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LA SUERTE DE LOS ENEMIGOS
Galilea recobra lentamente la tranquilidad después del duelo, y Antipas, a pesar del conflicto con el rey nabateo Aretas, sigue demostrando que tiene el carácter necesario para ser un buen gobernante. Un consuelo le viene entonces desde Roma. Tiberio, con el apoyo del Senado romano, da órdenes a su legado en Siria para que prepare de inmediato una expedición de castigo contra los nabateos.
En el palacio de la capital de Galilea, donde están reunidos con el mensajero, Antipas e Hipódamo respiran aliviados.
—Tiberio dice que no puede permitir que ningún rey sometido a Roma se tome la justicia por su mano, y menos en una región del Imperio como la oriental, donde siempre acecha el peligro de los partos, que no dudarán en atacarnos si intuyen el menor signo de debilidad y división —concluye el mensajero su informe.
—Puedes retirarte; has hecho un buen trabajo —le ordena Antipas al correo, y le pregunta a Hipódamo—: Y bien, ¿qué opinas?
—Las órdenes de Tiberio son concluyentes y claras, pero podemos tener problemas con los que tienen que ejecutarlas. —El jefe de la Policía galilea rebaja la euforia de Antipas con sus palabras.
—¿Te refieres al legado de Siria? No se atreverá a desobedecer una orden tan contundente del emperador.
—No lo hará, mi señor, pero sabes muy bien que el legado de Siria no te ve con buenos ojos. Se muestra muy pasivo a pesar de tu misiva en demanda de ayuda. No te perdona que te adelantaras a él con tu informe cuando Tiberio y Artabano firmaron la paz sobre el puente del Éufrates.
—Tendrá que acatar esa orden, mal que le pese, y quitarnos de encima a Aretas.
—Pero puede ralentizar la preparación del ataque de sus legiones utilizando cualquier excusa —dice Hipódamo—. Si lo hace, será mortal para nosotros.
Pero, entre tanto, la situación en la vecina provincia romana de Judea y Samaria, sobre todo en las ciudades de Jerusalén y Cesarea, vuelve a ser algo convulsa. Tras la muerte en la cruz de Jesús de Nazaret discurre un tiempo sin altercados, pero algo cambia de repente que complica la situación del procurador Pilato y del sumo sacerdote Caifás.
Los samaritanos, habitualmente pacíficos y afectos a Roma, están siendo agitados por un profeta que acaba de aparecer en su territorio. Este visionario predica en los alrededores de la ciudad de Neápolis, en las faldas del monte Garizim, y anuncia la inmediatez de un prodigio divino. Entre los samaritanos corre una vieja tradición que sostiene que cientos de años atrás los soldados babilonios del rey Nabucodonosor prendieron fuego al templo de Jerusalén levantado por el rey Salomón, derribaron todo el sacro complejo incluidas las dos veneradas columnas llamadas Joaquín y Boaz, robaron el Arca de la Alianza y el pectoral del juicio del sumo sacerdote, con las piedras Urim y Tumim que colocara Moisés para otorgar la luz y la perfección a sus designios, y apagaron el fuego divino que ardía permanentemente en el sanctasanctórum. Pero unos sacerdotes lograron salvar los vasos sagrados y los escondieron en una cueva del monte Garizim, sagrado desde los tiempos de Moisés. Todo se perdió, menos esos vasos.
En su palacio de Cesarea, Poncio Pilato recibe la noticia de que una ingente multitud se congrega en el monte Garizim para oír al nuevo profeta. El procurador estalla:
—¡Otra vez! ¡Maldita raza de alunados! —clama ante los informes de sus agentes.
—Ese hombre está despertando con sus sermones los sentimientos religiosos de los samaritanos, y lo hace apelando a su orgullo nacional —comenta el comandante de la Guardia de Pilato, que es testigo de lo que acontece al pie del monte Garizim.
—¿Qué es lo que ocurre en esa montaña polvorienta? —pregunta Pilato.
—En este país de locos existe una ancestral disputa entre los propios judíos sobre cuál es el lugar más apropiado para adorar a su dios. La mayoría sostiene que es el templo que Herodes erigió en Jerusalén para sustituir al humilde santuario construido al regreso de la cautividad de Babilonia por los exiliados, y que a su vez sustituyó al gran templo del rey Salomón. Pero los samaritanos aseguran que ese privilegio recae en el monte que llaman Garizim, porque creen que allí hay enterradas unas copas sagradas que consideran como su más preciado talismán, las únicas reliquias que sobrevivieron al saqueo del templo de Salomón por los babilonios —responde el comandante.
»Ese predicador asegura que esas copas están a punto de aparecer, y además anuncia que ocurrirá pronto, con lo que el santuario construido en la cima de ese monte será el más importante de toda Palestina; y que la aparición prodigiosa de las copas se producirá cuando una multitud se congregue allí suplicando a su dios por ello.
—¿Hay mucha gente reunida en ese monte? —pregunta Pilato, que se muestra preocupado por la concentración de tantos locos exaltados.
—Desde ayer, llamados por el profeta, miles de samaritanos se congregan en los alrededores de la montaña. Muchos de ellos se dirigen hacia ese lugar con los ojos como platos, rezando mientras caminan, proclamando que su dios obrará grandes prodigios y que hará aparecer esos dichosos vasos entre nubes y relámpagos, mientras suenan trompetas celestiales. Y se escucha de boca de algunos de ellos que los de Jerusalén tendrán que admitir al fin que el lugar santo donde mora su dios es Samaria, y no Judea. Según parece, esta disputa los enfrenta desde tiempos muy remotos.
En ese momento se presenta ante Pilato y su comandante un oficial con novedades de lo que está ocurriendo en el monte Garizim.
—Señor, una gran muchedumbre de samaritanos está concentrada al pie de la montaña donde se erige su santuario, y se preparan para ascender hasta la cima. Festejan con bailes y cánticos que su dios va a aparecerse, o algo así, según he podido entender.
—¿Van armados? —pregunta Pilato con cara de preocupación.
—Por lo que mis hombres han podido comprobar, algunos de esos peregrinos esconden espadas y cuchillos. Hemos detenido y registrado a varios y al preguntarles por las armas requisadas han respondido que las llevan para defenderse de los bandidos que puedan aparecer en su camino y para los sacrificios.
—No puedo consentir esto. Son demasiados. Si dejamos que se organicen, puede estallar una revuelta de consecuencias imprevisibles; hay que atajar todo conato de rebelión cuanto antes. Organiza de inmediato un destacamento de soldados. Salid enseguida hacia ese monte —ordena Pilato a su comandante, un quiliarco de nombre Sedulio, hombre de su total confianza.
Dos cohortes de infantería y un escuadrón de caballería salen prestos de Cesarea camino del monte Garizim. Avanzan a paso ligero, como ningún otro ejército es capaz de hacerlo; los legionarios romanos bien entrenados son capaces de cubrir una distancia de más de veinte millas en cada jornada.
Sedulio disfruta de la plena confianza del procurador Pilato, de modo que no puede fallar en la misión encomendada. Acelerando el paso, casi sin descanso, consigue que sus tropas lleguen al pie del monte Garizim antes de que los miles de peregrinos comiencen el ascenso en masa al santuario.
Según el profeta, ése es el día señalado para que aparezcan los vasos sagrados, de modo que hay un gran movimiento y excitación entre los fieles, que cantan salmos de alabanza a Dios en espera de que se produzca el anunciado milagro.
El despliegue de los soldados romanos se realiza con rapidez y eficacia, sin que la mayoría de los samaritanos, absorta en sus deseos de asistir a un hecho tan prodigioso, se aperciba de que están siendo rodeados por las tropas imperiales.
El quiliarco Sedulio se inquieta; las noticias que le llegan de algunas patrullas no son nada tranquilizadoras. Los caminos que rodean el monte se siguen llenando de masas ávidas de encontrarse con la divinidad y muchos hombres van armados con dagas, puñales y espadas cortas.
—Esto no es una manifestación religiosa —comenta Sedulio a los oficiales a su mando—, sino una rebelión en toda regla contra el Imperio. Si llegan a lo alto de ese monte proclamarán su independencia, y entonces será muy difícil pararles los pies.
—¿Qué ordenas? —le pregunta el oficial de alto rango que manda la caballería.
—Son demasiados, pero podemos actuar por sorpresa y ganar ventaja.
Los oficiales se miran un tanto desorientados. No entienden qué es lo que está tramando su comandante en jefe.
—¿Vamos a atacar a esa gente? —pregunta uno de los oficiales—. Es cierto que algunos portan armas, pero la mayoría de los samaritanos asciende desarmada hacia la cima.
—Las armas que llevan algunos justifican nuestra intervención. Golpearemos primero. Desplegad las tropas y preparaos para la carga. —Sedulio, que conoce bien los temores de Pilato, decide que si no se enfrenta ya a lo que parece el principio de una rebelión, luego no podrá controlarla.
En cuanto los jefes de cada unidad envían la señal de estar preparados, Sedulio ordena el ataque. De improviso y sin que ninguno de los peregrinos lo espere, los soldados romanos cargan con toda contundencia.
La acometida se salda enseguida con abundante sangre. Ajenos a lo que se les viene encima, los grupos de peregrinos apenas tienen tiempo para reaccionar. La infantería, desplegada en formaciones compactas, aplasta a cuantos samaritanos encuentra a su paso; entre tanto, la caballería, desplegada por los flancos, liquida sin piedad a los que huyen despavoridos. El repentino ataque se convierte en una verdadera carnicería.
El brillo acerado de las espadas de los legionarios pronto se torna rojo de sangre. El desconcierto es absoluto. En su intento por escapar, los propios peregrinos arrollan a sus compañeros, sumidos en un caos de muerte y miedo. Atravesados por las espadas, las lanzas y las saetas de los soldados romanos, aplastados por sus propios amigos y colegas, los samaritanos van cayendo y sembrando la ladera del monte con decenas de cadáveres y de cuerpos heridos que se retuercen de dolor a causa de las lacerantes heridas. La sangre corre ladera abajo en algunos lugares. Unos pocos samaritanos ofrecen resistencia, pero son barridos sin dificultad ni piedad por los soldados.
—¡Golpead, herid, matad! —grita Sedulio, que se comporta más como un lobo sediento de sangre que como el comandante de una unidad de las águilas imperiales.
Las laderas del monte Garizim se llenan de lamentos, muerte y sangre tras la terrible refriega. Cuando cesan los combates y retorna la calma, la visión del campo de la desigual batalla es propia de una escena del fin del mundo.
—¿Qué hacemos con los heridos? —pregunta un oficial.
—Agrupad a los que estén en mejores condiciones, los venderemos como esclavos; a los demás, rematadlos.
Unos días después de la matanza, Pilato celebra en Cesarea un juicio sumarísimo a los cabecillas de los samaritanos que sobreviven a la refriega, entre los que se encuentra el falso profeta. Todos son condenados a muerte y ejecutados de inmediato para público escarmiento. Entre los muertos se cuentan algunos de los más distinguidos y respetados miembros de la sociedad de Samaria.
La noticia de la indiscriminada masacre de tantos inocentes en el monte Garizim desata la ira y la indignación en toda Samaria: «¡Los romanos son una ralea de sanguinarios asesinos!», proclaman unos; «¡Beben sangre, comen carne humana, son alimañas!», claman otros; «¡Su crueldad supera todo lo que podíamos imaginar!», exclaman los más. Por toda la región se extiende la idea de que los romanos se han cebado con toda crueldad sobre un grupo de indefensos y pacíficos peregrinos, que no pretenden otra cosa que rendir culto al dios de sus padres.
La cólera que arde entre los samaritanos es tal que su Senado convoca una asamblea extraordinaria, en la cual se decide enviar de inmediato una delegación ante el legado romano de Siria; ante el representante máximo del emperador en oriente expondrán un memorial de quejas y amargas protestas por la actuación de los soldados de Pilato. El blanco de sus iras no es el subordinado Sedulio, sino el procurador mismo de Judea; Poncio Pilato es considerado el verdadero responsable y el que recibe un mayor número de críticas.
Con semblante serio, Vitelio, el legado de Siria, recibe a los samaritanos en su palacio de Antioquía.
—Nuestra embajada, ilustre y justo gobernador, pretende contarte la verdad de lo ocurrido en la infausta jornada del monte Garizim. —Quien habla en la sala de audiencias, casi entre sollozos de pena y angustia, es un viejo y prestigioso miembro del Senado de Neápolis—. Los peregrinos allí congregados no pretendían llevar a cabo ninguna revuelta sediciosa, como quiere hacer creer el procurador Pilato para justificar su criminal agresión.
—En ese caso, ¿por qué había gente armada entre ellos? No deben portarse armas en un acontecimiento religioso como el que decís que se había organizado —pregunta el legado de Siria.
—Esa acusación es una patraña. Las armas más peligrosas que portaban algunos eran dagas y cuchillos. Iban a utilizarlas para sacrificar corderos y palomas a nuestro Dios. ¿Cómo va a rebelarse contra Roma un pueblo indefenso y pacífico que siempre ha demostrado su lealtad al emperador? Nos conoces desde hace tiempo y sabes que los samaritanos hemos sido y seguimos siendo leales al Imperio; incluso cuando nuestros vecinos han protagonizado algunas protestas y revueltas, nosotros nos hemos mantenido al lado de Roma. Y siempre ha sido así: los divinos Julio César y Octavio Augusto llegaron incluso a perdonarnos parte de nuestros impuestos como premio a tanta fidelidad.
—Eso es cierto…
—¿Y cómo nos lo pagáis? —El anciano habla con firme oratoria y notable determinación, como si ignorase incluso al propio legado imperial—. Derramáis la sangre inocente de nuestro pueblo, profanáis nuestra montaña sagrada y ejecutáis a desvalidos e indefensos peregrinos que no hacen otro mal que manifestar su fe y su fervor religiosos.
—¿Cuál es vuestra demanda? —pregunta Vitelio, que dispone de informes secretos de algunos de sus confidentes que le aseguran que la actuación de las tropas enviadas a Samaria por Pilato ha resultado exagerada, impropia del honor de las águilas imperiales.
—Comparecemos ante ti, honorable legado, para reclamar justicia. Te pedimos, te rogamos, que nos libres de la violencia y de la inquina de Poncio Pilato, un ser ahíto de nuestra sangre y carente del sentido de la justicia que debe procurar todo buen gobernante.
El gobernador de Siria no siente la menor simpatía por Pilato, a quien soporta porque hasta ahora mantiene a raya a los habitantes de Judea, pero comprende que esta última acción supera cualquier límite, y se ha propasado más allá de lo concebible. Está convencido de que el Senado de los samaritanos tiene toda la razón, y considera que el honor de Roma y el prestigio del Imperio deben ser restituidos cuanto antes.
—Os prometo solemnemente —proclama con voz que expresa auténtico pesar— que procederé de inmediato a resolver este asunto. Hoy mismo encargaré una completa investigación sobre lo sucedido y, en cuanto la tenga resuelta, tomaré la decisión correspondiente.
—No nos defraudes; en tus justas manos depositamos toda nuestra confianza.
Conforme los embajadores samaritanos, que se sienten confortados por las promesas recibidas en Antioquía, se despiden y comienzan a salir de la sala, el legado de Siria frunce el ceño y se dirige en voz baja a su secretario:
—Escribe una carta para pedir cuentas a ese idiota de Pilato por su desproporcionada actuación en Samaria. ¡Ese bruto insensato…! A pesar de que lleva mucho tiempo al frente de esa región, todavía no parece conocer a sus habitantes. ¡Estúpido!, su necedad nos mete en un buen lío; en vez de mantener el orden provoca una insurrección. Y ordena a nuestros agentes en Samaria que elaboren otro informe completo de lo ocurrido allí.
En su palacio de Cesarea, Poncio Pilato rompe el lacre con el sello del legado de Siria y lee la carta remitida desde Antioquía por su superior: «De Lucio Vitelio, legado imperial de Siria, a Poncio Pilato, procurador de Judea, salud. Llegan a mis oídos amargas quejas por la actuación de tus soldados en Samaria. No encuentro excusas para tal comportamiento que pone en entredicho el buen nombre del Imperio en esa provincia. Por la autoridad de la que estoy investido, dispongo que quedes relevado de tu cargo y que viajes a Roma para presentarte ante el césar Tiberio. Embarca de inmediato para Roma; no es necesario que te traslades ante mí, a Antioquía. Rendirás cuenta directamente de tu acción ante el emperador. Marcelo, varón de estirpe consular, se hace cargo del gobierno de Judea y Samaria desde este preciso instante».
Pilato aprieta los puños. Conoce al legado y sabe que es un buen diplomático que procura mantener la paz en una región estratégica para el Imperio. Por ello, no entiende las causas de su destitución; está convencido de que su intervención en Samaria sirve para eso: mantener la paz. Deja la carta encima de la mesa y da una orden a su servicio:
—Que venga inmediatamente mi primer secretario.
Poco después se presenta el funcionario.
—¿Qué deseas, señor?
—Lee ese rollo que hay sobre la mesa.
El secretario obedece.
—Lo siento…
—¡Diez años! Todo ese tiempo hace que estoy aquí, en el más infame rincón del Imperio, sirviendo a Roma con todas mis fuerzas, ¡y ésta es la recompensa que recibo!
—Hiciste lo debido —asienta el funcionario.
—La vida de esos miserables samaritanos, unos bárbaros que maquinan una revuelta contra Roma, no vale nada. Consigo solventar una situación de peligro, y el pago que se me otorga es la destitución de mi puesto… Coge pluma y un rollo y escribe —le indica Pilato.
—Como ordenes, señor.
—«De Poncio Pilato, procurador de Judea, al legado imperial de Siria, salud. He recibido tu carta en la que me relevas de mi cargo por haber reprimido la revuelta contra el Imperio que se estaba organizando en Samaria. Te pido que me recibas en audiencia para explicarte los motivos de esa decisión. Salve». Que un correo lleve este escrito a toda prisa a Antioquía.
Pero el legado de Siria ni siquiera contesta. El sustituto de Pilato se presenta en Cesarea con su nombramiento para hacerse cargo del gobierno de Judea. Pilato no tiene otro remedio que obedecer y, con gran amargura, entregarle el poder.
Una nave zarpa hacia Roma con Pilato a bordo, escoltado por varios soldados. En la capital tendrá que enfrentarse al severo juicio de Tiberio, y no presagia nada bueno.
Entre tanto, el legado de Siria decide visitar Samaria para calmar los ánimos que Pilato deja tan revueltos.
Cuando aparece por allí, las autoridades samaritanas se siente reconfortadas, y más aún cuando les presenta sus condolencias y les anuncia que Pilato, al que atribuye la exclusiva responsabilidad de la matanza del monte Garizim, queda destituido de su cargo y viaja rumbo a Roma para enfrentarse a la justicia imperial. La calma parece reinar de nuevo entre los samaritanos a pesar de las señales de luto.
Alentado por el éxito de su visita, con la tranquilidad asegurada en Samaria, y alegre por las noticias que llegan de Judea, donde la gente celebra la reciente nueva de la destitución de Pilato con bailes y jolgorios por las calles, el legado decide visitar también Judea.
Acompañado por Marcelo, el nuevo procurador, escoltado por una cohorte de legionarios al mando de un tribuno, que en esta ocasión aparenta ser una tropa de liberación, entra en Jerusalén, que se está preparando de nuevo para la fiesta de la Pascua.
Se dirige hacia el Templo, donde lo reciben calles atestadas de gentes que desean ver al hombre que sustituye al odiado Pilato.
—Sé bienvenido a la ciudad de Dios —lo saluda el sumo sacerdote Caifás a las puertas del Templo.
—Te lo agradezco. Con mi visita, Roma pretende mostrar su respeto a los sentimientos religiosos de tu pueblo. Te presento a Marcelo, el nuevo procurador de Judea y Samaria. Es un hombre respetuoso, sensato y prudente. Espero que todo el estamento sacerdotal colabore con él para el bien y la prosperidad de esta provincia.
—Así lo haremos, legado —asiente el sumo sacerdote.
En un gesto que la multitud aclama, el legado de Siria recorre las zonas del Templo donde está permitido el acceso a los gentiles. Y tras un emotivo paseo, se detiene en el pórtico de Salomón, justo en el lugar donde le gustaba predicar a Jesús de Nazaret; alza su mano demandando atención, y con voz firme y poderosa anuncia a los presentes:
—Ciudadanos de Jerusalén: quiero que mi visita a vuestra ciudad sea recordada por todos vosotros con agrado. Y por ese motivo, y en recuerdo de este día en que me acogéis en vuestro santuario, declaro que Roma perdona la mitad de los impuestos sobre la venta de las cosechas por este año.
Un mar de gritos de felicidad sale de las gargantas de los presentes, que aclaman al legado y al emperador. Abrazos, parabienes, risas, júbilo…, la alegría de los jerusalemitas es extraordinaria.
—Nos regalas una excelente sorpresa —dice el sumo sacerdote Caifás.
—Roma es justa y actúa con justicia —responde el legado.
Los presentes rompen en aplausos y vítores, cuyo eco resuena bajo los solemnes pórticos.
—Agradecemos tu gesto —dice el sumo sacerdote.
—Todavía hay más. —El legado pide calma de nuevo; se propone ganarse a los judíos y borrar el mal recuerdo del gobierno de Poncio Pilato—. Hace muchos años que las vestimentas sagradas que el sumo sacerdote utiliza en las cuatro grandes festividades religiosas se custodian en la fortaleza Antonia por los soldados del Imperio. Sé que vuestra ley impide que puedan celebrarse las ceremonias religiosas de la Pascua, Pentecostés, los Tabernáculos y la Expiación si el sumo sacerdote no viste esos hábitos. Pues bien, ¿veis esta llave? —El legado la muestra a la multitud—. Es la que cierra el arcón donde se guardan esos vestidos. —A un gesto del legado unos soldados aparecen portando el arcón de madera que esa llave abre—. Hasta hoy, su custodia está en manos del procurador romano de Jerusalén, pero desde este momento queda en manos de los sacerdotes, y el arcón con sus ornamentos vuelve a guardarse en el Templo.
Algunos lloran de alegría ante la noticia. Hace mucho tiempo que los judíos tienen que pasar por la humillación de tener que ir hasta la fortaleza Antonia siete días antes de cada una de las cuatro grandes fiestas, solicitar al gobernador romano autorización para usar las vestiduras, pedirle por favor que abra el arcón, romper los lacres que lo sellan, purificar los vestidos y, acabada la ceremonia, devolverlos de nuevo a la fortaleza hasta la siguiente fiesta.
Pero a partir de hoy no volverá a ocurrir nada de eso. Tienen en sus manos el arcón y la llave, son de nuevo los guardianes de las vestimentas sagradas; ya no será necesario pasar cuatro veces al año por semejante vergüenza.
Los judíos saltan de gozo, vitorean al gobernador de Siria e incluso se escuchan algunas aclamaciones a favor del emperador. Los más extremistas, aunque muestran su alegría por la recuperación de los vestidos sagrados, no dejan de preocuparse por el fervor que demuestra la mayoría hacia los romanos.
—Y todavía una cosa más… —El legado contempla al pueblo y sonríe encantado. Con sus decisiones se gana a las masas de Jerusalén, que lo aclaman, y entonces decide dar un último y contundente paso, el gran golpe de efecto que viene rumiando desde hace un par de semanas.
—¡Loado sea el Señor Nuestro Dios! —exclama Caifás. El sumo sacerdote está feliz, pero dejará de estarlo en cuanto escuche lo que a continuación va a decretar el legado.
—También —prosigue el legado su discurso bajo el pórtico de Salomón— he decidido destituir al sumo sacerdote Caifás.
Ante esa declaración, que nadie espera, se hace un silencio expectante.
—¡Ya era hora! —grita de repente una voz anónima entre el gentío.
—Hace algún tiempo que me llegan a Antioquía quejas y denuncias por las arbitrariedades del sumo sacerdote de este santuario.
—¡Es tiempo de que ese cargo salga de esa familia! —clama otra voz.
—Roma es justa. Caifás ha sido un estrecho colaborador de Poncio Pilato y ha compartido muchas de sus decisiones. Es justo que sea apartado de su puesto —anuncia el legado.
—¡Esa familia no ha dejado de apalear y extorsionar al pueblo! —exclama otra voz, a la que se suman otras muchas con murmullos y gestos de aprobación.
—¡Han llenado sus bolsas con nuestro dinero! ¡Que devuelvan todo lo que nos han robado! —clama otra.
—¡Que desaparezca esa banda de parásitos! —pide una tercera.
—¡Silencio! —ordena el legado romano—. No habrá más oscuros manejos, ni más negocios turbios, ni más escándalos. Pilato y Caifás ya no os causarán más problemas.
La gente que lo oye apenas cree lo que sus oídos están escuchando, y rompe de nuevo en vítores hacia Roma.
A su lado, Caifás agacha la cabeza. No entiende lo que acaba de ocurrir. Ya no es sumo sacerdote. Todo su poder se derrumba en unos instantes. Una profunda pesadumbre se apodera de él y es incapaz de reaccionar; está paralizado, no puede dar un solo paso. Varios sacerdotes tienen que sacarlo de allí entre los insultos que le dirige la enardecida multitud.
Roma triunfa por completo. La visita a Samaria y a Judea del gobernador de Siria calma los ánimos de los judíos, siempre a punto de estallar, y logra que, entre los muros y bajo los pórticos del Templo, los habitantes de Jerusalén alaben al emperador romano.
Cuando estas noticias llegan a Tiberiades, Antipas tuerce el gesto. ¡Precisamente el legado de Siria, un enemigo larvado que no quiere ayudarlo contra las insidias del nabateo Aretas! De inmediato, cae en la cuenta de que también lo ocurrido en Jerusalén aleja sus posibilidades de convertirse en jerarca de Judea y Samaria. Con esas dos provincias en paz y afectas a Roma, sus planes para que Tiberio lo nombre al fin rey de Israel parecen desvanecerse. Su ambición pasa por que la situación en ambos territorios empeore y el emperador recurra a él como solución a los problemas. Cuanto peor, mejor… El trono de Judea, vacante, presenta a sus ojos la dificultad de lo inaccesible, de lo maldito. Con los años, la espera de algo que nunca llega comienza a hacerse insoportable.
En Jerusalén, los que más alegres se muestran con la caída en desgracia de Caifás son los seguidores de Jesús de Nazaret, que mantienen vivos sus recuerdos. Muchos siguen atribuyendo al sumo sacerdote depuesto la máxima responsabilidad en la ejecución de su maestro, por ser el instigador principal de la trama que impulsó a los romanos a llevarlo a la cruz.
Desde la vergonzosa dispersión en la noche del prendimiento, el grupo de discípulos más cercano a Jesús sigue reuniéndose y en cada una de sus ceremonias secretas se rememoran las enseñanzas del Nazareno. Incluso proclaman que Jesús sigue vivo; alguna de las mujeres que lo acompañaron en su peregrinaje por Israel declara haberlo visto después de su muerte y sostiene que ha tocado sus manos. Los principales discípulos se rehacen del tremendo varapalo de la ejecución del Nazareno y vuelven a predicar en Jerusalén y sus alrededores. Se dirigen a cuantos quieren escucharlos para decirles que Jesús, tras la crucifixión, se les ha aparecido en varias ocasiones para transmitirles sus últimas enseñanzas y que ha subido a los cielos anunciando que pronto volverá para proclamar la instauración triunfante del reino de Dios sobre la tierra de Israel.
El decaído ánimo de los seguidores de Jesús comienza a levantarse con la destitución de Pilato y de Caifás, y no tardan en proclamar que la destitución de los dos principales responsables de la muerte de su maestro es la prueba palpable de que la justicia divina comienza a actuar. Alguno se acuerda también de las palabras de María Magdalena al pie de la cruz…
Poco después de su fulminante destitución como sumo sacerdote, Caifás, que se recluye en su palacio apesadumbrado y abatido, acaba siendo víctima de una penosa enfermedad, y muere entre aflicciones y espasmos, incapaz de proferir palabra alguna, pues se dice que en el momento de su muerte llegan a salirle algunos gusanos por la boca.