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LAS LEGIONES DE SIRIA

Simón el batanero, erigido en jefe supremo de la rebelión, levanta un pabellón de mando cerca del Templo y allí reúne a los cabecillas que él mismo designa como sus lugartenientes. En lugar de esperar, deciden atacar la torre Fasael. Saben que no pueden demorar la iniciativa por mucho tiempo; los peregrinos tendrán que regresar a sus hogares para la cosecha y perderán un contingente de hombres imprescindible para garantizar la superioridad en la batalla que se avecina. Cada día que pasa juega en contra de los judíos y disminuye su posibilidad de triunfo; y, además, en cualquier momento los romanos pueden recibir refuerzos de Siria.

En pleno debate sobre cómo atacar la fortaleza, Matatías ben Honí, uno de los dirigentes, interviene con firmeza:

—No disponemos de los medios necesarios para asaltar esa torre. Sus muros son demasiado gruesos y elevados y sus cimientos tienen la solidez de la roca viva. De modo que la única manera de rendirla es mediante el fuego.

—¿Qué propones entonces? —le pregunta Simón.

—Esta misma noche acumularemos a las puertas cuanta leña seamos capaces de acarrear. Nos protegeremos de los dardos y piedras que puedan lanzar, como hemos visto que hacen los legionarios, cubriéndonos con escudos y colocándolos tan juntos que formen un caparazón a modo de tortuga. Cuando hayamos conseguido acumular suficiente leña le prenderemos fuego.

—La apagarán lanzando agua —replica Simón.

—No disponen de la necesaria. Conozco bien esa fortaleza y ahora hay demasiados hombres ahí adentro. Si utilizan el agua de las cisternas para sofocar el fuego, se quedarán sin una sola gota, y entonces morirán de sed o tendrán que salir, y en ese caso caerán en nuestras manos —explica Matatías.

La mayoría de los reunidos en el pabellón aclama el plan y alza las manos en señal de aprobación.

—Escuchad —truena una voz poderosa. Se trata de Teodoro, un joven y fornido guarnicionero, de abundante barba y ademanes un tanto toscos—. No rechazo por completo el plan de Matatías, pero aunque consiguiéramos acumular leña suficiente como para provocar graves daños en la fortaleza, el precio que pagaríamos por ello sería muy alto. ¿Cuántos de nosotros moriríamos bajo la lluvia de proyectiles de los romanos? Incluso podrían prender ellos mismos la leña antes de que pudiéramos acumular la suficiente.

—¿Tienes alguna alternativa? —demanda Simón.

—Propongo excavar un túnel bajo la fortaleza. Trabajando día y noche en turnos ininterrumpidos, podemos hacerlo en muy pocos días. Una vez terminado, entraríamos en tropel y los sorprenderíamos.

La propuesta del guarnicionero levanta toda una serie de comentarios y nuevas alternativas, algunas de ellas disparatadas. La conferencia de comandantes se está convirtiendo en confusa algarabía, de modo que Simón se ve obligado a intervenir. Sabe que es el momento de poner orden y que él es el único que puede hacerlo.

—Todos los planes que estáis proponiendo pueden acabar con éxito, y sin duda son excelentes, pero no tenemos tiempo. Y, además, ninguno de ellos nos garantiza la victoria. Es preferible actuar con astucia. He pensado que si proponemos al comandante romano un trato…

—¡No! Los romanos jamás cumplen su palabra —interviene uno de los reunidos; pero una sola mirada de Simón basta para acallarlo.

—En este caso los engañaremos nosotros. Le propondré a su jefe un pacto por el cual los dejaremos salir de la fortaleza y regresar a salvo a Siria a cambio de que devuelvan el tesoro que robaron del Templo y de otros lugares. Fingiremos que nos retiramos para dejarles paso libre, pero no será así. Si aceptan nuestro trato, la legión deberá alargarse en su retirada por el camino en una dilatada columna. En ese momento estaremos preparados y caeremos sobre ellos en emboscadas diversas.

—¿Y si no acepta el trato que propones? Tal vez recele de nuestras intenciones —comenta Matatías.

—Aceptará. No tiene otra salida.

Sometida a votación, la propuesta de Simón resulta vencedora.

De inmediato se comisiona a tres miembros para acudir ante los muros de la fortaleza y exponer el pacto a los romanos.

Portando una bandera blanca, los tres emisarios se presentan ante la puerta y piden entrevistarse con Sabino. El tribuno de la legión, desde lo alto de los muros, les niega el acceso y les demanda sobre sus intenciones.

A grito en cuello, el portavoz del trío explica el pacto convenido en el pabellón de mando momentos antes, y le dice al tribuno que aguarda una respuesta. Poco después, un vocero les comunica, de parte del procurador Sabino, que se va a estudiar la propuesta y que comunicarán la decisión al día siguiente.

Mientras aguardan la respuesta, un grupo de judíos, exaltados e impacientes, decide por su cuenta excavar el túnel. Equipados con picos, palas, azadones, espuertas y sacos, no descansan ni un solo instante; cavan, sacan la tierra, la transportan a una torrentera cercana y vuelven a horadar el subsuelo de Jerusalén en dirección a la fortaleza. Otro grupo, ignorando los planes de la dirección de la revuelta, acarrea fajos de leña con la intención de prenderles fuego.

La desorganización entre los sitiadores es absoluta. Cada cual pretende hacer la guerra por su cuenta, hostigar a los romanos con los medios que sean, ciegos de ira por la profanación, el expolio y la matanza.

Los iracundos judíos apenas saben nada del mundo. La inmensa mayoría está convencida de que echando a los romanos de la fortaleza se acabará para siempre el problema de Israel, que volverá a ser un pueblo libre e independiente. Ignoran el poder del Imperio y la determinación de sus gobernantes. No recuerdan que hace ya sesenta años que Pompeyo puso su pie en Judea, y que desde entonces viven bajo la alargada sombra de Roma. No quieren entender que si derrotan a esos soldados acuartelados, vendrán otros, y otros, y otros…

Desde lo alto de la torre Fasael, Sabino contempla el desorden con que los judíos hostigan su posición.

—A pesar de no ser soldados profesionales, esos judíos se afanan con energía en el asedio —comenta Sabino ante el tribuno de la X Legión.

—¿Qué piensas hacer? —le pregunta el tribuno.

—La propuesta que nos han hecho para dejarnos salir si les devolvemos sus tesoros me parece demasiado amable. No me fío de esos judíos. Nada garantiza que cuando estemos fuera de estos muros cumplan su palabra.

En realidad, Sabino tiene miedo a la batalla que presiente segura si se acepta el plan de Simón. Lo único que desea es escapar de aquel avispero mortal en que se ha convertido Jerusalén y sentirse cuanto antes seguro en Siria, bajo la protección de las legiones de Quintilio Varo.

—En ese caso —propone el tribuno—, sigamos aquí; los mensajeros que enviamos en demanda de auxilio estarán a punto de llegar a Antioquía o tal vez lo hayan hecho ya. Varo no tardará en presentarse con sus legiones de refresco para dar una merecida lección a esos chillones rebeldes.

—Tienes razón, tribuno —asiente Sabino—; esa propuesta es una treta. ¿Qué opináis vosotros? —demanda a Rufo y Grato, dos comandantes sebastenos de la Guardia Real de Herodes pasados al bando romano.

—Los sacerdotes nunca te perdonarán que requisaras el tesoro del santuario; lo consideran el bien más preciado de Israel y, por tanto, te etiquetan como el mayor de los sacrílegos. Se ha visto que algunos soldados han penetrado demasiado, profanando el sanctasanctórum del Templo, un lugar en el que la única persona que puede entrar es el sumo sacerdote y sólo en la fiesta del Yom Kippur, el día de la solemne expiación anual por Israel. Ante semejante afrenta, no permitirán que escapemos tan fácilmente —interviene Rufo.

—Estoy de acuerdo —asienta Grato—. Haz oídos sordos a esa propuesta y refuerza la defensa de esta fortaleza en espera de que acuda el legado de Siria con refuerzos.

—Varo no consentirá que una legión entera y un embajador plenipotenciario de Augusto sean pasados por las armas por unos cuantos miles de exaltados judíos. No tardaremos demasiado en escuchar las trompetas de la VI Ferrata y la XII Fulminata convocando al combate y en ver sus estandartes ondeando en las colinas cercanas —dice el tribuno.

—Así se hará. Resistiremos hasta que llegue la ayuda solicitada.

La noticia de la rebelión en Jerusalén ha corrido hasta los más lejanos rincones del reino de Israel. Carentes de un referente de gobierno, pues los tres hijos de Herodes siguen en Roma procurando ganarse el favor de Augusto, los judíos se sienten abandonados a su suerte.

A la vez, la pasividad de los romanos cercados en la capital acrecienta la idea de que Roma puede ser derrotada al fin. Conforme pasan los días, la moral de los sitiados se resquebraja, pues no llega noticia alguna de que el Ejército de Siria esté en camino para ayudarlos, y no saben que se retrasarán, ya que las legiones están acampadas en lugares alejados. Para los romanos tal vez sea difícil, quizá imposible, entender los sentimientos del pueblo judío. Hace mucho tiempo que ha arraigado la idea de que está bajo la protección divina y que pronto llegará un salvador o Mesías que redima a las gentes de Israel del oprobio al que están sometidos desde hace siglos. Desde niños, todos los judíos son instruidos en la promesa de Dios a Abrahán sobre la entrega de la Tierra Prometida, un país próspero y libre. Los rabinos, desde las sinagogas, no dejan de recordar esa promesa y el juramento que Dios hizo al rey David de que su reino sería eterno. Los ecos de esas palabras resuenan una y otra vez, y los profetas se han encargado de reiterar que Dios los ayudará contra cualquier enemigo…, si son fieles a la Alianza.

En esos momentos, Sabino, el saqueador del Templo, es considerado el Mal en persona, por lo que si todos los judíos siguen la palabra del Señor, Israel quedará protegido y ningún daño le sucederá. En estos días se extiende la creencia en que el Mesías está a punto de aparecer. Son muchos los visionarios que anuncian los signos portentosos que preceden a su inmediata venida, lo que despierta en toda Judea una sensación de desbordada esperanza en el inicio de un tiempo dichoso en el que Israel triunfará y en el que el brazo de Dios lo alzará por encima de todas las demás naciones de la Tierra.

«La libertad está próxima», se oye gritar por las calles de Jerusalén a grupos de hombres armados que acuden a las proximidades de la fortaleza donde siguen refugiados los romanos.

La acción de Jefté y la de Simón el batanero no son insólitas. Desde la muerte del Grande se han alzado varios focos de rebelión dentro y fuera de Judea, por todo Israel. No es extraño ahora que la revuelta se extienda como el fuego prendido por un rayo en un cañaveral reseco. En Galilea, al conocer las noticias de Jerusalén, se ha levantado un tal Judas, el hijo menor de un bandido llamado Ezequías, príncipe de sediciosos a quien Herodes mandó ejecutar en otro tiempo. Al frente de un grupo de hombres, y clamando venganza por la muerte de su padre, asalta un arsenal real en la ciudad de Séforis, se hace con miles de armas y las distribuye por todos los pueblos de la región, en la que se proclama gobernador absoluto en espera de la llegada del anunciado Mesías.

Un antiguo esclavo de Herodes el Grande, de nombre Simón, de elevada estatura, hermoso porte y cuerpo robusto, se ciñe una diadema en su cabeza y consigue convencer a un grupo de piadosos judíos de Jericó de que ha llegado el momento de implantar la ley del Señor y mostrar el rechazo a cualquier soberano extranjero. Al frente de un cuantioso número de convencidos irrumpe en el palacio real de Jericó y le prende fuego tras apoderarse de las riquezas que Sabino no ha expoliado. Asalta también las casas de los más ricos, a los que acusa de colaborar con los romanos en contra del pueblo judío, las saquea y las quema, y entrega buena parte del botín conseguido a los pobres y los menesterosos, que se unen con gran entusiasmo a su movimiento.

En las montañas de Judea, un oscuro individuo de nombre Atronges se proclama rey y se presenta como libertador del pueblo. Ceñido con una corona forjada por él mismo, organiza un pequeño ejército al frente del cual coloca a sus cuatro hermanos, que comandan sendos regimientos integrados por fanáticos, vagabundos y ladrones que no cesan de gritar consignas en las que se insta a no dejar a un solo romano con vida y a observar la Ley bajo pena de muerte. Desafía así al poder del Sanedrín, que ejerce la justicia ordinaria, y al de Roma. Incluso forma su propio consejo, ante el cual se realizan juicios sumarísimos que él preside desde un sitial que hace transportar allá donde se desplaza, como hacían los antiguos jueces, en aquel lejano y glorioso Israel, en el tiempo en que todavía no existían reyes perversos.

Por todas partes surgen aspirantes a Mesías, y profetas que anuncian y preparan su inminente llegada. Una fiebre mesiánica se extiende por todo el territorio, alentada por predicadores alunados, rabinos exultantes y vates salidos de la nada. Nadie entre los judíos es ajeno a semejante vorágine de discursos, alegatos, exhortos y prédicas, que agitan los corazones y encienden las conciencias como la más intensa de las epidemias, predicando que Dios ha prometido que su Espíritu se manifestará en los días previos a la venida del Mesías.

Por su parte, el legado Quintilio Varo recibe en Siria muy irritado los angustiosos mensajes de Sabino, porque ya había previsto una rebelión si el ecónomo no se comportaba con astucia y paciencia. Pero ese maldito idiota ha obviado sus consejos, y ahora el problema es considerable. Varo se toma muy en serio las apremiantes noticias y se preocupa por los sitiados en Jerusalén. El legado no es un ingenuo; conoce bastante bien a los judíos y entiende que lo del asedio no es ningún juego, y que su X Legión y el ecónomo corren auténtico peligro. Y mientras prepara un plan de auxilio, le llegan nuevas noticias del estallido de focos de rebelión por toda Judea. Es como si de repente una gigantesca tormenta desencadenara una multitud de rayos y un aluvión incontenible de agua, capaz de demoler todos los diques.

Sabedor de que no tiene un solo momento que perder, Varo da a su Ejército la orden de partir hacia Jerusalén. Sin notables problemas, ya que los legionarios son capaces de recorrer treinta millas al día cargados con sus armas, las legiones VI Ferrata y XII Fulminata son movilizadas a toda prisa desde sus campamentos para partir hacia el sur. En Antioquía se queda tan sólo un retén de guardia para garantizar el orden en la ciudad.

Las dos legiones avanzan con notable celeridad hacia Ptolemaida, donde son reforzadas por cuatro escuadrones de caballería, varias turmas de auxiliares, mil quinientos soldados proporcionados por la ciudad de Berito y tres cohortes enviadas por el rey Aretas, señor de la ciudad nabatea de Petra, quien anhela vengarse de la derrota sufrida años atrás a manos de Herodes.

El avance de semejante maquinaria de guerra es contundente y arrasador. Una parte del Ejército, al mando del hijo de Varo, se dirige a Galilea, que pacifica aplicando una demoledora brutalidad. Séforis, donde se refugia el cabecilla Judas, es sitiada durante unas semanas y, tras ceder al ataque romano, es saqueada, incendiada y sus habitantes pasados a cuchillo. Los supervivientes son trasladados a los mercados de Tiro y Sidón para ser vendidos como esclavos.

Quintilio Varo no pierde un instante y se dirige al frente del grueso de las legiones hacia Jerusalén, atravesando la región de Samaria como un rayo; pero respeta estas comarcas, pues no se han sumado a la rebelión. Sólo los auxiliares árabes nabateos cometen excesos y saqueos, pues todavía recuerdan las derrotas que les causaron los judíos unos pocos años atrás, y buscan resarcirse.

En el camino, Varo ordena quemar la ciudad de Emaús, abandonada por sus habitantes, huidos a Perea, al otro lado del río Jordán, en busca de refugio, o escondidos en las montañas de Efraín, aterrados ante lo que se les viene encima. Al fin, Varo divisa las colinas sobre las que se alza la ciudad de Jerusalén. Aquella ciudad no es Roma, por supuesto, pero sus muros y, sobre todo, su Templo emanan una aureola de ciudad sagrada, elegida, como si los dioses hubieran puesto sus manos sobre ella. El día es soleado, y la luz del astro rey se refleja en la piedra blanquecina y en la cal de las construcciones urbanas, y provoca mil destellos dorados al incidir en las láminas de oro que ornan algunos tejados del santuario.

Desde lo más alto de la torre Fasael, los oteadores permanentemente apostados vislumbran las columnas de polvo que levantan las sandalias de los legionarios y avisan a Sabino de que un contingente muy numeroso de tropas se acerca desde el norte.

—Son ellos, los legionarios de la VI y la XII. Hacen honor a su nombre: la VI «de hierro» y la XII «del relámpago». ¡Por fin!, ahí están. —El tribuno de la X Fretensis sonríe hacia las colinas del horizonte septentrional.

—¿Estás seguro? —pregunta Sabino nervioso pero esperanzado.

—Completamente; son ellos. Sabía que no nos fallarían.

En cuanto corre la noticia por la fortaleza, los sitiados comienzan a gritar de alegría. Se encaraman a los muros, a las azoteas de las torres y agitan lanzas, banderas, insignias, estandartes y pañuelos saludando a sus compañeros que acuden a liberarlos.

La triste nueva de la cercanía de las legiones llega también a los sitiadores, que desde sus posiciones procuran atisbar lo que se les viene encima. La polvareda levantada por los legionarios que avanzan formados en cohortes parece el humo de un descomunal incendio, pero no es negro o gris como las cenizas, sino ocre, como la tierra de los alrededores de Jerusalén.

Como si se tratara de una tormenta de arena, el frente se acerca hacia la ciudad, y los que gozan de mejor vista son ya capaces de atisbar los estandartes con las águilas imperiales alzadas por los aquilíferos en la vanguardia del Ejército. Y poco a poco se van haciendo más nítidas las figuras de los infantes, formados en posición de batalla, con los escudos y las lanzas amenazantes, mientras en las alas cabalgan los escuadrones de caballería desplegados en orden de combate, protegiendo los flancos de la infantería.

No hay duda de sus intenciones. Varo no espera siquiera un instante: en cuanto ve las murallas de Jerusalén, ordena a sus generales lanzarse sobre la ciudad, sin dar tiempo a los sitiadores a reponerse de la sorpresa ni a organizar la defensa.

En los tres campamentos de los judíos cunde un profundo desánimo. No están preparados para esto. Esperaban que Dios les concediera un triunfo contundente, que los romanos se rindieran y que se marcharan; pero no, ahí están, miles de ellos, prestos a ayudar a sus compañeros cercados en Jerusalén.

Conforme la nube de polvo se acerca a la ciudad y el peligro de muerte planea sobre su cielo, los judíos pierden la fe y comienzan a desertar en masa. Primero unos pocos, los más cercanos al frente del ataque romano, abandonan sus posiciones y corren dejando tras de sí armas y pertrechos. La desbandada de éstos provoca el pánico en los demás, que interrumpen sus tareas de vigilancia y salen despavoridos en cualquier dirección. Nadie quiere ser el último, todos huyen aterrados, presos de un pánico insalvable. Quienes hace apenas unas horas cantaban salmos de gloria y de triunfo, seguros de su victoria sobre los romanos, corren ahora como animalillos asustadizos procurando escapar de aquel polvo ocre, presagio que anuncia una terrible mortandad.

El mismo Simón el batanero, que en un primer momento intenta retener a cuantos pasan corriendo a su lado, pierde el ánimo y se da a la fuga. Entiende que nadie va a ser capaz de detener aquella estampida y que, cuando los hombres se sumergen en semejante vorágine de terror colectivo, no existe fuerza humana capaz de contener tamaña marea. El batanero, resignado ante la evidente derrota, coge cuanto puede acarrear y opta por salir huyendo como los demás.

Desde lo alto de una colina, Varo presencia la desbandada de los judíos, que parecen liebres escapando aterrorizadas a la vista de una partida de lobos hambrientos. El legado de Siria golpea los flancos de su caballo y acompañado por varios oficiales se adelanta unos centenares de pasos, hasta la puerta de la muralla que cierra el ala oriental del Templo.

La precipitación de la huida deja por el suelo un reguero de prendas abandonadas, sombreros y gorros, armas y todo tipo de pertrechos. El legado arrea su caballo y se dirige hacia la fortaleza, donde espera liberar a los sitiados y dar las primeras felicitaciones por su resistencia. Varo se planta ante la puerta y pregunta por Sabino, a quien supone dentro de aquellos formidables muros. Pero quien lo recibe es el tribuno de la legión Fretensis.

—A tus órdenes, legado —le dice a la vez que lo saluda con la marcialidad debida a un alto oficial responsable de una legión.

—¿Dónde está el embajador Sabino? —pregunta Varo extrañado.

—Acaba de marcharse de aquí —responde el tribuno.

—¿Qué dices? —Varo se muestra asombrado.

—En cuanto los judíos han levantado el asedio al contemplar tu llegada, Sabino se ha largado.

—Pero… —El legado de Siria está confuso—. ¿Adónde ha ido?

—No lo sé. Me dio orden de que me mantuviera al frente de esta fortaleza y que aguardara hasta que llegaras. Me ha dicho que te transmita exactamente estas palabras: «Sabino, procurador plenipotenciario del emperador Augusto, presenta sus respetos al legado Quintilio Varo y le comunica que, cumplido el encargo del césar, regresa con toda urgencia a Roma». Y se ha marchado a toda prisa.

—¿Eh? —Varo sigue desorientado; no esperaba semejante acción de Sabino.

—Quiere que sepas que el asedio de los bárbaros judíos ha retrasado sus planes y te pide que lo disculpes, puesto que no puede esperar ni un instante. Se ha marchado con sus hombres y…

—¿Y…?

—Y con cuatrocientos talentos del botín que requisamos en el Templo.

—Envía un contingente de tropas, que lo detengan y lo traigan de inmediato a mi presencia —ordena Varo.

—Lo siento, legado, no puedo cumplir tu orden —se justifica el tribuno.

—¿Cómo?

—Sabino es procurador plenipotenciario de Augusto, como si fuera el mismísimo césar. No tenemos ninguna autoridad sobre él.

—Tienes razón, tribuno, tienes razón. —Varo reflexiona; no tiene más remedio que aceptar los hechos consumados, y cambia de semblante—. Tenemos mucho que hacer aquí, de modo que no perdamos más tiempo.

El legado de Siria ordena que se convoque a todos los ilustres judíos que aún permanecen en Jerusalén. La asamblea se celebra en la casa del sumo sacerdote, donde acude un buen número de notables. Temblorosos y avergonzados de pie en el patio, aguantan a que Varo haga acto de presencia. Saben que el romano les va a demandar sobre su grado de participación en la revuelta y si están de acuerdo con lo que los revoltosos pretenden.

—Pueblo de Jerusalén —comienza Varo su discurso sin ni siquiera saludar a los presentes—, el comportamiento de buena parte de vuestra gente es indigno de la amistad que Roma pretende mantener con vosotros. Me acaban de informar de que la insurrección está sofocada en toda Judea y de que los principales cabecillas serán convenientemente castigados. Pero no es suficiente; más adelante me encargaré personalmente de algunas cuestiones pendientes. Vosotros sois los dirigentes de este pueblo, de modo que ahora es el momento de que respondáis a algunas preguntas: ¿qué medios habéis empleado para impedir esta sedición?, ¿qué acciones y remedios habéis puesto en marcha una vez comenzada?, ¿dónde habéis dejado los efectos del juramento de lealtad al emperador que en su momento jurasteis cumplir? Aguardo vuestras respuestas.

El sumo sacerdote, temeroso como una ardilla acosada por un hurón, duda sobre la respuesta adecuada, pero, tras unos momentos de incertidumbre, habla:

—No sólo los romanos han sido prisioneros de los revoltosos, también lo ha sido el pueblo de Jerusalén. Una gran multitud se ha reunido aquí con motivo de la fiesta de los Tabernáculos, y era tal el tropel de gente que no había manera de controlarla. Algunos exaltados, como Jefté el hijo de Menahén hace algún tiempo, o ahora Simón el batanero, un hombre cruel y violento, han logrado convencer a los más radicales, ganarse la simpatía de algunos y encabezar sendas rebeliones. Así ha sido, pero ten en cuenta que nosotros también hemos sufrido con esas revueltas y que muchos de los nuestros han caído engañados por esos intrigantes. No quiero ocultar la culpa de algunos judíos, pero permíteme que te diga que el tal Sabino, ese hombre insensato, no ha hecho otra cosa que provocar la ira del pueblo con sus saqueos. ¿Quién no defiende sus propiedades cuando son incautadas injustamente? ¿Quién permanece impasible ante la profanación, el expolio y el sacrilegio? Sabino robó y profanó el Templo de una manera execrable.

—Ni siquiera ha esperado tu llegada. Se ha marchado en cuanto ha visto el camino libre —interviene un rabino en apoyo del sumo sacerdote.

—Así es, legado. Ha preferido desaparecer para no explicar ni dar cuentas de sus actos. Y en cuanto a nosotros, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Si nos hubiéramos opuesto abiertamente a los cabecillas de esta rebelión, Simón el batanero habría ordenado que nos cortaran la cabeza.

Varo tiene que morderse los labios ante las acusaciones contra Sabino. No acepta las excusas presentadas y opta por recriminar a los presentes, afearles su pasividad en la revuelta y ordenarles que permanezcan recluidos en sus casas mientras dure el toque de queda impuesto en toda la ciudad. El legado sólo piensa en capturar a los responsables, degollar a sus cabecillas y darles un escarmiento que no olviden jamás. Para ello ordena a sus oficiales que organicen rápidamente patrullas y que recorran Judea, Galilea, Idumea y Perea en busca de cuantos han participado en las revueltas.

Durante las semanas siguientes, el acoso de los romanos es asfixiante. Todas y cada una de las ciudades, villas y aldeas son inspeccionadas en busca de rebeldes, para lo cual se ayudan de listas elaboradas por publicanos y otros funcionarios. En Jerusalén todos los barrios y todas las casas son peinados sistemáticamente en busca de sediciosos ocultos.

En poco más de un mes, unos cinco mil prisioneros son recluidos en recintos habilitados en los campamentos de las legiones. Varo, en un juicio sumarísimo, condena a morir en la cruz a Simón el batanero y a dos mil de sus seguidores, declarados culpables de crímenes de lesa majestad contra el emperador por sedición con alzamiento armado. El resto son enviados a sus casas, muchos de ellos tras ser flagelados y torturados.

En Jerusalén se alza un denso bosque de cruces que perfila la ruta entre el palacio de Herodes y el Templo, bordeando la muralla, para que sirva de escarmiento.

Antes de regresar a Antioquía, Quintilio Varo confiesa a sus oficiales:

—Este pueblo no aprenderá nunca.