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LOS APUROS DE ARQUELAO
Los problemas se multiplican para Arquelao. Cada día llegan noticias alarmantes a las oficinas de Hipódamo, ubicadas en el primer sótano del palacio, donde también se custodian los archivos de la etnarquía en varias filas de plúteos de madera tallada. Las conspiraciones aumentan y por todas partes surgen rebeldes dispuestos a derrocar a quien consideran un cruel tirano. El jefe de Policía apenas da abasto para recoger las informaciones que le llegan en tropel del sinfín de confidentes que tiene repartidos por toda Judea. Que existe un enorme descontento con la forma de gobernar de Arquelao es lo único que escucha Hipódamo de boca de sus espías, y que el malestar aumenta con intensidad cada semana.
Sabe que tiene que actuar deprisa y de manera eficaz, pero su ánimo, hasta hace un tiempo sólo pendiente de la seguridad de su señor, está dividido; se debate entre encontrados sentimientos, entre sus obligaciones como jefe de la Policía y sus encuentros furtivos con su amada Rut. Es consciente de que tantas noches en vela, abrazado a su amada, lo fatigan y merman sus facultades y su lucidez para dar las órdenes oportunas que repriman las conspiraciones; se siente débil e inseguro. Hasta hace unos meses nada escapaba a su red de confidentes, pero ahora relaja la vigilancia y aprieta menos a sus colaboradores.
La historia parece entonces repetirse con pequeñas variaciones porque las causas no han cambiado, sino que empeoran gravemente. Un grupo de judíos notables de Jerusalén logra reunirse en secreto sin que los espías de Hipódamo lo detecten. Son gentes hartas de sufrir las decisiones caprichosas y los abusivos impuestos de Arquelao. Llenos de temor pero resueltos a acabar con aquella dictadura que los oprime y los empobrece, deciden enviar, como otros ya hicieron antes, una embajada secreta a Roma a fin de informar a Augusto de lo que está sucediendo en Judea.
Una noche redactan la carta que los emisarios han de llevar de inmediato a la capital del Imperio. Tras no pocos debates y correcciones, acuerdan el texto:
De los ciudadanos de Judea a César Augusto, dueño de Roma y del Imperio. Salud. Sabedores de tu benevolencia y buen gobierno, de tu anhelo de que la paz y el contento reinen por doquier, deseamos informarte de la terrible situación que aqueja a la etnarquía de Judea, gobernada por el veleidoso e incompetente Arquelao, hijo de Herodes. Su administración se hace día a día más tiránica e insoportable. El abuso de los impuestos, las restricciones a la vida pública y privada de los judíos y el agobio a que su cruel autoritarismo nos tiene sometidos sobrepasa toda mesura y convierte su gobierno sobre Israel en una dictadura cruel y criminal que se pretende aprobada y sustentada por tu sabiduría. Por ello, ¡oh, poderoso Augusto!, te rogamos que intervengas, depongas a este etnarca y procedas a cambiar el sistema de gobierno. Y te pedimos, como se te hizo en otra ocasión por nuestros delegados, que las provincias de Judea, Samaria e Idumea pasen a ser administradas directamente por Roma, bajo un gobernador o procurador designado por tu sabia dirección. Los que apoyamos esta propuesta somos mayoría y contamos con poderosos apoyos.
Igualmente, como otros antes han pretendido, los conspiradores de Jerusalén entran en contacto con Antipas, del que saben que no renuncia a regir toda la región de Palestina, y con Salomé, que, pese a su edad, no pierde la esperanza de ver a su sobrino predilecto sentado en el trono de su hermano. Los conjurados aseguran que ningún gobierno que recaiga sobre ellos en el futuro puede ser peor que el de Arquelao, de modo que se entregarán a cualquiera que pueda contribuir al derrocamiento del tirano, a quien culpabilizan de no dejarlos siquiera respirar.
Antipas y Salomé, al tanto ya de la conjura secreta de Jerusalén, deciden apoyar a los rebeldes y legitimar sus protestas. Ambos escriben sendas misivas a Augusto en las que le manifiestan sus temores de que estalle un gran conflicto que arrastre a toda Palestina a una guerra de consecuencias imprevisibles, y que salpique a los intereses de Roma provocándole en su flanco oriental dificultades innecesarias.
En realidad, Antipas no tiene la menor intención de ayudar a los confabulados de Jerusalén; su única aspiración es sentarse en el trono de David. Por eso, recuerda a Augusto en su carta una historia casi olvidada. Le escribe que su padre Herodes recibió del emperador las tierras que habían pertenecido a un tal Zenodoro, cabeza de la dinastía que regía la Traconítide, cuando el propio Herodes acusó a este individuo de indolencia en el gobierno de su territorio. El entonces rey de Israel argumentaba que Zenodoro se desentendía de sus responsabilidades ante las permanentes incursiones sobre la tierra de Israel de bandidos nabateos que, tras perpetrar impunemente sus saqueos, se refugiaban en sus desiertos, entregando a Zenodoro parte del botín.
Antipas compara la decisión tomada entonces por Augusto con la situación actual, con la esperanza de que el emperador destituya a Arquelao y le entregue sus dominios, como hizo muchos años atrás con los de Zenodoro.
Por su parte, desde su palacio de Ascalón, Salomé atisba también la oportunidad de acabar con su odiado sobrino Arquelao. Confiada y segura de que al fin puede derrotarlo, informa a Augusto en su carta, dirigida también a su amiga Livia, que los modos de gobierno de Arquelao están arrastrando a la ruina a Judea y Samaria. A la misiva acompaña un amplio informe sobre las protestas de la población de esos territorios y expresa el temor de un inmediato estallido seguido de una insurrección general si sigue permitiéndose que el tirano actúe con semejante sevicia. Acaba pidiéndole que reconsidere, una vez más, la conversión de Judea en una provincia bajo administración directa de Roma.
En su palacio romano, Augusto se muestra inquieto. Tiene en sus manos los informes de Antipas y de Salomé, y la petición de una entrevista por parte de una nueva delegación de judíos de Jerusalén que acaba de presentarse en Roma solicitando su venia. A su lado, siempre solemne y digna, Livia escucha.
—Ese etnarca judío nunca me ha resultado simpático. Estos informes no dejan lugar a dudas sobre las malas prácticas de gobierno del hijo de Herodes. ¿En qué estaría pensando el viejo zorro cuando lo designó como su principal heredero? Lo creía un hombre más cabal y más lúcido —reflexiona Augusto en voz alta.
—A todos nos alcanza una edad en la que nuestra mente no razona con la claridad necesaria para adoptar las decisiones adecuadas. Eso es lo que debió de ocurrirle a nuestro recordado amigo el rey de Israel.
—Según todos los indicios, ese idiota de Arquelao está actuando con una altanería impropia de quien ejerce su autoridad gracias a una delegación. Y esa actitud es la que está provocando que su pueblo se intranquilice y se encuentre al borde de una revuelta general. Me molesta, además, que nunca nos rinda cuentas de su gobierno con la precisión y el respeto debidos. ¿Quién se cree que es? Yo fui quien lo nombró etnarca; y es a mí a quien debe su mando.
Livia, que ha leído la carta de su amiga Salomé y entiende muy bien lo que ésta pretende, aprovecha el momento y el estado de ánimo de su esposo para arremeter contra Arquelao y avivar el incendio.
—Sabes bien que mi opinión fue contraria, desde un principio, a que Arquelao recibiera nombramiento alguno, y mucho menos el poder absoluto sobre un territorio y unas gentes tan difíciles. El tiempo me ha dado la razón. Fíjate hasta dónde llega su mala voluntad. —Livia se levanta, se acerca a una mesita y retorna con dinero en sus manos—. En las monedas que ha ordenado acuñar, como se acostumbra a hacer en los reinos sometidos a Roma, ni siquiera hace mención a tu autoridad. Semejante altanería me saca de quicio. ¿Vas a seguir consintiendo semejante acto de descortesía e indisciplina?
—Está bien, está bien; le ordenaré que en las próximas emisiones incluya mi nombre.
—¿Sólo eso? Herodes te consideraba un dios e incluso se atrevió, en contra de la opinión de su pueblo y de sus sacerdotes, a erigir un templo en tu honor en Cesarea y a colocar tu águila imperial sobre las puertas del santuario más sagrado de su país. Pero este mequetrefe consentido ni siquiera se digna a dedicarte un mísero altar en un olvidado templo. A ti, que eres adorado como dios por todo el mundo civilizado.
—Ya tengo demasiados altares erigidos a mi divinidad; uno más…, ¿qué importa?
—Sí que importa, y mucho. Sobre todo si se encuentra en una provincia cuyos habitantes tienen fama de revoltosos y que está siendo gobernada por un controvertido tirano al que casi nadie soporta ya. ¿Cuánto tiempo más es capaz tu divina paciencia de aguantar a ese insensato?
Livia pronuncia palabras vehementes pero emitidas con el tono de frialdad acostumbrado, y el contenido de sus frases cala hondo en Augusto, que se siente confortado y apoyado al escuchar a su esposa.
—Recibiré a esa embajada de judíos que demandan mi actuación en este caso. Veremos qué proponen —comenta el dueño del mundo para satisfacción de Livia, quien conoce de antemano lo que desean esos mensajeros.
Augusto se muestra satisfecho con la tranquilidad que reina en todas las provincias de su imperio. Incluso levanta un altar a la diosa de la paz en la propia Roma, a orillas del Tíber. Quiere ser ecuánime y pasar a la posteridad como el mejor gobernante de la historia y que las crónicas y anales lo aclamen como el hombre más grande que jamás ha existido. Por eso considera que el caso de Judea debe quedar resuelto para siempre. Y se alegra de no haber nombrado nunca rey a Arquelao, pues, de haberlo hecho, el problema sería ahora mucho mayor.
La entrevista con los diez delegados de Judea, cinco jerusalemitas a los que se han sumado otros cinco samaritanos, no deja la menor duda a Augusto. Todos coinciden en el despotismo de Arquelao y ratifican los informes de Antipas y Salomé, certificando los múltiples motivos para la queja, y argumentan que la imagen de Augusto resulta muy dañada por lo que está ocurriendo en la región.
Augusto les promete que resolverá ese asunto con toda urgencia, pero que antes de decidir quiere escuchar a Teodoro, uno de sus más fieles consejeros, a quien enviará como su delegado especial a la etnarquía.
Pasan los meses. Augusto recibe un amplio informe de la propia voz de Teodoro, que es convocado con toda urgencia a Roma. Pide también el consejo de algunos senadores: con los que mantiene una mayor confianza y con los más informados de los negocios de Oriente. Aunque hace años que el Senado romano apenas cumple otro papel que el protocolario, a Augusto le sigue placiendo dar la impresión de que la institución que congrega a los padres de la patria continúa siendo relevante para el gobierno del Imperio.
Tras oír a todos los implicados, el césar parece inclinarse por la idea de convertir a toda Palestina en un territorio bajo administración romana, bien como provincia, bien como parte de la de Siria. En otros momentos, ya comprobada la inutilidad de Arquelao para ejercer el gobierno sin desatar una rebelión, Augusto vuelve sus ojos hacia Antipas. El tetrarca de Galilea no provoca ningún escándalo desde que lo nombrara para el cargo, y todo parece indicar que gobierna la región asignada con mano firme pero con sentido de la justicia. Se muestra como un hombre prudente y astuto, fiel en cada momento al Imperio, leal amigo del pueblo romano. ¿Puede ser él el monarca que suceda a su padre Herodes?
Augusto lo medita durante días. Le hace dudar, sin embargo, la desmesurada ambición que intuye en la misiva del tetrarca, en la que se transparentan sin la menor duda cuáles son sus verdaderas intenciones.
Al fin, Augusto toma una decisión. Ordena a Teodoro, quien espera paciente la palabra de su señor, que se presente de nuevo ante él y le ordena que regrese a Jerusalén. Porta una orden tajante de Augusto dirigida a Arquelao: el etnarca de Judea deberá presentarse en Roma en cuanto reciba ese mensaje, sin dilación ni excusa alguna. La determinación del emperador es rotunda y firme.
Arquelao, ante el pergamino que contiene el requerimiento imperativo de Augusto, se siente muy inseguro. Tras la desaparición del falso Alejandro, ha albergado la esperanza de que sus expectativas ante el emperador crezcan, pero, en el fondo, sabe que eso no va a ocurrir. Lee una y otra vez la carta. Sus relaciones con Augusto nunca van más allá del estricto protocolo, y sospecha que nada bueno puede resultar de aquel viaje, de modo que ordena a sus criados que preparen lo conveniente, pero sin demasiadas prisas.
Piensa ahora en la profecía que Simón, el onirocrita esenio, le vaticinara. Tras los sueños de Glafira y los suyos propios, Simón entrevió una conspiración contra su gobierno y que éste llegaba a su fin. Y todos saben bien que los esenios son buenos profetas y no suelen errar en sus pronósticos.
El propio Arquelao recuerda entonces otro sueño que tuvo meses atrás y al que de momento no ha prestado demasiada atención: en un campo desierto brotan solitarias nueve espigas de trigo; son hermosas y están llenas de granos, pero de pronto aparecen unos bueyes y se las comen. Y antes de la llegada de la orden de Augusto, el sueño se repite dos veces más. Arquelao, asustado, llama a consultas a los que sus cortesanos estiman como los mejores intérpretes de su reino. Todos los consultados, a los que no se permite que se oigan unos a otros, aportan aclaraciones diferentes, algunas incluso contradictorias. Pero es precisamente la interpretación del esenio Simón la que más le convence.
—Es un sueño premonitorio que está indicando que va a producirse un cambio trascendental en tus asuntos —le dice el profeta un tanto temeroso de que sus palabras puedan enojar al etnarca—. El campo que ves es Israel, y las nueve espigas indican los años completos de duración de tu gobierno.
—¡Están a punto de cumplirse! —exclama asustado el etnarca.
—Ni uno más permanecerás en tu cargo —asienta el onirocrita, hombre enjuto, de larga barba, que se apoya en un retorcido bastón—. El cambio de la tierra, que de estar cargada de frutos se va convirtiendo en un erial, representa una mutación a peor.
—¿Y los bueyes?
—Son el signo de los sufrimientos que van a venir de inmediato, como duras son sus tareas en el campo.
En otras circunstancias, Arquelao habría ordenado decapitar al intérprete allí mismo, pero se queda pensativo y lo deja marchar. Decide afrontar su destino y viajar a Roma como le ordena Augusto. Está hastiado de la vida, pero se considera preparado para enfrentarse a cualquier cosa que se avecine. Piensa que la superará, como otras veces.
Durante la travesía, Arquelao no deja de pensar en su sueño y en la interpretación de Simón. Y poco a poco va asumiendo la idea de que Augusto lo requiere para deshacerse de él. Tal vez es un insensato acudiendo a la llamada del césar, pero ¿qué otra cosa puede hacer sino obedecer los designios del dueño del mundo?
Al desembarcar en Italia, unos agentes de Judea le informan de que hace unos meses Augusto ha recibido a embajadores de Antipas y de Salomé y a unos mensajeros enviados por un grupo de ciudadanos de Jerusalén, a los que se han unido ciertos samaritanos. Entonces es cuando realmente se siente perdido. Pero ya no hay posibilidad de dar marcha atrás; los soldados del emperador lo aguardan y lo escoltan desde el momento en que pone el pie en Italia, y está claro que no lo dejarán marchar de ninguna manera.
Si en algún momento se sintió con fuerza y esperanza para poder heredar la realeza de su padre, se equivocó. Arquelao comprende ahora que nunca será rey, que Augusto no lo considera a la misma altura que su progenitor y que muchos de sus súbditos están abiertamente en su contra. Siente que es un estúpido por relajar su gobierno y por confiarse demasiado. Y le viene de inmediato a la cabeza Hipódamo, su jefe de Policía, en el que tanto confía, y considera que tal vez sea él el principal intrigante… En cualquier circunstancia, no deja de ser responsable de relajar la vigilancia.
Escupe al suelo y maldice a su propio pueblo. Considera que los judíos pierden la cabeza al desear ser gobernados por un poder extranjero antes que someterse a la autoridad de un miembro de su misma raza. «¡Allá ellos, condenados hijos de Israel, si es eso lo que anhelan! ¡Que se retuerzan aplastados bajo el cuero de las sandalias romanas!», masculla entre dientes.
Una vez en Roma, Arquelao es conducido de inmediato a la presencia de Augusto. El judío se encuentra en la sala del palacio imperial con uno de los consejeros de su hermano Antipas, y no alberga ya la menor duda de que se trama una conspiración en su contra.
—Constatamos, tras recibir numerosas quejas y denuncias y comprobar su veracidad, que no te comportas como un buen gobernante debe hacerlo —se limita a decir Augusto, sin siquiera saludar al etnarca. El emperador está resuelto a no gastar demasiado tiempo en algo que ya tiene decidido.
—Pero, césar, yo cumplo con el papel que me encomendaste; mantengo mi fidelidad a Roma, y Judea permanece en paz…
—¡Silencio! —La voz del emperador truena como si tuviera treinta años menos—. Doy por probados los cargos y acusaciones que se vierten sobre ti en varios de los informes presentados ante mi corte; desestimo tus alegaciones y dictamino que durante estos años te has comportado sin el menor entusiasmo ni la menor consideración hacia Roma, a la que debes tu cargo. Tu gobierno es pernicioso para los intereses del Imperio e indeseable para tus propios súbditos. Por ello, decreto que vayas al destierro.
—¡Oh, césar!, te lo suplico…
—Da gracias a los dioses por que no pierdas la vida ahora mismo. Quedarás confinado en una aldea cerca de la ciudad de Viena de las Galias, entre los bárbaros alóbroges. Todos tus bienes son confiscados y pasan a formar parte de la Hacienda imperial.
Las palabras de Augusto resuenan terribles bajo la techumbre dorada de la sala de audiencias del palacio imperial. El césar hace una breve pausa para observar los ánimos con que los presentes acogen su resolución, y a continuación pronuncia las palabras definitivas:
—A partir de este mismo momento, las regiones de Judea, Samaria e Idumea pasan a ser una provincia bajo administración directa del Imperio, encomendadas a la autoridad de un prefecto que dependerá del legado imperial en Siria.
Entre los judíos presentes surge un espontáneo aplauso y se escuchan expresiones de gozo y contento tras la decisión de Augusto. Al fin se consideran liberados de la tiranía de los hijos de Herodes y suponen que su vida va a ser mucho más cómoda a partir de ahora, pues esperan que Roma los proteja y a la vez les permita regirse por sus leyes y costumbres ancestrales. Pero el embajador de Antipas tuerce el gesto y su rostro expresa cierto desencanto. Su señor esperaba otra cosa, que se le encargara a él directamente el gobierno de estas tres regiones y, además, con el título de rey. ¡Pero el trono seguirá vacío!
Queda muy claro que el emperador no desea que se repita la figura de un nuevo Herodes; con uno ya ha sido suficiente. Además, Arquelao no tiene hijos, de modo que no existe ningún sucesor directo que en el futuro pueda reclamar la herencia paterna.
Antipas, al enterarse de la sentencia imperial, entiende que sus cualidades como administrador resultan minusvaloradas por Augusto. Se considera un gobernante eficaz y un político con experiencia, capaz de reinar sobre todo Israel como ya lo hiciera su padre. La desconfianza del emperador lo desconcierta. Y, entonces, piensa en Salomé. Su mente se ilumina.
«¡Claro! Ha sido ella. Salomé, esa vieja hierática y apergaminada, siempre en la sombra, tejiendo intrigas, manipulando conciencias, influyendo en las decisiones. Seguro que ha insistido ante su amiga Livia para conseguir sus propósitos. Ella siempre ha ambicionado el poder. ¿Está aguardando, ilusa, un inesperado giro de la situación, que todo vaya de mal en peor y que finalmente Augusto entregue el gobierno en sus manos? ¿Acaso se cree en verdad una nueva Salomé Alejandra, la mujer que reinó en Judea hace decenios?», se pregunta Antipas. Pero no. El trono de Judea está marcado por un funesto maleficio: está maldito. «Nunca volverá a haber otro rey», concluye Antipas, aunque pronto reacciona y confía en que se presente una nueva oportunidad. Sí, se presentará. Tiene que ser paciente una vez más, esperar, aguardar, resistir, no rendirse. Tal vez los procuradores nombrados desde Roma fracasen, y entonces Augusto pensará en él, y no en esa vieja ilusa, para gobernar todo Israel y mantener la región de Palestina pacificada y unida.
Arquelao marcha al exilio. De nada le sirve ya reflexionar sobre los errores cometidos. Nunca regresará a Judea, jamás volverá a contemplar las colinas esmaltadas de olivos que rodean la sagrada Jerusalén.
Sentado en un basto tocón, a la puerta de una choza circular de paredes de barro y musgo, cubierta con un techo de brezo y paja, malvive a orillas del Ródano. Arquelao, el hijo de Herodes el Grande, el hombre que un día ya lejano pudo ser rey, reflexiona sobre lo ocurrido, pero en su cabeza sólo queda espacio para el odio: odio a su padre Herodes por no haber sido más explícito en su testamento, odio a su tía Salomé por montar una conjura para derrocarlo, odio a su hermano Antipas por su manifiesta traición, odio a Filipo, que se quedó con tierras que eran suyas, odio a Augusto por haberlo depuesto como etnarca de Judea y haberlo exiliado a ese húmedo e inhóspito rincón del mundo, odio a sí mismo…
Acurrucado bajo una sucia manta de lana para protegerse de la humedad y el frío, añora su soleado Israel y maldice a sus enemigos, a los que supone riéndose de él y disfrutando de sus palacios y sus riquezas.
Entre sus recuerdos, Arquelao se consume sin consuelo, atenazado por el dolor que le provoca rememorar las glorias pasadas; y su memoria se va borrando como la niebla oculta el paisaje boscoso de la región que ahora habita, mientras él mismo se va perdiendo en el olvido, sabedor de que cuando muera no habrá plañideras en sus funerales, ni endechas fúnebres recitadas en su honor por los poetas, ni siquiera una modesta lápida que recuerde su nombre sobre una tumba.