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SABINO EN JUDEA

Entristecidos por la derrota, los delegados de los fariseos y de los amigos del sumo sacerdote emprenden cabizbajos el retorno a Judea, mientras los hermanos aguardan impacientes el nuevo y decisivo emplazamiento del emperador para defender sus causas. También regresa a su hogar la mayoría de la delegación griega, pero los que permanecen en Roma albergan buenas esperanzas.

Mientras, en Palestina, el ansia de venganza de los partidarios de Judas y Matías no se ha mitigado; por el contrario, se ha incrementado tras haberse marchado también Filipo a Roma, lo que proporciona alas a los partidarios de promover disturbios contra los hijos de Herodes y contra los propios romanos.

Quintilio Varo, legado de Roma en Siria, recibe confusas noticias de lo que está pasando en Judea e intuye que en cualquier momento podría desencadenarse una revuelta general. Los judíos están sin rey y divididos; por un lado, saben que los herederos de Herodes están enfrentados y mendigando en Roma sus derechos al trono, y por otro, el miedo a las represalias de los romanos los mantiene inactivos…, de momento.

Desde Antioquía, en el norte de Siria, el legado imperial no puede ocultar a sus consejeros que se siente inquieto. No entiende a ese pueblo de pastores y sacerdotes, siempre atentos a las señales que su dios envía a través de lunáticos profetas, para él personajes tan extraños. Preocupado, ordena llamar a su presencia a Marsilio, uno de los tribunos, y le transmite que se debe evitar por todos los medios que la situación en Judea se deteriore y se ponga en peligro la estabilidad de toda la región. El césar jamás lo perdonaría.

—He considerado que lo más prudente será enviar una legión a Judea y establecer un campamento permanente en las cercanías de Jerusalén para que se despliegue en previsión de cualquier desorden.

—Como dispongas, legado.

—¿Estás de acuerdo con mi decisión?

—Por supuesto; lo que ordenas es lo correcto en estas circunstancias.

—En ese caso, una legión debe desplazarse a Judea cuanto antes.

—¿Cuál de las cuatro que disponemos?

—La III Gálica está desplegada en la frontera del Éufrates, y ahí debe permanecer. Enviaremos a la X Fretensis; esa legión fue formada por el propio Augusto en recuerdo y homenaje de la favorita de su padre adoptivo Julio César. Eso placerá al emperador.

—¿Y qué hacemos con las otras dos?

—La mitad de las cohortes de la XII Fulminata y la VI Ferrata permanecerá en sus acuartelamientos de Mitilemne y Samosata; el resto se mantendrá alerta por si fuera necesaria su intervención. Considero que con una legión será suficiente para apaciguar las ínfulas de esos tercos judíos. Nadie moverá un solo dedo mientras permanezcan allí nuestros legionarios.

El tribuno obedece al punto, y la compleja pero bien engrasada maquinaria de la legión se pone en marcha en menos de tres días.

Varo no se equivoca. En cuanto la X Legión llega a Jerusalén, los ánimos de los más exaltados revoltosos se calman ante la presencia del estandarte de la Fretensis, que luce orgulloso el toro de Venus bordado en oro sobre tela púrpura. La demostración de fuerza de Roma parece suficiente para desactivar cualquier intento de revuelta. La disciplina, la capacidad de desplazamiento y la preparación de los legionarios impresiona a los judíos, que dudan sobre las posibilidades de un alzamiento contra semejante poderío.

Y así hubiera sido de no mediar la torpeza de Sabino, el procurador financiero.

La Administración imperial envía desde Roma, investido con plenos poderes, a este personaje para evaluar los bienes que ha dejado Herodes. El fisco romano no se fía de la tasación realizada por los judíos y comisiona a este alto funcionario para que supervise los documentos e inspeccione las propiedades declaradas en el codicilo anexo al testamento del monarca. Su misión es tasar uno a uno los palacios y fortalezas propiedades de la corona, evaluar el Tesoro real y, una vez detraídas las cantidades legales debidas a la Hacienda imperial, entregar los bienes restantes a quien Augusto designe como heredero.

El ecónomo imperial es un tipo bajito, de figura rechoncha y ademanes estrafalarios. El desorden de sus vestidos no se corresponde con la dignidad debida a un alto funcionario del Imperio a quien Augusto ha conferido poderes absolutos para resolver los asuntos económicos de la realeza judía. De rostro redondeado y carrillos gordezuelos, Sabino tiene unos ojos pequeños aunque vivaces, la barba desaliñada y rasurada sin esmero, lo que le confiere un aspecto aún más descuidado, casi rayano en la suciedad. Habla mucho, y lo hace de manera nerviosa aunque con agilidad retórica, y mientras parlotea se mueve sin cesar, siempre dando órdenes e impartiendo instrucciones a sus subordinados.

Nada más desembarcar en el puerto de Cesarea, Quintilio Varo lo recibe con todos los honores debidos a un ministro plenipotenciario de Augusto y lo pone al corriente de la situación.

—Debes proceder con toda cautela —insiste el legado de Siria una y otra vez—. Estos judíos muestran una extrema sensibilidad cuando están por medio sus leyes y sus costumbres nacionales.

—No pueden estar por encima de las de Roma —alega Sabino.

—Así es, pero procura no contrariarlos en cuestiones que afecten a su religión.

—Ya. He oído que creen en un solo dios, pudiendo tener varios… ¡Serán idiotas!

—Así es como entienden la vida, de manera que lo más prudente es dejarles que recen al dios que estimen más oportuno, sea uno solo o una docena —le aconseja Varo.

—Deberán mostrar sumisión a Roma —asienta Sabino.

—Por supuesto. Pero, respetando sus creencias, le ha ido muy bien al Imperio hasta ahora. Y espero que todo siga igual, pues en caso contrario tendríamos graves problemas.

—¿Problemas?

—Ya sabes: protestas en las calles, revueltas en las ciudades, levantamientos…

—Nuestras águilas están en condiciones de sofocar cualquiera de esas amenazas, supongo.

—En efecto, pero el césar desea que reine la calma —precisa Varo.

—Así será.

Sabino hace caso omiso de los consejos del legado de Siria. El enviado de Augusto cree que, con la ausencia de un gobierno efectivo en Judea, sus habitantes están confusos y desorientados, que son incapaces de organizarse…, ni siquiera para provocar disturbios. Entiende que el río está revuelto y que es el momento propicio para conseguir una buena pesca. De manera que considera que al realizar el inventario de los bienes reales nadie se preocupará por si algunas monedas, un buen montón de ellas en realidad, se deslizan hasta su bolsa y engrosan su hacienda. El ecónomo ha hecho en los últimos tiempos algunos negocios en Italia en los que ha resultado muy perjudicado, de manera que necesita dinero para cubrir sus deudas…, y ahora lo tiene al alcance de su mano. Se encomienda a Mercurio, siempre dispuesto a ayudar a los mercaderes que le piden favores a cambio de algunas libaciones, pero los oídos del dios permanecen sordos, de modo que se ve obligado a recurrir a otros recursos más mundanos pero también más fructíferos y seguros.

El legado se despide y retorna a Antioquía, dejando una cohorte como escolta de Sabino, que decide trasladarse de inmediato a los palacios que fueran del rey Herodes para hacer el inventario. Seiscientos soldados, los legionarios integrantes de la cohorte, más los que vienen con él desde Roma y algunos mercenarios libios y cirenaicos, son una fuerza más que estimable. Con sus poderes en la mano y amparado por ese pequeño ejército, decide que todas las propiedades reales de Judea queden bajo su exclusiva jurisdicción en tanto el emperador no decida otra cosa.

Su primer destino es Jericó. Allí se presenta y conmina al comandante de la fortaleza a que la entregue de inmediato. Muestra como signo de autoridad las insignias imperiales que le ha entregado Augusto y su nombramiento como ministro plenipotenciario. El comandante, que ignora el protocolo utilizado por Roma en esos casos, desconfía y se resiste.

—Arquelao, y luego Filipo, me han encomendado que custodie este lugar y todos sus bienes hasta que uno de los dos regrese —clama el comandante desde lo alto de la puerta de la ciudad ante las exigencias de Sabino.

—Entrega la ciudad y el palacio ahora mismo u ordenaré a mis soldados que lo arrasen todo sin piedad —ordena Sabino.

Al fin, el comandante cede y abre las puertas de Jericó a los romanos.

Sabino se dirige a toda prisa a la cámara del Tesoro. Nada escapa a su minucioso examen, y a la vez permite que sus soldados practiquen algunos actos de pillaje, lo que provoca un insoportable malestar entre los habitantes de la ciudad, indefensos ante el abuso de semejante fuerza militar.

Las noticias de lo que está aconteciendo en Jericó llegan pronto a Jerusalén. Se rumorea que los soldados de Sabino violan a algunas mujeres. Hay quien asegura que interminables reatas de mulos cargados con todo tipo de bienes incautados se dirigen camino del puerto de Cesarea, donde esperan barcos prestos para llevárselos a Roma. Conforme se extienden los rumores, los ánimos se encrespan. Y más aún cuando Sabino decide repetir su actuación en las fortalezas de Alexandreion, cercana a la ribera del río Jordán, que significa ‘El que baja’, y en la de Herodión, donde está enterrado Herodes.

—Los romanos ni siquiera respetan la tumba de nuestro rey —claman algunos judíos en mercados y plazas, indignados ante los relatos de viajeros que aseguran haber visto caballerías y decenas de carros cargados hasta los topes y cubiertos con lonas dirigiéndose hacia Cesarea.

El siguiente objetivo del insaciable Sabino es Jerusalén. En la ciudad hay varios palacios reales protegidos con potentes muros y grandes torres con barbacanas y, sobre todo, ahí está el Templo, que atesora riquezas legendarias. Se dirige al campamento donde se acantona la legión X Fretensis y se presenta ante el tribuno. Le muestra el documento sellado por el propio Augusto, que lo hace depositario de sus mismos poderes imperiales, y le conmina a que abandone esa posición.

—La legión acampada en las afueras de Jerusalén debe trasladar sus reales al palacio de Herodes dentro de la ciudad —le insta sin darle opción a réplica—. Como procurador de Augusto, voy a residir allí. Las torres más cercanas al Templo también serán convenientemente ocupadas por nuestras tropas.

—Como ordenes.

El tribuno cree que la decisión de Sabino es un tremendo error, pero como militar está acostumbrado a obedecer a sus superiores y acata sus órdenes sin rechistar.

Horas después, los legionarios comienzan el traslado al interior de la ciudad, ante el asombro de los ciudadanos de la capital, que sienten una mezcla de humillación y violación de sus costumbres. Aquello es lo más parecido a un sacrilegio en la Ciudad Santa.

—No debemos tolerar esta afrenta —claman—, están mancillando la ciudad; están convirtiéndola en impura.

Se sienten humillados y bisbisean en secreto su indignación. Los más combativos tratan de convencer a los más remisos para que todos se pongan de acuerdo en rechazar esa insoportable muestra de profanación y altanería por parte de los romanos.

—Esto es inaudito, si consentimos que los romanos se apoderen de Jerusalén, volverán de nuevo los tiempos de la cautividad de Babilonia, y quién sabe si incluso dejaremos de existir —alegan unos.

—Si permitimos que nos avasallen de esta manera, estamos firmando nuestro fin como pueblo —exclaman otros.

—Dios nos ha abandonado, nada podemos hacer ante sus designios —lamentan los más pesimistas.

—Organicémonos. Dios no nos ayudará si antes no nos ayudamos nosotros mismos; si defendemos la ciudad sagrada y el Templo, Dios estará de nuestro lado; somos el pueblo elegido, somos Israel —tratan de animarse los más exaltados.

El despliegue de los legionarios aterra a la mayoría y despierta el temor de que el verdadero objetivo, una vez conocido lo ocurrido en los otros palacios reales, sea el tesoro del Templo. Un grupo de judíos congregados en el batán de Simón, ubicado en la zona sur de Jerusalén y donde trabajan veinte operarios, observa con grave preocupación la presencia de la legión romana. Allí se tunden las vestimentas de los sacerdotes del Templo, bajo la atenta mirada del dueño, que obliga a sus empleados a trabajar a lomo caliente desde la salida hasta la puesta del sol. Simón es bien conocido en la ciudad también por su buena voz y su discurso fácil y fluido.

—Las masas son amorfas —asienta el batanero ante la expectación de los presentes, que han acudido a escuchar su opinión sobre la entrada de los romanos—, y cuando se agitan, lo hacen como estúpidos rebaños. Sólo se mueven en la dirección adecuada si aparece una cabeza que sepa dirigir sus pasos y encauzar su descontento. Esta situación es insoportable; debemos reaccionar, se acabó el permanecer impasibles ante el expolio y la profanación a la que nos están sometiendo.

En torno al batán acuden más y más curiosos, que escuchan a Simón y vitorean cada una de sus proclamas. El grupo, ya muy numeroso, pierde el miedo y aplaude, y grita consignas antirromanas aclamando al exaltado batanero.

—La fiesta de los Tabernáculos está próxima, ¿vamos a permitir que se celebre con los pies de los extranjeros hollando nuestra sagrada tierra? Dentro de pocas fechas esta sacrosanta ciudad estará llena de devotos peregrinos que ya comienzan a llegar desde todos los rincones de Israel. ¿Vamos a permanecer impertérritos ante semejante sacrilegio?

—¡Hagamos algo! —grita uno.

—¡Echemos de aquí a los romanos! —clama otro.

—¡Dirígenos tú, Simón! —pide un tercero.

—De acuerdo. —Simón deseaba escuchar esas palabras y señala a los hombres más próximos—. Vosotros, acudid a los campamentos que los peregrinos levantan en los alrededores de Jerusalén y explicadles que los romanos tienen la intención de saquear los tesoros del Templo y que debemos luchar para evitarlo. Otros, los que podáis, id de casa en casa, sin llamar la atención, y prevenid a todos los judíos del peligro.

—¿Y cómo los convencemos? —le preguntan.

—Con un mensaje sencillo pero contundente, que todos entenderán: somos el pueblo elegido por Dios, y ésta es la tierra sagrada de Israel. El Templo es la casa de Dios y nadie puede profanarlo, y mucho menos los gentiles, ajenos a nuestra alianza con el Señor. Apelad a nuestra Ley, a nuestras costumbres, a las enseñanzas de nuestros mayores. Con eso bastará.

El batanero conoce bien a su gente y sabe que es fácil exaltar sus ánimos recurriendo a la ley de Moisés y al cumplimiento de las costumbres ancestrales. Aunque ocurrió hace más de medio milenio, los judíos tienen muy presente la cautividad de Babilonia, y la sola idea de que puedan volver a perder la Tierra Prometida, y en esta ocasión tal vez para siempre, los predispone para defenderla con todas sus fuerzas, incluso contra una máquina militar tan formidable como el Ejército romano.

Mientras los emisarios de Simón visitan las casas de los jerusalemitas y los campamentos de los peregrinos para ponerlos al corriente de la situación y convencerlos para luchar, Sabino, que ya está instalado en Jerusalén, se dispone a entrar en el Templo, alegando la necesidad de realizar el inventario de cuanto allí se guarda. Pero los aleccionados judíos reaccionan y se organizan de inmediato en grupos. Se despliegan en orden a fin de impedir que los romanos lleven adelante los propósitos del ecónomo imperial, quien no espera semejante reacción ni que se produzca de manera tan rápida.

Simón distribuye a sus hombres en tres posiciones estratégicas: la primera, en el hipódromo semiabandonado que ordenara construir Herodes al suroeste del Templo; la segunda, cerca del muro norte del santuario, en el sector oriental del palacio-fortaleza del rey; y la tercera, al oeste de esa residencia. Así, el batanero y sus hombres consiguen cercar al ecónomo romano, quien se ve obligado a encerrarse con algunos de sus hombres en la fortaleza antes de lograr acercarse al santuario.

El palacio de Herodes está protegido por unas defensas formidables. Rodeado por una imponente muralla de sillares y un profundo foso, tres fortísimas torres guardan tres de las cuatro esquinas del cuadrángulo que dibuja el plano de la fortaleza. Son tan destacadas que cada una de ellas tiene nombre propio: Hípicos, Fasael y Mariamme; la cuarta esquina está protegida por una enorme barbacana.

Cuando ve a los amotinados acercarse para sitiar la fortaleza, Sabino se atrinchera en la torre Fasael, cuya altura sobresale destacada por encima de los muros de la ciudad. Con veinticinco codos de lado y cuarenta de alto, construida con ciclópeos bloques de piedra y maciza en su base, esa fortaleza parece inexpugnable. Además está rematada por una especie de pórtico protegido con pretiles, desde donde pueden dispararse con comodidad flechas y jabalinas a los asaltantes. En el centro de la terraza una pequeña torreta coronada de almenas permite dominar todo el entorno.

Sabino se limita a defenderse en espera de acontecimientos. Como enviado especial del césar tiene autoridad plena sobre la legión acantonada en Jerusalén; los casi seis mil hombres de la X Fretensis son veteranos en acciones bélicas, y los soldados y mercenarios que lo han escoltado desde Cesarea saben hacer bien su trabajo, de modo que se siente seguro. Además, los almacenes de las fortalezas están bien abastecidos de provisiones y de agua.

Lo que Sabino ignora es que los judíos albergan en sus corazones unos sentimientos de indignación tan profundos y unos deseos de venganza tan intensos que están dispuestos a morir en defensa de su Templo y de la observancia de sus leyes.

Lo que ha comenzado como una arenga en un batán a cargo de su exaltado propietario se convierte en un movimiento de proporciones gigantescas. A la llamada de los mensajeros de Simón acuden tantos hombres, muchos de ellos adelantados peregrinos de visita en Jerusalén para celebrar la fiesta de los tabernáculos, que son ya treinta mil los que se arremolinan en torno a los tres campamentos establecidos por el batanero.

Sus gritos y aclamaciones son tan intensos que llegan hasta lo alto de la torre desde donde Sabino observa Jerusalén a sus pies. Sólo entonces recuerda las advertencias y los consejos que en el puerto de Cesarea le dio el legado de Siria, y que ha ignorado de manera tan insensata. Ahora se da cuenta de que esos judíos que claman contra sus acciones en Jericó y en otros lugares de Judea no están dispuestos a que haga lo mismo con Jerusalén, y mucho menos con su sacrosanto santuario.

—Muchos judíos prefieren morir antes que ver profanado el Templo —reitera el tribuno de la X Fretensis a Sabino, mientras contemplan desde la terraza de la torre Fasael los movimientos de los amotinados.

—No pueden cuestionar la autoridad de Roma —asevera impenitente el ecónomo de Augusto.

—Están muy irritados, y en ese estado de ánimo se sienten capaces de vencer a cualquier enemigo extranjero, porque, además, lo consideran un deber moral y creen contar con la ayuda divina.

—Su fanatismo los conducirá a la catástrofe.

—Eso lo tienen asumido. Uno de los centuriones de la legión me ha comunicado que el líder de esos revoltosos hebreos los arenga diciendo que la inmolación de sus vidas será una grata ofrenda a su dios.

—Pues te aseguro, tribuno, que o deponen su actitud o los enviaré a todos al infierno.

En ese momento un mensajero se presenta ante Sabino; trae una noticia recién recibida mediante el sistema de banderas desde uno de los campamentos de la legión.

—Señor, nos comunican que algunos soldados del antiguo ejército del rey Herodes se han unido a los rebeldes.

—¿Cuántos son? —demanda el tribuno.

—Tres mil hombres. Todos ellos miembros del cuerpo de tropas más selecto; entre ellos, un contubernio de soldados de elite de la que fuera Guardia personal de Herodes, la llamada Cohorte de los Sebastenos.

—¿Sebastenos? —pregunta Sabino.

—Se trata de mercenarios reclutados en la región de Samaria, en la ciudad de Sebaste. Son famosos por su disciplina y su entrega en la batalla. Sin duda conformarán el grueso de la vanguardia, si es que deciden atacarnos —explica el tribuno.

—Esto cambia las cosas —asevera Sabino—. Ya no nos enfrentamos a una chusma de desharrapados judíos, sino a tropas de combate bien preparadas. Nos superan cuatro, tal vez cinco a uno, de modo que debemos pedir ayuda al legado Quintilio Varo de inmediato. Ordena que varios mensajeros, por si alguno cayera en manos hostiles, salgan enseguida hacia Antioquía en demanda de ayuda al gobernador de Siria.

—Partirán esta misma noche, señor, aprovechando la oscuridad.

—Que lo hagan en cuanto caigan las primeras sombras. Y que lleven este mensaje. Toma nota —ordena Sabino a su secretario—: «De Sabino, ministro plenipotenciario del divino Augusto, a Quintilio Varo, legado de Siria, salud. Me encuentro cercado en Jerusalén por cincuenta mil enfurecidos judíos. Tu X Legión y mis hombres corren grave peligro, y si tarda en llegar tu ayuda, seremos eliminados de la faz de la Tierra por esta multitud enloquecida. Acude presto, por favor, en nuestro auxilio, si quieres conservar tus tropas».

—¿Y en tanto llega la ayuda de Varo…? —pregunta el tribuno.

—Esos rebeldes no esperan un contraataque. Están convencidos de que nos mantendremos acuartelados como conejos escondidos en sus madrigueras, pero se equivocan. Dispón a tus mejores comandantes para que dirijan una salida sorpresa. Que dos cohortes estén listas para una intervención inmediata. Les vamos a dar un buen escarmiento.

Reunidas las dos cohortes en el patio de la fortaleza, Sabino se dirige al contubernio militar. Él es un hombre timorato y cobarde que jamás se atrevería a encabezar un grupo de soldados en una acción de combate, pero tiene buena labia y sabe arengar a las tropas, de modo que anima al grupo seleccionado para el ataque con un vehemente discurso:

—Os exhorto —comienza a hablar Sabino con voz chillona y un tanto desafinada—, soldados de Roma, a que protagonicéis una carga contundente y mortal contra esos rebeldes judíos que desafían la autoridad de nuestro emperador y las leyes del Senado y el pueblo romanos. No temáis sus gritos ni sus bravuconadas; sólo son una chusma de insensatos dirigida por un alocado batanero. Ellos son inexpertos; vosotros, veteranos en cien batallas. Ahí al lado, en el santuario de los judíos, una fortuna fabulosa espera a ser inventariada. ¿Imagináis lo generoso que podría ser nuestro césar con cada uno de vosotros en caso de que ese tesoro perteneciera a Roma? Armaos de valor, salid, pues, al combate y demostradles a esos indeseables cuán grande es el poder y la ira del Imperio. Obedeced las instrucciones de vuestros oficiales y pensad en que pronto regresaréis a vuestros hogares cargados de oro. Yo dirigiré las operaciones desde lo alto de esa torre, y no dudéis un momento en que mi espada estará a vuestro lado si la necesitáis. —Luego se dirige Sabino al tribuno con ademán solemne—: Que los legionarios de la X entren gloriosos en la historia.

Siguiendo las órdenes de sus comandantes y tras un toque de trompa, los portones de la fortaleza se abren. La primera cohorte de legionarios sale a paso ligero y avanza decidida, como un torbellino de acero, desplegándose hacia el grupo de rebeldes asentados al norte del Templo.

Los sorprendidos judíos se apresuran a contener el avance de los legionarios, que perfectamente formados recorren el camino que serpentea entre la fortaleza y el santuario, al lado de la muralla. Desde los muros del Templo, donde se encaraman algunos judíos, llueven piedras sobre la cohorte, pero apenas causan daño, pues los soldados están protegidos bajo sus escudos.

Cuando los legionarios alcanzan la explanada que se abre ante la puerta principal del Templo, varios grupos de judíos acuden para proteger la entrada. La cohorte se despliega y ofrece un contundente frente de batalla. Sólidos como un muro de hierro, los soldados avanzan aplastando a sus inexpertos adversarios arrinconándolos contra los primeros pórticos. Las gradas comienzan a llenarse con la sangre de los caídos, que se amontonan a los lados de la cuña formada por los escudos y lanzas de la primera cohorte de la X Fretensis.

La carnicería es notable, pero los exaltados judíos no se desaniman. Algunos fanáticos arengan desde la entrada del Templo a los defensores. Esta vez la voz se corre por toda la ciudad, y presto acuden judíos de todas partes, provistos con cualquier utensilio que pueda ser utilizado como arma: palos, horcas, espetones, barras de hierro, palas de panadero; cualquier cosa que pueda golpear, pinchar o herir sirve para este desigual combate.

A la vez que la primera cohorte llega ante los muros del Templo, aparece la segunda por la retaguardia. El temor de los israelitas se acrecienta y muchos de ellos se lanzan desesperados a escalar los pórticos que flanquean la entrada al santuario, donde se apostan algunos arqueros judíos.

En unos momentos, el cielo sobre las cabezas de los atacantes romanos se nubla con una lluvia de flechas que sorprende a los comandantes de las dos cohortes. Pero los arqueros no muestran una gran pericia en el tiro, aunque son tantas las saetas disparadas que alguna de ellas hace blanco en el cuerpo de los legionarios. A la tormenta de flechas siguen abundantes andanadas de piedras disparadas por honderos judíos desde lo alto.

Es entonces cuando uno de los centuriones ordena que se prenda fuego a esos pórticos para que los arqueros y honderos se vean obligados a descender de su elevada posición. Varias teas son encendidas de inmediato y su fuego se aplica a las maderas de cedro de artesonados y puertas, a las que se añade betún para que las llamas prendan con mayor facilidad.

El incendio se extiende con rapidez, avivado por el cálido viento que sopla del este. Los espléndidos ornamentos de las techumbres arden enseguida como yesca seca; la madera de cedro es dura y resistente, pero abundan la cera, el barniz y la pez, utilizados para proteger los artesonados de la intemperie, que se convierten en un combustible perfecto. Las llamas alcanzan enseguida proporciones gigantescas.

Atrapados sobre los pórticos, los arqueros y honderos judíos no tienen posibilidad de escape, y gritan desesperados ante la inminencia de una muerte cierta. Los soportales son un infierno y los romanos deciden retirarse en formación, poco antes de que un estrepitoso crujido preceda al derrumbe de los pórticos. Los encaramados caen al vacío en medio de una cascada de escombros, fuego y brasas; aterrados, los que se libran del fuego son exterminados por los legionarios, que siguiendo las precisas órdenes de los centuriones y los oficiales al mando no cesan de repartir mandobles con sus espadas cortas a cuantos rebeldes se cruzan en su camino.

El caos entre las desordenadas filas de los judíos es absoluto; los que huyen despavoridos son alcanzados por el hierro de los romanos y los que deciden presentarles batalla caen por su inexperiencia en el combate cuerpo a cuerpo. Los que logran huir en medio de la confusión corren hacia alguno de los tres campamentos desde los que Simón organiza la defensa del Templo.

El batanero, que se acerca a la batalla al frente de algunos seguidores, decide retirarse a la vista de la derrota.

—Volveremos más tarde para dar cumplida venganza a nuestros hermanos caídos —se limita a mascullar Simón ante el terrible desastre.

Uno a uno los pórticos del Templo se precipitan al suelo como gigantes abatidos por un huracán de fuego, en medio de un crujido de maderas ardientes y el retumbe de piedras que estallan al contacto con las losas del pavimento. Tras la vorágine de gritos y quejidos y el crepitar de las llamas, un silencio de muerte sustituye al estrépito de la batalla.

Los romanos ingresan entonces entre las ruinas humeantes y ocupan el primer recinto del Templo. Atraviesan el atrio prevenidos ante cualquier sorpresa y cruzan el Patio de los Gentiles. Frente a ellos se alza un muro de poca altura con un gran portón, la Puerta Hermosa, y detrás el Patio de las Mujeres. Allí se emplazan los once cofres que recogen las ofrendas cotidianas y la pequeña edificación donde saben que se guarda el tesoro del pueblo hebreo. Provistos de dos grandes vigas a modo de ariete, un par de decenas de los soldados más recios fuerzan las puertas de bronce y penetran en el interior.

Sabino, que presencia la batalla desde lo alto de la torre Fasael, percibe de inmediato las intenciones de sus hombres y desciende a toda prisa, corriendo desde la fortaleza hasta el Templo, escoltado por veinticinco miembros de su Guardia personal.

Sabe que si llega demasiado tarde, el saqueo del Tesoro será incontrolable. Sonríe con ironía a la vista de una placa grande con una inscripción en griego y latín en la que se amenaza con la muerte a quien pase de allí. Jadeante, cruza la Puerta Hermosa, consigue llegar al Patio de las Mujeres y alcanza el edificio del Tesoro. Ante las broncíneas puertas, los tres sacerdotes encargados de su custodia yacen molidos a golpes en el suelo. Los legionarios ya se precipitan sobre los arcones rebosantes de monedas.

—¡Fuera todos!, ¡largo de aquí! —grita Sabino al ver a los que apuran sus opciones de llenarse las manos de monedas antes de que sus soldados puedan hacerse con el control de la situación.

Los guardias se adelantan al ecónomo y, a base de porrazos y empujones, consiguen alejar a los ávidos saqueadores, que se retiran gruñendo a otra parte en busca de botín.

Sabino no pierde el tiempo. Entra en la zona más reservada del edificio del Tesoro, donde procede de inmediato, ajeno a la sangre y al tumulto, al inventario de su contenido: monedas de todas clases, sobre todo de oro, enseres y utensilios de metales preciosos y joyas. Él mismo va dictando a dos secretarios a toda prisa lo que va encontrando en su inspección, que es minuciosa a pesar de las circunstancias. En breve tiempo requisa cuatrocientos talentos en monedas y ordena que sean inmediatamente enviados en varias cajas a la torre Fasael, asigna una parte para ser repartida entre los legionarios y el resto queda como propiedad del Estado romano.

En Jerusalén, los judíos penan su desgracia. Toda la ciudad y todos los peregrinos acampados en las afueras, a la vista del humo que sale del Templo, visible desde cualquier punto, saben que su santuario ha sido profanado y que el tesoro ha caído en manos romanas. Son muchos los que, además, lloran a sus parientes y amigos abatidos en la batalla perdida. Muchos centenares de cadáveres, tal vez un par de miles, yacen ensangrentados en los alrededores del Templo, sobre las losas de sus patios o bajo los escombros de sus pórticos derrumbados.

La indignación de los supervivientes es enorme. La noticia corre de boca en boca y algunos deciden divulgarla más allá de la ciudad de Jerusalén, para que toda Judea conozca la catástrofe sucedida en el centro sagrado del pueblo elegido. Un clamor recorre Israel. Las lágrimas brotan de miles de ojos. Muchos de los que hasta ese momento han mostrado su tibieza ante la posible pérdida de la independencia judía se suman ahora a los rebeldes y deciden tomar las armas y combatir al enemigo romano, hasta la muerte si es preciso.

Sabino, una vez alcanzado su propósito, regresa a la fortaleza de Herodes y ordena redoblar la guardia, en espera de que los mensajeros enviados a Varo hayan llegado a su destino y el legado de Siria ordene a sus legionarios avanzar hacia Jerusalén y liquidar de una vez a esos enconados rebeldes.

Simón el batanero pierde la primera batalla, pero se convierte en el caudillo que el pueblo demanda. Sus seguidores crecen; por cada uno de los caídos en el combate se suman cinco nuevos luchadores dispuestos a vengar el sacrilegio perpetrado por los demonios extranjeros.

Impulsado por un sentimiento mezcla de rabia y de optimismo, Simón ordena que sean cercados de nuevo los asentamientos del palacio de Herodes donde se encastillan los romanos, y que desde ahora se preste mucho más cuidado a cualquier movimiento de sus tropas. No volverán a cogerlos desprevenidos. Si se produce una nueva salida, estarán preparados para rechazarla, y si no, aguardarán pacientes a que los sitiados agoten sus reservas de alimentos y se vean obligados a rendirse, o a morir.