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EL PROCESO CONTRA JESÚS

Con la precipitación que provoca un estado de nerviosismo y excitación, los captores de Jesús lo conducen desde el monte de los Olivos hasta la casa de Anás en Jerusalén, donde el influyente miembro del Sanedrín y su yerno Caifás aguardan impacientes desde hace horas a que se produzca el desenlace del plan tramado para la captura del rabino galileo.

—¡Ya lo tenemos! ¡Enseguida llegan con él! —exclama eufórico uno de los guardias del Templo, que se adelanta a la carrera para anunciar el éxito del prendimiento.

Poco después, entre empujones, golpes, tirones y algún que otro insulto, los captores se presentan en la casa de Anás con su preciada presa.

—¡Aquí está! Ha resultado mucho más fácil de lo que habíamos supuesto. Sorprendimos a este farsante y a toda su banda durmiendo en el olivar. No esperaban nuestra intervención; ni siquiera había uno de ellos de guardia —explica ufano el sacerdote que ha dirigido el prendimiento.

—¿Algún contratiempo inesperado? —le pregunta Caifás.

—Ninguno, sumo sacerdote. Aunque ofrecieron alguna resistencia con sus espadas, los dominamos fácilmente. Lo capturamos con tanto sigilo que ni las lechuzas se han percatado de ello.

En medio del patio de la casa, iluminado por dos pebeteros y media docena de lucernas, Jesús, maniatado y confuso, con las manos amarradas a la cintura por un áspero cordel, custodiado por media docena de hombres armados, es contemplado por Anás y Caifás.

El sumo sacerdote, que conoce bien la autoridad que sigue ejerciendo su suegro, Anás, pese a no ocupar cargo relevante alguno, ha dispuesto que Jesús sea llevado a su presencia antes de mostrarlo como trofeo al resto de los miembros del Sanedrín.

—¡Por fin! Ya estás en nuestras manos, condenado galileo. —El viejo Anás observa al desasistido Jesús y camina a su alrededor como el depredador que tiene una presa a su alcance y disfruta los instantes previos a abatirla.

—¿Qué aconsejas que hagamos con él? —le pregunta Caifás sabedor de cuál va a ser la respuesta de su suegro.

—El tiempo fluye deprisa. Los romanos todavía no se inmiscuyen del todo en este asunto, pero no tardarán en hacerlo. Deberíamos eliminar a este mentecato cuanto antes —dice Anás con la sutil frialdad con la que suele acompañar sus intervenciones.

—Es probable que el procurador Pilato quiera celebrar una audiencia antes de que sea ejecutado. Y, sin duda, tendrá que ser él quien señale el modo de ejecución —dice Caifás.

—¿Qué ha sido de sus discípulos? —pregunta Anás al sacerdote que ha dirigido el prendimiento de Jesús.

—No había tantos en el lugar donde lo hemos capturado. Quizá no llegaran ni a un centenar. Tras un breve forcejeo y el intercambio de algunos golpes para evitar que defendieran a su jefe, los acorralamos e inmovilizamos. Uno de los nuestros resultó levemente herido. No teníamos orden de capturar a ninguno de ellos, de modo que los dejamos huir; corrían en todas las direcciones, como conejos asustados. Son una banda de cobardes. Apenas unos pocos de ellos intentaron defender al galileo, pero pronto lo abandonaron aterrados. Tal vez se convencieron de que Dios no los iba a ayudar esta noche. A estas horas todavía deben de estar corriendo entre las sombras camino de Galilea.

—No me fío. Es probable que se reagrupen y maquinen algún plan para liberar a este desgraciado. Por eso debe ser ejecutado enseguida —dice Anás.

—Tienes razón. Lo mejor sería liquidarlo ahora mismo, pero tenemos que incoar un proceso y celebrar un juicio; lo prescribe nuestra Ley. La condena a muerte la dictará nuestro tribunal y Pilato la ejecutará gozoso. Los miembros del Sanedrín ya están avisados.

»No son horas para ir al pórtico de la Piedra Labrada. Es cierto que la costumbre prohíbe las vistas por la noche, y la condena capital en sólo un día…; pero nadie en su sano juicio va a criticarnos por ir contra la tradición, precisamente porque estamos en Pascua… y los galileos están muy alborotados. ¡Urge acabar con él! —Caifás señala a Jesús con desprecio—. Nadie podrá acusarnos de que este hombre no tiene oportunidad de defenderse. Los testigos están preparados. Ahora disponemos de tantos cuantos queramos; dejaremos que hable en su favor lo que quiera…, hasta el alba.

El sumo sacerdote mira al Nazareno, que se mantiene de pie, inmóvil, con los ojos fijos en el suelo, en medio del patio, bajo el frío relente de la noche. Caifás parece satisfecho, su plan ha tenido éxito y el causante de tantos alborotos ya está en sus manos. No dejará que se le escape.

Anás también sonríe. Hasta el momento todo se desarrolla conforme al plan previsto, aunque el viejo zorro piensa que el Sanedrín ha tardado demasiado tiempo en reaccionar. Está convencido de que la captura de Jesús debería haberse producido en cuanto apareció por los alrededores de Jerusalén, y que no se le debía haber permitido entrar triunfalmente en la ciudad y mucho menos predicar impunemente durante varios días en el Patio de los Gentiles ni en el pórtico de Salomón. Si se hubiera actuado antes con toda contundencia, no habría habido tantos problemas…, sobre todo las quejas y reclamaciones de los comerciantes y cambistas por el incidente del Templo, que ahora deben resolverse.

—Faltan dos días para la gran semana de la fiesta de la Pascua, que comienza el próximo sábado. Entonces se aglomerará demasiada gente en Jerusalén. Acabemos con esto de una vez —propone Anás un tanto impaciente.

—Lo haremos enseguida. Vamos a mi casa; allí celebraremos la sesión del tribunal.

A toda prisa y con el mayor sigilo, sorteando las desiertas calles de Jerusalén bajo una luminosa y metálica luna, la comitiva encabezada por Caifás y Anás se traslada en tres grupos hasta la casa del sumo sacerdote, donde ya aguardan la mayoría de los setenta miembros del Sanedrín. Apenas falta alguno de los influyentes ancianos, de los poderosos sacerdotes, de los cabecillas fariseos y de los severos escribas.

Según las normas, sólo hacen falta veintitrés jueces para dictar un veredicto en un juicio de esas características, pero casi nadie quiere perderse el proceso contra Jesús. Saben que es capaz de provocar graves altercados y están tan deseosos como Anás de acabar para siempre con el causante de sus recientes preocupaciones.

Convenientemente custodiada por los guardias, que se despliegan apostados en los alrededores por si fuera necesaria su intervención, la casa de Caifás se convierte en la sede provisional del Sanedrín. Los miembros del Consejo se reúnen en la sala grande, ubicada en una de las alas del patio. La noche, ya muy avanzada, se torna desapacible al levantarse un gélido viento del norte que hace la luna más brillante y hermosa, pero que provoca una acentuada sensación de frigidez.

Los jueces se agolpan en la estancia, los más jóvenes de pie, pues no hay asientos para todos. Dos guardias conducen a Jesús y lo colocan en el centro, frente a Caifás, que se sienta en un solemne sillón, presidiendo el tribunal del Sanedrín en su condición de sumo sacerdote del Templo. A su derecha, en un sitial algo más bajo, el viejo Anás, tan venerado como temido, contempla con impostada severidad al indefenso reo, ya condenado de antemano.

—La resolución del caso que hoy nos ocupa, tan urgente como incuestionable, está muy clara para mí —comienza su esperada locución Caifás, que se expresa con precipitación y con cierto nerviosismo—. Os he convocado a esta hora tan intempestiva porque la Pascua se acerca y no podemos dejar suelto a este pervertido, engañador del pueblo, desafiante y peligroso galileo, que en los últimos días no hace otra cosa que provocar altercados, desestabilizar y subvertir el orden en nuestra ciudad y desencadenar conflictos que alteran la tan necesaria paz que requiere la próxima fiesta. Los romanos esperan que se desencadene el mínimo incidente para intervenir y demostrar que son ellos los que mandan. ¡Cuánta más sangre, más evidente la demostración de poder!

—No sólo Jerusalén; este desdichado altera todo Israel —comenta en voz alta uno de los ancianos, cuya avanzada edad no le permite discernir que interrumpe con cierta irreverencia el discurso del sumo sacerdote.

—Quizá hayamos tardado más de lo debido en convocar esta solemne reunión del Consejo —prosigue Caifás tras lanzar una fulminante mirada sobre el viejo que lo interrumpe—, pero hemos tenido que actuar con toda prudencia, sujetos en cada momento a lo que disponen nuestras leyes para casos tan graves como el que nos ocupa. Esperemos que los doctores de la Ley estimen estas circunstancias a la hora de juzgar al tribunal reunido de noche. Encontrar testigos también nos ha llevado algún tiempo. Estas circunstancias son las que explican…

—No es éste el momento para brillantes discursos —interviene de pronto Anás cortando tajantemente a su yerno, y señala con un dedo acusador a Jesús—. Sobre la culpabilidad de este individuo no cabe duda alguna. Mi opinión, si os sirve de consejo, es que deberíamos ejecutarlo inmediatamente. Según la Ley deberíamos apedrearlo ahora mismo. Pero, por desgracia, no está en nuestras manos tomar esa decisión, tan oportuna como justa. Lo que debemos hacer en esta sesión extraordinaria es confirmar la culpabilidad de este impertinente galileo, aportar las pruebas que la certifican y presentarlas de manera inmediata ante Poncio Pilato. El procurador romano sabe que en los casos en que se cometan delitos contra el Templo, la norma legal establece que debe existir una total colaboración entre nuestro tribunal y la autoridad romana.

—Como bien conocéis —Caifás retoma la palabra para evitar que su suegro acapare todo el protagonismo de la reunión—, Roma se reserva la supervisión de todos los asuntos concernientes al Templo y a la seguridad de la nación y del Imperio. Nos vemos obligados a dejar este caso al albur de la voluble voluntad del procurador romano, pero yo estoy convencido de que Pilato hará justicia y responderá afirmativamente a nuestras quejas; podéis estar seguros de ello.

—Ahora hablas bien —asienta Anás.

—El designado para presentar la acusación de Jesús ante este Sanedrín es el ilustre Esdras, hijo de Azarías —anuncia Caifás—. Tienes la palabra.

Esdras es uno de los más eminentes doctores de la Ley. Hijo de un zapatero, comenzó trabajando en ese oficio, pero pronto fue promovido al rango de magistrado a causa de sus muchos méritos y conocimientos.

—Con permiso del sumo sacerdote: se acusa a Jesús de Nazaret —dice Esdras con tono enérgico— de seducir y engañar al pueblo, de blasfemar pública y reiteradamente perturbando en extremo el orden y la paz del Templo, de la ciudad y de todo Israel. Está escrito: «Saca al blasfemo fuera del campamento; todos los que lo han oído, que pongan las manos sobre su cabeza y que lo lapide la comunidad entera». Y en otro lugar se dice: «El profeta o vidente que te aparta del camino del Altísimo será eliminado. De este modo harás desaparecer el mal de en medio de ti». Este hombre, a quien llaman Jesús, es un pecador blasfemo y un irreverente seductor. Es un falso profeta que merece la muerte. —Y tras detenerse unos instantes como para lograr el asentimiento implícito de los presentes, grita—: ¡Que pasen los primeros testigos!

Jesús, de pie en el centro del corro que forman los miembros del Sanedrín, guarda silencio. Ni siquiera se digna dirigir la vista al presidente del tribunal; tiene los ojos fijos en el pavimento, no se mueve, como si todo aquello no fuera con él. Uno de los sacerdotes de menor rango, que actúa como auxiliar del tribunal, sale al patio y llama a varios testigos, a los que hace entrar en el recinto.

La declaración de los testigos resulta ser una mera confirmación en la que atribuyen a Jesús la autoría de doctrinas disidentes y peligrosas, más toda la culpabilidad como máximo responsable de los disturbios provocados durante su entrada en Jerusalén y en el Templo. Nada se añade a lo que todo el mundo conoce ya. En realidad, sus testimonios son de poca monta para presentar un cargo novedoso ante Pilato, pues apenas aportan datos a lo que, en su momento, se ha informado al procurador sobre lo ocurrido en su aparición en la capital y en sus actos en el santuario.

Acabada la ronda de ese grupo de testigos, Esdras solicita que entren dos personas más, a las que invita a colocarse en el centro de la sala, en un hueco que les hacen los miembros del tribunal.

Los dos recién llegados se muestran acobardados y tensos ante tantos jueces y personajes relevantes. Pero están bien aleccionados sobre lo que tienen que decir, de modo que cuando le conceden la palabra al primero de ellos, no duda en sus acusaciones:

—Varios de nosotros hemos oído decir a ese hombre —dice señalando a Jesús—: «Yo destruiré este Templo hecho por manos humanas y en poco tiempo levantaré otro hecho por las manos de Dios». —El testigo recita esta frase de corrido; parece evidente que alguien le ha obligado a memorizarla.

El segundo testigo levanta su mano pidiendo permiso para hacer una precisión:

—No dijo «yo destruiré», pero sí es verdad que dijo «será destruido».

Surge entonces una discusión entre los dos testigos, que no se ponen exactamente de acuerdo en el tenor literal de las palabras de Jesús, por lo que Esdras, como fiscal instructor del caso, se ve obligado a intervenir.

—Puede que en otro momento sí, pero ahora ese matiz carece de importancia. Lo verdaderamente sustancial es la confirmación de su blasfemia contra el más sacrosanto de nuestros lugares. La ley de Moisés no es como la de los romanos, que deja a sus dioses el castigo del blasfemo. Nuestras normas condenan a muerte esta gravísima ofensa: «Quien blasfeme será muerto», «Oh, Señor, acuérdate de sus blasfemias y no le des tregua», rezan las Escrituras. ¡Quien ataca al templo insulta gravemente la presencia divina en él! ¡El comportamiento del reo ha sido una blasfemia continua! —Esdras recorre con una mirada panorámica a todos los presentes y añade—: Retírense estos dos testigos y que entren los siguientes.

Se trata de dos hombres de avanzada edad, bien vestidos con túnicas aseadas y elaboradas con elegante factura. Sobre sus hombros portan sendas capas de excelente paño. Desde luego, son personajes acomodados, de mayor rango social que los dos anteriores y, por tanto, su testimonio produce una mayor atención entre los jueces.

Uno de ellos, a una pregunta de Esdras, declara:

—Ese tal Jesús anda por ahí incitando al pueblo a que se rebele. Afirma con gran insensatez que no debemos pagar la contribución que se requiere para el sustento del Templo. Y lo justifica alegando que los impuestos no deben exigirse a los hijos de Israel, sino a los extranjeros.

El segundo testigo añade:

—Todo cuanto ha declarado mi compañero se ajusta a la verdad. Si todos los judíos siguieran sus indicaciones, no habría manera de sostener la casa de Dios. —Señala a Jesús—. Este hombre aquí presente anda por ahí perdonando los pecados a los que se le acercan y predica que Dios es indulgente con los publicanos, los pecadores y las prostitutas. Esas afirmaciones constituyen una ofensa inaceptable a la santidad de Dios, y su conducta es un escándalo a los ojos del Señor, ¡bendito sea Su nombre! Su modo de actuar es una pura blasfemia.

Caifás, visiblemente nervioso e impaciente, desea acabar cuanto antes con los interrogatorios, pues cree que el proceso se está alargando en exceso, de modo que interrumpe la intervención de Esdras y se dirige a Jesús con tono de reproche.

—El silencio que guardas resulta indecoroso. ¿Es que no tienes nada que replicar a lo que estos testigos andan comentando de ti y de tus actos?

Jesús no responde una sola palabra. Sigue callado, con los ojos fijos en el suelo. Enojado por el silencio y la actitud de Jesús, Caifás se irrita. Esdras también intenta sacar alguna palabra de la boca del Nazareno.

—Vamos, habla, habla, ¿por qué callas de este modo? Con esta actitud, tú mismo te condenas —dice el fiscal.

—Son muchos los que interpretan algunas de tus palabras —habla de nuevo Caifás— como que los judíos no debemos pagar impuestos a los romanos. Si así fuera, eso supone una subversión de los pactos que rigen entre Roma e Israel, y que ambas partes aceptamos en su día. Esa frase que algunos dicen que has pronunciado, «Demos al césar lo que es del césar», es un recurso astuto para justificarte en público, pero también se dice que en privado explicas que sueles utilizar enigmas y parábolas para no comprometerte, y que lo que realmente quieres decir con eso es que la tierra de Israel es de Dios y que, por tanto, no podemos dar al césar lo que en ella se produce. ¿No es cierto? ¿No sabes que, con esta negativa, vas a provocar una reacción popular contra los romanos y que van a morir muchos de los nuestros?

Tras un intervalo de tenso silencio, Jesús parece reaccionar; alza la cabeza y sube la mirada, toma un poco de aire por la nariz y habla:

—Mi predicación siempre es pública; pregunta a cuantos me escuchan.

Caifás se siente contrariado, aprieta los puños y se remueve en su sillón ante la impertinencia del galileo.

Esdras, como fiscal del caso, también bastante molesto por lo que considera una intolerable insolencia por parte del acusado, amaga con terciar en el diálogo y hace ademán de intervenir, pero Caifás lo mira airado y con un gesto enérgico le niega el uso de la palabra.

—Hace unos días entraste en nuestra ciudad —dice el sumo sacerdote— aclamado como rey y como Mesías por esa banda de desharrapados pordioseros galileos que te han seguido hasta esta misma noche, en la que te han abandonado. ¿Acaso ignoras que una pretensión semejante va a dejar indiferentes a los romanos? Con actitudes como ésa no harás otra cosa que conducir a nuestro pueblo a la más desoladora de las ruinas. Responde sin ambages: ¿Te consideras el rey de Israel?, ¿eres tú el Mesías?

Jesús se demora en la respuesta. Todos los miembros del Sanedrín se mantienen expectantes, pues de lo que responda depende, sin duda, su vida.

—¿Acaso creeréis lo que yo os diga? Atended a la voz del pueblo y a las señales de los tiempos —musita Jesús con voz pausada y ademán sereno—. Yo os digo que de ahora en adelante veréis a un hijo de hombre venir sobre las nubes del cielo y sentarse a la diestra de Dios.

Todos los miembros del Sanedrín se quedan estupefactos ante la respuesta de Jesús. Ninguno de ellos sigue la predicación del Nazareno, y sólo les interesa en cuanto significa un ataque a sus privilegios y prerrogativas, pero no esperaban una declaración tan insólita y solemne.

—Eso quiere decir que, en verdad, tú te consideras el Mesías, el hijo de Dios.

—Tú lo has dicho —asienta Jesús con rotundidad y presteza para fijar de nuevo sus ojos en el suelo y sumirse de inmediato en un profundo silencio, como si su alma acabara de ausentarse de aquella sala.

La inquietud, la indignación y la alarma se extienden por el Consejo, y sus miembros se agitan alarmados ante la que les parece una afirmación espeluznante.

—Para nosotros, estos testimonios son más que suficientes —dice Anás alzando la voz—. Tras lo que aquí se ha declarado, queda sobradamente probado que tú, Jesús de Nazaret, eres culpable de engaño y de seducción al pueblo, de actuar como falso profeta, de alteración del orden público, de ataque al Templo, de blasfemia continuada contra la presencia divina en él, de manifiesta y reiterada impiedad… La pena por todo ello, tal cual establece nuestra Ley, es la muerte. Para nosotros, los judíos, la verdadera sabiduría consiste en abstenerse de toda acción y de todo comentario que sea contrario a la Ley y a las costumbres. Por mí, serías lapidado ahora mismo, pero debemos cumplir los acuerdos con el Imperio.

—Obremos, pues, según el procedimiento y deliberemos sobre este caso. Que salgan de la sala el acusado y los testigos. La vista ha concluido —anuncia Caifás.

Los guardias, a una indicación del sumo sacerdote, proceden a desalojar a todos los que no forman parte del Sanedrín.

Ya a solas, Anás interviene ante los jueces:

—Es el momento de que dictamines —le dice a su yerno.

—Si nos atenemos a nuestra Ley, lo que sabemos del galileo sería suficiente para lapidarlo públicamente hasta la muerte, pero sabes de sobra que no podemos hacerlo. Para no tener problemas con Pilato, en cuanto despunte el día llevaremos a Jesús ante el tribunal del procurador romano, como culpable de un delito contra el Templo y contra la seguridad del Estado. Seré yo mismo quien presente la acusación en el modo que más pueda influir en Pilato. Una vez liquidado Jesús, lo que nos debe ocupar es indagar quiénes son sus seguidores, localizarlos y disolverlos, si es que se mantienen agrupados, para evitar que surja entre ellos un nuevo Mesías. La fiesta de la Pascua debe transcurrir en completa paz y tranquilidad.

Apenas queda ya nada que deliberar, pues todos están de acuerdo con la resolución de culpabilidad. El tiempo apremia. Hace ya varias horas, justo al atardecer, que ha comenzado la víspera de la Pascua y se espera un día muy ajetreado, con el ir y venir de fieles portando los corderos para el sacrificio pascual. Hay que darse prisa. Al clarear el día, Jesús debe estar ante el tribunal de Pilato. Pero entre tanto tiene que permanecer bien custodiado, de modo que lo trasladan a las mazmorras del palacio de Herodes el Grande, donde reside el procurador romano durante los días de la fiesta. Aquél es el lugar más seguro de Jerusalén.

Las sesiones de juicio de los gobernadores romanos comienzan muy temprano, al poco de rayar la primera claridad del alba.

Poncio Pilato sostiene en su mano el rollo que le acaban de entregar; en él se detallan las graves acusaciones que el Sanedrín presenta contra el Nazareno y las conclusiones de ese alto tribunal.

Ese día hay otros dos casos similares que dirimir. Se trata de dos individuos apresados por provocar varios altercados contra soldados del Imperio. Para los judíos son unos patriotas y para los romanos, unos simples bandidos y facinerosos. La acusación los tacha de fanáticos celadores de la Ley, y sobre ambos pesa además el cargo de robo a tres patricios de Jericó, cuyo botín han repartido entre grupos de zelotas. Durante la trifulca desencadenada en el momento de su detención, uno de los soldados romanos ha resultado herido de muerte. Hay gente entre el pueblo que opina que son discípulos del Nazareno, pero otros piensan que se trata de fanáticos peligrosos que actúan por su cuenta.

Estos asuntos son resueltos por Pilato con suma rapidez. Está acostumbrado a enviar, sin vacilación, al cadalso a todo aquel que conculca gravemente la paz en la provincia de Judea, y no le tiembla la mano cuando la condena es a muerte.

—Este primer caso es muy sencillo —comenta Pilato al comandante de su Guardia personal—. Con uno de nuestros soldados muerto, no cabe otra condena que la pena capital.

En ese momento el secretario del tribunal se acerca a Pilato y le bisbisa al oído:

—Uno de los principales sacerdotes del Templo, aquí presente, solicita que cambies el orden y que juzgues en primer lugar el caso del rabino galileo. Sus delitos se detallan en ese rollo que tienes en tu mano.

Pilato desenrolla el documento y lee.

—¡Vaya! Nunca antes me han puesto las cosas tan fáciles. Esta acusación parece bien argumentada. —Pilato da unos golpecitos con sus dedos sobre el rollo y piensa a la vez en los informes de Hipódamo, que coinciden en la gravedad del caso—. Este individuo debe de ser muy importante para que los sacerdotes del Templo se personen ante mi tribunal.

—Las autoridades judías son las primeras interesadas en que se resuelva el caso del galileo cuanto antes —precisa el secretario, que continúa hablando sólo para el procurador—. El Sanedrín siempre argumenta que sus jueces están más capacitados para gobernar este condenado país que cualquiera de los magistrados romanos y alegan para ello que mantener el orden es la principal función de su tribunal.

—Excusas. Lo único que los sacerdotes pretenden es evitar cualquier pretexto para que el emperador acabe disolviendo esa antigualla y liquide los privilegios de esa casta de parásitos que viven como príncipes a costa de las donaciones al Templo. Ya me gustaría suprimir a ese Sanedrín, pero de momento tengo que escuchar sus alegaciones. Si así lo demandan, de acuerdo, alteremos el orden y juzguemos en primer lugar este caso —dice Pilato a la vez que entrega el rollo a su secretario—. Traed a Jesús de Nazaret —ordena a los guardias.

Pilato permanece sentado en su lujosa silla curul de madera noble, finamente tallada, que ordena colocar en un extremo cubierto del gran patio de la fortaleza que antaño fuera el palacio de Herodes el Grande en Jerusalén. Ubicado frente al gran portón, el principal acceso al complejo palaciego, Pilato, desde su elevado asiento, puede observar todo el recinto, enlosado con rectilíneas hileras de enormes piedras muy bien pulidas.

El lugar resulta imponente: el amplio patio, las enormes losas, los altos pórticos, la rotunda fortaleza… Allí se celebraron antaño las paradas militares de la feroz Guardia personal del rey Herodes, allí resonaron los clavos de las sandalias de los legionarios romanos pasando revista ante sus orgullosos tribunos, allí han sido condenados a muerte decenas y decenas de judíos que se rebelaron contra el Imperio o contra el Sanedrín…

Los guardias aparecen en el enorme patio enseguida con Jesús, que es colocado de pie, frente al estrado de Pilato, como una figura minúscula dentro del ciclópeo entorno. El Nazareno está indefenso, enfrentado ahora a un poder mucho más temible que el del propio Sanedrín, un poder descomunal y fiero para el que el rabino galileo tiene la misma importancia que un grano de arena en una inmensa playa.

Todos permanecen respetuosamente en pie, salvo Pilato, lo que confiere una solemnidad sobrecogedora.

A una indicación del secretario del procurador, el sacerdote que encabeza la comitiva del Sanedrín por delegación de Caifás se adelanta unos pasos, recoge el rollo de manos del secretario y lee en voz alta la acusación, mientras sus compañeros, con evidentes muestras de cansancio por la noche en vela, asienten con gestos de aprobación que dan a entender la gravedad de cada uno de los delitos desgranados en el texto. Los cargos de blasfemia contra la presencia divina en el santuario, que nada interesan a los romanos, son eliminados del escrito de acusación y se cargan las tintas en la negativa de Jesús a pagar el tributo al césar. En el alegato final, el sacerdote insiste en que las acciones del reo, como cabecilla de un grupo armado, ponen en grave peligro la seguridad y estabilidad de la provincia de Judea y, por tanto, del Imperio.

Finalizada la lectura, el sacerdote se retira a su lugar entre sus compañeros. Pilato toma entonces la palabra y habla solemnemente, pues los congregados ante él para acusar al Nazareno ocupan los cargos más importantes en la jerarquía del pueblo judío.

—Estableceré las bases de mi sentencia en esta cognitio extra ordinem, por lo que necesita una breve justificación. Como procurador de Judea —dice Pilato, que escucha sin mover un solo músculo de la cara el escrito del Sanedrín contra Jesús—, soy el administrador de los asuntos financieros y políticos de esta provincia. Sin embargo, la ley consuetudinaria me convierte a la vez en ejecutor de la Justicia imperial. Así pues, en mi calidad de juez delegado del emperador, tengo potestad ilimitada para condenar a muerte a aquellos reos que no sean ciudadanos romanos. De modo que, en este caso, no es preciso requerir la aprobación del emperador ni siquiera la del legado de Siria. Entiendo que este tal Jesús ha cometido un manifiesto delito de sedición, y quien así actúa debe ser ejecutado de inmediato por poner en peligro la paz en territorio romano.

»Puedo acabar contigo sin necesidad de escucharte —continúa Pilato dirigiéndose por primera vez a Jesús—, pero quiero ser benevolente y deseo darte una oportunidad para que te defiendas de tan graves acusaciones. ¿Tienes algo que alegar en tu defensa? —le pregunta al Nazareno.

Jesús calla. Ni siquiera en tan dramática situación parece dispuesto a justificar sus actos.

El procurador se impacienta; tiene prisa por concluir los tres casos que se le han presentado esa mañana. De modo que se levanta de su sitial y se acerca a Jesús.

—¿No tienes nada que alegar, ninguna réplica a los delitos que te imputan? El Sanedrín te acusa de cometer un grave crimen contra la seguridad del Imperio y de erigirte en pretendiente al trono de Israel no sólo de palabra, sino también por las armas, nada más y nada menos. Se añade, además, que proclamas que no hay que pagar el tributo debido a las arcas imperiales. Esas acusaciones suponen un claro delito de sedición, que conlleva la condena a muerte. Repito: ¿No tienes nada que decir?

Jesús se mantiene firme en su obstinado silencio. Pilato, molesto por lo insólito de la situación y la impertinencia del reo, regresa a su trono y se sienta, aunque se remueve, inquieto, en el sillón. Por lo general, los acusados niegan con atropelladas palabras las acusaciones, o se postran de rodillas, con los ojos anegados en lágrimas y con grandes lamentos y gemidos, suplicando clemencia y perdón. Pero Jesús no hace ni una cosa ni otra. Parece ausente, como si la audiencia ante los romanos no fuera con él.

Pilato apoya el codo en el brazo del sillón y descansa su barbilla sobre el puño. Mira con fijeza al individuo que tiene ante él. Aunque de buena estatura, no le parece gran cosa, y duda de que ese galileo indefenso pueda representar peligro alguno para la todopoderosa Roma. Cree que el reo no es sino un infeliz provinciano, el cabecilla de un reducido grupo de fanáticos que se ha vuelto loco a causa del sol del desierto y que no hace otra cosa que predicar extrañas ideas sobre la llegada de un reino imaginario. Si el Sanedrín lo trae hasta aquí, el problema debe radicar en el propio Sanedrín. Sí, eso es. Los miembros del tribunal judío temen que se cuestionen su poder y sus privilegios, y atacan a todos aquellos que se atreven a desafiarlos.

«Se trata de una querella interna de estos fanáticos judíos; en este rincón del mundo la política, la religión y el poder andan siempre fundidas», piensa Pilato mientras observa a Jesús, de pie sobre el enlosado, bajo el sol que comienza a calentar la mañana de Jerusalén. Como gobernante romano le importan un bledo las creencias religiosas de los judíos, las blasfemias a su único dios o el desacato a un tribunal tan absurdo como el Sanedrín. Hace ya tiempo que está harto de sus estúpidas monsergas, y lo único que le preocupa es conseguir algo más de dinero y retirarse a la Campania. Pero precisa mantener el orden y la paz, pues, además, teme la ira de Tiberio, que es terrible e implacable, como se demostró cuando no dudó en enviar a su fiel Macrón para que depusiera y ejecutara a Sejano, el anterior jefe de la Guardia Pretoriana y su delegado en Roma, en cuanto tuvo la menor sospecha de que estaba maquinando una conjura.

Pero sabe que no puede enfrentarse abiertamente a los judíos, porque son capaces de enviar una delegación ante su superior en Siria y pedir su destitución, lo que le acarrearía problemas muy graves. Así pues, concluye que tiene que acabar con Jesús, como demandan los sacerdotes del Templo. Hay acusaciones serias contra el galileo, de modo que, ante ese pertinaz silencio, no se le ocurre otra cosa que afirmar:

—Andas por ahí diciendo a escondidas que no se deben pagar los tributos al fisco imperial…

Jesús se mantiene en su mutismo.

—¿Admites que tus seguidores te han proclamado rey de Israel? ¿Es verdad que afirmas que va a venir un reino del cual el mismísimo Tiberio será expulsado, o ejecutado, si no se hace judío?

Jesús permanece callado, mientras Pilato comienza a sentirse irritado por el empecinamiento del acusado. Como hombre piadoso, a Jesús le parece una indignidad y un acto irreligioso que sea un gentil quien tenga que ver con la causa de Dios. Está seguro de que la divinidad saldrá en su defensa cuando lo considere oportuno. Si un pagano impío pretende condenarlo, su acción será obra del Diablo, una victoria temporal y puntual del Maligno, pero los ángeles del Señor se encargarán de que se cumpla enseguida la venganza divina.

Cuando la impaciencia de Pilato está a punto de estallar ante el irritante silencio de Jesús, uno de los auxiliares del procurador le susurra algo al oído. El rictus de Pilato muda levemente y parece alegrarse al escuchar el consejo.

—Tal vez sea una buena idea solicitar ayuda de alguien competente que logre obtener alguna palabra de la boca de este desgraciado —responde Pilato al ayudante. Y dirigiéndose al acusado, le pregunta—: ¿Eres galileo?

Jesús contesta al fin:

—Tú lo has dicho.

—¿No sabes que el tetrarca de tu región se encuentra en Jerusalén para celebrar vuestra gran fiesta? En esta situación es conveniente que se guarde todo el respeto debido a su autoridad. ¡Serás interrogado por él! Quizá quieras hablar ante tu señor natural.

Pilato, aliviado con esta ocurrencia y pensando que otro puede cargar ante el pueblo con la culpa de liquidar al que muchos consideran un patriota, imparte la orden de que conduzcan a Jesús al palacio de Antipas, que se halla como a media milla de distancia, al oeste de la ciudad. Los acusadores judíos se sienten al punto molestos, pues este nuevo interrogatorio, junto con los inevitables traslados, supone un retraso en la ejecución del reo y por tanto en los preparativos para la Pascua. Pero ¿cómo oponerse a los deseos del procurador de Roma?

Mientras conducen a Jesús ante Antipas, Pilato despacha el caso de los dos facinerosos con toda celeridad. En pocos minutos ambos son condenados a morir en la cruz, el castigo ejemplar que se reserva a los esclavos rebeldes y para los delitos de lesa majestad contra el emperador. Pilato usa el despectivo vocablo de bandido porque es la designación peyorativa que suele utilizarse en su cancillería para los zelotas y otros de su ralea. El procurador estima que de algún modo las alteraciones del orden público por parte del Nazareno y las acciones aisladas de los dos bandidos están relacionadas. Jesús es para él el bandido más importante, con mucho, por el impacto que provoca en la plebe. Así que, en principio, y si Antipas no sugiere lo contrario, decide que ordenará colocar la cruz del Nazareno en medio y algo más elevada que las de los otros dos bandidos. El revoltoso pueblo judío verá en qué acaban las aventuras contra el Imperio.

La crucifixión, una forma de castigo muy rara en Roma, es habitual en algunas de sus provincias, y se trata de una manera de condena a muerte que por su vistosidad ejerce una manifiesta ejemplaridad.