16.UNA HIDRA DE SIETE CABEZAS
EL primer día de marzo, el comedor de la escuela cerró sus puertas un poco antes de lo habitual para que todo estuviera preparado para el acto que tendría lugar a partir de las cuatro de la tarde.
Poco antes de que diese comienzo la reunión, el recibidor se llenó de estudiantes. Elliot pululaba por allí junto con los demás alumnos de cuarto curso, aunque tampoco faltaban los curiosos. La mayoría de los maestros también deambulaban por allí. Elliot pudo ver a Phipps y a Wings conversando justo delante de las puertas del comedor. Tronero, por su parte, charlaba amistosamente con un par de alumnas de cuarto. Mientras hablaba con Coreen, Elliot buscaba incesantemente con la mirada el aura dorada. Sin embargo, Foothills no se encontraba por allí. No, por el momento.
Prácticamente eran las cuatro en punto cuando Elliot torció el gesto y le dijo a Coreen que se encontraba mal. Aunque no le gustaba mentir a su amigo, no quería involucrarle en algo que podía resultar peligroso.
—¿Qué te pasa?
—No sé, me habrá sentado algo mal —se excusó Elliot.
—Quizá deberías ir a la enfermería —le sugirió Coreen, al ver las muecas de dolor de su amigo.
Justo en ese instante, las puertas del comedor se abrieron. Por el rabillo del ojo, Elliot vio que al fondo del todo habían dispuesto una mesa alargada sobre una tarima flotante. El resto del espacio estaba ocupado por un montón incontable de sillas.
—No es nada —dijo Elliot, restándole importancia—. Tal vez tomando un poco el aire se me pasa. Será mejor que vayas entrando, para que cojas un buen sitio.
—Pero…
—En serio, no es nada —insistió Elliot—. Guárdame un sitio y entraré tan pronto como me encuentre mejor. Por cierto, ¿me harías el favor de quedarte con Pinki? Seguro que se porta bien, tranquilo.
Nada convencido, Coreen se dirigió al comedor con Pinki sobre su hombro. Al verlo marchar, Elliot se escabulló por uno de los corredores adyacentes. Sabía muy bien hacia dónde debía encaminarse. Lo que no sospechaba era que, tras uno de los tapices del recibidor, un par de ojos observaban sus movimientos en todo momento.
Con la máxima discreción se movió por el pasillo. Tanto los maestros como sus compañeros se encontraban en el comedor. Se cruzó con un par de alumnos primerizos, pero iban jugando con unas peonzas flotantes y ni siquiera le prestaron atención. A esa hora, la mayoría debería estar en las salas de estudio, enfrascada en los deberes que tendrían que entregar al día siguiente.
Abrió la puerta que daba al salón del espejo con el hechizo Sesamus. Oteó el interior y no había nadie, como era de esperar. Se coló sigilosamente en su interior, y los ojos que lo seguían a una distancia prudencial lo vieron desaparecer tras la puerta.
—Ad Elliot Tomclyde dormitorium! —pronunció el aprendiz cuando se halló frente al espejo.
Cruzó la puerta mágica con decisión y al instante apareció en su habitación, en Hiddenwood. No le extrañó encontrarla a oscuras. Debía de existir una diferencia horaria de entre nueve y diez horas entre el Himalaya y Canadá —era imposible saberlo con exactitud, pues la órbita de Windbourgh era extremadamente amplia—, de manera que aún era de madrugada en la capital del elemento Tierra. Se acercó hasta la ventana y se relajó al ver que todo permanecía en calma.
Salió de su dormitorio y se movió de puntillas por la casa. El más mínimo ruido podía despertar a sus padres y asustarlos, algo que, sin duda, no era muy conveniente. Fuera, hacía un frío glacial. Se frotó las manos con fruición y dio unos cuantos pasos por el jardín, hasta que llegó a la valla que delimitaba el parterre de los Tomclyde.
No se oía nada en los alrededores de la mansión de los Lamphard. El anterior fin de semana había remitido a sus amigos una carta en la que les pedía encontrarse en la puerta principal de la mansión, pero sin duda había llegado un poco pronto, pues ninguno de ellos estaba allí esperándolo.
Elliot había dejado atrás la verja y atravesado los matojos que, con mucha imaginación, podían constituir el jardín de los Lamphard. Se insufló un poco de vaho en las manos y volvió a frotárselas. Sus amigos no tardarían en aparecer, pero decidió que sería mejor aguardar en el interior de la vivienda. Al menos así pasaría menos frío.
Una vez dentro, encendió una pequeña bola de fuego y se dio cuenta de que alguien —probablemente Goryn— se había tomado la molestia de correr las cortinas. Entonces, dio vida a la bola de fuego e iluminó la estancia al completo. Se acercó hasta el cuadro que representaba a un dragón volando y se entretuvo unos instantes contemplando los mágicos trazos con los que había sido pintado. De pronto, la puerta emitió un chirrido y Elliot percibió que el gélido aire penetraba en la estancia.
—Bien, ya estáis aquí —dijo, sin apartar la mirada del cuadro—. No sabía cuánto tardaríais en llegar, así que he preferido esperar dentro.
La suave brisa volvió a rozar la nuca de Elliot. La ausencia de respuesta por parte de sus amigos hizo que se mantuviese alerta. Algo no marchaba correctamente. Con un giro brusco se dio la vuelta.
Se quedó pálido, pues su presentimiento había sido correcto. Quien había entrado en la mansión no eran sus amigos, sino su antiguo maestro de Naturaleza.
—Go… Goryn —tartamudeó Elliot. Al principio, sus pupilas se dilataron por la extrema sorpresa: no por el hecho de encontrarse con la figura calva y vestida de negro del que fuera su profesor, sino por el aura dorada que envolvía todo su ser.
—¿Puedo saber qué haces a estas horas en este lugar… otra vez? —preguntó Goryn con un tono de voz tan gélido que casi cortaba—. Es más, ¿puedo saber qué haces en Hiddenwood cuando deberías estar en Windbourgh?
—Yo… —Aunque aparentase estar confuso y dubitativo, la sangre de Elliot hervía por dentro. ¡La nereida había vuelto a suplantar a Goryn y trataba de hacerse pasar por él! Resultaba obvio que estaba convencida de que el muchacho no sospechaba nada acerca de su falsa identidad—. Quería… Necesitaba…
—Mucho me temo que has llegado demasiado lejos —dijo Goryn, ante la ausencia de palabras coherentes del aprendiz—. O me dices ahora mismo qué estabas haciendo aquí, o tendré que tomar algún tipo de medida seria contigo.
—Necesitaba comprobar una cosa —dijo Elliot por fin. Hasta que se le ocurriese algún plan, debía seguirle la corriente. A propósito, ¿cómo había logrado llegar hasta allí tan rápido? No podía hacer magia, por lo que no estaba capacitada para abrir… una… puerta… en… La respuesta le sacudió tan bruscamente como el azote de un troll de las cavernas. ¡No había cerrado la puerta mágica de su cuarto! Le había preocupado tanto no hacer ruido y llegar a tiempo para reunirse con sus amigos, que había olvidado hacer el conjuro de cierre. Y no era la primera vez que le sucedía.
—¿Qué cosa puede requerir tanta urgencia como para abandonar la escuela de Windbourgh entre semana? ¿Qué «cosa» es ésa? —insistió la impostora, dando un paso al frente.
Elliot lo miraba desafiante. Aunque veía ante sus ojos la figura de un amigo, de Goryn, el brillo que emanaba a su alrededor le recordaba que era la nereida Mariana quien le hablaba. Instintivamente, Elliot dio un paso atrás y adoptó una postura defensiva.
—Veo que no estás dispuesto a colaborar —insistió Goryn, haciendo una mueca de desagrado—. En ese caso, creo que será mejor que terminemos con esta farsa.
Dando un nuevo paso al frente, el aprendiz contempló atónito cómo cambiaba la apariencia de la nereida. ¡No podía creer lo que estaba viendo! La criatura del agua se estaba poniendo en evidencia ante él.
—¿Sorprendido? —preguntó la nereida, que había adquirido su forma natural. Los largos cabellos platinos le caían por la espalda y mantenía sus ojos azules clavados en el muchacho como dos dagas de hielo—. No, veo que no… Elliot seguía sin hablar.
—¿Acaso me tomas por tonta? O, mejor dicho, ¿crees que soy sorda? —le espetó la nereida con desprecio—. ¿Pensabas que no me di cuenta cuando me lanzaste el hechizo del Aura? Para tu información, estúpido niño, si hay una facultad que poseemos las nereidas es la de gozar de un envidiable sentido auditivo… imprescindible para sobrevivir bajo el agua. Lo que me extraña es que alguien como tú, a quien se valora tanto, haya tardado tanto tiempo en identificarme. Está claro que te han sobrevalorado, mocoso entrometido…
»Además —añadió—, has de saber que estoy muy al tanto de ese encantamiento, pues es prácticamente el único que puede ponernos al descubierto. Pese a tener a la bestia aquella encima, te oí perfectamente ejecutarlo. Sabía que me habías descubierto y, por eso, debía tenerte más vigilado que nunca…
Elliot no hablaba. Sencillamente estaba pensando en cuál era el mejor hechizo para atacar.
—Te lo he pedido por las buenas pero, si no me dices a qué has venido aquí, te lo tendré que sacar por las malas.
—¿Me estás amenazando? —exclamó Elliot, tensando sus músculos y preparándose para lanzar un ataque. Sonrió para sus adentros. La nereida estaba en clara desventaja, pues no podía realizar magia… y él sí. Craso error.
Elliot lanzó el encantamiento de inmovilización (Soppontio!), que aprendió un par de años atrás, pero no contaba con los reflejos de su oponente. Igual que si se moviese por el agua, con un rápido salto se desplazó a la derecha y, para mayor desconcierto de Elliot, contraatacó. Aunque no lo hizo con magia, sino con sus propias armas.
Elliot se quedó hipnotizado al ver la transformación que tenía lugar en la nereida. El primer cambio lo percibió en sus ojos que, además de aumentar de tamaño, permutaron el bellísimo color azul por un desagradable e intenso amarillo como la bilis. Paulatinamente, su delicada y fina piel se fue tiñendo de una tonalidad azul oscura y satinada, al tiempo que le iban brotando unas escamas duras como escudos de hierro forjado. Su volumen aumentó considerablemente, dejando al descubierto un inmenso vientre amarillento y prolongado, de tal envergadura que casi chocaba con el elevado techo de la mansión. No obstante, lo que más le impresionó fue cómo, de su grueso cuello, como si de un árbol se tratara, comenzaron a emerger ramificaciones que terminaban en cabezas. Una, dos, tres… ¡Hasta siete cabezas surgieron en la terrorífica criatura!
Cuando concluyó la transformación de la hidra, las siete cabezas emitieron un ensordecedor chillido que heló la sangre del aprendiz. Tragó saliva al ver cómo aquellos siete pares de ojos lo miraban fijamente. Siete dentaduras afiladas lo amenazaban desde las alturas y él no tenía ni idea de cómo enfrentarse a una hidra de semejantes características.
Reculó un par de pasos, pero la pared de la que colgaba el cuadro del dragón le impedía retroceder más. La hidra emprendió el primer ataque con la cabeza de su izquierda, lo que automáticamente le cerró el camino de huida hacia la biblioteca. Inmediatamente después, la cabeza de la derecha hizo lo propio cerrándole el otro paso. Elliot se había quedado sin salidas, acorralado. Sin ayuda, poco o nada tenía que hacer ante semejante bestia.
Justo antes de que las restantes cabezas iniciaran sus acometidas, un hilo de lucidez acudió a la mente del muchacho y gritó:
—Scudetto!
Probablemente influenciado por el elemento que los rodeaba, la recia figura de un hombre árbol creció rápidamente frente al joven, fuerte como un roble pero flexible como el tejo. De su fornido tronco salieron unos ramales que parecían los brotes de un sauce llorón: muy flexibles, ligeros y de vertiginosos movimientos. Como si de tentáculos se trataran, los brazos del Escudo Protector se lanzaron en pos de la cabeza que tenían más cerca y poco menos que la estrangularon.
La hidra se retorció de dolor ante tan inesperado ataque, pero no tardó en reaccionar. Dos de las cabezas de la salvaje criatura arremetieron contra el Escudo Protector y arrancaron de cuajo los brazos que se aferraban sobre la testa central, liberándola de la presión.
Mientras tenía lugar el desigual combate, Elliot aprovechó para desplazarse a uno de los laterales, puesto que la cabeza derecha de la hidra estaba ocupada en otros menesteres. Desde su posición más apartada, pudo comprobar la virulencia con la que la hidra atacaba una y otra vez su Escudo Protector. El hechizo, como tal, era incapaz de sentir dolor alguno, y cada vez que sus brazos eran arrancados, unos nuevos brotaban en su lugar. El problema era que precisamente era un encantamiento y, con el trabajo que estaba teniendo, pronto iba a desaparecer.
Elliot tenía que hacer algo.
Optó por el hechizo congelador, pero los movimientos de la hidra eran tan eléctricos que hubo de lanzarlo hasta en tres ocasiones para dejar inutilizada una de sus cabezas. Cuando el rayo golpeó en su cabeza, ésta se fue cristalizando hasta quedar completamente helada. No obstante, ¡aún le quedaban otras seis!
De alguna manera, el Escudo Protector sabía que sus energías se estaban terminando. Por eso, decidió aferrarse con todas sus fuerzas a una de las cabezas que había junto a la inutilizada por Elliot. Sus brazos se enroscaron en el grueso cuello como látigos y, pese a los desesperados intentos de la hidra por quitárselo de encima a base de mordiscos, la cabeza comenzó a cobrar un tinte violáceo. Apretó y apretó durante interminables segundos, hasta que aquellos ojos ambarinos se nublaron y perdieron la lucidez. La testa cayó derrotada casi al mismo tiempo que el encantamiento se desvanecía.
Había inutilizado dos de las siete cabezas de la hidra. Por lo que había estudiado sobre estas criaturas, sabía que, si se le cortaba una cabeza, volvía a generar una o dos más, según el caso. Aunque, tratándose de una nereida, no estaba muy seguro de que aquello se cumpliese a pies juntillas. No obstante, aún le quedaban cinco a las que hacer frente…
—¡Vuelve a tu estado original! —ordenó Elliot con voz firme—. ¡Vuelve o será peor para ti!
El alarido de la enfurecida criatura dio a entender que no pensaba hacerle ni caso.
La puerta principal se abrió.
—¡Por los cuatro elementos!
—¡Pero esto qué es!
—¡Una hidra! ¡A un lado!
Las voces de Eric, Gifu y Úter resonaron al fondo del recibidor. Tres cabezas de la hidra percibieron el peligro a sus espaldas y Elliot aprovechó los instantes de desconcierto de la bestia para congelar una segunda testa. ¿Hasta cuándo aguantaría Mariana bajo aquella forma? ¿Acaso las nereidas no podían cobrar únicamente apariencia humana? Al menos eso fue lo que le explicaron cuando estudió en Bubbleville. A buen seguro, todo aquello era obra de Tánatos. No le cabía ninguna duda de que las capacidades de Mariana eran extraordinarias y en absoluto naturales.
Elliot respiró aliviado.
La llegada de sus amigos, de alguna manera, equiparaba las fuerzas. Especialmente bienvenida, a la vez que inesperada, fue la aparición de Úter. Por mucho que la hidra lanzase dentelladas aquí y allá, lo iba a tener complicado si quería hincarle el diente. Era una pérdida de tiempo que, no obstante, conseguía tener ocupada una de sus monstruosas cabezas —incluso dos durante algunos instantes—. Una de esas embestidas pilló a Elliot desprevenido. Estaba tratando de comunicarse con Eric, que no paraba de hacer aspavientos, y la hidra le golpeó con su cuello. El muchacho salió despedido como un fardo, estrellándose de espaldas contra la pared que había dos metros más atrás. El impacto lo dejó anonadado, aunque no llegó a perder la consciencia.
Mientras Úter proseguía con sus maniobras de distracción, Gifu se coló bajo las toscas patas de la criatura y le hizo frente. Tenía su gracia el hecho de ver a un diminuto duende desafiando a una colosal hidra. Al menos, así debió de verlo la nereida, que únicamente se valió de su cabeza central para hacerle frente.
—¡Vamos! —retaba Gifu, alzando la cabeza todo lo que podía—. ¡Acércate si te atreves!
El error de la nereida estuvo en su exceso de confianza. Cuando bajó su testa para engullir al duende igual que a una inofensiva aceituna, se encontró con un rápido movimiento de manos de Gifu. En un abrir y cerrar de ojos, espolvoreó su morro con un puñado de polvos mágicos inutilizando completamente la cabeza. Pero no era una cabeza cualquiera, sino la central, la que regía los movimientos de la criatura y mandaba en todo su ser.
Probablemente, con una hidra normal aquello no hubiese sucedido. Pero no era una hidra común y corriente, sino una nereida transformada. Tan pronto su cerebro central quedó inutilizado, el resto de su cuerpo se paralizó y se desplomó como un abeto de Navidad recién talado. El estruendo que causó en la mansión fue tal que los amigos se sintieron afortunados de que no hubiese vecinos en las proximidades. ¡¿Cómo hubiesen podido explicar aquel desaguisado?!
—¡Lo he conseguido! —exclamaba Gifu aún sin creérselo—. Yo solo he tumbado a una hidra de siete cabezas…
—Querrás decir de cuatro —lo corrigió Úter al instante—. Las otras tres estaban… Ya sabes.
—Aguafiestas —le espetó el duende.
Pero Úter sonrió.
—Has estado brillante, amigo —respondió el fantasma en tono conciliador—. Hay que echarle mucho valor incluso para enfrentarse a una hidra de una sola cabeza…
Gifu esbozó una sonrisa de auténtica felicidad. Por lo que él podía recordar, era la primera vez que el fantasma le decía algo agradable, algo con el corazón.
Sin mediar palabra, contemplaron la inmensa criatura que yacía sobre la alfombra del recibidor. Tumbada como estaba, aparentaba ser más pequeña que cuando estaba combatiendo. De hecho, tenían la impresión de que estaba menguando por segundos. Y su piel escamosa ya no parecía estar cubierta por esas enormes y brillantes láminas de color azul. Si sus ojos no les engañaban, el color de las escamas se estaba aclarando al tiempo que se fundían con su propia piel. Por si fuera poco, de la cabeza a la que con tanta osadía se había enfrentado el duende comenzaban a brotar unas hebras platinadas.
Gifu frunció el ceño y dirigió una mirada severa a Úter, que aún permanecía a su lado.
—No estarás haciendo algo raro, ¿verdad? —le echó en cara el duende que, ante todo, era suspicaz—. Una de esas ilusiones tuyas o algo por el estilo, porque no tiene ninguna gracia.
—No estoy haciendo absolutamente nada —confesó Úter con sinceridad, llevándose la mano derecha al corazón.
El duende no sabía si creerle. Tal vez las palabras de buena voluntad del fantasma habían sido una verdadera ilusión y ahora sólo trataba de fastidiarle. Fue Elliot quien zanjó sus suspicacias:
—Es Mariana —dijo con un débil hilo de voz, aún recobrándose de la costalada que se había dado. Un débil resplandor que sólo él podía ver aún envolvía a la criatura del agua. Sacudió la cabeza y volvió a decir—: Es Mariana, la nereida. Se había transformado en una hidra de siete cabezas…
—¿Cómo va a ser la nereida? —inquirió Eric, ayudando a su amigo a levantarse—. ¿Y está… está muerta?
—No lo creo —respondió Elliot con cierta seguridad—. Aún percibo el aura a su alrededor.
—En ese caso, sigue viva —corroboró Úter, contemplando cómo la nereida había recobrado completamente su apariencia habitual, aunque no estaba exenta de lesiones tras el brutal combate—. Ha debido de quedar paralizada por los polvos de Gifu. Creo que deberíamos atarla antes de que se despierte, recupere sus fuerzas y vuelva a hacer de las suyas.
—Déjalo de mi cuenta —dijo Eric, dispuesto a sujetar a Mariana con tantas cuerdas mágicas como hiciesen falta.
Se hizo el silencio mientras Elliot, Úter y Gifu contemplaron cómo Eric ataba a conciencia a la nereida. Cuando dio la tarea por concluida, fue Elliot quien abrió la boca primero. —Bueno, no sabéis cuánto me alegro de volver a veros.
—No se te puede dejar solo ni un instante —bromeó Gifu—. En cuanto puedes, te metes en problemas…
—Sabes que no es verdad.
—No sé cómo llamarás a eso de ahí —dijo Úter, señalando a la criatura que más bien parecía un ovillo—, pero ha estado a punto de darte un par de mordiscos.
—Lo sé. Me siguió hasta aquí y… De veras, no sabéis cuánto agradezco vuestra ayuda.
—A propósito, ¿no estaba en Windbourgh? —inquirió Úter—. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí de una manera tan rápida? Hummm… No me digas más —dijo el fantasma que, al contemplar el semblante de su tataranieto, lo comprendió todo—. Olvidaste cerrar la puerta otra vez, ¿no es así?
—El caso es que ha sido divertido —comentó Gifu, restándole importancia al asunto—. A todo esto, ¿para qué nos has citado aquí a estas horas tan intempestivas?
—Es cierto —convino Úter—, son casi las cinco de la madrugada. Espero que sea algo importante, porque sacarme de la cama a estas horas…
Los demás le dirigieron miradas reprobatorias.
—¿Qué? Los entes espirituales también tenemos derecho a descansar… —protestó, cruzándose de brazos.
—Creo que es mejor que vayamos al sótano antes de que alguien venga —sugirió Elliot, convencido de que Goryn podía aparecer en cualquier momento—. Seguidme.
Elliot se adentró en la biblioteca y abrió la puerta camuflada que daba al sótano de la vivienda. Allí abajo, en una esquina y al amparo de la penumbra, reposaba la inmensa gárgola que él ansiaba interrogar.
Úter, Gifu y Eric se ubicaron frente al espejo, pensando que aquélla era la razón por la que Elliot los había conducido de nuevo hasta aquel lugar.
—No estamos aquí por el espejo —anunció Elliot, para sorpresa de sus amigos—, sino por… esto.
—¿Ese pedazo de piedra? —preguntó Gifu, sin dar crédito a las palabras de Elliot—. ¿Qué tiene de interesante una estatua? Las estatuas no hablan…
—Es una gárgola —aclaró el joven—. Y sí hablan, si se las despierta.
El monstruo de piedra al menos le sacaba una cabeza al aprendiz. De sus fauces de demonio sobresalían unos afilados y amenazantes colmillos. Pese a que la criatura tenía los ojos cerrados y estaba en posición de letargo con las alas de murciélago plegadas a sus espaldas, no convenía fiarse demasiado. De hecho, el único que parecía captar el peligro que entrañaba devolverla a la vida era Úter. A buen seguro, a lo largo de su prolongada existencia, había tenido noticias de cómo se las gastaban las gárgolas.
—¿Estás seguro de lo que quieres hacer? —preguntó.
—Completamente.
—¿Qué es lo que pretende hacer? —dijo nerviosamente Gifu—. ¿Vas a despertar a esa horrenda cosa? ¿No has tenido bastante con una hidra?
Elliot, haciendo caso omiso de las palabras del duende, se concentró y miró fijamente a la gárgola. Despertarla no era complicado. Lo difícil sería hacer frente al enigma que pudiese plantearles. Acto seguido, igual que si estuviese frente a un espejo, ejecutó el hechizo con voz clara y potente:
—Insomnio!
Un par de segundos después, la gárgola se movió ligeramente. Se desperezó y emitió un sonoro bostezo, como si tan sólo llevase dormida unas horas. Su aliento apestaba a azufre. Entonces, obligada por el hechizo, abrió sus ojos del color de la piedra y habló.
—¿Quién ha osado despertarme? —Su voz retumbaba por las paredes del sótano—. Si lo has hecho, es porque información deseas saber. En ese caso, este acertijo antes debes resolver. Te recuerdo que callado puedes permanecer, porque si el enigma fallas…
El sonido de sus garras afilándose contra la piedra les puso la carne de gallina. Elliot sabía muy bien qué significaba eso. No obstante, asintió, completamente decidido.
El aprendiz esperaba una nueva rima, pero lo que le propuso esta criatura lo descolocó completamente. Era algo inesperado.
—Un elemental deja una Flor del Fuego en una laguna de lava el primer día de abril. Has de saber que, gracias al calor, esta planta se reproduce de tal manera que cada día encontraremos el doble de flores que el día anterior. La laguna de lava quedará cubierta de flores en su totalidad el último día de abril. Según eso, ¿qué día se cubriría exactamente la mitad de la laguna?
El silencio sobrecogedor que invadió la estancia fue roto por el impaciente Gifu.
—¿Qué clase de broma es ésta?
Ninguno le contestó. Los gestos de Úter fueron lo suficientemente expresivos como para acallar los inoportunos comentarios del duende.
Elliot se quedó pensativo. No era ningún tipo de rima y tampoco parecía una adivinanza. Era un acertijo en toda regla. Desconcertado, solicitó educadamente a la gárgola que le repitiese el acertijo. Ésta accedió sin ningún tipo de miramiento.
—Flor de Fuego… Doble de flores… —repetía Elliot en voz baja, para sus adentros—. ¿Qué día se cubriría la mitad de la laguna?
—Está claro —dijo Gifu—. Debería ser el veinte de abril. Precisamente, llevaríamos dos tercios de los días que tiene el mes. El doble de tiempo de lo que resta. Por lo tanto, pienso que…
La gárgola gruñó.
—La respuesta ha de ser pronunciada por aquel que me ha despertado —anunció, con rostro amenazador—. Sin ayuda.
—Ya lo has oído, Gifu —le dijo el fantasma—. Nada de ayudas. En cualquier caso, creo que no andabas bien encaminado, porque…
—Chissst.
Eric los silenció, porque la gárgola parecía dispuesta a saltar de un momento a otro.
—El doble que el día anterior, el doble que el día anterior… —repetía Elliot una y otra vez.
—Muchacho, se te está acabando el tiempo —advirtió la gárgola—. Insisto en que puedes permanecer callado y…
—¡El veintinueve de abril! —exclamó Elliot—. La respuesta es ésa: el día veintinueve de abril.
—¡Qué dices! —gritó Gifu—. Si fallas, ¡la bestia nos va a comer a todos!
—Chissst —le espetaron al unísono Eric y Úter.
El mutismo de la gárgola comenzó a intranquilizar a Elliot. Tragó saliva. ¿Y si se había precipitado en responder? ¿Y si se había equivocado? ¿Estaría poniendo en peligro la vida de sus amigos en ese caso? Pero… Estaba convencido de que la respuesta correcta era el veintinueve de abril. El acertijo decía que cada día encontraríamos el doble de flores que el anterior. Si la laguna de lava estaba a rebosar el último día de abril, eso significaba que el día anterior estaría al cincuenta por ciento. Es decir, la mitad. ¿Acaso la pregunta tenía truco? Si era así, él no era capaz de verlo por ninguna parte…
Las palabras de la gárgola lo sacaron de toda duda.
—Tu contestación es correcta, muchacho. Ahora, dime, ¿qué es lo que quieres saber?
Elliot suspiró de alegría. En realidad, quería saber muchas cosas; cuantas más, mejor. Por eso, esbozando una sonrisa, dijo:
—Me gustaría que me contases todo lo que sepas sobre Weston Lamphard.