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PONCIO PILATO

Antipas e Hipódamo discuten en el palacio de Tiberiades sobre cómo actuar con Jesús si ese individuo insiste en continuar la obra de su maestro el Bautista con mayor dureza y decisión si cabe. En esos momentos se presenta en la sala un funcionario y pide permiso para hablar. Antipas, contrariado por la interrupción, se lo permite de mal humor.

—Ordené que nadie nos molestara.

—Es urgente, mi señor. Acaba de llegar un correo de la Ciudad Santa.

—Es uno de mis hombres —dice Hipódamo—; después de las prédicas de Jesús en Judea, le ordené que corriera de inmediato a informarme en cuanto se produjeran novedades en Jerusalén.

—Hazlo pasar —ordena Antipas.

El agente de Hipódamo entra, se inclina ante sus dos señores y los saluda sumiso.

—Habla. —Antipas está ansioso por escuchar las nuevas.

—El nuevo gobernador romano de Judea está teniendo graves problemas en Jerusalén.

—¿Qué ha hecho ahora ese idiota de Poncio Pilato?

—En esa ciudad siempre hay escasez de agua. Las treinta cisternas no son suficientes para abastecer a los miles de peregrinos que se acercan a Jerusalén en las fiestas de la Pascua. Ni siquiera la principal fuente, la de Siloé, da abasto para tanta demanda. Pilato ha decidido solucionar el problema mejorando el abastecimiento mediante la construcción de un acueducto. Pero para sufragar esas obras no se le ha ocurrido otra cosa mejor que incautar una buena parte del tesoro del Templo. Centenares de ciudadanos se han manifestado ante el pretorio protestando por el empleo del dinero sagrado para fines profanos.

—La obra en sí es una buena idea. Pero ese romano actúa de manera imprudente, sin saber cuáles son las costumbres de los judíos —interviene Hipódamo.

—¿Qué sabemos de Poncio Pilato? —pregunta Antipas a Hipódamo.

El jefe de la Policía no conoce en persona al nuevo gobernador romano de Judea y Samaria nombrado por Tiberio, pero sus agentes le preparan un completo informe.

—Nació en la región de Campania, en Italia, y es de origen relativamente noble, pues pertenece al orden ecuestre. Lo precede una cierta fama de hombre ambicioso, enérgico, duro y violento, y se dice de él que actúa sin escrúpulos y que prefiere el uso de la fuerza a la diplomacia. Al parecer es un buen administrador, y por eso Tiberio lo ha enviado a este rincón del Imperio, donde siempre hay conflictos, pero no atiende a otra razón que no sea aplicar la ley de Roma. No respeta a los judíos; suele decir que los pueblos conquistados no deben ser sujetos de amistad, sino de dominio, y que deben ser sometidos a Roma sin contemplaciones.

—Descríbelo —ordena Antipas al mensajero.

—Es bajo y regordete, con pequeños ojos de mirada cruel y cara de sapo; sus manos son menudas y sudorosas, por lo que siempre porta un pañuelo con el que se las seca constantemente.

—No es un tipo agraciado —comenta Antipas, quien ha visto a Poncio Pilato en alguna Pascua en Jerusalén, pero ha rehuido siempre un contacto directo.

—Pero sabe procurarse su propio interés. Se rumorea que, para el tiempo que lleva como procurador de Judea, amasa ya una buena tajada y, por lo que se dice, se procura una buena cantidad de dinero para cubrir su vejez, cuando le llegue. —Hipódamo guarda un informe que revela la manera en que Poncio Pilato consigue dinero para su fortuna personal.

—Si se entera de eso el emperador, lo ejecutará.

—No creo. Poncio Pilato está dispuesto a mantener en la provincia que se le encomiende el orden y el poder de Roma como sea, y eso es lo que pretende Tiberio —dice Hipódamo.

—En otras provincias, tal vez, pero en Jerusalén no lo tendrá fácil.

Antipas no tiene el menor deseo de ayudar a Pilato. En el fondo prefiere que los romanos pasen dificultades en Judea. Pese al transcurrir de los años, el tetrarca no olvida que primero Augusto y ahora Tiberio no aciertan a nombrarlo rey de Israel. Año tras año sigue ambicionando sentarse en un trono que parece maldito, y cada problema para Roma, sobre todo si no le afecta directamente, supone una alegría y una pequeña venganza. El emperador tiene que darse cuenta de que él, Antipas, es la solución para todos los problemas de la región.

—Esos condenados sacerdotes… Nunca aceptarán que se toque su tesoro —reflexiona Hipódamo.

—Es la Ley.

—No lo entiendo. Llevo mucho tiempo viviendo entre vosotros y sigo sin comprender a los judíos. ¿Para qué quieren esos sacerdotes un montón de oro y plata guardado en el Templo si ni siquiera pueden disponer del agua necesaria? ¿No es mejor gastar esos fondos en la construcción de un acueducto que solucione la carencia de agua? ¿Cómo es posible que se opongan a eso? —se pregunta Hipódamo.

—Tú eres griego; para entender a los judíos hay que nacer judío. Esto se lo oí a mi padre en varias ocasiones. Para alguien ajeno a nuestra raza esa propuesta de Poncio Pilato parece correcta y justa, e incluso puede que a algunos judíos les guste. Pero los sacerdotes y los doctores de la Ley que gobiernan el Templo siempre se negarán a que un extranjero maneje su dinero sagrado y a que decida cuál ha de ser su uso.

»Además, me imagino a Pilato acompañado de sus secretarios entrando en la cámara del Tesoro escoltados por sus legionarios y saqueando el oro y la plata con la excusa de que van a utilizarlos en beneficio de la ciudad, mientras parte de esa fortuna va a parar directamente a sus bolsillos. Y si lo hace directamente, comete un sacrilegio, pues sólo los judíos pueden entrar en el Patio de las Mujeres, donde se guarda el tesoro.

—Si me permites, señor… —el mensajero solicita seguir con su información.

—¿Qué más tienes que decir?

—Hay varios muertos. Desde luego, el procurador Poncio Pilato depende jerárquicamente del legado de Siria, pero en Judea y Samaria ostenta el mando supremo militar y lo ejerce con suma dureza. No le tiembla la mano para ordenar a sus soldados que actúen duramente contra un grupo de civiles que protestan contra el proyecto de construcción del acueducto con el dinero sagrado. Ordenó a varios miembros de su Guardia que se disfrazaran y se mezclaran con los revoltosos, escondiendo entre las ropas sus armas. A una orden del oficial que los mandaba, sacaron sus espadas y acabaron con un centenar de personas al menos.

—Otra matanza… Si las cosas siguen así, habrá más muertos —supone Hipódamo.

—De momento, Pilato ha cedido, tal vez preocupado por el rápido ascenso de violencia, y ha decidido paralizar el proyecto de construcción del acueducto, pero no creo que se resigne a abandonar ese plan —añade el agente.

Ante las noticias que llegan de Jerusalén, Antipas sonríe. Poncio Pilato, como su antecesor Valerio Grato, depuesto por Tiberio cuando llegó al poder, está cometiendo graves errores, y piensa que en la cabeza del emperador estará creciendo la idea de que la única manera de mantener a raya y controlados a los judíos de Judea y Samaria es entregándole el gobierno de esas regiones, como ya ocurre en Galilea y Perea. Y cuando eso suceda, Antipas estará en disposición de reclamar de nuevo el título de rey de Israel y unificar los territorios judíos en único gobierno, el suyo, aunque sea bajo la supervisión de Roma.

—Puedes retirarte —le dice Antipas al mensajero, que acata la orden inclinando la cabeza.

Ya los dos solos, Antipas se confiesa ante Hipódamo, en el que deposita una confianza ciega.

—Mi señor, ¿esperas alguna señal del emperador Tiberio? —le pregunta el jefe de la Policía al tetrarca.

Antipas coge una manzana, limpia la piel con la manga de su túnica y la muerde. Sus ojos destilan una fría sonrisa.

—Tiberio es testarudo, tanto que estuvo a punto de ser relegado de su puesto como heredero al trono. Sólo la insistencia de su madre, la astuta Livia, lo mantuvo en la carrera por la sucesión, y así fue como logró la corona imperial a la muerte de Augusto. Hay quien habla muy mal de Livia al respecto… ¿Te crees lo de la indigestión de higos? Veo muy difícil que mude su opinión sobre la conveniencia de entregarme Judea y Samaria, pero no es imposible. Si cae Poncio Pilato, es probable que envíe otro gobernador a Jerusalén, aunque no descarto en absoluto que me ofrezca su gobierno.

—Pero según hemos comprobado, Tiberio muestra una táctica muy diferente a la de Augusto. Su padre adoptivo cambiaba a los gobernadores cada dos años, y en cambio Tiberio los mantiene en el cargo durante mucho tiempo. Hace casi cuatro años que Pilato ocupa ese puesto, ¿crees que lo cesará tan pronto? —pregunta Hipódamo.

—El emperador es de la opinión de que todos los altos funcionarios y magistrados de la Administración romana se mueven por la codicia, por lo que, en cuanto llegan a un destino, lo primero que hacen es enriquecerse a toda prisa, robando cuanto pueden de las arcas públicas. Por ello, Tiberio piensa que si los mantiene durante mucho tiempo, llegará un momento en el que se saciarán y la rapiña se producirá con mayor lentitud. Así causarán menos daño en las provincias que gobiernan.

»Al emperador le gusta poner este ejemplo para explicar su política sobre los altos funcionarios: un enorme número de moscas cubre la herida de un hombre que yace en el suelo; pasa un caminante, se compadece del moribundo y se acerca para espantar las moscas; pero el herido le pide que no lo haga, y el caminante le pregunta por el motivo. “Al espantar las moscas —responde el herido—, mi situación se agravará, pues ahuyentados estos bichos ahítos de sangre, que ya casi no me molestan, vendrán otros hambrientos y me chuparán hasta los humores”.

»Así es como piensa Tiberio. Considera que, aunque Poncio Pilato chupe la sangre de los judíos, llegará un momento en el que se sentirá satisfecho, y entonces dejará que respiren…, salvo que cometa un grave error y sea depuesto. El legado de Siria tiene potestad para cesarlo, pero no se atreverá sin el permiso expreso del emperador.

—Tiberio mide y trata a todas las provincias del Imperio con el mismo rasero, y en eso se equivoca. Nunca debió prohibir la celebración pública de los ritos judaicos fuera de Palestina. Judea, Samaria, Galilea…, las provincias habitadas por los judíos son casos especiales.

—¿A qué te refieres?

—Sólo entre los judíos surgen profetas como el Bautista.

—Ése es un asunto ya zanjado —asienta Antipas antes de dar un nuevo mordisco a su manzana.

—No tanto. A Jesús el Nazareno lo llaman profeta.

—Ya me has hablado de ese individuo —masculla el tetrarca con la boca llena—. No me digas que sigue con sus intrigas. ¿Es que esa banda de locos no tiene bastante con lo ocurrido al Bautista? ¿No van a escarmentar nunca?

—Por lo que sé, el grupo de fanáticos que lo rodea ha aumentado, y son todavía más acérrimos partidarios de su maestro que los que seguían a Juan. Por ello Jesús se ha convertido en un cabecilla importante.

Como muchos judíos, Antipas es muy supersticioso; las palabras de Hipódamo lo alteran y calla por un momento. De vez en cuando siente sobresaltos por haber ordenado la ejecución, y de manera tan cruel, del que muchos consideraban un profeta de Israel y, aunque su padre Herodes el Grande le dio una educación similar a la de los gentiles, no deja de ser judío y, como tal, participa de los sentimientos de su pueblo.

Su vida está sumida en una profunda contradicción: vive en su lujoso palacio de Tiberiades rodeado de símbolos e imágenes propias de los gentiles, disfruta con las conversaciones filosóficas de los sofistas paganos y le encantan el teatro y la literatura de los helenos. Pero a la vez construye a sus expensas una magnífica sinagoga en la propia Tiberiades, lejos de los solares contaminados por los antiguos sepulcros, no deja de acudir a Jerusalén para conmemorar las fiestas religiosas judías, gasta considerables sumas de dinero para sufragar sacrificios en el Templo y suele invocar en público al Dios de Israel para que lo ayude en sus tareas de gobierno.

—Señor, ¿te ocurre algo? —le pregunta Hipódamo ante el largo silencio que guarda Antipas.

—Quizá no sea de nuestra incumbencia, pero ¿crees que ha llegado el momento de actuar contra ese tal Jesús y hacerlo con la determinación que adoptamos en el caso del Bautista? —Antipas duda ante esa idea.

—Es de nuestra incumbencia, mi señor. Como Jesús es originario de Nazaret, cerca de Séforis, sabe bastante de ti; gran parte de sus sermones van dirigidos contra tu persona y tu forma de gobernar. Juan preparó el terreno, pero es Jesús el que lo está sembrando y el que realmente brilla con luz propia.

—¿Y qué hacemos por fin?

—Mi opinión es que ahora no debemos permitir que ese nazareno crezca más. Recuerda lo que dicen los romanos: «Oponte a los principios». Hay quien considera que Jesús es una reencarnación de uno de los grandes profetas del pasado. Para algunos idiotas se trata del profeta Elías revivido, aunque otros prefieren identificarlo con Jeremías; o incluso con el propio Bautista, resucitado de entre los muertos para llevar a cabo su terrible venganza contra nosotros.

—¿Es eso cierto? —En Antipas surge de nuevo su lado más supersticioso.

—Esas ideas son meras supercherías. —El aplomo y la seguridad de Hipódamo contrastan con el nerviosismo de su señor—. Jesús es una persona bien distinta, y de muy difícil adscripción. Me he informado bien: sus doctrinas se parecen bastante a las de los fariseos, pero no del todo; por eso discute con ellos continuamente. De cualquier modo, hay que tomarlo muy en serio. Los fariseos suelen ser pacíficos. Pero recuerda el caso del águila derribada de la puerta del Templo. Quienes impulsaron esa acción fueron fariseos. Y Sadoc, el que prestó acérrimo apoyo a Juan de Gamala, también era un fariseo. Alguien que piensa como un fariseo puede deslizarse con facilidad hacia la violencia.

—Y para ti, ¿quién es Jesús? —Antipas parece abrumarse con lo que le está revelando Hipódamo.

—Yo no entiendo de profetas. Pero aunque muchos de sus seguidores lo vean investido de un aura de mensajero divino, sólo es un hombre; muy listo, de gran agudeza y dotado de una enorme capacidad para la persuasión, pero nada más que un hombre. Así que podremos con él.

El tetrarca palidece. Tal vez creyera que con la ejecución del Bautista resolvía los problemas religiosos en Galilea, pero la fulgurante aparición de Jesús los complica todavía más.

—Mi única esperanza para que Tiberio me otorgue el gobierno de Judea y Samaria es acabar con cualquier conato de revuelta en mi propio terreno. Si a la derrota ante Aretas, de la que me considera culpable, se suma ahora un conflicto interior, mis posibilidades de alcanzar mi sueño de gobernar todo Israel se disiparán por completo.

»Y además, Herodías no consentirá que otro predicador vuelva a criticar su matrimonio conmigo. Si mi esposa se entera de lo que está haciendo Jesús, me pedirá su cabeza, como ya hizo con la del Bautista.

—Debes adelantarte a los acontecimientos y poner fin a las predicaciones de Jesús antes de que pasen a mayores —dice Hipódamo.

Antipas muerde su manzana; a pesar de su miedo supersticioso se muestra también muy interesado en saber cosas de Jesús ¿Y si fuera Juan Bautista reencarnado? Nada pudo obtener de su encuentro con ese loco en el calabozo de Maqueronte. Le intriga qué es lo que se mueve realmente dentro de la cabeza de este tipo de individuos que se creen elegidos y tocados por la mano de Dios para establecer el plan divino en la Tierra.

—¿Puedes traer a mi presencia a Jesús, como ya hiciste con el Bautista? Me gustaría encontrarme cara a cara con ese nazareno.

—Podemos intentarlo, pero todavía no dispongo de todos los datos que deseo. Sobre todo, no puedo establecer una lógica en sus movimientos. No puedo aún informarte con la debida exactitud cuántos son los que lo apoyan de verdad, y si hay alguna persona importante que simpatice con sus ideas. Tampoco acabo de ver cuál es la verdadera relación entre él y los fariseos, pues no deseo que se repita el caso de Judas y Matías, ni que estallen las revueltas que tras su muerte ensombrecieron los últimos días de tu padre y los primeros de tu hermano Arquelao.

—¿Y si cuenta de verdad con el apoyo de los fariseos? —pregunta un dubitante Antipas.

—Aunque algunos de ellos lo odian a muerte por sus durísimas críticas, te dije que Jesús defiende doctrinas muy parecidas y las apoya muy decididamente, oponiéndose con energía a los saduceos, sus enemigos mortales. Tal vez sea uno de esos fariseos periféricos y extremistas, que disienten de lo que opina la mayoría de ese grupo fanático que se concentra en Jerusalén. Él es galileo y ve las cosas de otro modo; respira otro aire distinto al de esa cerrada y agobiante Jerusalén. Está lejos del Templo y los temas de impurezas rituales le afectan poco. Además, Jesús tampoco se abstiene de mantener posturas que se parecen mucho a las de los esenios, lo cual complica totalmente su adscripción. Por ejemplo, anda por ahí diciendo que el divorcio es contrario a la ley de Dios, lo que te afecta directamente a ti y en lo que coincide con los esenios. Seguro que éstos lo miran con simpatía.

—Entonces, ¿en qué te basas para opinar que, ante todo, es un fariseo y que no se debe repetir el error de Judas, Matías y el águila?

—En que los fariseos son los más preocupados por lo que dice y hace Jesús; y porque si no fuera uno de los suyos, y menos aún procediendo de Galilea, no lo mirarían ni a la cara, no le prestarían la menor atención.

—¿Qué importa de dónde proceda ese hombre y a qué facción lo adscribamos? —pregunta Antipas nervioso.

—Claro que importa. Si en verdad fuera uno de los fariseos, ¿no podríamos intentar que se volvieran todos contra él, no unos cuantos, difundiendo que traiciona a su gente? Harían entonces una piña con los saduceos. Aunque se odian, podrían unirse contra él. Ellos mismos se encargarían de nuestro trabajo y harían todo lo posible por ajustarle las cuentas. Te reitero que sé de buena tinta, por mis confidentes, de la animadversión que provoca Jesús entre una parte de los fariseos, y cómo los doctores de la Ley se enfrentan con él a causa de muchas de sus ideas, que consideran heréticas.

—Por ejemplo…

—Jesús rechaza numerosas prescripciones de la tradición de vuestros antepasados. Además de la prohibición del divorcio, presta poca atención a que una mujer sea impura durante el flujo menstrual o tras el parto y, por tanto, permite que sirvan la comida y participen en los banquetes aunque estén en esos días; no le preocupa utilizar utensilios sin purificar debidamente; no da importancia a comer alimentos que han estado junto con otros que se consideran impuros; no rechaza a los leprosos; y se relaciona con los recaudadores de impuestos, los pastores, los médicos, los gentiles e incluso con adúlteras y prostitutas.

»El Nazareno entra a discutir de cualquier tema y casi siempre sale victorioso debido a su gran capacidad para la retórica y la argumentación. En algunos debates ha vencido a los fariseos y a los doctores de la Ley, y eso alegra mucho a los galileos más humildes, que se ufanan de que uno de los suyos, que ni siquiera ha estudiado con los maestros más prestigiosos, sea capaz de acallar con sólidos argumentos a todos esos engreídos que se proclaman sabios doctores.

—Observo que tienes buenos informadores. Pero ¿adónde pretendes ir a parar con todo esto? —pregunta Antipas, que se comienza a impacientar ante lo que considera una sarta de monsergas teológicas en torno a Jesús.

—Ese galileo me importa muy poco, mi señor. Lo que en verdad me preocupa —prosigue Hipódamo imperturbable— no son las disputas que pueda tener con otros dementes como él, sino lo que Jesús es capaz de obtener de sus seguidores y lo que éstos estén dispuestos a hacer por él. También me interesa qué enemigos podemos movilizar en su contra. Desde que Juan el Bautista comenzara con sus ataques contra tu gobierno y contra tu persona, hay muchos que cuestionan tu figura como nunca antes y critican tus buenas relaciones con Roma. Son los mismos que aseguran que has vendido Israel a los romanos, los mismos que piensan que Jesús puede ser el Mesías que liberará a Israel del yugo extranjero, o el rey que ha de venir para poner orden y paz en Israel y en el mundo.

—Imagino que Jesús les sigue el juego. —Antipas comienza a sentirse interesado.

—De momento no se ha manifestado, al menos públicamente, en ese sentido. Que yo sepa, nunca se ha proclamado rey ni Mesías, ni nada por el estilo.

—Pero podría hacerlo en cualquier momento.

—Sí. Lo observo con atención y veo que hay signos de que el Nazareno no le hace ascos a cierta violencia. De hecho, algunos de sus discípulos más cercanos portan espadas y se declaran zelotas. Sostienen que debe bajar fuego del cielo y acabar con todos los que no están de acuerdo con ellos. Y que yo sepa, Jesús jamás los ha criticado. Uno de mis confidentes asegura que el Nazareno se rodea de una camarilla de tres discípulos zelotas, fanáticos en exceso y muy violentos. Pero hay mucha gente necia que no cae en la cuenta y que lo considera un hombre de paz.

Tras escuchar a Hipódamo, Antipas es consciente de lo que puede suponer la figura del carpintero galileo para aglutinar a los rebeldes y descontentos, y se pregunta muy en serio si tiene que proceder con él de la misma manera que con el Bautista.