30
La bruma empujada por el viento se le filtró
por el abrigo cuando Hammett se apeó del tranvía en la avenida
Presidio. Se quedó mirando a través de las ornamentadas puertas de
hierro: la niebla cubría la ondulante extensión verde del
cementerio de Laurel Hill. Un escalofrío, tanto físico como mental,
lo recorrió. Cruzó la calle. Una forma gruesa se materializó a su
lado.
—¿Por qué será que estos hijos de perra
tienen tanto amor por lo dramático? —quiso saber Wright. Fumaba un
Fátima.
—¿La dejaron en el cementerio?
El tono de la voz de Hammett hizo que el
detective se volviera a mirarlo, pero sólo dijo que sí y luego le
indicó el camino.
Siguieron el sendero de grava reservado para
los coches fúnebres, luego cortaron por una senda de tierra. Jimmy
Wright usaba una linterna de mano, especial para la niebla. A sus
espaldas, Hammett tropezaba y maldecía, con las manos bien hundidas
en los bolsillos.
—Conductores de tranvías —dijo Wright por
encima del hombro—. Les sobraba tiempo, así que pararon para fumar.
De otro modo no la hubieran oído, y no la hubieran encontrado hasta
después del fin de semana.
—¿Quieres decir que la mataron aquí?
—Sí. Gritó durante cinco minutos, de acuerdo
con los testigos. Casi habían llegado cuando oyeron el tiro.
Unas gotas de humedad caían del sombrero y
del bigote de Hammett.
—¿Un solo tiro?
Pisaban las flores aromáticas amontonadas en
el sendero. Jimmy Wright resbaló y dijo una soez palabra.
—Usaron los dos caños al mismo tiempo.
Rifle. Pienso que habrá sido un hombre grandote, para aguantar la
sacudida.
El sendero hacía un ángulo entre dos negros
cipreses, flacos como perros abandonados. Esta parte del cementerio
estaba cubierta de hierbajos y tumbas descuidadas.
—¿A qué hora ocurrió todo esto?
—Háce poco más de una hora. —El detective
alumbró el reloj de pulsera para confirmarlo.
—Y Laverty estaba...
—¡Maldita sea! No lo sé con seguridad, Dash.
Uno de mis hombres se quedó allí hasta última hora, pero hay un
callejón que corre paralelo a la calle donde vive, así que pudo
haberse escapado por la puerta de atrás en cualquier momento. Dejé
encargado que cuando llame debe ir a golpear la puerta de Laverty y
ver si está en la casa. Pero eso tampoco va a probar nada.
Llegaron, guiados por las luces de varios
patrulleros que buscaban huellas. Dos detectives de Homicidios
estaban a un lado, con las manos en los bolsillos y los sombreros
echados hacia atrás. Hammett no conocía a ninguno de los dos.
Tanto él como Wright estaban mojados hasta
las rodillas. Entre las viejas tumbas y las decoradas lápidas, la
bruma formaba siluetas palpables, como brujas que escaparan a la
madrugada. Justo al lado de una alta tumba de mármol en que estaban
grabadas las fechas 1831-1893, había un obelisco de mármol blanco
derribado en el seísmo de 1906. A los costados, dos cilindros
quebrados de mármol oscuro.
La muchachita china estaba tirada boca abajo
frente al obelisco. Tenía un brazo bajo el cuerpo y la pequeña mano
infantil se curvaba formando una copa. La sangre de su cabeza
destrozada cruzaba el mármol y le llenaba la mano. El otro brazo
estaba extendido. Hammett reconoció los pantalones de tweed, los
calcetines y la chaqueta sport de cuero. Las piernas estaban lo
bastante separadas para ver que los pantalones estaban manchados
entre los muslos.
Hammett se agachó sobre el cuerpo. Apoyó los
dedos entre las piernas y olió. Orín. Riñón vaciado en el momento
de la muerte. ¿Violada? No había manera de saberlo toda vía. Se dio
cuenta, con un repentino amago de náusea, de que los miembros de la
muchacha caían extrañamente sobre el contorno de la rígida piedra
sobre la que yacía. Apoyó una mano sobre el cuerpo.
—¡Eh! —Uno de los tipos de Homicidios sacó
las manos de los bolsillos—. Los del Cuerpo Médico no la han visto
aún.
—Verla no va á devolverle la vida —dijo
Jimmy Wright.
Hammett apartó la mano, cruzó los brazos
alrededor de las rodillas y se quedó agachado con el mentón apoyado
sobre una rodilla y expresión pensativa. Sin levantar la vista
dijo:
—La golpearon con un palo de béisbol. No es
de extrañar que haya gritado tanto.
Movió el cadáver lo necesario para poder
echar una mirada a la cara escondida por el brillante cabello color
caoba.
Suspiró, se puso de pie y distraídamente se
limpió la mano en el abrigo; luego la apoyó sobre una lápida. El
mármol estaba helado. Los tipos de Homicidios se habían quedado
quietos y tensos cuando Hammett miró lo que había sido la cara de
la chica. Destrozada hasta el cuero cabelludo, sólo quedaban hueso
y carne roja.
—Lepra galopante —dijo Hammett con estudiada
indiferencia. Los detectives perdieron interés cuando no vomitó ni
se puso pálido. Dijo—: Se llamaba Crystal Tam o Liban Fong, según
los casos. Habrá que notificar a los padres, de nombre Fong, que
viven en el Barrio Chino...
Cuando Hammett y Jimmy Wright llegaron al
lugar donde el sendero separaba los dos cipreses, se detuvieron y
miraron hacia atrás. La muchacha era una muñeca de trapo, tirada
descuidadamente contra los caídos monumentos de mármol. Una
madrugada gris y húmeda había despejado la niebla lo suficiente
para dejar ver, del otro lado del cementerio, la suave bajada de la
montaña Lone y la simple cruz blanca que había en la cima.
La cruz era casi invisible contra el plomizo
cielo matutino.
—Qué horrible modo de morir —dijo
Wright.
—Dime alguno que no lo sea.
Necesitaba un trago. Necesitaba muchos
tragos. Vic Atkinson. Crystal Tam. Y Hammett en su casa, jugando a
ser escritor, en vez de estar en la calle, el lugar de un
detective. Hasta este momento pensó que lo tenía todo muy claro,
pero ahora...
¡Dios mío! A menos que... Pero eso era una
maldad increíble. Si...
Necesitaba muchísimos tragos.
—Maldito hijo de perra —dijo Hammett con voz
clara.
—Sam, por favor.
Inclinó la botella, luego el brazo cayó
muerto. La vacía botella de litro rodó por la alfombra.
—Sam, no debes culparte por... —comenzó
Goodie otra vez.
La miró, tenía los párpados pesados. Trató
de sonreír. Los labios no le respondieron. Estaban azules y como de
hielo.
—No culparme... ¿a quién entonces?
—Si ella misma llamó al hombre que lo
hizo...
—Debí haber sabido que lo iba a llamar. —Se
le cerraron los párpados; los abrió de pronto para mirarla con ojos
de búho—. Te descubrí, ¿eh?
—Sam, no sé de qué hablas. Te haré
café.
—Nada de café. «Hooch». ¿Sabes de dónde
viene esa palabra? De los indios Hoochinoo de Alaska, que destilan
bebidas, como los traficantes. Una vez estuve internado con un tipo
de Alaska. Whitey...
Cuando Goodie volvió dos minutos después con
una humeante taza de café, Hammett roncaba. Lo despertó e hizo que
se pusiera de pie; con piernas temblorosas intentó bailar con ella,
hasta que cayó de bruces sobre la cama, tirándola también a ella
con gran revuelo de ropas. Comenzó a roncar.
Goodie se quedó mirándolo, mientras la
expresión de su cara denotaba al mismo tiempo pena, indignación,
amor.
—Oh, Sam —sollozó—. ¿Por qué?
Hammett volvió la cabeza lo bastante para
abrir un ojo y mirarla.
—¿Por qué? Leyó en el diario lo de la chica
china en el auto de Tokzek. Es por eso. Lo leyó y creyó que lo
tenía. Le dijo mentiras a Molly, se escondió en un lugar seguro, se
puso en contacto, con él. Lo tenía en sus manos. En vez de eso él
la mató.
—Sam, ¿no deberías dormir?
—Dormir. Recuerda, la chica muerta en el
auto es la clave. Clave de todo el asunto. Violada.
¿Entiendes?
Comenzó a roncar otra vez.
Voces al lado de la cama; hablaban a su
alrededor como si estuviera muerto. A su alrededor y sobre él y a
través de él, como hacen los padres cuando uno es chico. Como si
uno no pudiera oír, entender o razonar porque es pequeño.
O está borracho.
O enfermo.
Almidonados delantales blancos. Olor a éter
y desinfectante, esto no dolerá mucho, sólo un poquito, por amor de
Dios qué está haciendo, atractiva pelirroja de Butte, Montana,
cásate con esa chica, Josie. Ah, maldición. Josie. Todo arruinado,
todo.
Hablando alrededor de él sobre él y a través
de él con el médico.
Al día siguiente el consultorio. El desierto
brillante del calor, calcinando las impurezas.
—¿Tengo sólo un año de vida, doctor?
—Ejem. Nunca se está seguro con la
tuberculosis, sargento Hammett, pero las indicaciones...
—Entonces me voy del hospital...
—Pero sin cuidados apropiados... a medida
que la enfermedad invade los pulmones.
—No me importa morir, doctor. Sólo que no
quiero morir aquí.
Abrió los ojos y miró el cielo raso. La luz
de la calle proyectaba los dibujos de la cortina sobre el yeso. La
chica china estaba muerta. Vic Atkinson estaba muerto. Increíble
maldad.
—¿Dónde está esa botella?
—Sam, por favor...
—Dame esa botella, maldita sea. Sé lo que
hago.
La voz de Jimmy Wright sonó burlona:
—Dele su maldita botella. Sólo sirve para
chupar de ella.
Con un esfuerzo, Hammett se sentó. Miró al
detective. Este le devolvió la mirada. Goodie puso la botella en la
mano de Hammett.
—¿Cuánto hace que está así? —dijo el
detective.
—Desde la tarde. Fue lo mismo cuando murió
Vic Atkinson.
Toca el tambor suavemente y las flautas con
lentitud. Toca la marcha fúnebre mientras lo llevan. Se llevó la
botella a los labios.
—Sí, es un tesoro —dijo el detective.
Hammett se quitó la botella de los
labios.
—Muérete, Jimmy Wright —dijo con toda
claridad.
—¿Eso soluciona algo?
Ya lo verían. Los dos. Como se lo había
demostrado a Josie cuando lo acosaba. Bebió largos tragos.
El estómago trató de rechazarlo, vomitarlo,
pero Hammett sólo se detuvo cuando comenzó a ahogarse, aun cuando
Goodie gritaba angustiada:
—Oh, Dios mío, Sam, te vas a matar.
—No te preocupes por mí, hermana —rió
tontamente—. Te conseguiste un tío con mucha plata, yo tengo mujer
y dos hijas que se preocupan por mí. Josie. Josie sí que es toda
una mujer...
Calló porque Goodie lo miraba con grandes
ojos aterrorizados. Se volvió a Jimmy.
—¿Es... es cierto? ¿Mujer? ¿Mujer e
hijos?
Wright no dijo nada.
Se puso pálida.
—Pero... Sam. Anoche yo no... Porque yo...
tú... Pensé...
Salió del cuarto a ciegas atravesando el
umbral y no la pared sólo por instinto; tenía los ojos
cerrados.
El detective sacudió la cabeza.
—Espero que sepas lo que haces, Dash.
—Tenía que hacerlo alguna vez.
—No era el momento apropiado. Y tus modales.
¿Qué es eso de que la clave de todo es la chica china que
encontraron muerta en el auto de Tokzek?
—¡Golpeada y violada! —Hammett se sentía
deliciosamente somnoliento. Una buena noche de descanso y estaría
como nuevo.
—No te entiendo.
—Piensa en esto, entonces. Crystal jamás
trabajó en la pensión de la calle State. Su inglés es demasiado
bueno. Mantenida durante un par de años. Inteligente. Escuchó y
aprendió. Chicago quizá, por qué no. Pero...
Se cayó de espaldas sobre la cama. La cabeza
resonó contra la pared. Con ruido similar la botella dio contra el
suelo. La botella vacía. Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados,
como si se hubiera desmayado otra vez.
Borracho sólo en apariencia. En apariencia
solamente. Me gustaría tener la cabeza vacía como la botella.
Espero que sepas lo que haces, Dash.
Lo sabía. Se estaba muriendo. Muriendo con
las tripas podridas, la cabeza que no estaba vacía, un matrimonio
fracasado y un montón de novelas que jamás escribiría.
Cabeza llena de ideas, pensamientos,
intuiciones y temores confusos.
Llena de hechos, además. Hechos sobre la
trampa tendida a Hymie Weiss en 1926, por ejemplo. Habían visto a
Capone en mil lugares durante los dos días en que, según Crystal,
había estado encerrado en esa pensión. De modo que... la historia
había sido falsa. ¿Por qué? ¿Qué ocultaba?
No había modo de saberlo ahora.
Crystal. Pensaste que podías hacerlo a tu
modo. Que él...
El. No sabía quién era. No estaba seguro.
Pocas pistas. Echarpe de seda y no de lana. Dan Laverty haciendo lo
que probablemente había hecho, empujado por... ¡Dios, el control del hombre!
Mañana. Pronto seria mañana y podría decidir
si la maldad que creía inexistente realmente existía.
Mañana. No quedaba nadie más para morir esta
noche. ¿O sí?
Cuando volvió a despertarse, hacia frió y
estaba oscuro: una de esas horas de la madrugada en que los
enfermos mueren en sus camas. Oscuro. Frío. ¡Dios, qué frío! Pero
algún ángel guardián le ponía entre los labios el delicioso cuello
de una botella.
Lo chupó sediento. Pero no salió whisky. En
cambio saboreó el metal.
El caño de un revólver metido tan hondo que
le tocaba la campanilla y le daba náuseas.
Luego una voz en la oscuridad. No lo sor
prendió. Y de algún modo, aunque no tenía nada que ver con el dueño
de la voz, supo que estaba en lo cierto, y que todo el whisky del
mundo no podía ahogar esa seguridad.
La voz gruñó:
—Vamos, muchachito vivo, muévete. Estás
fuera de tiempo ya.