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RUT, LA HIJA DEL SACERDOTE

Arquelao se siente mucho más seguro. En su imaginación cree que Augusto, con este acto de justicia, lo ha ratificado y que, ahora sí, no tardará demasiado en llegar su reconocimiento como rey de Israel.

Afianzado en su puesto, festeja su suerte recobrando costumbres perdidas tras la muerte de Glafira, e invita de nuevo a sus amigos a banquetes y orgías en los que todos vuelven a acabar atrapados en tremendas borracheras. Hipódamo cumple con total profesionalidad su puesto de jefe de la Policía de la etnarquía; es el único alto dignatario que no acude a estas bacanales y, si en alguna ocasión no tiene otro remedio, nunca bebe y siempre mantiene la cabeza serena y el ánimo atento.

—El banquete de hoy es especial —le dice Arquelao a su jefe de Policía—. He invitado a Jeconías, un sacerdote de la influyente familia de los Boeto, que viene con su hija. Es aquella hermosa joven; se llama Rut. Me aseguran que es una de las doncellas más hermosas de Judea. Tal vez la invite esta noche a compartir…, pero antes debo enterarme sobre cómo se las gasta. Por eso te he pedido que participes en este banquete. Te he asignado un lugar a su lado. Habla con ella y entérate de si es de fiar.

—Como ordenes, señor —asiente Hipódamo.

Nada más comenzar el ágape, el jefe de la Policía intercambia algunas frases con Rut, que se muestra pudorosa e incluso llega a ruborizarse.

En verdad se trata de una joven muy hermosa, de una belleza fuera de lo común: ojos grandes y de un tono verde muy raro en Israel, pestañas largas y rizadas, rasgos finos y pulcros, cabello largo, negro cual azabache, recogido en una gruesa trenza, y labios sensuales. Superados los primeros momentos de turbación, su conversación resulta amena y agradable.

Hace tiempo que Hipódamo fue abandonado por la juventud, pero continúa soltero. Está absorto en su trabajo y nunca ha sentido la atracción suficiente por una mujer como para hacerla su esposa, aunque en esos momentos al lado de Rut se despierta en su corazón un fuego que ya creía imposible de encender.

En el transcurso del banquete, entre la excelente comida, el buen vino, las risas, la histriónica actuación de un mimo que representa con gestos exagerados la vida cotidiana al ritmo de la música de los flautistas, Hipódamo no deja de contemplar el rostro luminoso de Rut y una y otra vez busca sus ojos verdes con la mirada. La muchacha, pese a la presencia del padre, no la rechaza; todo lo contrario, parece que le gusta. Son muchos los momentos de la velada en los que ambos mantienen sus pupilas fijas en las del otro, contemplándose con mutuo agrado.

Cuando Arquelao decide que ha llegado el momento de poner fin al banquete, a Hipódamo le parece que aquellas horas han transcurrido en apenas un instante, y entonces recuerda el encargo de su señor.

Sólo ha pasado unas horas al lado de esa joven y ya se ha prendado de su boca, de su labios tan perfectamente perfilados, de sus suaves pómulos ligeramente enrojecidos por el efecto del vino, de sus delicadas y blancas manos de finos y alargados dedos, hechos para proporcionar las más delicadas caricias, y del eco de su voz tranquila y cantarina. ¡Desea tanto verla de nuevo!

Cuando Arquelao lo llama, piensa rápido en qué decirle a su señor.

—Y bien, ¿qué te parece la hija del sacerdote? Te he observado en alguna ocasión durante la cena y parece que estabas muy a gusto en su compañía.

—Ejem —carraspea Hipódamo—, no creo que te convenga esa joven, mi señor.

—Es muy hermosa; hace tiempo que no calienta mi cama una doncella como ésa.

—Parece muy candorosa, no creo que sea el tipo de mujer que te satisfaga.

—Las que se muestran más modosas en público son las más ardientes en la alcoba, créeme.

—Pero es hija de un prestigioso miembro de la clase sacerdotal; no creo que…

—Basta, basta… Si el jefe de mi Policía dice que algo no me conviene, tengo que hacerle caso. ¿Quién mejor que tú para velar por mi seguridad?

Hipódamo respira aliviado. Si Arquelao hubiera decidido llevar a Rut a su lecho, su corazón habría sufrido más de lo que hubiera podido imaginar hace apenas un día.

Esa noche transcurre entre desvelos y revueltos pensamientos; apenas puede dormir. Los deslumbrantes ojos de Rut se abren una y otra vez en el interior de la cabeza del jefe de Policía. En su duermevela no recuerda haber visto unos ojos más hermosos, ni una sonrisa más dulce.

Tiene que volver a verla, pero no parece empresa fácil. Una mujer hebrea soltera no sale sola de casa. Además, él es griego y la joven, judía e hija de un destacado sacerdote. Los judíos, en especial los de la diáspora, aquellos que viven fuera de Israel, tratan con extranjeros, comercian con gentes de otras naciones e incluso celebran banquetes con los foráneos, pero jamás consienten en entregar a sus hijas a los gentiles…, y menos si se trata de la hija de un sacerdote de la casa de Leví. Un levita nunca permitiría que su hija se casara con un extranjero. Ni la Ley, ni las costumbres, ni la tradición contemplan semejante desvarío. Hipódamo lo sabe, pero no renuncia a volver a encontrarse con la muchacha que ahora ocupa su corazón, de modo que trata de buscar un solución a un problema aparentemente irresoluble.

Aprovechando su cargo, consigue enterarse de que en casa de Rut sirve una esclava fenicia que podría ser la llave de acceso y encarga a uno de sus más leales guardias que aborde a la sierva cuando vaya de compras al mercado y le proponga que le comente a su señora las intenciones de Hipódamo de volver a verla.

La esclava, aun amedrentada por el guardia de Hipódamo, lo escucha con atención y se lo comenta a Rut nada más regresar a casa.

—Señora, un mensajero del jefe de la Policía me ha abordado camino del mercado y me ha dicho que te transmita que ese hombre desea volver a verte.

Rut se complace con lo que escucha. Ella también piensa muchas veces en el apuesto griego que dirige la Policía del «reino de Judea», como llama la gente a los dominios de Arquelao, aunque sólo sean una etnarquía, y se siente atraída y halagada. También desea volver a verlo.

—¿Te ha dicho algo más? —pregunta Rut.

—Sí. Que espera tu respuesta. Yo se la haré llegar en el mercado.

Rut deja que pasen dos días. Está confusa y sabe que una relación con el griego es imposible, al menos a los ojos de su padre, un sacerdote estricto cumplidor de la ley de Moisés. Pero no deja de pensar en el apuesto Hipódamo, un hombre atractivo, fuerte, de agradable conversación y atentos modales.

Al fin, la muchacha cede.

—Dile al guardia que le comunique a su señor que venga a verme esta noche. Lo esperaré en el patio de la casa. Hazle saber cómo llegar hasta él.

Al recibir la noticia, el corazón de Hipódamo se acelera como nunca antes. Es un tipo duro, dirige a cientos de hombres con mano firme y puño de hierro y en su trabajo no hay el mínimo resquicio para el sentimentalismo. Pero ante esa muchacha se siente otro hombre, más débil, más humano.

Esa noche Hipódamo atraviesa las calles de Jerusalén embozado en su capa. Camina escoltado por dos de sus guardias, pero además porta su espada, por si algún insensato osa interponerse en su camino. Tal como le han indicado, llega ante la casa de Rut, ubicada en el barrio norte de la ciudad, y se dirige a una callejuela a la que da el patio posterior de la vivienda. Entre las sombras puede atisbar la copa de un limonero que sobresale por encima de la tapia. No lo duda, y con la agilidad del hombre habituado al ejercicio físico y el apoyo de sus dos colegas, consigue trepar fácilmente y cae de un salto al otro lado.

Y allí está ella, tal cual la recuerda; con sus ojos brillando bajo la tenue luz de las estrellas. No dicen nada, sólo se acercan el uno al otro y se abrazan, fuerte, muy fuerte…

Desde esa noche las visitas al patio del limonero se hacen cada vez más frecuentes. Rut tiene que esperar a que su padre, que descansa en una estancia alejada del patio, se duerma para acudir al encuentro con su enamorado. La esclava fenicia vigila entre tanto por si Jeconías se despertara de improviso, y los dos guardias hacen lo propio en el exterior de la tapia. En un rincón del patio, los dos enamorados se susurran al oído palabras de amor y se pierden en caricias y arrumacos. Algunas noches prolongan su encuentro hasta la primera claridad de la aurora, cuando despliega sus primeras luces suaves y rosadas.

A la pasión amorosa se suma la atracción de estar protagonizando una aventura prohibida. Ambos esperan cada encuentro con la sensación de vivir una situación extraordinaria, emocionante, furtiva, plena a la vez de momentos cuajados de dicha.

Hace ya dos meses que se repiten esas visitas nocturnas, pero Hipódamo y Rut no unen sus cuerpos. Sólo cruzan besos, abrazos y caricias, aunque Hipódamo no cambia aquello por nada en el mundo. Rut no le permite ir más allá, pero el griego tiene suficiente como para adivinar las formas rotundas que se ocultan bajo la túnica de la joven, los generosos pechos, las contundentes caderas, los firmes muslos…

Una noche, las manos ávidas de Hipódamo buscan debajo de la túnica de Rut. La muchacha lo detiene. El griego le pide que le permita consumar sus anhelos. Está seguro de que ella guarda los mismos deseos, aunque sus escrúpulos religiosos actúen como un poderoso freno.

—Te deseo tanto… Estas visitas se me hacen cada día más cortas —susurra Hipódamo.

—Ojalá duraran eternamente —musita Rut.

—Quiero amarte con todo mi ser. Hasta ahora he sido prudente, pese a mis deseos de poseerte, pero necesito hacerte mía, aquí, sobre este suelo, bajo estas estrellas.

Pero la joven se muestra firme:

—Sólo te entregaré mi virginidad cuando me prometas matrimonio y cumplas tu promesa. Es la ley de mis mayores, y debo acatarla.

—¿Matrimonio dices? Yo soy griego y tú eres judía, ¡cómo vamos a poder casarnos! Esa misma religión a la que aludes lo impide.

—Lo sé, pero no me importa. Dios no puede ser tan cruel como para evitar que una mujer y un hombre que se aman puedan estar juntos.

—Eso díselo a tu padre y a los sacerdotes que, como él, acatan leyes tan absurdas.

—No son los hombres, sino Dios mismo quien dicta esas leyes; se las entregó a Moisés en el monte Sinaí y mi pueblo vive cumpliéndolas desde entonces.

—No te entiendo; dices que quieres cumplir la Ley que impide que estemos juntos, pero a la vez consideras que Dios no debe evitar que nos amemos…

—Estoy confusa. Tu amor ha hecho añicos todo aquello en lo que antes creía de una manera tan firme y segura. Hablar contigo, en estas citas clandestinas, ya supone incumplir la Ley y quebrar las tradiciones de mi pueblo. Si mi padre se enterara de lo que hace su hija a sus espaldas y en su propia casa…

Hipódamo la abraza y la sujeta con delicadeza por las caderas. La atrae y la besa con toda la dulzura de que es capaz. Está encendido de pasión y lo asaltan unas ganas locas de poseerla allí mismo, pero se contiene. Sabe que esa mujer lo tiene atrapado y que Eros, el dios griego del amor, ha lanzado sus dardos con tal maestría y teje invisibles redes de tal modo que lo enmaraña por completo. Su sangre hierve como el agua en un puchero al fuego.

Ella pretende mostrarse fría como las nieves del monte Hermón, pero el temblor de sus labios, el sonrojo de sus mejillas y el parpadeo constante parecen indicar todo lo contrario. Le gusta escuchar las palabras de amor que le dedica el griego, siente su pecho traspasado por una pasión que intenta controlar, nota la agitación que le provoca cada atardecer un remolino de deseo, el atropello de los pensamientos que se suceden y se amontonan en su cabeza y el dulce desasosiego de la espera cada noche junto al limonero.

«Una mujer judía, hija de un sacerdote, no puede dejarse besar por un extranjero», se repite una y otra vez, pero se lo permite, aunque ahora los requerimientos de Hipódamo van más allá de los besos y las caricias. Y poco a poco se va abandonando a los besos de su amante y deja que sus manos avancen bajo la túnica. Una de ellas alcanza al fin el pecho, terso y juvenil, y lo acaricia despacio, deslizando las yemas de los dedos sobre la suave piel, y luego busca el pezón y lo estimula con las yemas de los dedos hasta conseguir que se endurezca y tense como un pequeño capullo.

Rut se estremece; es la primera vez que siente algo semejante. Una ola de placer la invade y enciende en su interior una llama caliente que arde pero no quema. Se abraza a Hipódamo y lo besa con mayor intensidad. Las caricias en el pecho le gustan, y nota una inquietante humedad en su entrepierna.

La otra mano del griego se desliza ahora por la cadera y comienza a buscar los muslos. Rut jadea, duda, le deja hacer, tiembla, pero justo cuando los dedos alcanzan a rozar la húmeda hendidura dorada, la hija de Jeconías se aparta temblorosa.

—No puedo, todavía no, lo siento… —se lamenta en un tono que parece estar pidiendo perdón.

—No te preocupes, tenemos tiempo, mucho tiempo.

Jeconías se da cuenta del cambio de ánimo de su hija, aunque, según cree, no ocurre nada nuevo en la vida de Rut. Pero la nota mucho más feliz, la contempla caminar por las estancias de la casa como levitando, con el rostro iluminado por una extraña dicha, los ojos risueños como ausentes y los pies ligeros. Nunca antes…

El sacerdote sospecha, pero no acierta a adivinar qué extraño suceso provoca la nueva actitud de su hija. Decide hablar con ella.

—Hija, hace algún tiempo que te observo, y noto que tu comportamiento es diferente al que solías mostrar meses atrás. Supongo que se debe a las alteraciones propias de tu edad juvenil, pero soy tu padre y quiero saber cuál es la causa de ese cambio.

Rut se sorprende; no esperaba esa pregunta y contesta sin pensar.

—Me pretende un hombre.

—¡Qué! —Jeconías muda el gesto de su rostro.

Es un hombre seguro de sí y de carácter muy sereno. Su estado de ánimo apenas se refleja en su forma de comportarse, procura conservar la calma en cualquier situación y nunca da muestras de nerviosismo. Pero la respuesta de Rut lo deja absolutamente desconcertado.

—Pretende casarse conmigo y desea que le concedas tu consentimiento.

Los ojos del sacerdote apenas caben en sus cuencas.

—¿Quién es?, ¿cómo ha llegado hasta ti?, ¿de quién se trata?, ¿lo conozco?, ¿su familia es cumplidora de la Ley?, ¿a qué tribu pertenece?, ¿es un hombre honesto?…

Jeconías lanza una catarata de preguntas, algunas bien fundadas, otras absolutamente equivocadas respecto al pretendiente de Rut. Está desorientado, pues nunca hubiera imaginado semejante revelación.

—Ya te he dicho que quiere hablar contigo. Él te pedirá una cita.

—¿Y tú?, ¿deseas casarte con ese hombre?

—Sí.

—¿Has…, te ha…?

—Si lo que pretendes preguntarme es si he tenido relaciones íntimas con él, la respuesta es no; conservo mi virginidad.

—¡Loado sea el Señor! —exclama el sacerdote.

Aquella noche, Rut le cuenta a Hipódamo la conversación con su padre y le dice que sólo será suya si consiente en casarse con ella y que no volverá a verlo hasta que no la solicite en matrimonio.

Pasan los días y acaban las noches de besos y abrazos bajo el limonero. Rut añora a su amado y cada noche, en la soledad del silencio oscuro, pasa varias horas en el rincón donde antes todo eran mimos envueltos en palabras de amor. Y espera; pacientemente espera a que Hipódamo se decida a dar el gran paso.

La casa paterna se convierte para Rut en una prisión en la que las rejas son sus propios recuerdos. El tiempo transcurre con una lentitud desesperante. Su alma transita del desespero a la esperanza. Los momentos felices, en los que ella aguardaba con ansia la llegada de la noche, son un recuerdo. ¿Por qué se retrasa tanto la decisión de Hipódamo?

Por fin, un día, el sacerdote reclama la inmediata presencia de su hija. Jeconías tiene el rictus serio y sus ademanes procuran mostrar una falsa serenidad, porque es evidente que su ánimo está muy alterado.

—Un criado, tal vez un esclavo por cómo vestía y se comportaba, me acaba de traer un recado. Se trata de tu… pretendiente. Quiere verme.

Rut nota cómo su corazón se sobresalta y late con tanta fuerza que puede sentir cómo golpea en las paredes de su pecho.

—¿Cómo te comunicas con él? —le pregunta Jeconías.

—Me vio en el mercado y desde entonces no deja de seguirme —miente Rut.

—Me ha citado en Betania. Quiere que vaya hasta ese pueblo para pedirme tu mano.

—¿Y vas a ir?

—Eres mi hija; un hombre, al que ni siquiera conozco, una familia que ni siquiera ha hablado conmigo… quiere pedirme tu mano. Lo habitual es que acuda a mi casa, pero…

—¿Vas a ir? —insiste Rut.

—Claro que voy a ir.

La cita se produce en la casa que un amigo de Hipódamo posee en Betania, a poco menos de una hora de camino de Jerusalén. Aunque Jeconías todavía lo ignora, el jefe de la Policía no quiere visitarlo en su casa dada su condición de sacerdote, cuya morada quedaría manchada por la impureza si la hollara un gentil. Aunque, en realidad, ya lo está, pues han sido muchas las noches en las que los pies del griego han pisado el patio del sacerdote.

En cualquier caso, el jardín de la mansión del amigo de Hipódamo es un lugar tranquilo, alejado de miradas indiscretas y de oídos curiosos. Y es la casa de un judío fiel cumplidor de la ley de Moisés.

Es mediodía cuando el sacerdote llega ante la puerta; un esclavo lo acompaña desde Jerusalén. Llama. Un hombre de aspecto noble le da la bienvenida y lo saluda con la reverencia debida a un personaje entrado en años, cuyo sacerdocio le otorga un prestigio al que se añade el profundo conocimiento de la Ley.

—Pasa, venerable Jeconías. Sé bienvenido a mi humilde casa —le dice el dueño de la vivienda.

—¿Eres tú quien…?

—No, no —se apresta a contestar el dueño—. Quien te ha citado, un buen amigo mío, te espera en el jardín. Allí estaréis solos y podréis hablar con plena reserva. Nadie os molestará. Considérate como en tu propia morada.

El sacerdote, a cada momento más intrigado, es guiado hasta el jardín, donde el dueño se despide retirándose con discreción al interior de la vivienda.

En un amplio espacio rodeado de una tapia de la altura de dos hombres se abre un delicioso jardín donde abundan olivos y parterres de hierbas aromáticas. Jeconías siente el olor del orégano, mientras observa la figura de un hombre que permanece de espaldas, a unos veinte pasos de distancia, sentando en una banqueta a la sombra de un frondoso sauce y cubierta la cabeza con una capucha.

El día es soleado y luminoso. Jeconías avanza hasta situarse a media docena de pasos del hombre sentado. Éste se levanta despacio, da media vuelta y se quita la capucha.

Los ojos y la boca de Jeconías se abren hasta lo imposible.

—¡Tú! —exclama el sacerdote, que reconoce enseguida al jefe de la Policía de Judea.

—¿Sorprendido? —pregunta Hipódamo.

—¡Un gentil, un griego! ¿Cómo te atreves…?

—Amo a tu hija; hace tiempo que la deseo como esposa.

—He venido hasta aquí con cierto disgusto, pero la felicidad de mi hija me empuja a hacerlo. Esperaba encontrarme con un judío honrado, y estaba dispuesto a entregarle a mi hija porque ella así lo desea, pero tú…

Hipódamo aprieta los puños. Siente cierta repugnancia ante lo que considera una discriminación por su origen griego. Ya debería estar acostumbrado a ello, no en vano casi toda su vida ha discurrido en Israel, y sabe bien que los judíos, por lo general, consideran a todos los que no son de su raza poco más que leprosos. En la diáspora, el contacto entre gentiles y judíos se hace más fluido, las leyes de la pureza se relajan por simple necesidad vital de habitar, comerciar y simplemente vivir en tierra ajena; pero en Israel, y sobre todo en Jerusalén, las normas consuetudinarias se aplican de manera estricta.

A pesar de su poder como jefe de la Policía del etnarca Arquelao y de su elevada posición en la corte, Hipódamo sólo es un griego, un gentil indigno de desposarse con una mujer hebrea, y mucho menos si ésta es la hija de un ilustre sacerdote del Templo.

—Te pido la mano de tu hija; quiero desposarla —insiste Hipódamo.

—No la conoces. Sólo la has visto, según creo, en una ocasión, con motivo de aquel banquete en el palacio del etnarca. Es una doncella inocente, sin duda seducida por tu presencia y tu porte, pero nada más. —Jeconías trata de recuperar la calma y la solemnidad debidas en un hombre de Dios.

—Por favor, toma asiento —le ofrece Hipódamo señalando una banqueta.

Jeconías se sienta; lo necesita tras la caminata desde Jerusalén y por la enorme sorpresa que le acaban de dar. Hipódamo le ofrece un vaso de agua y una bandeja con almendras, nueces, dátiles y pastelitos de miel. Jeconías sólo acepta agua, que se sirve él mismo.

—Me bastó aquella larga conversación durante el banquete para saber que tu hija es la mujer que amo. No soy un joven alocado al que arrastra una pasión adolescente. Soy un hombre en plena madurez enamorado de una encantadora joven a la que desea convertir en su esposa.

—¿Te has acostado con ella?

—No. Respeto a Rut y lo seguiré haciendo hasta que consientas en que me case con tu hija.

El rostro de Jeconías parece haberse convertido en piedra. La sorpresa inicial da paso a una serenidad impasible.

—Eres un gentil, y yo un levita, un sacerdote del Templo…

—Rut es una mujer y yo un hombre enamorado de ella. Te juro por lo más sagrado que sabré hacerla feliz. Como padre, creo que eso es lo que más debería importarte.

—Antes que padre, soy sacerdote y no puedo ir en contra de la ley divina. Mi obligación es cumplirla, aunque me cueste un dolor insufrible. Nadie puede conculcar la palabra de Dios. El propio Abrahán, el padre de todos los judíos, renunció a su propio hijo cuando Dios le pidió que lo sacrificara. Y lo habría hecho si el Señor no hubiera detenido su mano en el último momento. No desconoces, además, que hay muchos en nuestro pueblo que defienden la existencia de una ley oral, de una tradición transmitida desde los acontecimientos del monte Sinaí a través de ancianos y profetas. Yo estoy de acuerdo con esas normas; un sacerdote no puede contaminar su linaje. Ni siquiera puedo entregar a mi hija a un prosélito, aunque sea ya un judío conforme a derecho.

—Según vuestras costumbres, tú eres el encargado de buscar marido para tu hija. Bien, ya lo has encontrado, aquí lo tienes.

Jeconías se siente desbordado por la firmeza de Hipódamo, quien se traga algunas de las duras y despectivas frases del sacerdote. Pero él, como jefe de la Policía, está acostumbrado a mandar y a que sus órdenes se cumplan de inmediato. Su disposición es firme y está dispuesto a llegar hasta donde sea preciso para obtener la mano de Rut.

—Me pides algo imposible. Tienes razón cuando dices que yo soy el encargado de buscar un marido para mi hija, pero debo hacerlo entre los hijos de Israel. Quien se despose con Rut deberá ser un judío, nunca un gentil que cree en dioses falsos que repugnan a los ojos del único y verdadero Dios, el Señor de Israel.

—¿Y si yo me hiciera judío?

—Los judíos nacen.

—No todos. Sé de algunos gentiles que profesan tu religión, y han sido acogidos en lo que llamáis el seno de Abrahán.

—Deberías convertirte con total sinceridad, porque lo dicte tu corazón, y no por el fulgor de una entrepierna. Una vez convencido, tendrías que circuncidarte, y a tu edad la circuncisión es muy dolorosa y conlleva cierto peligro. Y te lo repito con más claridad: aun así, cuando ya formaras parte de mi pueblo, seguiría habiendo dificultades. La primera generación de prosélitos no debe casarse con la hija de un sacerdote.

—Pasaré por todo lo que me pidas, si es la única manera de lograr que me concedas a Rut como esposa. La última dificultad es una mera y, para mí, insana costumbre —asienta Hipódamo.

Pero Jeconías se muestra firme en sus creencias y convicciones e ignora las palabras del griego.

—Jamás consentiré que mi hija beba de la copa dorada de Babilonia que le ofreces; está llena de inmundicias. No puedo consentir que su alma se condene al fuego eterno de la gehenna si cohabita contigo.

—Griegos y judíos conviven en paz desde hace tiempo en Galilea. ¿Acaso no dicen tus escritos sagrados que todos somos hijos del mismo Dios?

—Pero Dios ha elegido al pueblo de Abrahán como su único rebaño, como su viña predilecta. Mi obligación como padre, sacerdote y hombre de la Ley es que mi hija se case con un varón del pueblo elegido.

—Ya te he dicho que me haré judío si así lo demandas —insiste Hipódamo.

—Si lo haces, será por conveniencia, no por fe. Nunca cambiaré mi decisión.

—Temía que llegáramos a esta situación. ¿Es tu última palabra?

—Nada más tengo que decir a este respecto.

Hipódamo sabe que no va a poder convencer a Jeconías. Se levanta, toma un poco de agua y se aleja un par de pasos.

El sacerdote también se incorpora, y sin mediar palabra alguna se aleja hacia la salida, con la intención de regresar sin demora a Jerusalén.

Hipódamo siente cómo la tristeza se apodera de su corazón. Pese a la claridad del día el camino de retorno le parece lleno de oscuridad y malos presagios, y mientras sus pasos proceden mecánicamente no deja de darle vueltas a su situación. Maldice una y otra vez la rigidez de las costumbres judías, despotrica contra las trabas que impone una ley tan estricta y, para él, tan estúpida, y masculla cómo escapar del atolladero sin salida en el que está metido.

Aquella misma noche se reúne con Rut bajo el limonero. Ratifica a la muchacha la conversación que horas antes ya le ha contado su padre. La joven, aunque esperaba la negativa paterna, se derrumba. Jeconías no deja el menor resquicio para que ambos amantes puedan estar al fin libremente juntos. Hipódamo le propone a Rut continuar con las visitas nocturnas, a pesar de los peligros que puedan entrañar. Y así lo deciden ambos, aunque ello suponga que el jefe de la Policía tenga que dedicar más dinero para pagar el silencio de los sirvientes de la casa de Jeconías, todos los cuales ya son conocedores de las visitas secretas que se suceden algunas noches en el patio.

Y no sólo son ésas las preocupaciones de Hipódamo. Asuntos gravísimos en el gobierno de la etnarquía comienzan a ensombrecer, cual plomizas nubes, el cielo de Judea.