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Si tuvieras un poco más de tiempo. Tiempo
para convencer a Laverty, hacerle ver que los habían usado a los
dos...
—Dan, recuerde que Tokzek era un drogadicto.
Recuerde...
El puño de Lynch le hizo tragar las
palabras.
—¡Maldito traidor! Me da asco verle. —Miró a
Laverty por encima de Hammett—. Será mejor que me lo dejes ahora,
Dan. Ve a tu casa, usa la entrada del callejón, como hiciste al
salir. Has estado ahí toda la noche. Yo me aseguraré de que esta
basura reciba bien claro el mensaje para sus patrones de
Chicago.
Hammett escupió sangre para poder hablar. Su
voz era espesa.
—¿Por qué no me hace llevar a los Tribunales
y me detiene, Lynch, si soy culpable de algo?
—Sabe muy bien por qué, Judas.
Laverty, que se movía despacio hacia las
escaleras, con expresión preocupada, se detuvo.
—Quizás tenga razón, Owen. Quizás seria
mejor detenerlo, en vez de acabar con él. Planeó con Pronzini la
muerte de su amigo: un cargo de conspiración.
—No podemos hacerlo, Dan, aunque me
gustaría. —La voz de Lynch, sus ojos, transmitían sinceridad—. ¿Qué
pasaría con el futuro político de Bren si se supiera que el hombre
que eligió para dirigir la limpieza del Departamento de Policía, en
realidad trabajaba para las bandas del este... estaba a la espera
para llenar el vacío resultante? Y si Bren cae, quiere decir que el
Departamento seguirá corrupto. El Departamento que ambos queremos
tanto.
Hammett no dijo nada. Si tratara de hablar,
Lynch lo haría callar de todos modos. Sólo conseguiría que le
rompiera la cara. Vio como su última esperanza se volvía y subía
las escaleras.
—Será mejor que me dejes las llaves de las
esposas. Dan.
—Oh, claro. —Laverty tiró las llaves.
Parecía un muerto en vida.
—No dejes que esto te preocupe, Dan —dijo su
amigo—. No fue mi intención hacerte matar a Pronzini, pero al menos
nos permitió desenmascarar a este gusano a tiempo. —Tomó a Hammett
del brazo—. Vamos. Adentro.
Lynch esperó que la puerta de arriba se
cerrara detrás del policía antes de abrir la otra. Cuando empujó
dentro a Hammett, el detective se dio cuenta de por qué había
esperado. Aquello era algo que el honrado Dan Laverty no debía ver.
Era lo más extraordinario que Hammett hubiera visto en su
vida.
Un paraíso de sensualidad.
La inmensa y adornada cama de cuatro
columnas lo dominaba todo. Tapices de seda. Tres o cuatro alfombras
orientales apiladas en el suelo. Un rico damasco cubría las
paredes. Una lámpara de bronce que probablemente quemara incienso.
Aún quedaba en el aire un suave aroma de almizcle.
Cuadros. De Aubrey Beardsley, con su bella
decadencia. Escenas ilustradas del marqués de Sade.
Y espejos. No importaba qué hiciera uno en
esa inmensa cama de cuatro columnas, no habría problemas para ver
cómo lo hacía.
—El cuarto lo dice todo ¿no, Lynch?
Pero la conciencia no parecía molestar a
Lynch. Empujó rudamente a Hammett hacia dos arcos de bronce, a la
altura de la cintura, que colgaban de unos ganchos clavados en la
pared, detrás de los tapices de damasco. Lo apretó de cara contra
la pared y mientras trabajaba le mantenía un hombro apoyado contra
la espalda.
—Voy a sacarle una de las esposas por un
momento. Me encantaría que intentara algo. Usted me causó
muchísimos problemas.
Hammett se quedó quieto. Lo había invadido
un curioso letargo. Sólo deseaba que terminara todo. Lynch enganchó
la esposa abierta en el aro, de modo que la cadena que unía los
brazaletes pasaba ahora por el aro. Cuando la esposa volvió a
cerrarse el acero cortó la muñeca de Hammett.
Lynch dio un paso atrás. El brillo de sus
ojos era casi demencial. Hammett no podía entender qué era lo que
le había llevado hasta el borde, después de tantos años de control
aparentemente rígido.
—Supongo que debiera decir que siento lo que
va a ocurrirle.
—Pero no lo siente. —Hammett descubrió que
su voz sonaba tranquila—. Va a disfrutarlo.
—Sí. Debo admitir que sí.
—Ahora entiendo muchas de las cosas que
ocurrieron. Usó el hecho de que Molly estuviera en problemas, como
medio para romper con los Mulligan y abandonarlos a su suerte con
el Comité de Reforma. Finalmente, me imaginé que debía haber
alguien como usted detrás de ellos, alguien de mente sutil que
manejara los hilos. Los Mulligan eran demasiado primitivos. Pero
¿por qué quería verlos sucumbir? Pudo seguir manejando esta ciudad
durante años, oculto tras sus...
—Era el único modo de asegurarme de la
elección de Bren como gobernador. Será bueno. Y además, Boyd
Mulligan es un tonto. No sabe quién soy, pero sabe que hay alguien
detrás de su tío. Si Griff muriera... —Se encogió de hombros—. De
este modo estoy seguro.
—Y Dios sabe que después de tantos años
usted es lo suficientemente rico. —Hammett se irguió. Tenía las
manos tan dormidas que ya no sentía el dolor del acero—. Y ahora
entiendo por qué Vic tuvo que morir. Lo vio en el local de Pronzini
y entendió el significado de su presencia allí.
—Sí.
—Y Tokzek. porque con la chica muerta en el
auto habría cantado en cuanto la policía lo hubiera agarrado. Pero
¿dónde termina esto? Ahora yo...
—Usted iba a ir al Tribunal. Si Dan hubiera
declarado y contado el cuento que yo le había hecho, se habría dado
cuenta inmediatamente. Como lo hizo usted.
—Como lo hará el mismo Laverty algún día.
Cuando se dé cuenta de que Tokzek no violó ni mató a esa
chiquilla.
Mientras hablaba, Hammett miraba la puerta
por la que habían entrado. ¡Entreabierta! ¿La había dejado así
Lynch? No podía recordarlo. ¿O Laverty habría...?
—Va a darse cuenta de que ese tipo de crimen
significa un tipo especial de enfermedad, y luego va a entender de
quién se trata, y va a venir a buscarlo. O sea, que se lo puede
sacrificar ¿no?
Los ojos de Lynch brillaron. Hammett volvió
a preguntarse qué le habría hecho perder el control.
—Hice todo lo que pude por Dan —dijo Lynch—.
Si hay que sacrificarlo... bueno...
—¿No querrá decir que le hizo de todo?
¿Cuántos años. Lynch? Con Heloise y su hermano proveyéndole chicas
periódicamente y asegurándose de que desaparecieran en algún burdel
del este cuando usted había terminado con ellas. Quizás al
principio ni siquiera las violaba. Pero luego comenzó a hacerlo. Y
a golpearlas. Y los castigos se hicieron más violentos, hasta que,
finalmente, una de ellas murió. Era inevitable. ¿No se daba cuenta?
—Se contestó él mismo—. No, claro que no. Pensó que sería siempre
así.
—No tenía a nadie... —Lynch hablaba consigo
mismo, con ojos vidriosos—. Nadie. Mi mujer muerta. Sin hijos. Las
prostitutas me enferman.
—¿Pero no las chicas vírgenes que convirtió
en prostitutas?
—No tenía a nadie. Pero ahora...
—Ahora puede seguir su doble vida. Y cuando
la presión sea demasiado intensa, puede hacerse traer otra chica de
contrabando. Aquí abajo, donde nadie pueda oírla \gritar...
—Oh, basta —dijo Lynch con impaciencia—. Eso
se terminó. Totalmente. Estoy satisfecho. Y no necesito nada. Una
vez que usted muera...
Hammett volvió a rechazar esa premonición de
increíble maldad. Dijo:
—¿Mi muerte le pondrá fin, Lynch? ¿Y si otra
sobrevive a todo lo que les hacen en los burdeles y lupanares de
Chicago y vuelve tal como lo hizo Crystal? ¿Y lo llama, como lo
llamó ella ese lunes? ¿Con exigencias que usted debe cumplir?
Entonces ¿qué?
—No sabe de qué habla.
—Sé que usted se horrorizó al descubrir que
los Mulligan no sabían dónde estaba Crystal. ¿Por eso murió
Heloise, Lynch? ¿Por qué Crystal había ido a ocultarse con ella?
Pero le pidió prestado el auto al Predicador, de modo que si algo
salía mal lo culparan a él.
Lynch rió. Su risa no era forzada.
—Bueno, ya es suficiente, Hammett. Pensé que
odiaría tener que matar a Atkinson. Pero no fue así.
—Lo sé —dijo Hammett—. Vi la cabeza.
—Así que creo que usaré el palo con usted
también.
—Como lo hizo en el cementerio.
Manteniéndola viva y gritando mientras usted la golpeaba...
La puerta se abrió de golpe y Dan Laverty
entró dando tumbos. Miró con ojos enloquecidos los extraños
aparejos; su cara parecía estúpida, arrugada, hundida, abatida,
como si hubiera sufrido un ataque al corazón mientras escuchaba
allí afuera.
—Owen —dijo, y hasta su voz estaba
torturada—. Owen. El... Tuve que volver, tuve que escuchar... tuve
que hacerlo...
—Dan, no lo entiendes...
—Yo era un policía honrado. ¡Asesiné por ti!
Tú... la muchachita del auto...
Se alejó de la puerta para acercarse
tambaleante a su amigo. Lynch retrocedía.
—¿Y Vic Atkinson? ¿Y la chica del
cementerio? ¿Tú? ¿Esa porquería? ¿Esa podredumbre?
Lynch se apretaba contra la pared donde
estaba la ornamentada cama. Diez espejos distintos lo reflejaban de
diez maneras distintas. Miró a ambos lados. Laverty estaba delante
de él, cerrándole el paso. Hammett sólo podía ver la maciza espalda
de Laverty, pero un espejo reflejaba su expresión atónita, casi
asustada.
La ira irlandesa. ¿Cómo ponerla en
acción...?
Lo hizo Lynch en vez de Hammett. Trató de
huir. Se despegó de la pared de un salto, tratando de alcanzar otra
puerta interior que llevaba a la parte principal de la casa.
Laverty le saltó encima como un gorila. Como si tuvieran voluntad
propia, sus inmensas manos se cerraron alrededor de la tráquea, lo
voltearon a uno y otro lado, lo aplastaron contra la pared otra
vez.
—¡Owen! —gritó Laverty con voz angustiada—.
No huyas de mí. Habla conmigo. Trata de hacerme entender.
Con un movimiento convulso Lynch trató de
liberarse. La gruesa espalda y los hombros se pusieron tensos para
transmitir a los dedos toda su fuerza. Hammett vio que la cara de
Lynch se ponía abotargada y escarlata.
Lynch intentó un puñetazo pero sin éxito.
Luego entrelazó las manos y trató de golpearle por entre los brazos
de acero.
La rodilla derecha de Laverty se levantó dos
veces entre las piernas abiertas de Lynch. Lo terrible era que el
mismo Laverty gritó ambas veces, como si fuera él quien recibiera
los desgarradores golpes.
La rodilla volvió a levantarse otras dos
veces. Se movía por propia voluntad.
Los hombros se encorvaron más aún,
contorsionados por el esfuerzo. Un ruido sordo. Otro. Un seco ruido
desgarrador. Los dedos callosos casi se perdían en el grueso
cuello. El cuerpo de Laverty comenzó a temblar y vibrar con el
esfuerzo terrible y sostenido. Se oyó un fuerte ruido.
La pesada y atractiva cabeza de Lynch cayó a
un costado. Poco a poco los dedos fueron soltando su destrozada
garganta. Se abrieron. Se separaron. Sólo quedaron las marcas
púrpuras claramente grabadas.
Laverty se volvió lentamente. Sus ojos
recuperaban la lucidez. Detrás de él, el cadáver se deslizó por la
pared como un títere. Un bulto en el suelo. Laverty no volvió la
vista.
—Lo conocí durante cuarenta años. Lo quise
durante cuarenta años. Era más que un hermano. ¿Entiende eso? ¿Lo
entiende?
—Lo entiendo.
—Usted quiso que yo viniera a escuchar.
Usted.
Con movimientos de autómata sacó la larga
pistola policial con que había destrozado la columna de Egan
Tokzek. Soltó el martillo.
Sus enloquecidos ojos se clavaron en los de
Hammett.
—Usted —dijo.
Se metió el caño del revólver dentro de la
boca y se voló la cabeza.
Hammett se tambaleó. Cerró los ojos con
fuerza. Cuando los volvió a abrir nada había cambiado. Nadie se
había ido. Y eso seguía allí. Esa maldad que había vislumbrado en
el cementerio, la maldad que no había querido aceptar, diciéndose
que imaginarla era el resultado de sus ocho años de detective, ocho
años de brutalidad y cinismo. Y de los años posteriores,
escribiendo sobre esa brutalidad y ese cinismo.
Pero no sirvió.
Demasiadas referencias, demasiadas pautas
para que las ignorara un buen detective Y él, maldito sea, había
sido un buen detective.
Por ejemplo, ¿por qué Crystal había
comenzado a visitar tan cariñosamente a sus padres si antes los
había ignorado? ¿Podría haber tenido algo que ver con que a Heloise
se le hiciera cada vez más difícil y más peligroso encontrar chicas
cuya desaparición no fuera notada?
¿Y por qué Crystal le había dicho que había
sido Tokzek quien la iniciara hacía cuatro años, cuando el hombre
ya era un incurable drogadicto, incapaz de una relación sexual
normal, y mucho menos del esfuerzo necesario para violar y
condicionar a una criatura?
¿Y cómo había sabido ella quién era Lynch y
dónde lo podía encontrar ese lunes que había desaparecido?
¿Y por qué le había pedido a Lynch que se la
llevara del Hotel Weller donde estaba a salvo?
Y finalmente, ¿por qué habían muerto la
mujer gorda y su hijo, a menos que fuera para proteger y complacer
a alguien? ¿Y por qué volándoles la cara, si no era para que nadie
cuestionara el hecho de que luego, en San Francisco, mataran del
mismo modo a una chica china?
Ni siquiera se sorprendió cuando una puerta
interior se abrió. Dijo simplemente:
—Hola, Crystal.