2
UNA PASCUA AGITADA EN JERUSALÉN
En los días de los panes ázimos y la Pascua, la doble fiesta más importante de cuantas prescribe la ley de Moisés, la ciudad de Jerusalén, corazón de Israel, se transforma en un gigantesco escenario de ardor religioso. Los sacrificios que se ofrecen ante el altar del Templo se suceden ininterrumpidamente durante todas las jornadas de la fiesta, a todas las horas. Las gentes acuden piadosas y henchidas de fervor desde todos los rincones del país, y abarrotan las calles y los patios del santuario.
Este año la agitación es aún mayor si cabe. La noticia de la revuelta que Jefté encabeza en el Templo se ha extendido ya por todo el reino, y muchos peregrinos añaden a su tradicional fervor la curiosidad por comprobar si cuanto se dice sobre esa revuelta, y los cambios que exige, es cierto. Grupos de fariseos, afectos al movimiento de protesta iniciado por Jefté, informan a cuantos llegan a Jerusalén sobre los motivos de sus quejas y sobre la necesidad de que triunfe la justicia. Les hablan de los rabinos Judas y Matías, y de los valientes jóvenes que abatieron a hachazos el águila dorada y la pisotearon a la puerta del Templo, como de verdaderos héroes. Son ejemplo de judíos de buena fe y de limpio corazón que se enfrentaron con valor al tirano Herodes, al que calificaban de esbirro de los romanos, y fueron capaces de devolver la dignidad al Templo, hasta entonces mancillado por un símbolo de Roma.
Entre los forasteros, algunos atienden a las explicaciones de los fariseos, pero se limitan a asentir para quitarse de encima a los agobiantes propagandistas, pero hay otros que se solidarizan gozosos con los rebeldes y aprueban con agrado sus demandas. Así, día a día aumenta el número de los que exigen justicia y venganza, dos palabras convertidas en los dos deseos más reclamados en Jerusalén.
A pesar de que Arquelao no responde, los fariseos y sus aliados continúan protestando en el santuario y concentrándose a diario en el Patio de los Gentiles. Saben que su lucha puede alargarse durante mucho tiempo y se preparan a conciencia para resistir.
Salomé se ha dado cuenta de que la táctica de Arquelao puede provocar que se apague la revuelta de los fariseos, y en ese caso su sobrino Antipas jamás accederá al trono. Necesita un cambio en los acontecimientos, que ocurra algo terrible que ponga en entredicho la capacidad de Arquelao para gobernar. Con el máximo sigilo, envía a uno de sus más leales colaboradores en busca de Jefté. El hijo de Menahén acude de inmediato a la llamada. En el fondo de su corazón está prendado de esa mujer tan hermosa como intrigante. No se atreve a confesárselo, pero arde en deseos de poseerla, y es capaz de hacer cuanto Salomé le sugiera, sin pensar siquiera en lo que pueda ocurrirle por ello.
La cita se produce en la casa de uno de los cabecillas de los fariseos, bien protegida por varios miembros del grupo. Jefté acude puntual, pero Salomé ya se encuentra allí, cubierta con un manto marrón con el que se oculta a los ojos de los curiosos en las calles de la ciudad. Al presentarse Jefté, Salomé se despoja del manto y deja al descubierto su formidable figura; bajo la humilde capa viste una túnica de seda verde, ajustada al cuerpo con un cinturón de cuero con perlas engastadas que resalta las acentuadas curvas de las caderas y las rotundas formas de sus pechos. Jefté la contempla absorto. Vendería su alma al diablo por una sola noche al lado de esa mujer.
—Señora…
—Amigo…
—¿Qué deseas de mí? Ya sabes que cualquier cosa que me pidas, si está en mi mano…
—Tu actuación en el Templo ha sido magnífica, te lo agradezco. Mi sobrino también quiere que sepas que está muy contento con tu colaboración.
—Lo que me pidas, señora…
—Antipas apoya la causa de los fariseos. Pero no puede, al menos por el momento, mostrar su inclinación de manera abierta. Su hermano todavía ostenta el poder y podría ordenar su ejecución, e incluso la mía. Si Arquelao se enterara de que estoy ahora aquí, contigo, ordenaría de inmediato que me cortaran la cabeza. El asesinato ha sido habitual en mi familia. Si mi hermano no tuvo duda alguna en ejecutar a tres de sus hijos cuando atisbó la menor sospecha de intriga contra él…, ¿imaginas lo que haría mi sobrino Arquelao conmigo?
—¿No pudiste impedir esos asesinatos? —le pregunta Jefté impresionado ante la confesión de Salomé.
—¿Qué otra cosa podía hacer entonces, salvo mantenerme viva? Ahora estoy en condiciones de vengar tantas muertes, y por eso estoy al lado de Antipas, que también desea acabar con la continuidad del despotismo de mi hermano Herodes, que ahora encarna Arquelao.
—Haremos lo que tú digas, señora. —Jefté está encantado ante la presencia de la princesa, que, pese a su edad, sigue avivando la pasión en muchos hombres.
—Otra cosa: supongo que necesitarás dinero.
—Mantener a tanta gente cada día en el Templo conlleva algunos gastos…
—Toma. —Salomé introduce su mano en el manto, rebusca un instante entre sus pliegues y saca una bolsa de cuero que entrega al cabecilla de la revuelta—. Espero que sea suficiente por el momento.
Jefté la abre, mete dentro la mano y muestra un buen puñado de monedas.
—¡Oro!
—Hay medio centenar de ellas.
—Con este dinero podemos incluso comprar algunas armas; creo que las vamos a necesitar. Tenemos palos, estacas, dagas e incluso arcos y flechas, pero con este oro podemos comprar espadas y escudos.
—Vuelve con los tuyos y haz que mantengan su espíritu de resistencia.
—Lo que ordenes, señora, lo que tú ordenes.
La revuelta del Templo sigue en alza. Los fariseos, dirigidos por Jefté, han organizado bajo los pórticos del santuario un campamento estable que recibe a diario suministros de comida, bebida, ropa y mantas. Ante la ausencia de respuesta por parte de Arquelao, que mantiene la calma en la distancia de su palacio, los rebeldes ganan confianza y se sienten más fuertes cada día. Han llegado demasiado lejos como para dar marcha atrás y renunciar a las exigencias que, a través de los mensajeros, han transmitido ya a Arquelao, un personaje indigno de portar la corona real de Israel.
La falta de decisión del nuevo monarca incentiva todavía más su ánimo. Algunos del grupo de los fariseos, los más numerosos entre los amotinados, desean pasar de la resistencia a la acción; proponen salir del sagrado recinto, ahora que gracias al oro que ha traído Jefté han podido comprar algunas espadas y jabalinas, e imponer a la fuerza la justicia y la venganza que hace días demandan. Pero otros piensan que deben esperar, rezando, una acción de Dios que salvaguarde la justicia. Y unos pocos sostienen que Dios sólo actuará si ellos inician un movimiento como muestra de confianza en Él.
Conforme las noticias de los rebeldes van llegando al palacio real, Arquelao tiembla cada vez más. Los ojos de Roma, encarnados en el legado imperial de la cercana Siria, están puestos sobre él y observan expectantes su capacidad para resolver ese grave problema. ¿Y si no acierta a hacerlo? ¿Podría Augusto sentar a Antipas en el trono en su lugar? Debe actuar con eficacia…, y pronto.
—Hasta ahora te he pedido que no intervinieras, pero en cada momento crece el número de simpatizantes con los amotinados en el Templo. Si esto continúa así, llegará un instante en que se sentirán tan fuertes que no sólo exigirán que cumplas sus peticiones, sino que abandones el trono para colocar a alguien más predispuesto a sus demandas —recomienda el anciano Nicolás a Arquelao.
—¿Y qué puedo hacer?
—Lo que hubiera hecho tu padre.
—¿Mi padre?
—Herodes les habría concedido una última oportunidad, y luego habría actuado con toda contundencia.
—Enviaré a un tribuno al mando de una cohorte ligera, unos ciento cincuenta hombres. Se presentarán en el Templo en perfecta formación y exigirán que cese la revuelta.
—Hazlo, pero ordena además que se prepare el resto del Ejército.
—¿Crees que esa cohorte no será suficiente demostración de fuerza?
—Escucha, mi rey —prosigue el anciano consejero—, los atrincherados están unidos y se sienten poderosos, de manera que es probable que se envalentonen y se enfrenten a los soldados. Por lo que sabemos, han comprado armas y su moral es alta. Hay que estar preparados para lo peor.
Arquelao asiente a los consejos del prudente Nicolás a la vez que ordena a la cohorte que salga desde el palacio-fortaleza de Jerusalén hacia el Templo. Los soldados van armados con escudos ligeros, cascos y petos de cuero, dagas y espadas cortas; sólo algunos portan largas jabalinas por si fuera necesario mantener a distancia a los más impulsivos.
Uno de los consejeros opina también:
—A la vista de un destacamento como ése no ofrecerán demasiada resistencia. Una cohorte será suficiente para acabar con la concentración. Todo volverá a su cauce normal.
Los oficiales que dirigen la cohorte tienen la orden expresa de intimidar a los rebeldes y de capturar a su cabecilla para conducirlo a presencia de Arquelao, quien cree que no será preciso derramar abundante sangre. Ha previsto que si la resistencia se encona demasiado, en cuanto caiga media docena de fariseos ante las espadas de los soldados, el resto se disolverá y la revuelta no irá a más. En caso contrario podría desencadenarse una matanza de proporciones tan grandes que la situación se tornaría ingobernable, y el reino entero estaría al borde del precipicio.
En el Templo se reciben enseguida las noticias del movimiento de las tropas. Jefté es informado de que una columna de centenar y medio de soldados se dirige hacia el santuario.
El cabecilla ordena a los responsables de los grupos formados para la defensa que tomen posiciones y que estén preparados para un posible ataque. Cuando las noticias se extienden por los patios y pórticos crece la indignación de los presentes, y son muchos los que abogan por acudir al encuentro de los soldados y enfrentarse con ellos en las calles de Jerusalén.
—Esos malditos vienen en formación de combate —informa uno de los oteadores.
—Eso es imposible; la estrechez de las calles de esta ciudad no lo permite —le responde Jefté, que comprende de pronto que sus hombres carecen de formación militar, y duda sobre lo que pueda ocurrir en un enfrentamiento abierto con soldados bien entrenados y acostumbrados a la batalla.
—¡Ya están aquí! —grita otro de los oteadores ubicado en lo alto del pórtico al que se accede por la gran escalinata.
Jefté corre hasta allí y contempla la avanzadilla de la cohorte ligera subiendo las gradas con paso decidido. Sin apenas tiempo para la reacción de los rebeldes, las primeras líneas de soldados penetran en el Patio de los Gentiles y se despliegan amenazantes ante la multitud, que se limita a vociferar contra los intrusos y a amenazarlos agitando en el aire espadas, dagas, palos y porras. Los rostros de los rebeldes, crispados y temblorosos, contrastan con los de los soldados, decididos y serenos.
El atrio del principal patio del santuario tiene cuatro filas de columnas; tres de ellas forman un gran pórtico mientras que la cuarta está dispuesta sobre el gran muro de piedra que Herodes levantó para proteger el Templo. Las columnas son tan gruesas que son necesarios tres hombres con los brazos extendidos para abrazarlas. Tras ellas están emboscados los más firmes de los defensores, que aguardan pacientes a que toda la columna penetre en el interior del santuario, para rodearla y someterla con facilidad.
El tribuno ordena a sus hombres que formen en círculo y desenvainen sus espadas, mientras los portadores de jabalinas se sitúan en segunda fila apuntando sus largas lanzas hacia el exterior del círculo.
A una orden de Jefté, que dirige a sus hombres desde un lado del atrio, comienza a caer sobre los soldados una verdadera lluvia de piedras y cascotes. Los escudos ligeros y los cascos de cuero apenas sirven de protección y varios miembros de la cohorte caen abatidos por las pedradas.
Un ataque así no ha sido previsto por los estrategas de Arquelao. Además, el número de amotinados en el Templo es mucho mayor del supuesto, y la cohorte ligera se ve superada. Entusiasmados por el éxito de su primer ataque, los rebeldes se lanzan sobre la cohorte, desbaratada por el aluvión de piedras, y comienza una lucha cuerpo a cuerpo en la que la superioridad numérica de los rebeldes triunfa sobre la disciplina militar de los soldados.
El tribuno y el centurión que mandan la cohorte comprenden que su única salvación es retirarse agrupados y en calma, de modo que ordenan a sus hombres retroceder hacia la puerta manteniendo la formación cerrada. Una vez fuera, los soldados se dispersan escaleras abajo en desbandada, perseguidos por los más arrojados fariseos, mientras la mayoría permanece en el atrio gritando jubilosa.
El eco del triunfo resuena entre las columnatas y se amortigua en los artesonados de cedro del techo de los pórticos. Durante un buen rato bailan y saltan entusiasmados. Cuando se calma la algarada, los comandantes de los rebeldes ordenan recoger los cadáveres de los soldados caídos, que han permanecido sangrando en el suelo durante todo ese rato, y apilarlos a un lado para dejar espacio libre para celebrar los sacrificios matutinos. Como si nada hubiera ocurrido, con las manchas de sangre todavía frescas sobre las losas de piedra, los fariseos se unen a los ritos ceremoniales del día.
Los supervivientes de la cohorte logran alcanzar el palacio-fortaleza a duras penas. Se salvan porque la mayoría de los rebeldes decide no perseguirlos y permanece en el Patio de los Gentiles para celebrar su victoria.
Cuando el tribuno informa a Arquelao, el hijo de Herodes tiembla como un niño. Aquello no es lo esperado. Su autoridad queda en entredicho y su legitimidad está en peligro. Ahora es él quien ansía venganza. Todos sus planes, la herencia recibida y el mismo trono de Israel pueden venirse abajo si no acaba de una vez con esos fanáticos que no admiten negociar otra cosa que el cumplimiento de sus exigencias.
Si quiere ser rey de verdad, comprende que no puede contemporizar más y que debe imponer su voluntad como lo hubiera hecho su padre. La prudencia y la paciencia, en otro momento virtudes necesarias, se demuestran inútiles en este caso, y no queda otra solución que recurrir a la fuerza más brutal que se pueda desplegar.
En un ataque de ira, Arquelao golpea con sus puños la mesa en torno a la cual se ha reunido de urgencia el Consejo real. El anciano Nicolás mantiene la calma, pero su rostro denota una enorme preocupación; el tesorero Ptolomeo calcula en silencio cuánto va a costar esa revuelta al Tesoro; los generales ya trazan planes sobre cuántos efectivos serán necesarios para reprimirla con éxito; nadie piensa en las muertes que se van a producir si se decide un asalto del Ejército al santuario.
—Este maldito pueblo sólo aprende la lección si se la enseñan con sangre —comenta Arquelao, que en un par de horas ha pasado de la resignación a la duda y por fin al uso de la contundencia más extrema.
—Tu padre nunca vaciló, señor —interviene uno de los generales, siempre presto a someter por la fuerza de las armas cualquier reivindicación popular.
—No queda más remedio —tercia Nicolás.
—Tu padre fue un gobernante severo e intransigente con cualquier alteración que se produjera en el reino; por eso pudo mantener el trono tantos años. Un rey que no ejerce la fuerza para demostrar su poder no merece ser rey —dice el general a la vez que aprieta con fuerza la empuñadura de su espada.
Arquelao asiente. Ni siquiera recuerda los compromisos adquiridos días atrás en su discurso en el Templo. Allí, ante los ciudadanos de Jerusalén, se comprometió con toda solemnidad a que sería mejor gobernante que su padre y que atendería las demandas justas de su pueblo. Pero todas esas promesas se han diluido como las nubes tras la tormenta, y ahora sólo piensa en acabar de una vez con aquella situación que pone en un brete su capacidad para gobernar y mantener en paz a la nación judía.
—General, prepara el Ejército. Vamos a dar un escarmiento a esos insensatos que ni siquiera en sus peores pesadillas han podido soñar.
—¿Cuáles son tus órdenes, señor?
—Mano dura, contundencia total, liquidación absoluta del motín, sin piedad, sin recelo alguno, que se extienda la muerte hasta convertir los patios del Templo en piscinas de sangre.
El viejo Nicolás frunce el ceño. Hace semanas que Herodes ha muerto, pero por un momento, a la vista de la resolución de Arquelao, cree estar contemplando a su antiguo señor revivido.
Las órdenes se ejecutan con inusitada rapidez. En apenas tres horas todos los soldados de las guarniciones de Jerusalén están preparados para intervenir. Incluso la tropa acantonada en la torre Antonia, la fortaleza más formidable del recinto amurallado, recibe la orden de movilización. Toda la caballería disponible se concentra en los alrededores del palacio-fortaleza formada en escuadrones cerrados.
El movimiento de tropas es tan intenso que los oteadores desplegados por Jefté no tardan en avisarle de que algo muy grave se está fraguando en torno a las instalaciones militares de Jerusalén.
En medio del trajín, la princesa Salomé observa con atención el ajetreo que en el patio de la fortaleza se ha formado. Centenares de soldados van y vienen a los almacenes de la armería para proveerse de escudos, espadas, lanzas, arcos y flechas. Las piedras de afilar echan chispas cuando los filos de las espadas reciben la puesta a punto; los cascos de metal brillan bajo el sol cuando los soldados se los colocan en sus cabezas y se ajustan las correas bajo las barbillas; los carcajes de los arqueros se llenan de flechas recién emplumadas; los caballos piafan intuyendo que su entrada en combate se aproxima; los herreros, tras afilar tanto puntas de lanza como las últimas espadas, engastan las empuñaduras con tiras de badana y de cuero; los ojos de los soldados destellan ese brillo mortífero de los acostumbrados a las matanzas; los oficiales gritan, dan órdenes y profieren consignas para que nadie relaje el ánimo; los lanceros escupen sobre las puntas metálicas de sus picas y algunos pasan por ellas una y otra vez las piedras de amolar.
Salomé tiene miedo; tal vez por primera vez en su vida teme al destino. Sabe que debería enviar un mensajero a Jefté para informarle del ataque que se está preparando, pero no quiere ser descubierta. Uno a uno los comandantes de los destacamentos hacen llegar a Arquelao la noticia de que sus unidades están preparadas para el combate. Y entonces el rey no duda en dar la orden de avanzar al unísono hacia el Templo, y hacerlo con toda la rapidez posible. El recinto sagrado es un formidable fortín con muros tan anchos como la altura de tres hombres y tan altos como la de quince, de modo que si no se penetra en su interior y se controlan los accesos, puede ser defendido con facilidad.
Los estrategas deciden que, dado lo empinado de algunos accesos, sea la infantería la que se despliegue en todas y cada una de las puertas del santuario, y que accedan los soldados por todas las entradas a la vez, provocando la mayor sensación de terror posible entre los amotinados. Entre tanto, la caballería se despliega también por los alrededores de las puertas, en los espacios más abiertos, con la misión de bloquear todos los accesos e impedir que los defensores del Templo puedan recibir ayuda alguna desde el exterior.
La firmeza y rapidez con que Arquelao toma la decisión de atacar el Templo coge por sorpresa a Jefté y a los que ejercen a su lado la dirección de la revuelta. Apenas pueden reaccionar para establecer un plan de defensa cuando escuchan las primeras voces y el entrechocar de metales.
—¡Soldados!, ¡soldados! ¡Se acercan cientos, tal vez miles de ellos! —grita uno de los cabecillas fariseos que dirige la defensa de una de las puertas.
Jefté y sus consejeros, que dialogan en un rincón del Patio de los Gentiles, se vuelven hacia el lugar de donde proceden los gritos y contemplan horrorizados a varias decenas de soldados de la Guardia Real desplegándose ya por el patio en persecución de un grupo de defensores que resulta desbordado.
No están en condiciones de rechazar la carga en formación cerrada de los soldados. Algunos fariseos son sorprendidos mientras ofrecen sacrificios junto a los sacerdotes, y ni siquiera están armados. El brillo de los aceros desenvainados, las lanzas cimbreándose en la carga, los escudos alineados como el caparazón de una tortuga, todas las ventajas se decantan del lado de los asaltantes. Atrapados de improviso, los defensores del Templo ceden ante la carga de los soldados profesionales y caen abatidos como las mieses segadas por la guadaña. Los fariseos se defienden como bien saben, pero nada pueden hacer ante las cohortes perfectamente organizadas, que responden como un solo hombre a las voces de mando de sus comandantes.
Decenas de cuerpos sucumben al instante ante los tajos de las espadas y las puntas de las lanzas. En unos momentos el Patio de los Gentiles se llena de cuerpos caídos y la sangre corre entre las losas de piedra tiñéndolas de rojo. La luz del sol de mediodía cae a plomo sobre los tejados del Templo, y al cielo se elevan gritos de horror y de lamento que resuenan por todo el santuario.
Los soldados atacan y cargan con la eficacia de profesionales entrenados para el combate. Cada uno defiende a su compañero de la izquierda con el escudo, en tanto que con la mano derecha descarga golpes de espada o de lanza causando una tremenda mortandad entre los fariseos y sus simpatizantes. La sangre se encharca de tal modo y el suelo se vuelve tan resbaladizo que es difícil mantener el equilibrio en medio de aquella carnicería. La batahola crece hasta devenir en un torbellino de voces y gritos que hiela la sangre de los que todavía la mantienen en sus venas.
Las tropas de Arquelao cargan con toda la rabia; algunos de ellos tienen amigos entre los muertos de la cohorte apedreada por los insurgentes, y con cada golpe quieren vengar a los compañeros de armas caídos poco antes sobre esas mismas losas. El olor a muerte se apodera del aire y los cadáveres se amontonan revueltos con los malheridos y mutilados que se desangran entre terribles lamentos antes de ser rematados con un certero golpe de gracia. Paso a paso, los destacamentos bien formados acorralan por grupos a los rebeldes y los abaten uno a uno con la misma facilidad que un vendaval de otoño arranca las hojas secas de los árboles.
Como una máquina infernal de acero y muerte, el frente de soldados sigue avanzando y arrasa a una multitud que olvida defenderse y busca escapar de aquella matanza aplastando a sus propios compañeros. Las espadas penetran una y otra vez en pechos y espaldas, cercenan cuellos, brazos y piernas, parten cráneos y rajan rostros sin piedad alguna.
Los vientres abiertos derraman intestinos y vísceras por doquier, y al olor dulzón de la sangre se suma pronto el nauseabundo de las heces y los vómitos. La vista de los cuerpos abiertos en canal, el sabor salobre que llega hasta los labios de los salpicones sanguinolentos y el tufo penetrante, ácido y hediondo a la vez, enervan todavía más a los soldados y los envuelven en una vorágine de ira y furia.
Jefté, el hijo de Menahén y caudillo visible de la revuelta, se lanza desesperado contra los soldados empuñando una espada corta. Arenga a sus compañeros para que se mantengan firmes y no desfallezcan, pero el fariseo no es rival para los veteranos que forman en las primeras filas del Ejército de Arquelao, quienes lo abaten con suma facilidad al primer envite. Uno de los mercenarios germanos, un gigantón rubio de fieros ojos azules, le secciona el hombro derecho y otro le atraviesa la garganta con su espada. El cabecilla de la revuelta cae desplomado y los atacantes aplastan su cadáver bajo el paso brutal de sus sandalias tachonadas.
Muerto el principal instigador, sus seguidores huyen a la desbandada en todas las direcciones, pero el recinto del santuario es una trampa mortal. Las salidas están guardadas por destacamentos de arqueros tracios que, con precisión infernal, abaten con sus certeras flechas a los pocos que logran atravesar los umbrales de las puertas del Templo, y los que consiguen rebasar la línea de tiro son cazados como conejos por los destacamentos de caballería desplegados en la retaguardia. Los caballos, acostumbrados a la barahúnda de la guerra, no se mueven cuando algunos llegan huyendo ante ellos, para caer tronchados por las espadas largas y las lanzas cortas de los jinetes.
Sólo unos pocos logran escapar de aquel infierno de destrucción. Algunos se encierran en sus casas, aterrorizados, aguardando una muerte segura. Otros huyen buscando cobijo en los montes y colinas de los alrededores de Jerusalén. Los menos se dirigen hasta Betania, a dos millas de distancia, corriendo como posesos, con los pies magullados y ensangrentados y el alma rota en pedazos.
La ciudad entera es un lamento fúnebre. Del júbilo de la Pascua, de la alegría por el encuentro anual entre familiares, del regocijo y la esperanza por los sacrificios ante el altar del Templo, los ciudadanos de Jerusalén y los peregrinos pasan a un estado de máximo terror y de pena infinita.
En cuanto recibe las noticias del triunfo del ataque de sus soldados, del control del Templo y de la ejecución o dispersión de los rebeldes, Arquelao envía por todos los rincones de la ciudad heraldos que pregonan su victoria y anuncian la supresión de las ceremonias que restan por la festividad de la Pascua. Se concede además un plazo reducidísimo para que los peregrinos que no sean vecinos de Jerusalén salgan de la ciudad de inmediato, y se ordena a los residentes que permanezcan recluidos en sus casas en tanto no se autorice la libre circulación por las calles, bajo pena capital para quien no cumpla estos preceptos. Las etéreas y tenebrosas alas del ángel de la muerte se extienden sobre la ciudad, que llora a sus muertos sin poder honrarlos con las ceremonias fúnebres que sus creencias demandan.
En su palacio-fortaleza, Arquelao, ahora sí, se siente seguro. Consigue reducir, aunque de manera brutal y sanguinaria, la revuelta encabezada por los fariseos en el Templo y logra, como solía hacer su padre, que el terror se convierta en el principal aliado del poder. Si alguien, en los próximos años, se aventurara a poner en marcha nuevas alteraciones o a discutir las decisiones del soberano, ya sabe a qué atenerse.
Triunfa, y lo hace sin el apoyo explícito de los romanos, que desde Siria se mantienen expectantes ante lo que está ocurriendo en Judea. No pasa un día sin que el gobernador de Siria reciba puntuales informaciones de sus emisarios sobre el desarrollo de los acontecimientos en esa díscola región del sur pacificada por Herodes con mano dura, pero en la que parece que vuelven a surgir problemas que parecían enterrados para siempre.
Todos esperan que el heredero de Herodes manifieste su alegría por el éxito de la acción de su Ejército, pero ante todos los consejeros y miembros de su familia, que lo aplauden cuando aparece ante ellos, pronuncia una frase inesperada:
—Acabado el trabajo, ahora, a Roma.
—¿Señor…? —Nicolás, sorprendido, no entiende esa decisión.
—Éste es el momento preciso para presentarme ante Augusto. He resuelto con eficacia una revuelta que amenazaba con desestabilizar el reino, y todo ha quedado en calma. Puedo entrar en Roma como triunfador, justo sucesor de mi padre.
—El problema de la rebelión de los fariseos no se ha resuelto del todo; en cualquier momento puede prender otra vez, y con más intensidad si cabe, la llama de la sedición. Y en ese caso, con el rey lejos de Judea, quién sabe qué puede pasar.
—Esa plebe harapienta y sucia no merecía otra cosa que la muerte. Tras la tempestad, por muy estruendosa que sea, siempre llega el sosiego y la calma. Les hemos dado una buena lección, y pasará tiempo, mucho tiempo, antes de que algún insensato ose protestar o siquiera discutir la palabra de su señor. La sedición ha sido borrada con su propia sangre y las almas de los traidores vagan ahora en las tinieblas del sheol, y para siempre. Han aprendido que nadie puede oponerse a mi autoridad y a mi razón sin sufrir el merecido castigo por su osadía.
—No sabemos cómo van a responder los romanos… —intenta mediar Nicolás.
—He aplicado su lema: «Que nos odien, con tal de que nos teman», si así se mantiene la paz. Iré a Roma enseguida.
—Como ordenes, señor —se resigna Nicolás.
—Embarcaremos en Cesarea. Todo debe estar preparado en una semana. Tú, Ptolomeo, vendrás conmigo, pues necesitaré a mi mayor experto en cuentas porque imagino que de eso habrá que tratar a fondo con los romanos; también vendrá mi madre, Maltace; y por supuesto, tú, Nicolás de Damasco, porque necesitaré la experiencia de mi más sabio y veterano consejero.
—Querido sobrino —se adelanta Salomé, que hasta ese momento se ha mantenido en un segundo plano al lado de su esposo, Alexas—, me gustaría acompañarte en este viaje con mi marido y mis hijos.
—¿Por qué?
—Deseo mostrar a Augusto y a su esposa Livia mi apoyo a tu designación como heredero de mi hermano. Yo fui la albacea testamentaria, y puedo ratificar mejor que nadie que ésa fue su última voluntad.
—¿Puedes pagarte el pasaje? —le pregunta Arquelao.
—Sabes que mis ingresos son escasos. —Salomé miente, aunque desea estar presente a toda costa en Roma, donde se va a decidir el destino de Israel, y desea visitar a Livia, la influyente esposa de Augusto.
Arquelao reflexiona. Conoce bien las argucias de su tía y su dominio de las artes del enredo. En otro tiempo, Salomé ha controlado por completo a su sobrino Antípatro, el hijo de Herodes y Doris, el frustrado sucesor, el ejecutado sólo cinco días antes de la muerte de su padre.
—¿Juras que me apoyarás en todo momento?
—Por lo más sagrado. Lo mereces y, además, es mi deber hacer que se cumpla la voluntad de mi hermano. —Salomé sabe cómo modular la voz para conseguir el tono más convincente y persuasivo que necesita en cada momento.
Tras reflexionar unos instantes, Arquelao accede.
—De acuerdo, tú, mi querida tía, y tus hijos viajaréis con nosotros a Roma, y yo correré con vuestros gastos. Y espero que tu buena relación con Livia contribuya a que Augusto me ratifique como rey de Israel.
—Te lo agradezco, sobrino. —Salomé lo besa en la mejilla.
Antipas, que permanece al margen, se muerde la lengua y aprieta los puños al contemplar la claudicación de su tía ante su hermano. Observa cómo la que ha creído su gran aliada para imponerse al frente del reino jura fidelidad a su hermano mayor y lo ayuda en sus propósitos ante el emperador de Roma. Apenas puede contener sus dudas y su estupor. ¿Y si Salomé lo denuncia ante Arquelao y lo quita de en medio? ¿Es tal vez esa postura de Salomé sólo es una treta para ganar tiempo y conseguir la confianza del rey para actuar contra él con mayor eficacia? Antipas es un mar de recelos. Pero nada puede hacer; su vida está ahora en manos de su tía; no le queda sino callar y resignarse.
—Mientras dure mi ausencia, encomiendo el gobierno del reino de Israel a mi hermano Filipo, que permanecerá como procurador en Jerusalén y velará por la buena administración del pueblo judío en mi nombre, y mi hermano Antipas en Galilea, como gobernador de ese territorio.
Arquelao sabe bien lo que hace. Filipo es benevolente y leal, y lo considera el menos intrigante de todos sus hermanos. Hijo de Herodes y Cleopatra, una mujer nativa de Jerusalén, reúne el carácter y las dotes adecuadas para calmar a los que sin duda clamarán venganza por la matanza del Templo. Se parece a su madre: ojos grandes de un color melado, orlados de largas y hermosas pestañas, que destacan en un rostro casi siempre sonriente y luminoso. No es de su agrado suscitar problemas y procura tratar los asuntos de su incumbencia con tanta delicadeza como destreza política. Sabe perdonar los fallos de los demás y no se abruma ante las dificultades, por muy graves que parezcan, aunque para ello se vea obligado en no pocas ocasiones a tergiversar la realidad y pintarla con tonos mucho más amables. Es gracioso en sus ocurrencias y agradable en el trato directo. Cumplidor de la Ley y de sus obligaciones, mantendrá el gobierno de Israel a la espera de que se produzca la resolución definitiva de Augusto.
Ya a solas, Salomé envía en secreto un mensajero a Damasco para informar detalladamente al gobernador romano de Siria, el astuto Quintilio Varo, sobre las intenciones de su sobrino.
Para sorpresa de casi todos, cuando la comitiva está lista para zarpar hacia Roma, Varo se presenta al frente de dos cohortes legionarias en el puerto de Cesarea. Ordena que el tesoro de Herodes sea custodiado en el Templo de Jerusalén hasta que Augusto decida sobre la validez de su testamento y entrega una carta al capitán del navío con instrucciones precisas de que la haga llegar al emperador con garantía de su propia vida.
En la carta, Quintilio Varo informa a Augusto sobre la situación en Israel y, siguiendo los ruegos de Salomé, se decanta a favor de Antipas, al que alaba por su capacidad de mando y su moderación, renegando de Arquelao, al que califica como de dudosa fidelidad al pueblo de Roma y acusa de actuar con crueldad extrema. El gobernador romano asegura que son muchos los judíos que odian a Arquelao y que una amplia mayoría prefiere ver a Antipas sentado en el trono de Herodes.
Aprovechando el revuelo de la partida, Salomé informa sucintamente a Antipas, que está presente en el puerto para despedir a su hermano, de lo pactado con Quintilio Varo. La princesa ha decidido obrar por iniciativa propia y prepara una enorme sorpresa.
Sólo un par de semanas después de la matanza en el Templo de Jerusalén, la variopinta comitiva de la corte judía embarca desde Cesarea en un trirreme de la flota imperial rumbo a Roma.