25

—Calle Brighton —susurró la mujer sentada entre ambos hombres en el asiento delantero.
Brighton, la calle principal de Bolinas, formaba una curva alrededor de la punta de la península y terminaba en el océano.
—Señálenos el lugar —dijo Hammett.
Era una simple casa victoriana de color blanco en el medio de la manzana; la luz de gas de la esquina no dejaba ver más que los pilares del pórtico. El jardín estaba invadido de hierbajos; la casa silenciosa y oscura. Había una camioneta negra estacionada en la entrada de autos, del otro lado de una verja de madera blanca que necesitaba pintura.
—Pase de largo —dijo Hammett antes de que Harry tuviera oportunidad de frenar—. Estacione en la acera de enfrente mirando hacia aquí.
La voz balbuciente se animó.
—No vaya a lastimar a mi bebé...
—Es él quien tiene el rifle.
—Tiene sólo diecisiete años.
—La chica tenía once cuando la vendió a ese burdel de Illinois.
Heloise no respondió.
Harry detuvo el auto. Hizo ademán de descender, pero Hammett lo retuvo.
—Calles y casas, Harry. Mi tipo de caza. ¿Recuerda?
Harry hizo una mueca y asintió. Habían planeado la estrategia después que Heloise les hubo explicado cómo era la casa, pero el sudafricano aún sentía que su papel era demasiado pasivo.
La gorda dijo temblorosa:
—Mi muchacho. No le hagan daño a...
Hammett se inclinó sobre ella. El miedo irracional que le había provocado el muchacho con el rifle aún le pesaba en el estómago como una comida sin digerir.
—¡Su muchacho! —dijo con voz baja, tensa, cruel—. En el Sur a esa clase la tienen detrás de los hornos.
Se alejó sintiéndose mal. Había sido una noche destructiva y aún no había terminado.
El portón estaba abierto, el suelo del pórtico era sólido y no rechinaba al pisarlo. Había sólo una ventana abierta: la del dormitorio del segundo piso, en la que Heloise había dicho que su hijo mantenía prisionera a la china. La llave maestra de Hammett abrió la simple cerradura sin dificultad. Nada lo atacó en la oscuridad, pero cuando terminó de recorrer los cuartos de la planta baja sintió las manos pegajosas de sudor. No había modo de eludir un tiro de rifle.
Miró la hora y empezó a subir. Harry y la mujer saldrían del auto treinta segundos después.
Se detuvo con un pie en el aire. El muchacho hablaba en el piso superior. La puerta de un cuarto se cerró. Una risa ahogada, reconocible por su idiotez; luego, una voz femenina que contestaba. Parecía implorar.
Hammett levantó la cabeza lentamente por encima del nivel del suelo del corredor. Oscuridad total. Desde detrás de una puerta que no veía, oyó la voz de la chica otra vez. La risa idiota.
Harry y Heloise estarían acercándose ya; el caño del revólver de Harry hundido en el costado de la gorda.
El somier de la cama comenzó esa cadencia que es imposible confundir con otra cosa. ¿Iba o no? Sí. Subió los últimos escalones rápida y silenciosamente.
El «tempo» era más rápido, enloquecido. Tanteó el camino hasta la puerta de ese cuarto y palpó la superficie hasta darse cuenta de qué lado se abría. El crujido de una tabla del piso de abajo le avisó de que Harry y la mujer habían entrado.
El muchacho emitía ahora sonidos animales. La chica gritó, un sonido salvaje, desolado. Hammett estaba apretado contra la pared, al lado de la puerta, con la pistola en el bolsillo, la media con el peso del jabón en una mano y la linterna en la otra.
¡Tres... dos... uno... ahora!
Desde abajo llegó el espantoso alarido de Heloise. Luego otro. Un grito, una maldición dentro del cuarto.
La chica china gritó, un grito que le puso a Hammett los pelos de punta.
Ruidos de lucha abajo. Harry maldecía. Luego el grito de advertencia de la mujer.
—¡ANDY! ¡CUIDADO!
Pies desnudos que chocaban contra el suelo dentro del dormitorio. Pausa para recoger el rifle. Pies que corrían. La puerta se abrió de golpe...
Hammett ya se separaba de la pared. Blandió la cachiporra casera con el brazo derecho mientras con el izquierdo encandilaba a Andy. La media le pegó al muchacho entre los ojos, con tal fuerza, que le tiró la cabeza hacia atrás; el rifle se deslizó de entre sus dedos sin fuerzas.
Hammett lo siguió hasta el suelo con la luz de la linterna, mientras continuaba balanceando la media con el incansable ritmo del pánico. En ese momento, Crystal, dentro del cuarto, gritó:
—¡Cuidado! Tiene un rifle.
Hammett tiró la media y se irguió con la 38 en una mano para iluminar con la otra las puertas de los dormitorios. Ninguna se abrió. Andy había sido un carcelero solitario.
—¡Hammett! —gritó Harry desde abajo—. ¿Está...?
—Desmayado.
La chica china se refugió en los brazos del detective, llorando y abrazándolo; las lágrimas le bañaban la cara, y su cuerpo desnudo se apretaba contra el suyo.
—Estaba... No me dejaban... Me obligó a...
—Está bien, todo está bien ahora, tranquilízate...
La voz de Hammett era reconfortante. Trató de separarla de sí. El cuerpo de Crystal era cálido, suave y tentador.
—Ponte alguna ropa, Crystal. Nos vamos de aquí.
La acompañó al cuarto y salió al pasillo. Harry subió.
—¿Heloise se fue sin problemas? —preguntó Hammett.
—Debiera haber visto correr a la gorda —rió Harry.
—No podemos estar totalmente seguros de que no vaya a la policía —dijo Hammett—, Pero tratará de asegurarse de que nosotros tampoco lo hagamos. Volverá a buscar a Andy, así que será mejor que vuelva al auto, no sea que intente romper algo.
Hammett encendió la luz del pasillo y abrió el rifle del muchacho para quitarle las balas. Andy respiraba regularmente, aún sin recuperar el sentido.
Hammett podía oír los apagados sollozos de la muchacha mientras se movía en el cuarto.
—Estaré lista en un minuto —dijo detrás de la puerta cerrada.
Cuando salió parecía muy joven y muy frágil; tenía el largo cabello negro echado hacia atrás y sujeto con una gorra de hockey que terminaba en un incongruente pompón, vestía pantalones de tweed, zuecos y una chaqueta sport de imitación cuero, con cuello de pana. Las ropas estaban arrugadas y sucias con ese polvo espeso que se acumula en el suelo de los armarios.
Miró a Hammett, por encima del desnudo cuerpo del muchacho, con sus grandes ojos hambrientos llenos de lágrimas.
—Gracias —dijo.
El muchacho se movió y se quejó al oír su voz. Ella lo miró gravemente. Calzaba botas sport imitación yacaré de punta cuadrada.
Con toda la fuerza que pudo reunir le dio un puntapié en la sien.
—Ahora estoy lista —dijo a Hammett.
Al llegar a las escaleras pareció perder fuerzas, así que Hammett medio la guió, medio la llevó abajo, incómodamente consciente del delicado cuerpo de bellas formas escondido en esas ropas baratas.
Cuando llegó al auto, Crystal le dio las gracias a Harry con simple dignidad.
—Siento que haya escapado. Deseaba matarla.
—¿Cree que hubiera podido hacerlo, querida? —rió Harry divertido.
La sombra de una sonrisa le cubrió los labios.
—Pude haberla pateado.
—Hubieras tenido un buen blanco —dijo Hammett. A Harry le dijo—: ¿Cómo hizo para que gritara tan a tiempo?
—Le clavé el cuchillo en el trasero. Podría habérselo clavado veinte centímetros sin tocar hueso.
Cuando volvían a Sausalito, Crystal se quedó dormida. Hammett se sacó dos astillas de madera de su pullóver de lana, preguntándose cómo conseguiría sonsacarle toda la ver dad. Todo se había complicado otra vez.

 

Amanecía del otro lado de los cerros de Oakland cuando el ferry de las cuatro y media se abrió paso hacia la escollera de la calle Hyde. La luz suavizaba el duro granito gris y el cruel amarillo de las barracas disciplinarias cuando pasaron por Alcatraz. Hammett tenía los ojos irritados y bostezaba. Había sido una noche atroz.
Crystal se colgaba de él como una niñita cuando descendieron por la gastada plancha de madera del muelle; su cabeza colgaba sobre el brazo de Hammett como la de un títere. El pompón de la gorra le llegaba al hombro.
—¿Te persigue la mafia? —le preguntó Hammett—. Debo saberlo.
Los ojos de Crystal se llenaron de miedo. Arrancó los dedos, pequeñitos como los de una niña, de la mano de él.
—Molly dijo algo acerca de un problema en el este.
—¿Molly? Pero Molly está escondida donde ni siquiera yo...
—La encontré.
Caminaron una manzana hasta Polk, donde el primer tranvía 19 esperaba para empezar el recorrido. Uno de los rubicundos guardas italianos les cobró el billete y se alejó. El otro manipuló los controles que hicieron subir el vehículo por la calle con gran energía.
Crystal dijo, con ojos repentinamente grandes y lastimeros:
—¿Puedo quedarme con Molly?
—La encontré —repitió Hammett.
—Oh —dijo con un hilo de voz—. Tiene razón. Si me encuentran otra vez, me matan.
—¿La gorda y el chico retardado? —Hammett sacudió la cabeza—. Están corriendo todavía.
—Quienes les dijeron que me tuvieran prisionera.

 

Bajaron en la calle Sutter. Hammett descubrió que le resultaba agradable caminar de la mano con esta criatura. Su repentina alegría era contagiosa. Se encontró balanceando el brazo en grandes arcos.
—¿Adónde me lleva?
—A un hotel. —Luego, viendo su expresión de alarma, agregó—: No temas. Eres demasiado delgaducha.
Crystal rió.
—Usted no se queda corto.
—Seré delgado, pero muy fuerte. Aquí giramos.
Entraron por la puerta que conducía al sótano, a ras de la acera, y bajaron los escalones hasta un angosto corredor de cemento que se extendía a lo largo del edificio. Cruzaron varios patios cerrados. Traspusieron una puerta lateral, bajaron más escalones de cemento y cruzaron el sótano. Otra puerta los llevó a un patio cerrado, detrás de un edificio de tres pisos.
—Ahora subimos, querida.
Hammett usó una llave para abrir la puerta de emergencia. Unos escalones de madera de caracol los llevaron hacia arriba. Usó otra vez la llave en el primer rellano y quedaron en la planta alta del edificio. En la mitad del corredor, que corría paralelo a la calle Post, Hammett tocó el timbre que había bajo un letrero de madera que decía OFICINA. La mitad superior de la puerta se abrió. Apareció una mata de despeinado cabello blanco y unos ojos negros alertas.
—Tengo una fugitiva desesperada que esconder. Pop —dijo Hammett.