22

Vic Atkinson había estado en lo cierto: la noche del lunes había mucho trabajo en el local de Dom Pronzini. Aunque era última hora de la noche, el lugar estaba lleno en un setenta y cinco por ciento y los dos camareros transpiraban sirviendo copas a diestra y siniestra. El globo de espejos multifacéticos giraba solemnemente; unos focos de colores derramaban manchas, puntos y rayas de distinto tinte sobre la cara de los bailarines. Sobre una plataforma, una orquesta de negros importada directamente, y a muy alto costo, de Harlem, acompañaba a una cantante que usaba el lenguaje corporal al interpretar Enloqueciéndome.
El sudoroso negro que dirigía el conjunto intentó hacer uno de esos vibrantes solos de corneta con que Father Dip desafiaba a King Oliver en Nueva Orleans, pero lo único que salió fue aire. ¿A quién le importaba? Había gran cantidad de bebida y dinero, y las chicas habían dejado su faja en el lavabo para poder bailar el shimmy, el black bottom y el Charleston con verdadero abandono.
Cuando faltaban exactamente diecisiete minutos para las dos de la mañana, la puerta de la calle se abrió para dar paso a Dashiell Hammett. Vestía chaqueta gris con tres botones y pantalones negros con el pliegue bien marcado. Los zapatos negros estaban recién lustrados. Se apoyó ligeramente en el bastón de ébano que llevaba en la mano derecha mientras le decía al portero de cara morena qué era lo que quería.
—El bar está allá, señor.
—Muchas gracias, buen hombre.
Hammett hablaba con la cuidadosa dicción de alguien cuyo estado hace que el término «borrachera» sea non sequitur. Sus ojos estaban un poco vidriosos, velados, como los de un halcón en acecho. Apoyó el bastón en el bar y puso el sombrero al lado, recién planchado y con banda nueva. El barman se limpió las manos en el delantal.
—Sí, señor. En qué puedo...
Se interrumpió cuando el atento Pronzini, del otro lado del mostrador, dijo:
—¡Bendito sea Dios! ¡Míster Hammett! ¡Caramba, qué alegría!
Hammett lo saludó con cortesía.
—Dom. —Arrastraba las palabras ligeramente—. Creo que tomaré Dunbar con...
—Para usted, sin cargo, míster Hammett. —Le hizo un gesto al barman—. Tony, Dunbar. Trae la botella.
La cantante empezó «Oh Papaíto», que había popularizado Ethel Waters. No tenía la voz de la Waters ni tampoco su estilo, pero la mitad que sobresalía del vestido rojo aparentemente compensaba la diferencia.
Tony trajo las copas. Hammett estaba de espaldas al salón. La cara de Pronzini estaba iluminada por una amplia sonrisa que dejaba al descubierto sus grandes dientes manchados.
—Así, míster, Hammett, que ha vuelto usted al juego de investigar. Papá dice que usted es el mejor. Salió de la cárcel hace dos años y... no ve la hora de encontrarse con usted otra vez.
—En aquellos días trabajaba por un sueldo, Dom. —Hizo un silencioso brindis y bebió el whisky de un trago—. Es un poco distinto ahora.
Pronzini asintió. Se acercó a Hammett de modo que sus hombros se tocaron.
—Quiere decir ese amigo suyo. Ese tipo Atkinson. Una mala pasada.
Sin mirar al italiano, Hammett dijo con voz suavizada por el alcohol:
—¿A qué hora vino esa noche, Dom?
—¿Aquí? ¿Aquí? ¿Esa noche? —Pronzini se irguió como si estuviera perplejo. Dijo humildemente—: Bueno, caramba, mister Hammett. Pudo haber estado aquí quizás. Pero usted ve qué lleno...
—Como la morgue esa noche, Dom.
Aún inclinado sobre el bar, Hammett se volvió a servir. Un whisky excelente.
—¡Bueno, mister Hammett, aun así! No lo conocía...
—Tomó un par de tragos con él, Dom. —Levantó el vaso como si lo estuviera exhibiendo—. Como nosotros esta noche.
Los joviales ojos del italiano se entrecerraron.
—No estoy seguro de que me guste lo que dice, mister Hammett.
Hammett lo miró a la cara por vez primera. Faltaban cuatro minutos para las dos. Su voz era ligeramente sugestiva.
—¿Quién lo mató, Dom?
—¡Ja! —Pronzini sacudió la cabeza como si estuviera atónito y al mismo tiempo hizo un gesto para llamar al barman—. No está bien, mister Hammett, que venga a tratar de involucrarme de este modo. Tomemos una copa y luego será mejor que se vaya.
El mozo estaba de pie frente a ellos, con las manos sobre el barnizado mostrador.
—¿Sí, mister Pronzini?
—Mister Hammett quiere uno para el viaje, Tony. Llévate este pis y tráenos una botella del genuino. El genuino. ¿De acuerdo?
—Sí, mister Pron...
—No, gracias, Dom. —Hammett se había alejado del mostrador un paso. Su postura era idéntica a la del barman; la mano derecha a menos de dos centímetros del pesado bastón de ébano.
—Tony —dijo Pronzini con voz sin inflexiones.
El barman tenía la mano a unos veinte centímetros de la botella de Dunbar cuando Hammett entró en acción. Ningún borracho se movió jamás tan rápidamente. El bastón estalló contra la mano de Tony. Este gritó y trató de apartarla. Hammett se apoyó sobre el bastón con toda su fuerza, aplastando la mano atrapada.
—Sin drogas, Dom. Ni cuartos privados. Conmigo no. —Levantó el bastón y señaló al guardaespaldas moreno que desenfundaba el revólver que llevaba debajo del brazo izquierdo—. Sin armas, Dom. O le aplasto la cabeza a usted antes.
Pronzini, con un gesto, ordenó al hombre que se alejara. El barman se había desplomado contra las botellas, apretándose la mano destrozada. Pronzini giró la cabeza en dirección a la orquesta, más allá de la clientela repentinamente silenciosa, que estaba igualmente quieta.
—¡Toquen algo, malditos negros! —vociferó.
El pianista comenzó una rápida improvisación de Cementery Blues. El tambor y las trompetas se le unieron. Se adaptaron al ritmo del vocalista.
—Diviértanse, amigos —gritó Pronzini—, No es más que un chiste.
Las caras se volvieron, y perdieron la expresión de curiosidad. Los cuerpos comenzaron a moverse al ritmo de la música. Alguien rió. Se rompió un vaso. Otros comenzaron a bailar en la pista. Pronzini se volvió hacia Hammett con la cara peligrosamente teñida de rojo.
—¿Cómo se imagina que saldrá vivo de aquí, muchacho?
—Con los pies hacia adelante como Vic, no, eso es seguro. —La sonrisa no le alcanzó más que a los músculos que tenía alrededor de la boca—. Yo estaba fuera en el callejón, Dom, cuando lo sacaron. Tenía la cabeza como una calabaza.
—Sí —dijo Pronzini con voz suave pero furiosa.
Un segundo guardaespaldas había salido de la separación entre las cortinas. Pronzini miró a Hammett con una expresión de triunfo que daba crueldad a su mirada. No faltaban más que doce segundos para las dos.
—Va a ir conmigo al cuarto de atrás, Hammett, y luego...
La puerta de entrada saltó de las bisagras con un tremendo estruendo y se hizo añicos contra la espalda del guardaespaldas moreno, que cayó de cara contra el suelo; tenía la cabeza ensangrentada. Una mujer pegó un alarido, estridente como un silbato.
Un inmenso chino calvo corrió con paso ligero sobre la espalda del gorila caído. Llevaba zapatillas y pantalones de lona gris, pero no camisa. Sobre el inmenso torso desnudo había gotas de sangre del gorila caído. En la mano derecha sostenía un hacha brillante, afilada como una navaja. Tenia ojos de loco; emitía gritos espantosos y sacaba espuma por la boca.
A medida que se deslizaba hacia el centro de la pista de baile, la gente se echaba hacia atrás con cara de indescriptible terror. Hammett pensó que lo estaba haciendo maravillosamente bien. El hacha marcaba letales arcos en el aire.
Pero con una maldición entre dientes, el otro guardaespaldas reaccionó. Sus manos fueron prontas en busca de la pistola. Al hacerlo, otros dos increíbles gigantes aparecieron silenciosamente por la separación de las cortinas que él mismo había usado para entrar. Vestían camisas de algodón, amplias, atadas a la cintura sobre el pantalón de lona.
En el momento en que sacaba la pistola de la funda, lo atacaron desde atrás. El guardaespaldas dio contra el suelo como una bolsa de cereales, sangrando pero vivo. Por la puerta del frente entraron otros cuatro gigantes. Dos portaban metralletas.
Los recibió un verdadero pandemónium. La mano de Pronzini se quedó rígida debajo de la chaqueta. Los chinos tomaron posición contra la pared. La banda tocaba Alabamy Bound como si fuera el fin del mundo. El barman sano mantenía las manos bien apartadas sobre el mostrador como si quisiera negar que le pertenecían. El hombre que Hammett había lisiado se había desmayado.
El único que se había movido al entrar los orientales era Hammett. Se sirvió otro trago de la botella que no le había permitido llevarse a Tony. Habló con Pronzini sin mirarlo.
—Son de la banda de Bo Sin Sere. Les gusta matar. —Finalmente levantó los ojos—. ¿Quién mató a Vic?
—Usted trajo aquí a estos chinos...
—¿Quién mató a Vic? —dijo Hammett.
En el cuarto de atrás se oyó el ruido de madera rota. Pronzini palideció. Se oyó un fuerte ruido a algo roto, seguido del áspero olor a whisky puro.
Hammett sintió que alguien le apoyaba una mano en el hombro suavemente, y al volverse vio la inexpresiva cara de Qwong Lin Get.
—Regálales un par de cajones a los clientes, atención de Dom —dijo Hammett—. Destrocen el resto. —Se volvió hacia Pronzini—. Me figuré que tendría la mayor parte del contrabando canadiense escondido aquí.
Tuvo que levantar la voz para hacerse oír por encima del ruido de la banda y los gritos de los clientes. Una mujer había empezado a destrozar una silla contra la mesa, riendo histéricamente. Los chinos se apoyaban contra las paredes como si fueran estatuas.
—No se puede salir con la suya —dijo Pronzini con voz ronca.
—¿Quién mató a Vic?
La multitud atrapada prorrumpió en gritos de alegría cuando comenzó a circular el whisky gratis. Buena calidad, de antes de la guerra, directamente del Canadá. Otra silla destrozada, y otra más. Dieron vuelta a una mesa y le quitaron las patas.
—Me... me está dejando en la ruina —gri tó Pronzini.
Hammett sorbió su trago. Una botella se estrelló contra el globo de espejos móviles. Pedazos de vidrio y espejo llovieron sobre los bailarines, que no les prestaron atención.
—¿Quién mató a Vic?
Se veía desesperación en los ojos de Pronzini.
—Usted quiere verme muerto.
—Así que fue aquí, ¿no?
—Pero usted dijo...
Por encima del ruido de la devastación Hammett dijo:
—¿No reconoce una mentira cuando la oye, Dom? Estaba durmiendo en la cama.
Pronzini tiró el vaso contra el suelo, indignado.
—Maldición —gritó—, hijo de perra...
Un puño casi le hizo subir al mostrador. Se volvió, pálido de ira, pero un hacha brillante se clavó en la madera, tan cerca de su cabeza, que un mechón de su cabello negro cayó al suelo. Pronzini se quedó helado; ni siquiera intentó mover la cabeza. Miró al semidesnudo oriental con un terror que no intentó disimular.
—No debiera hacer gestos amenazantes, Dom.
La plataforma sobre la que estaba la orquesta había empezando a oscilar. Hammett se sirvió otro trago. Se estaba ablandando. No tendrían mucho más tiempo. El ruido llegaría a la calle ya.
—¿A quién llamó cuando lo reconoció, Dom? ¿A Griff o a Boyd?
—Boyd no es más que un mandado —dijo Pronzini con un suspiro.
—¿A quién llamaría Griff? —Hammett se bebió el whisky. Era una figura alta, delgada, correcta, en medio de la orgía en que se había convertido la destrucción del bar de Pronzini.
—No lo sé. Es la verdad, se lo juro. Sólo Griff lo sabe. Está bien, lo drogué. Y dejé la puerta abierta para que entrara un tipo. Pero Atkinson estaba vivo la última vez que lo vi.
Del otro lado de la pista algunas cortinas habían empezado a arder. Pronzini se volvió con expresión torturada justo cuando la plataforma se venía abajo. Pero sólo sacudió la cabeza.
—No tengo nada más que decirle, míster Hammett, aunque sus muchachos destrocen el lugar.
—Ya lo han hecho.
La banda cayó por el borde del escenario con una explosión de instrumentos. La vocalista no llevaba ropa interior debajo del apretado vestido rojo. En el medio de la pista se peleaban cuatro borrachos. Nueve hombres y otras tantas mujeres cogidos de los brazos, se metían mientras cantaban: «¿Dónde estaba Moisés cuando se apagaron las luces?»
—En el sótano, comiendo sauerkraut —dijo Hammett. Recogió el sombrero y el bastón. Agregó—: Hablé con ese periodista que hizo una serie sobre tráfico de bebidas el año pasado. Me dijo que Egan Tokzek trabajaba para usted.
—¿Tokzek? —dijo Pronzini atónito.
—¿Qué más hacía para usted, además de traer el ron?
—¿Para qué otra cosa podía servir? —estalló Pronzini con renovada indignación—. No se puede confiar en esos drogadictos para nada que no sea trabajo de burro.
—Tiene razón —dijo Hammett. Se caló el sombrero sobre el plateado cabello al estilo pistolero; luego saludó al silencioso contrabandista—. Gracias por el trago, Dom.
Cruzó las ruinas en dirección a la destrozada puerta, muy erguido, muy ceremonioso, sin huella alguna de borrachera en sus movimientos. Detrás de él los gigantes avanzaban hacia la puerta como murciélagos que abandonaran una cueva. Allá a lo lejos se oía la sirena de un carro de bomberos.