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—Calle Brighton —susurró la mujer sentada
entre ambos hombres en el asiento delantero.
Brighton, la calle principal de Bolinas,
formaba una curva alrededor de la punta de la península y terminaba
en el océano.
—Señálenos el lugar —dijo Hammett.
Era una simple casa victoriana de color
blanco en el medio de la manzana; la luz de gas de la esquina no
dejaba ver más que los pilares del pórtico. El jardín estaba
invadido de hierbajos; la casa silenciosa y oscura. Había una
camioneta negra estacionada en la entrada de autos, del otro lado
de una verja de madera blanca que necesitaba pintura.
—Pase de largo —dijo Hammett antes de que
Harry tuviera oportunidad de frenar—. Estacione en la acera de
enfrente mirando hacia aquí.
La voz balbuciente se animó.
—No vaya a lastimar a mi bebé...
—Es él quien tiene el rifle.
—Tiene sólo diecisiete años.
—La chica tenía once cuando la vendió a ese
burdel de Illinois.
Heloise no respondió.
Harry detuvo el auto. Hizo ademán de
descender, pero Hammett lo retuvo.
—Calles y casas, Harry. Mi tipo de caza.
¿Recuerda?
Harry hizo una mueca y asintió. Habían
planeado la estrategia después que Heloise les hubo explicado cómo
era la casa, pero el sudafricano aún sentía que su papel era
demasiado pasivo.
La gorda dijo temblorosa:
—Mi muchacho. No le hagan daño a...
Hammett se inclinó sobre ella. El miedo
irracional que le había provocado el muchacho con el rifle aún le
pesaba en el estómago como una comida sin digerir.
—¡Su muchacho! —dijo con voz baja, tensa,
cruel—. En el Sur a esa clase la tienen detrás de los hornos.
Se alejó sintiéndose mal. Había sido una
noche destructiva y aún no había terminado.
El portón estaba abierto, el suelo del
pórtico era sólido y no rechinaba al pisarlo. Había sólo una
ventana abierta: la del dormitorio del segundo piso, en la que
Heloise había dicho que su hijo mantenía prisionera a la china. La
llave maestra de Hammett abrió la simple cerradura sin dificultad.
Nada lo atacó en la oscuridad, pero cuando terminó de recorrer los
cuartos de la planta baja sintió las manos pegajosas de sudor. No
había modo de eludir un tiro de rifle.
Miró la hora y empezó a subir. Harry y la
mujer saldrían del auto treinta segundos después.
Se detuvo con un pie en el aire. El muchacho
hablaba en el piso superior. La puerta de un cuarto se cerró. Una
risa ahogada, reconocible por su idiotez; luego, una voz femenina
que contestaba. Parecía implorar.
Hammett levantó la cabeza lentamente por
encima del nivel del suelo del corredor. Oscuridad total. Desde
detrás de una puerta que no veía, oyó la voz de la chica otra vez.
La risa idiota.
Harry y Heloise estarían acercándose ya; el
caño del revólver de Harry hundido en el costado de la gorda.
El somier de la cama comenzó esa cadencia
que es imposible confundir con otra cosa. ¿Iba o no? Sí. Subió los
últimos escalones rápida y silenciosamente.
El «tempo» era más rápido, enloquecido.
Tanteó el camino hasta la puerta de ese cuarto y palpó la
superficie hasta darse cuenta de qué lado se abría. El crujido de
una tabla del piso de abajo le avisó de que Harry y la mujer habían
entrado.
El muchacho emitía ahora sonidos animales.
La chica gritó, un sonido salvaje, desolado. Hammett estaba
apretado contra la pared, al lado de la puerta, con la pistola en
el bolsillo, la media con el peso del jabón en una mano y la
linterna en la otra.
¡Tres... dos... uno... ahora!
Desde abajo llegó el espantoso alarido de
Heloise. Luego otro. Un grito, una maldición dentro del
cuarto.
La chica china gritó, un grito que le puso a
Hammett los pelos de punta.
Ruidos de lucha abajo. Harry maldecía. Luego
el grito de advertencia de la mujer.
—¡ANDY! ¡CUIDADO!
Pies desnudos que chocaban contra el suelo
dentro del dormitorio. Pausa para recoger el rifle. Pies que
corrían. La puerta se abrió de golpe...
Hammett ya se separaba de la pared. Blandió
la cachiporra casera con el brazo derecho mientras con el izquierdo
encandilaba a Andy. La media le pegó al muchacho entre los ojos,
con tal fuerza, que le tiró la cabeza hacia atrás; el rifle se
deslizó de entre sus dedos sin fuerzas.
Hammett lo siguió hasta el suelo con la luz
de la linterna, mientras continuaba balanceando la media con el
incansable ritmo del pánico. En ese momento, Crystal, dentro del
cuarto, gritó:
—¡Cuidado! Tiene un rifle.
Hammett tiró la media y se irguió con la 38
en una mano para iluminar con la otra las puertas de los
dormitorios. Ninguna se abrió. Andy había sido un carcelero
solitario.
—¡Hammett! —gritó Harry desde abajo—.
¿Está...?
—Desmayado.
La chica china se refugió en los brazos del
detective, llorando y abrazándolo; las lágrimas le bañaban la cara,
y su cuerpo desnudo se apretaba contra el suyo.
—Estaba... No me dejaban... Me obligó
a...
—Está bien, todo está bien ahora,
tranquilízate...
La voz de Hammett era reconfortante. Trató
de separarla de sí. El cuerpo de Crystal era cálido, suave y
tentador.
—Ponte alguna ropa, Crystal. Nos vamos de
aquí.
La acompañó al cuarto y salió al pasillo.
Harry subió.
—¿Heloise se fue sin problemas? —preguntó
Hammett.
—Debiera haber visto correr a la gorda —rió
Harry.
—No podemos estar totalmente seguros de que
no vaya a la policía —dijo Hammett—, Pero tratará de asegurarse de
que nosotros tampoco lo hagamos. Volverá a buscar a Andy, así que
será mejor que vuelva al auto, no sea que intente romper
algo.
Hammett encendió la luz del pasillo y abrió
el rifle del muchacho para quitarle las balas. Andy respiraba
regularmente, aún sin recuperar el sentido.
Hammett podía oír los apagados sollozos de
la muchacha mientras se movía en el cuarto.
—Estaré lista en un minuto —dijo detrás de
la puerta cerrada.
Cuando salió parecía muy joven y muy frágil;
tenía el largo cabello negro echado hacia atrás y sujeto con una
gorra de hockey que terminaba en un incongruente pompón, vestía
pantalones de tweed, zuecos y una chaqueta sport de imitación
cuero, con cuello de pana. Las ropas estaban arrugadas y sucias con
ese polvo espeso que se acumula en el suelo de los armarios.
Miró a Hammett, por encima del desnudo
cuerpo del muchacho, con sus grandes ojos hambrientos llenos de
lágrimas.
—Gracias —dijo.
El muchacho se movió y se quejó al oír su
voz. Ella lo miró gravemente. Calzaba botas sport imitación yacaré
de punta cuadrada.
Con toda la fuerza que pudo reunir le dio un
puntapié en la sien.
—Ahora estoy lista —dijo a Hammett.
Al llegar a las escaleras pareció perder
fuerzas, así que Hammett medio la guió, medio la llevó abajo,
incómodamente consciente del delicado cuerpo de bellas formas
escondido en esas ropas baratas.
Cuando llegó al auto, Crystal le dio las
gracias a Harry con simple dignidad.
—Siento que haya escapado. Deseaba
matarla.
—¿Cree que hubiera podido hacerlo, querida?
—rió Harry divertido.
La sombra de una sonrisa le cubrió los
labios.
—Pude haberla pateado.
—Hubieras tenido un buen blanco —dijo
Hammett. A Harry le dijo—: ¿Cómo hizo para que gritara tan a
tiempo?
—Le clavé el cuchillo en el trasero. Podría
habérselo clavado veinte centímetros sin tocar hueso.
Cuando volvían a Sausalito, Crystal se quedó
dormida. Hammett se sacó dos astillas de madera de su pullóver de
lana, preguntándose cómo conseguiría sonsacarle toda la ver dad.
Todo se había complicado otra vez.
Amanecía del otro lado de los cerros de
Oakland cuando el ferry de las cuatro y media se abrió paso hacia
la escollera de la calle Hyde. La luz suavizaba el duro granito
gris y el cruel amarillo de las barracas disciplinarias cuando
pasaron por Alcatraz. Hammett tenía los ojos irritados y bostezaba.
Había sido una noche atroz.
Crystal se colgaba de él como una niñita
cuando descendieron por la gastada plancha de madera del muelle; su
cabeza colgaba sobre el brazo de Hammett como la de un títere. El
pompón de la gorra le llegaba al hombro.
—¿Te persigue la mafia? —le preguntó
Hammett—. Debo saberlo.
Los ojos de Crystal se llenaron de miedo.
Arrancó los dedos, pequeñitos como los de una niña, de la mano de
él.
—Molly dijo algo acerca de un problema en el
este.
—¿Molly? Pero Molly está escondida donde ni
siquiera yo...
—La encontré.
Caminaron una manzana hasta Polk, donde el
primer tranvía 19 esperaba para empezar el recorrido. Uno de los
rubicundos guardas italianos les cobró el billete y se alejó. El
otro manipuló los controles que hicieron subir el vehículo por la
calle con gran energía.
Crystal dijo, con ojos repentinamente
grandes y lastimeros:
—¿Puedo quedarme con Molly?
—La encontré —repitió Hammett.
—Oh —dijo con un hilo de voz—. Tiene razón.
Si me encuentran otra vez, me matan.
—¿La gorda y el chico retardado? —Hammett
sacudió la cabeza—. Están corriendo todavía.
—Quienes les dijeron que me tuvieran
prisionera.
Bajaron en la calle Sutter. Hammett
descubrió que le resultaba agradable caminar de la mano con esta
criatura. Su repentina alegría era contagiosa. Se encontró
balanceando el brazo en grandes arcos.
—¿Adónde me lleva?
—A un hotel. —Luego, viendo su expresión de
alarma, agregó—: No temas. Eres demasiado delgaducha.
Crystal rió.
—Usted no se queda corto.
—Seré delgado, pero muy fuerte. Aquí
giramos.
Entraron por la puerta que conducía al
sótano, a ras de la acera, y bajaron los escalones hasta un angosto
corredor de cemento que se extendía a lo largo del edificio.
Cruzaron varios patios cerrados. Traspusieron una puerta lateral,
bajaron más escalones de cemento y cruzaron el sótano. Otra puerta
los llevó a un patio cerrado, detrás de un edificio de tres
pisos.
—Ahora subimos, querida.
Hammett usó una llave para abrir la puerta
de emergencia. Unos escalones de madera de caracol los llevaron
hacia arriba. Usó otra vez la llave en el primer rellano y quedaron
en la planta alta del edificio. En la mitad del corredor, que
corría paralelo a la calle Post, Hammett tocó el timbre que había
bajo un letrero de madera que decía OFICINA. La mitad superior de
la puerta se abrió. Apareció una mata de despeinado cabello blanco
y unos ojos negros alertas.
—Tengo una fugitiva desesperada que
esconder. Pop —dijo Hammett.