porque algo quieres saber, pero antes este acertijo habrás de resolver.
Anunció la voz para a continuación proponer:
Cuando la lluvia cesa, todo el cielo atraviesa. Dulce abanico de colores, que hará que te enamores. —Pero ¿qué sucede? —preguntó la profesora, dando un brinco por el susto. Al darse la vuelta se encontró cara a cara con la pequeña gárgola gris cuyos ojos saltones la observaban fijamente—. ¿Qué clase de broma es esta?
—Me has despertado —le echó en cara la gárgola, perdiendo la paciencia—. Tienes una sola oportunidad para responder al acertijo. Si no, atente a las consecuencias.
Sorprendida y desconcertada, la maestra se echó un metro atrás. ¿Qué quería decir aquel demonio con que lo había despertado? Ella no había dicho nada. Además, no había prestado suficiente atención al enigma. Había dicho algo de la lluvia y que el cielo atraviesa.
—No sé… —contestó dubitativa la profesora. Estaba completamente bloqueada. Lo último que esperaba era encontrarse con un monstruo a sus espaldas que le planteara una adivinanza al inicio de la clase. Por su parte, los aprendices la miraban divertidísimos.
Evidentemente, quien había despertado de su letargo a la criatura de piedra había sido uno de los aprendices. Varios de los muchachos, que se negaban a pasar otra insulsa lección más, decidieron que había que animar un poco la clase. Allí estaba la gárgola con la que habían practicado en sus primeras lecciones. Echaron a suertes quién debía despertarla y fallar el acertijo. El problema —o la fortuna— fue que no hubo tiempo para lo segundo, pues no esperaban que a Foothills estuviese a punto de darle un sofocón.
Elliot permanecía quieto junto a Coreen. Contemplaba el espectáculo con rostro divertido, aunque no tardó en fruncir el ceño. No era la reacción normal de una maestra de Seres Mágicos del Aire. Foothills tenía suficiente experiencia lidiando con aquella gárgola y, además, el enigma no podía ser más fácil. Aun así, la profesora… falló.
—El rayo —contestó con voz temblorosa—. Sí, tiene que ser el rayo porque atraviesa el cielo… Es luz… blanca, que tiene todos los colores.
La gárgola meneó la cabeza, esbozando una sardónica sonrisa. Al mismo tiempo, sus músculos se iban entonando.
—La respuesta no es correcta —dijo pausadamente.
Todo lo que vino a continuación sucedió muy rápido. La mirada de la gárgola permanecía fija, clavada en su víctima. La una, dispuesta a saltar de un momento a otro; la otra, preparada para salir corriendo en cuanto fuera posible. De pronto, la gárgola dio un rápido brinco extendiendo sus garras por delante, al tiempo que profería un aterrador grito. El chillido de la maestra fue bien distinto; de pánico, de terror, mientras trastabillaba y caía de espaldas. Los alumnos de la clase lo miraban todo con estupor. Ninguno comprendía por qué la maestra no se había defendido. Dos muchachas gritaban de nerviosismo, mientras algún que otro aprendiz daba su apoyo incondicional a la gárgola. Lo cierto es que entre tanto bullicio, ninguno se percató de que una voz exclamaba «Áureo!» entre la multitud. Acto seguido, los mismos labios pronunciaron otro hechizo:
—Flotatum!
Al instante, el menudo cuerpo de la criatura de piedra se separó de la maestra y comenzó a flotar. Agitaba sin parar sus garras, asestando zarpazos sin ton ni son, con más furia a medida que se alejaba de su víctima. No poder infligirle el justo castigo por no acertar la adivinanza la ponía sumamente furiosa.
Foothills se alejó de la bestia y, como buenamente pudo, se incorporó. Tenía el rostro magullado y un par de mordeduras en los brazos. Aunque fuese lo de menos, la túnica tampoco había quedado en muy buen estado.
Ni que decir tiene que la lección de Seres Mágicos del Aire se dio por concluida y los muchachos disfrutaron de más tiempo para completar tareas atrasadas o para descansar. Elliot, por su parte, se marchó del oscuro sótano con Coreen, no sin antes comprobar cómo la maestra abandonaba la estancia rodeada por una brillante aura dorada. El aprendiz sonrió esbozando una mueca y diciendo en un ligero susurro:
—Por fin te tengo.
—¿Qué decías? —preguntó Coreen, que estaba más atento a los comentarios de sus compañeros sobre lo acaecido.
—Nada, nada —mintió Elliot—. Vamos, Pinki. Hoy no tenemos mucho más que hacer aquí.
El loro, que había asistido a todo el espectáculo desde uno de los rincones del aula, únicamente se puso un poco nervioso cuando la gárgola comenzó a flotar por el sótano. Sus desmedidos zarpazos evitaron que el multimorfo osara acercarse para propinarle un buen picotazo. Por lo demás, obedeció a Elliot sin rechistar y salieron por la puerta que llevaba a las escaleras de caracol.
—Qué extraño ha sido todo esto —comentó Coreen mientras ascendían con pasos pesados por los peldaños—. ¿No crees que Foothills debería haberse defendido? Ella sabe hacerlo mejor que nadie.
—Sin duda.
—Además, esa gárgola debería tenerla más que dominada… Debe de llevar años allí y apuesto a que, a estas alturas, sus enigmas no deben de ser un secreto para los profesores de Windbourgh.
—¡Arco iris! —exclamó Pinki.
—¿Lo ves? Hasta tu mascota sabía la respuesta del que propuso —dijo Coreen, acariciando el cogote del loro.
Elliot sonrió. Sin lugar a dudas, la verdadera maestra Foothills hubiese podido dar respuesta al acertijo pero, incluso habiéndolo fallado, hubiese estado capacitada para defenderse de una insignificante gárgola. Ella, que se había enfrentado a grifos, arpías y demás, no hubiese tenido problemas. Pero Elliot estaba convencido de que Foothills no era ella misma.
Eso explicaría, por otra parte, el descenso en la calidad del aprendizaje en lo que a la disciplina de Seres Mágicos del Aire se refería. Al iniciar el curso, la profesora les había prometido que estudiarían las criaturas más peligrosas del elemento Aire. Si bien es cierto que comenzaron con las gárgolas —y eso que la del sótano no debía de entrañar mucho peligro, pues no tenía mucha información que revelar—, no tardó en variar el rumbo de las lecciones.
«Gárgolas… —pensó Elliot de pronto—, las gárgolas tienen conocimientos y por eso pueden llegar a ser peligrosas. Lo serán tanto más cuanto más valiosa sea la información que guarden… ¡Qué idea se me acaba de ocurrir!»
Estaba convencido de que por fin había dado con la nereida. En lugar de enfrentarse a criaturas peligrosas, no habían hecho más que centrarse en los pegasos y otras criaturas mansas. El hecho de que no se hubiese defendido ante el ataque de la gárgola, refrendaba sus sospechas. Las nereidas eran criaturas mágicas del agua y no elementales. Precisamente por eso, no estaban capacitadas para practicar encantamientos ni hechizos de ningún tipo. Luego no se defendió… ¡porque no podía! Ahora bien, si la nereida estaba suplantando a Foothills, ¿qué había sido de la verdadera maestra?
Durante los días siguientes, Elliot estuvo especialmente contento al comprobar que el aura funcionaba a la perfección y no se debilitaba con el transcurso de las jornadas. Allá por donde pasaba Foothills, el muchacho la veía rodeada de un brillo dorado, distinguible a mucha distancia. Por supuesto, nadie más que él sabía que la profesora tenía este fantasmal brillo, y eso lo hacía más emocionante aún. El hecho de ser él quien controlara ahora los pasos de la nereida le hacía sentirse la mar de bien.
Por otra parte, desde aquel día, una idea merodeaba por la mente de Elliot, una idea relacionada con las gárgolas y que estaba tratando de madurar a marchas forzadas.
Cuando pensó en las frías criaturas de piedra, de pronto le vino a la cabeza la imagen de una gárgola especialmente grande y temible; concretamente la figura que se encontraba en el sótano de la mansión de los Lamphard. Sí… Allí había una gárgola de grandes proporciones que, sin lugar a dudas, llevaba en aquel lugar años y años. ¿Serían suficientes como para que conociese algunos detalles relevantes de la historia de Weston Lamphard? Si era así, valdría la pena despertarla…
Sabía dónde estaba la gárgola y cómo despertarla. Pero lo que no tenía tan claro era cuándo sería el mejor momento para ir a la mansión. Estaba a mitad de curso… y en Windbourgh. Acababa de salir de la lección de Astronomía y caminaba junto a Coreen por los corredores de piedra. Después de toda una mañana trabajando entre planisferios, tenían la mente embotada, y los gritos de Pinki no eran precisamente la mejor medicina. Sin embargo, al llegar al panel de corcho que había junto a la entrada del comedor, Elliot se detuvo en seco. Allí, clavada en un pergamino cuyas puntas se enrollaban, se encontraba la solución a su problema: el primer día de marzo tendría una cita con la gárgola que se escondía junto al espejo de Weston Lamphard. No sería necesario darle más vueltas al tema.
Mucho más relajado, se adentró en el comedor y degustó la magnífica comida que habían servido aquel día. Las verduras y las viandas le supieron mejor que nunca. Y los postres… ¡deliciosos!