32

Si tuvieras un poco más de tiempo. Tiempo para convencer a Laverty, hacerle ver que los habían usado a los dos...
—Dan, recuerde que Tokzek era un drogadicto. Recuerde...
El puño de Lynch le hizo tragar las palabras.
—¡Maldito traidor! Me da asco verle. —Miró a Laverty por encima de Hammett—. Será mejor que me lo dejes ahora, Dan. Ve a tu casa, usa la entrada del callejón, como hiciste al salir. Has estado ahí toda la noche. Yo me aseguraré de que esta basura reciba bien claro el mensaje para sus patrones de Chicago.
Hammett escupió sangre para poder hablar. Su voz era espesa.
—¿Por qué no me hace llevar a los Tribunales y me detiene, Lynch, si soy culpable de algo?
—Sabe muy bien por qué, Judas.
Laverty, que se movía despacio hacia las escaleras, con expresión preocupada, se detuvo.
—Quizás tenga razón, Owen. Quizás seria mejor detenerlo, en vez de acabar con él. Planeó con Pronzini la muerte de su amigo: un cargo de conspiración.
—No podemos hacerlo, Dan, aunque me gustaría. —La voz de Lynch, sus ojos, transmitían sinceridad—. ¿Qué pasaría con el futuro político de Bren si se supiera que el hombre que eligió para dirigir la limpieza del Departamento de Policía, en realidad trabajaba para las bandas del este... estaba a la espera para llenar el vacío resultante? Y si Bren cae, quiere decir que el Departamento seguirá corrupto. El Departamento que ambos queremos tanto.
Hammett no dijo nada. Si tratara de hablar, Lynch lo haría callar de todos modos. Sólo conseguiría que le rompiera la cara. Vio como su última esperanza se volvía y subía las escaleras.
—Será mejor que me dejes las llaves de las esposas. Dan.
—Oh, claro. —Laverty tiró las llaves. Parecía un muerto en vida.
—No dejes que esto te preocupe, Dan —dijo su amigo—. No fue mi intención hacerte matar a Pronzini, pero al menos nos permitió desenmascarar a este gusano a tiempo. —Tomó a Hammett del brazo—. Vamos. Adentro.
Lynch esperó que la puerta de arriba se cerrara detrás del policía antes de abrir la otra. Cuando empujó dentro a Hammett, el detective se dio cuenta de por qué había esperado. Aquello era algo que el honrado Dan Laverty no debía ver. Era lo más extraordinario que Hammett hubiera visto en su vida.
Un paraíso de sensualidad.
La inmensa y adornada cama de cuatro columnas lo dominaba todo. Tapices de seda. Tres o cuatro alfombras orientales apiladas en el suelo. Un rico damasco cubría las paredes. Una lámpara de bronce que probablemente quemara incienso. Aún quedaba en el aire un suave aroma de almizcle.
Cuadros. De Aubrey Beardsley, con su bella decadencia. Escenas ilustradas del marqués de Sade.
Y espejos. No importaba qué hiciera uno en esa inmensa cama de cuatro columnas, no habría problemas para ver cómo lo hacía.
—El cuarto lo dice todo ¿no, Lynch?
Pero la conciencia no parecía molestar a Lynch. Empujó rudamente a Hammett hacia dos arcos de bronce, a la altura de la cintura, que colgaban de unos ganchos clavados en la pared, detrás de los tapices de damasco. Lo apretó de cara contra la pared y mientras trabajaba le mantenía un hombro apoyado contra la espalda.
—Voy a sacarle una de las esposas por un momento. Me encantaría que intentara algo. Usted me causó muchísimos problemas.
Hammett se quedó quieto. Lo había invadido un curioso letargo. Sólo deseaba que terminara todo. Lynch enganchó la esposa abierta en el aro, de modo que la cadena que unía los brazaletes pasaba ahora por el aro. Cuando la esposa volvió a cerrarse el acero cortó la muñeca de Hammett.
Lynch dio un paso atrás. El brillo de sus ojos era casi demencial. Hammett no podía entender qué era lo que le había llevado hasta el borde, después de tantos años de control aparentemente rígido.
—Supongo que debiera decir que siento lo que va a ocurrirle.
—Pero no lo siente. —Hammett descubrió que su voz sonaba tranquila—. Va a disfrutarlo.
—Sí. Debo admitir que sí.
—Ahora entiendo muchas de las cosas que ocurrieron. Usó el hecho de que Molly estuviera en problemas, como medio para romper con los Mulligan y abandonarlos a su suerte con el Comité de Reforma. Finalmente, me imaginé que debía haber alguien como usted detrás de ellos, alguien de mente sutil que manejara los hilos. Los Mulligan eran demasiado primitivos. Pero ¿por qué quería verlos sucumbir? Pudo seguir manejando esta ciudad durante años, oculto tras sus...
—Era el único modo de asegurarme de la elección de Bren como gobernador. Será bueno. Y además, Boyd Mulligan es un tonto. No sabe quién soy, pero sabe que hay alguien detrás de su tío. Si Griff muriera... —Se encogió de hombros—. De este modo estoy seguro.
—Y Dios sabe que después de tantos años usted es lo suficientemente rico. —Hammett se irguió. Tenía las manos tan dormidas que ya no sentía el dolor del acero—. Y ahora entiendo por qué Vic tuvo que morir. Lo vio en el local de Pronzini y entendió el significado de su presencia allí.
—Sí.
—Y Tokzek. porque con la chica muerta en el auto habría cantado en cuanto la policía lo hubiera agarrado. Pero ¿dónde termina esto? Ahora yo...
—Usted iba a ir al Tribunal. Si Dan hubiera declarado y contado el cuento que yo le había hecho, se habría dado cuenta inmediatamente. Como lo hizo usted.
—Como lo hará el mismo Laverty algún día. Cuando se dé cuenta de que Tokzek no violó ni mató a esa chiquilla.
Mientras hablaba, Hammett miraba la puerta por la que habían entrado. ¡Entreabierta! ¿La había dejado así Lynch? No podía recordarlo. ¿O Laverty habría...?
—Va a darse cuenta de que ese tipo de crimen significa un tipo especial de enfermedad, y luego va a entender de quién se trata, y va a venir a buscarlo. O sea, que se lo puede sacrificar ¿no?
Los ojos de Lynch brillaron. Hammett volvió a preguntarse qué le habría hecho perder el control.
—Hice todo lo que pude por Dan —dijo Lynch—. Si hay que sacrificarlo... bueno...
—¿No querrá decir que le hizo de todo? ¿Cuántos años. Lynch? Con Heloise y su hermano proveyéndole chicas periódicamente y asegurándose de que desaparecieran en algún burdel del este cuando usted había terminado con ellas. Quizás al principio ni siquiera las violaba. Pero luego comenzó a hacerlo. Y a golpearlas. Y los castigos se hicieron más violentos, hasta que, finalmente, una de ellas murió. Era inevitable. ¿No se daba cuenta? —Se contestó él mismo—. No, claro que no. Pensó que sería siempre así.
—No tenía a nadie... —Lynch hablaba consigo mismo, con ojos vidriosos—. Nadie. Mi mujer muerta. Sin hijos. Las prostitutas me enferman.
—¿Pero no las chicas vírgenes que convirtió en prostitutas?
—No tenía a nadie. Pero ahora...
—Ahora puede seguir su doble vida. Y cuando la presión sea demasiado intensa, puede hacerse traer otra chica de contrabando. Aquí abajo, donde nadie pueda oírla \gritar...
—Oh, basta —dijo Lynch con impaciencia—. Eso se terminó. Totalmente. Estoy satisfecho. Y no necesito nada. Una vez que usted muera...
Hammett volvió a rechazar esa premonición de increíble maldad. Dijo:
—¿Mi muerte le pondrá fin, Lynch? ¿Y si otra sobrevive a todo lo que les hacen en los burdeles y lupanares de Chicago y vuelve tal como lo hizo Crystal? ¿Y lo llama, como lo llamó ella ese lunes? ¿Con exigencias que usted debe cumplir? Entonces ¿qué?
—No sabe de qué habla.
—Sé que usted se horrorizó al descubrir que los Mulligan no sabían dónde estaba Crystal. ¿Por eso murió Heloise, Lynch? ¿Por qué Crystal había ido a ocultarse con ella? Pero le pidió prestado el auto al Predicador, de modo que si algo salía mal lo culparan a él.
Lynch rió. Su risa no era forzada.
—Bueno, ya es suficiente, Hammett. Pensé que odiaría tener que matar a Atkinson. Pero no fue así.
—Lo sé —dijo Hammett—. Vi la cabeza.
—Así que creo que usaré el palo con usted también.
—Como lo hizo en el cementerio. Manteniéndola viva y gritando mientras usted la golpeaba...
La puerta se abrió de golpe y Dan Laverty entró dando tumbos. Miró con ojos enloquecidos los extraños aparejos; su cara parecía estúpida, arrugada, hundida, abatida, como si hubiera sufrido un ataque al corazón mientras escuchaba allí afuera.
—Owen —dijo, y hasta su voz estaba torturada—. Owen. El... Tuve que volver, tuve que escuchar... tuve que hacerlo...
—Dan, no lo entiendes...
—Yo era un policía honrado. ¡Asesiné por ti! Tú... la muchachita del auto...
Se alejó de la puerta para acercarse tambaleante a su amigo. Lynch retrocedía.
—¿Y Vic Atkinson? ¿Y la chica del cementerio? ¿Tú? ¿Esa porquería? ¿Esa podredumbre?
Lynch se apretaba contra la pared donde estaba la ornamentada cama. Diez espejos distintos lo reflejaban de diez maneras distintas. Miró a ambos lados. Laverty estaba delante de él, cerrándole el paso. Hammett sólo podía ver la maciza espalda de Laverty, pero un espejo reflejaba su expresión atónita, casi asustada.
La ira irlandesa. ¿Cómo ponerla en acción...?
Lo hizo Lynch en vez de Hammett. Trató de huir. Se despegó de la pared de un salto, tratando de alcanzar otra puerta interior que llevaba a la parte principal de la casa. Laverty le saltó encima como un gorila. Como si tuvieran voluntad propia, sus inmensas manos se cerraron alrededor de la tráquea, lo voltearon a uno y otro lado, lo aplastaron contra la pared otra vez.
—¡Owen! —gritó Laverty con voz angustiada—. No huyas de mí. Habla conmigo. Trata de hacerme entender.
Con un movimiento convulso Lynch trató de liberarse. La gruesa espalda y los hombros se pusieron tensos para transmitir a los dedos toda su fuerza. Hammett vio que la cara de Lynch se ponía abotargada y escarlata.
Lynch intentó un puñetazo pero sin éxito. Luego entrelazó las manos y trató de golpearle por entre los brazos de acero.
La rodilla derecha de Laverty se levantó dos veces entre las piernas abiertas de Lynch. Lo terrible era que el mismo Laverty gritó ambas veces, como si fuera él quien recibiera los desgarradores golpes.
La rodilla volvió a levantarse otras dos veces. Se movía por propia voluntad.
Los hombros se encorvaron más aún, contorsionados por el esfuerzo. Un ruido sordo. Otro. Un seco ruido desgarrador. Los dedos callosos casi se perdían en el grueso cuello. El cuerpo de Laverty comenzó a temblar y vibrar con el esfuerzo terrible y sostenido. Se oyó un fuerte ruido.
La pesada y atractiva cabeza de Lynch cayó a un costado. Poco a poco los dedos fueron soltando su destrozada garganta. Se abrieron. Se separaron. Sólo quedaron las marcas púrpuras claramente grabadas.
Laverty se volvió lentamente. Sus ojos recuperaban la lucidez. Detrás de él, el cadáver se deslizó por la pared como un títere. Un bulto en el suelo. Laverty no volvió la vista.
—Lo conocí durante cuarenta años. Lo quise durante cuarenta años. Era más que un hermano. ¿Entiende eso? ¿Lo entiende?
—Lo entiendo.
—Usted quiso que yo viniera a escuchar. Usted.
Con movimientos de autómata sacó la larga pistola policial con que había destrozado la columna de Egan Tokzek. Soltó el martillo.
Sus enloquecidos ojos se clavaron en los de Hammett.
—Usted —dijo.
Se metió el caño del revólver dentro de la boca y se voló la cabeza.

 

Hammett se tambaleó. Cerró los ojos con fuerza. Cuando los volvió a abrir nada había cambiado. Nadie se había ido. Y eso seguía allí. Esa maldad que había vislumbrado en el cementerio, la maldad que no había querido aceptar, diciéndose que imaginarla era el resultado de sus ocho años de detective, ocho años de brutalidad y cinismo. Y de los años posteriores, escribiendo sobre esa brutalidad y ese cinismo.
Pero no sirvió.
Demasiadas referencias, demasiadas pautas para que las ignorara un buen detective Y él, maldito sea, había sido un buen detective.
Por ejemplo, ¿por qué Crystal había comenzado a visitar tan cariñosamente a sus padres si antes los había ignorado? ¿Podría haber tenido algo que ver con que a Heloise se le hiciera cada vez más difícil y más peligroso encontrar chicas cuya desaparición no fuera notada?
¿Y por qué Crystal le había dicho que había sido Tokzek quien la iniciara hacía cuatro años, cuando el hombre ya era un incurable drogadicto, incapaz de una relación sexual normal, y mucho menos del esfuerzo necesario para violar y condicionar a una criatura?
¿Y cómo había sabido ella quién era Lynch y dónde lo podía encontrar ese lunes que había desaparecido?
¿Y por qué le había pedido a Lynch que se la llevara del Hotel Weller donde estaba a salvo?
Y finalmente, ¿por qué habían muerto la mujer gorda y su hijo, a menos que fuera para proteger y complacer a alguien? ¿Y por qué volándoles la cara, si no era para que nadie cuestionara el hecho de que luego, en San Francisco, mataran del mismo modo a una chica china?
Ni siquiera se sorprendió cuando una puerta interior se abrió. Dijo simplemente:
—Hola, Crystal.