16

EL ANUNCIO DEL BAUTISTA

Corre ya el año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio César. Galilea vive de momento tranquila, pues el pueblo todavía no sabe nada concreto de lo que puede acarrear la rabia del enojado y furibundo Aretas. La única fuente de preocupación son algunos pequeños tumultos que continúan surgiendo como protesta por la construcción de la ciudad de Tiberiades, pero aplacados siempre por la habilidad de Hipódamo. Desde su palacio, Antipas parece gobernar con cierta paz, pero hay otra cuestión grave que está alterando sus planes.

A palacio llegan noticias sobre un predicador, de nombre Juan, un desharrapado mugriento que anda por los caminos de Galilea anunciando la inmediata llegada de extraños acontecimientos. El tetrarca piensa de inmediato en el buen número de gentes semejantes, enloquecidas y fanáticas, que agitaron Israel tras la muerte de su padre.

Los que conocen cómo sermonea, aseguran que el tal Juan habla con furia, que es desmedido en sus comentarios, que se expresa con el fervor del que está convencido de poseer la verdad y que sabe dirigir con enorme eficacia y una asombrosa capacidad de persuasión a las masas que lo escuchan.

Algunos aseguran que ese Juan es admirable y que de su boca brota la palabra de Dios que viene con él desde el desierto. Muchos afirman que es un profeta y que no se conoce otro en Israel desde Elías, y que no cabe duda de que se trata de un enviado de Dios, pues sólo la divinidad puede inspirar a un hombre para expresarse de ese modo. Dicen que a él acuden incluso los fariseos… ¡y hasta los saduceos!

El nuevo profeta predica por los alrededores de la región de En Guedí, en la ribera del Jordán. En esa comarca se asienta desde hace unas semanas. Suele aparecer de pronto, como una rutilante furia, procedente de las desoladas estepas abrasadas por el sol y barridas por el viento. Sus palabras son terribles en verdad y hablan de la inmediata llegada del fin de los tiempos, de la condena eterna en la gehenna si los hombres no cambian su manera de comportarse, de la pronta venida de un misterioso redentor… Juan atemoriza a los más humildes, que lo escuchan paralizados ante su verbo poderoso y envolvente.

En la localidad de Enón, cerca de la ciudad de Salim, predica que el Juicio Final se acerca. Su voz suena atronadora, amenazante, y no hay alma alguna que no tiemble de temor ante sus argumentos.

—¡Raza de víboras! ¿Quién os enseña a huir de lo que os viene encima? Los leñadores golpean con sus hachas en la zona del tronco más cercana al suelo. Dan precisos y furiosos golpes hasta que logran derribar los árboles más elevados. Así os ocurrirá a vosotros si no renegáis del pecado y no os convertís antes del inminente juicio de Dios. La segur tala de raíz muchos árboles —anuncia con su profundo vozarrón, que se impone sobre el viento y sobre el murmullo de las aguas, acallando los comentarios de los oyentes—, pues todo el que no dé buenos frutos será cortado y arrojado al fuego. Llegará el ángel exterminador, tomará un azote y perseguirá al condenado con dolorosos golpes. De su látigo saldrán chispas incandescentes que quemarán su rostro y sus carnes. No hallará cobijo del fuego purificador ni en occidente, ni en oriente, ni en el norte, ni en el sur. Vaya donde vaya, encontrará una llama inextinguible que lo abrasará inmisericorde.

—¿Quiénes son los árboles? —le pregunta uno de sus oyentes.

—¡Necios ignorantes! Vosotros mismos sois los árboles condenados a perecer bajo el hacha y el fuego; el pueblo de Israel, que se ha vuelto infiel a la divina Alianza. Debéis arrepentiros y convertiros inmediatamente, pues la cercanía del Juicio es inminente. Yo os bautizo con agua, pero detrás de mí vendrá alguien que os bañará con viento, sangre y fuego, y purificará este mundo corrompido. Los culpables de la iniquidad y los enemigos de la Ley arderán eternamente en el infierno. Después del Juicio, se instaurará un nuevo Israel, un pueblo agradable a Dios, santificado y puro, pues todos los supervivientes serán justos y santos.

—¿Cuándo ocurrirá todo eso? —demanda otro.

—¡El día del Señor se acerca! El Juez vengador vendrá enseguida y con él arrastrará toda su ira. En su mano portará su cetro, con el que os golpeará hasta que la purificación alcance a toda la tierra de Israel.

Juan es un personaje extraño. Habita en la soledad del desierto, donde sermonea a todos los que se acercan a escucharlo, porque asegura que es allí, en la tierra solitaria y vacía, donde mejor se siente la presencia de Dios. A menudo desciende hasta las orillas del Jordán, en cuyas aguas administra a sus seguidores un bautismo único, una ceremonia por la que asegura que quedan limpios sus cuerpos y confirma que sus almas resultan purificadas por el arrepentimiento.

Conforme se extiende el mensaje de Juan, va en aumento el número de gentes que acuden a recibir de sus manos las aguas vivificantes y a escuchar sus mensajes, terroríficos y consoladores a la vez. Hasta Judea llegan las noticias del predicador, y de allí también acuden a conocerlo.

Ese día, uno de los señalados por Juan para impartir el bautismo, varios cientos de personas se arremolinan a la orilla del río, en el vado donde cada cierto tiempo practica el rito. Se forma una larga cola, pues cada ceremonia se realiza de manera individual. Quien desea bautizarse, hombre o mujer, se introduce en el río hasta la cintura; una vez allí, Juan, al que ya denominan el Bautista, se coloca a su espalda, toma agua con las manos y la derrama sobre la cabeza, aunque en ocasiones sujeta al neófito por los hombros y lo sumerge por completo durante un breve instante.

—Estas aguas, aunque sean las del sagrado Jordán, no perdonan por sí solas los pecados y las afrentas hechos por cada uno de nosotros al Señor nuestro Dios. Esta ceremonia sólo es un símbolo de la purificación interior. La penitencia es la que logra el perdón de los pecados, y únicamente será efectiva cuando estéis dispuestos a modificar vuestras costumbres y a adecuar vuestro modo de vida a la ley de Dios.

—¡Queremos ser bautizados!, ¡queremos el perdón! —claman algunos que se aprestan en la fila para recibir el agua redentora.

Juan es muy delgado y alto; su figura es enjuta, macilenta y seca, todo huesos, fibra, piel y tendones. Pese a su delgadez y a las marcadas aristas de su rostro, su cara es agradable y rebosa serenidad. Pero sus ojos… son los de un lobo, a veces feroces, dotados de un brillo peculiar, encendidos de pasión cuando dice hablar por inspiración de Dios; cuando predica con vehemencia destellan ira a raudales, aunque en ocasiones, y cuando impone las manos sobre la cabeza de la persona que va a bautizar, emana de ellos una dulce y cálida sensación de ternura. Luce una luenga barba, descuidada, que le otorga un aspecto hosco con el que impresiona a los niños, que se asustan cuando lo ven de cerca.

Viste una suerte de túnica tosca hecha de piel y pelo de camello, sin mangas y sin costuras, que le cubre desde el pecho a las rodillas y que ajusta a su cuerpo con una correa de badana, igual en verano que en invierno. Calza unas humildes sandalias de cuero atadas a los tobillos con correas, sin hebillas de metal, como las que suelen utilizar los moradores del desierto. Se alimenta con suma frugalidad de lo que le proporcionan quienes acuden a escuchar sus prédicas, o de las hierbas y raíces que encuentra por el desierto; a veces come miel silvestre y no duda en nutrirse, cuando carece de otras viandas, de hormigas y saltamontes, que asa en una pequeña sartén de hierro oxidado o cuece en agua salada.

Semeja a un pordiosero loco o a un mísero pastor de un menguado rebaño de escuálidas cabras. Pero se ha formado en las sinagogas y conoce bien las lecturas y los comentarios de las Sagradas Escrituras, y es capaz de recitar de memoria largos párrafos de los libros proféticos de Israel sin saltarse una sola palabra.

—Que nadie crea que puede escapar de la furia de Dios Todopoderoso. Se avecina el fin —truena la voz de Juan el Bautista—. La espada hambrienta de carne irrumpirá muy pronto y acabará con los malvados. La cólera divina está guiada por su Sabiduría. El Señor tiene razones suficientes para mostrarse airado, pues hemos pecado contra Él.

—¡Perdónanos, Señor! —grita una voz entre el gentío.

—Ni siquiera los hijos de Abrahán están a salvo de las calamidades que han de venir; ser judío no asegura en manera alguna la salvación. Sólo alcanzarán los bienes de la Promesa aquellos que se conviertan de corazón. ¿Quién podrá replicar ante su cólera? El bieldo está en su mano; limpiará su era y recogerá su trigo. Pero quemará la paja, lo que nada vale, en una hoguera inextinguible. ¡Arrepentíos!

Tras cada sermón del Bautista, se suceden escenas de arrebato colectivo como nunca antes se ha visto en Israel. Las muchedumbres proclaman a gritos su arrepentimiento, confiesan a voces sus pecados, muestran propósito de la enmienda, juran que no volverán a caer en las faltas de antaño, reniegan de todos sus vicios, proclaman que desde ese preciso momentos se van a comportar conforme a la voluntad divina manifestada en la revelación de los verdaderos profetas, y declaran que van a prepararse para afrontar el día del Señor, el gran Juicio, justo y terrible, que se acerca. Y cuando regresan a sus casas tras encontrarse con Juan, lo hacen presas de un temor insuperable.

Hipódamo desprecia a Juan y no le presta ni la mínima atención al principio, pues considera que su predicación denota que está cerca de la locura; lo cataloga como un chalado más de los muchos que pululan por las ciudades, caminos y zonas semidesérticas de Palestina.

Uno de los agentes de Hipódamo se presenta ante su jefe con notables signos de alteración. Acaba de oír uno de los encendidos discursos de Juan el Bautista y parece agitado por una excitación insuperable.

—Habla con la convicción de quien se cree en posesión de la verdad única y absoluta —comenta el espía.

Hipódamo escucha el informe con cierta distancia interior. Él es un griego educado en la cultura de los helenos, para la cual esas ideas proféticas resultan por completo peregrinas. Estos visionarios judíos le parecen locos de atar, gentes a las que el sol del desierto y el frío de las montañas debilita el cerebro y los arrastra a una vorágine de alucinaciones propias de orates desquiciados o de idiotas de remate.

—De modo que vendrá otro individuo peor que él y que un mundo nuevo impulsado por Dios comienza ahora mismo, ¿eh? ¡Y piensa que nos sorprende desprevenidos! ¿Eso es lo que predica ese tal Juan al que llaman el Bautista? —pregunta Hipódamo con toda ironía.

—Así es, señor. Pero lo nuevo es que ahora anda diciendo que viene otro más importante que él…

—Condenados judíos… ¡Raza de irreflexivos y fanáticos! Lo del otro me parece una ingenuidad. Seguro que se refiere a su dios y eso es imposible. ¿Acaso cree que a la divinidad le preocupa lo que nos pueda ocurrir a los simples mortales? Si su dios o cualesquiera otros dioses se preocuparan de los hombres, perderían la felicidad y se sentirían absolutamente desazonados. Y en ese caso no serían dioses y no existirían como tales. Los dioses son bienaventurados, carecen de sensibilidad; en nada se parecen a lo que piensan los judíos. ¿Qué dios podría soportar eternamente ser el causante de la zozobra y el miedo que anida en los corazones humanos?

—Pero… —el espía balbucea ante las razones de Hipódamo, a quien no entiende bien. Le parece que su señor no cae en la cuenta de la gravedad de lo que el Bautista está afirmando y que él se preocupa de transmitir a la superioridad—, ese predicador dice que no hay tiempo que perder, que viene el Otro…, un personaje importante, y que el Juicio comienza de inmediato.

—Según la lógica de los sabios de Grecia, la providencia, Dios, la divinidad…, llámalo como creas más oportuno, no existe. Cada uno de nosotros ha de ocuparse de sus propios asuntos, porque no hay un ser superior que lo haga por nosotros.

—El Bautista no dice eso…

—Ese individuo no es sino el producto de una mentalidad fanática, propia de un verdadero demente —asienta Hipódamo.

—Aunque así sea, mi señor, mucha gente cree en lo que dice, y lo sigue ciegamente. Acabo de presenciar cómo se comporta y cómo convence a la mayoría de los que lo escuchan —comenta el espía desesperanzado porque su señor no está tomando su informe tan en serio como esperaba.

Pero, al fin, Hipódamo parece hacerle caso.

—De acuerdo, habrá que vigilarlo mucho más de cerca y prestarle más atención. Aunque creo que por el momento es inofensivo. Ya veremos, si se manifiesta más adelante, cómo es el Otro… Lo único que acepto es que si el Bautista consigue convencer a muchos más incautos puede convertirse en un grave problema.

Pero ciertos movimientos inusuales de gentes hacen tambalear el escepticismo de Hipódamo. Pronto le llegan noticias de cómo se sienten atraídas demasiadas personas por su discurso; son centenares las que se agolpan en el vado del Jordán cada vez que realiza la ceremonia bautismal.

—Ese predicador solitario no encaja en ninguno de los grupos religiosos de este país. Desde luego, la inmensa mayoría de los saduceos no le presta atención alguna; no es fariseo, ni zelota, ni esenio, y aunque atrae a todo tipo de gentes, no tiene tras él ninguna secta que lo apoye. Pero según me informa uno de mis hombres, nunca se ha visto a nadie con semejante poder de atracción en el uso de la palabra —comenta Hipódamo, tras escuchar a uno de los espías enviado a los actos del Bautista.

—Por lo que dices, debemos tomarnos a ese tipo en serio —reflexiona Antipas.

—Su fama se extiende por toda Galilea, e incluso ya conocen de su existencia en Jerusalén. Cuenta con muchos seguidores, sobre todo los ya bautizados, que creen sus palabras a pies juntillas. O hacemos algo, y pronto, o tendremos un grave problema de orden público —previene Hipódamo.

—En un país tan obsesionado por la religión como éste, no me resulta difícil que pululen grupos de exaltados que se obcequen en seguir a cualquier orate que anuncie un mensaje novedoso. ¡Cuanto más tremendas sean sus predicciones, mejor!

—Hasta ahora mantenemos a raya todos esos movimientos, pero si dejamos que este predicador se consolide, pienso que desencadenará un grave conflicto.

—Tú eres el jefe de mi Policía, aconséjame qué hacer.

—Señor —dice Hipódamo—, Juan el Bautista no hace en realidad otra cosa que anunciar la llegada de un nuevo reino en Israel, lo que implica la desaparición de los actuales. Y lo peor es que mucha gente lo cree y lo sigue ciegamente. En sus últimos sermones lo dice con más claridad aún: en el nuevo régimen de Israel sólo se permitirá el gobierno de Dios.

—Lo veo claramente; no es necesario que insistas. Lo que me estás diciendo es que un amigo de los romanos, como a mí me consideran, no tendrá cabida alguna en ese reino… —Antipas esboza una mueca sonriente.

—Así parece. El Bautista afirma ser un elegido del Señor para preparar el terreno a alguien que vendrá detrás de él e instaurará un orden divino en Israel que lo cambiará todo. Ese individuo no habla a tontas y a locas. Conoce perfectamente el alcance de lo que dice. Está persuadiendo a la gente de la venida de Dios para celebrar un terrible juicio e instaurar un nuevo Gobierno. Al principio no le hice caso… ¡Un pobre loco más!, pero ahora veo que va en serio. Considero que, si le dejamos seguir adelante, nuestras vidas pueden correr un verdadero peligro. —Hipódamo mira fijamente a su amo intentando transmitirle con sus ojos su intensa preocupación—. Debemos eliminar el peligro que supone ese tal Juan antes de que sea demasiado tarde. Si lo hacemos sin demora, su movimiento bautismal, o comoquiera que lo llamen, se disolverá como un tormo de sal en agua hirviendo. Pero si dejamos que siga creciendo, se promoverán graves disturbios, pues una de sus proclamas es que debe forzarse a la penitencia a todos los judíos.

—¿Temes que pueda estallar una revuelta? —pregunta Antipas.

—Ese hombre está forjando el enfrentamiento entre los judíos, y el de éstos con los extranjeros. Aunque su mensaje va dirigido a los judíos, piensan que es válido para otras gentes.

—Actúa presto, pues. En Galilea y Perea habitan muchos sirios y griegos. Cohabitamos con ellos hasta ahora de forma pacífica, pero ese charlatán puede alterar la situación de manera perversa.

—Enviaré de inmediato algunas patrullas para que evalúen la situación por todas las zonas e informen sobre los seguidores que puede reunir ahora el Bautista. Y en cuanto lo sepamos, actuaremos con toda contundencia.

Antipas aprueba el plan de su jefe de Policía y le ordena que haga saber a los miembros de su Gobierno que se va a celebrar ese mismo día un Consejo.

Apenas dos horas después, los consejeros de Antipas se alinean según el estricto orden protocolario en la sala de audiencia del palacio de Tiberiades.

Antipas habla con cierta vehemencia; hace tiempo que no se presenta un problema interno tan gran grave en Galilea.

—Imagino que ya conocéis las andanzas de ese loco al que llaman Juan el Bautista. Anuncia la llegada de un reino nuevo, en el que no tenemos cabida alguna ni vosotros ni yo. De modo que si logra triunfar, ya sabéis qué nos espera a todos nosotros. Por lo que hemos podido conocer, ha logrado convencer a un nutrido número de seguidores, que andan tan obnubilados que no dudarán en seguir sus órdenes, por muy insensatas que sean. Nosotros somos un estorbo para sus planes. —Antipas se muestra receloso; es evidente que la aparición de Juan le provoca una notable preocupación.

Los miembros del Consejo lo intuyen, se contagian del problema y cruzan bisbiseos entre ellos.

—El peligro es inminente —interviene Hipódamo, que goza de la consideración de todos.

—Debemos adelantarnos a los propósitos de ese tal Juan y actuar antes de que surja alguna novedad desagradable. Quitemos de en medio a ese individuo o, de lo contrario, nos arrepentiremos —anuncia Antipas.

Todos los miembros del Consejo son conscientes del peligro que acecha a sus cargos y a sus haciendas si triunfa el mensaje del Bautista, y se estremecen. Las deliberaciones son encendidas, pero todos se muestran unánimes a la hora de concluir que Juan debe ser eliminado.

—Tenemos algunos hombres infiltrados, y varios de mis guardias, disfrazados de gente común, mantienen a Juan estrechamente vigilado. Siguen uno a uno todos sus movimientos. Os aseguro, señores consejeros, que no dará un solo paso sin que nos enteremos de inmediato —informa el jefe de la Policía.

—¿Estás seguro? —pregunta uno de los reunidos.

—Completamente. Os prometo que este Juan no será un nuevo Elías, que según vuestras historias logró incitar al pueblo a rebelarse contra la reina Jezabel. Mucha gente anda por ahí diciendo que el Bautista es la reencarnación de Elías, que viene ya para preparar ese reino divino que anuncia. Sostienen que se cumplirá en él la profecía de vuestro profeta Malaquías. Pero no, no será éste el caso. Yo me encargaré de ello.

—Queridos amigos, en este país nadie es capaz de distinguir la religión de la política —interviene Antipas—. No en vano siempre van unidas, como bien sabéis. Los fariseos y los esenios proclaman, una y otra vez, que las leyes humanas deben ajustarse estrictamente al mandato divino, que ellos pretenden interpretar en exclusiva. No cabe duda de que la repentina aparición de ese Juan es peligrosísima. Y más aún si tenemos en cuenta que muchos de mis súbditos me consideran, aunque injustamente, un gobernante impío.

—¿Qué hacemos entonces? —demanda uno de los consejeros.

—Descuidad. Hipódamo está fraguando un plan para el arresto del Bautista.

—¿Cuándo se producirá? —pregunta otro.

—En el momento oportuno.

En verdad, Antipas se está curando en salud y es algo más escéptico de lo que sus palabras podrían indicar ante Hipódamo y los consejeros. No le parece mal que todos se muestren prestos para actuar, pero no considera todavía a Juan el Bautista un individuo tan peligroso como Hipódamo presume. Otros lo fueron también y no ocurrió nada. Bien analizado, lo que propone ese pordiosero vestido con el apestoso pellejo de un dromedario no va más a allá de lo que otros lunáticos como él predicaron en tantas ocasiones anteriores, y todos ellos acaban locos de atar, muertos de hambre u olvidados en un infecto rincón. A Antipas incluso le hacen cierta gracia las grandilocuentes palabras que utiliza Juan en sus sermones, siempre cargados de un tremendismo y catastrofismo exagerados.

Sin duda, tarde o temprano habrá que quitarlo de en medio porque estorba y mueve a las gentes. Pero su movimiento nada tiene que ver con la revuelta de los fariseos en Jerusalén, capaz de desencadenar la matanza en el Templo por las legiones romanas, o la encabezada en Galilea, hace ya unos años, por Judas y Sadoc, a quienes el pueblo otorga el título de «mártires de la libertad», y cuyo recuerdo todavía no borra de la memoria. Ésos sí son guerreros capaces de poner en jaque a un reino. Pero Juan, un apestoso visionario cubierto de harapos, ¿qué puede hacer contra todo un Estado y su Ejército?