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Vic Atkinson había estado en lo cierto: la
noche del lunes había mucho trabajo en el local de Dom Pronzini.
Aunque era última hora de la noche, el lugar estaba lleno en un
setenta y cinco por ciento y los dos camareros transpiraban
sirviendo copas a diestra y siniestra. El globo de espejos
multifacéticos giraba solemnemente; unos focos de colores
derramaban manchas, puntos y rayas de distinto tinte sobre la cara
de los bailarines. Sobre una plataforma, una orquesta de negros
importada directamente, y a muy alto costo, de Harlem, acompañaba a
una cantante que usaba el lenguaje corporal al interpretar
Enloqueciéndome.
El sudoroso negro que dirigía el conjunto
intentó hacer uno de esos vibrantes solos de corneta con que Father
Dip desafiaba a King Oliver en Nueva Orleans, pero lo único que
salió fue aire. ¿A quién le importaba? Había gran cantidad de
bebida y dinero, y las chicas habían dejado su faja en el lavabo
para poder bailar el shimmy, el black bottom y el Charleston con
verdadero abandono.
Cuando faltaban exactamente diecisiete
minutos para las dos de la mañana, la puerta de la calle se abrió
para dar paso a Dashiell Hammett. Vestía chaqueta gris con tres
botones y pantalones negros con el pliegue bien marcado. Los
zapatos negros estaban recién lustrados. Se apoyó ligeramente en el
bastón de ébano que llevaba en la mano derecha mientras le decía al
portero de cara morena qué era lo que quería.
—El bar está allá, señor.
—Muchas gracias, buen hombre.
Hammett hablaba con la cuidadosa dicción de
alguien cuyo estado hace que el término «borrachera» sea non
sequitur. Sus ojos estaban un poco vidriosos, velados, como los de
un halcón en acecho. Apoyó el bastón en el bar y puso el sombrero
al lado, recién planchado y con banda nueva. El barman se limpió
las manos en el delantal.
—Sí, señor. En qué puedo...
Se interrumpió cuando el atento Pronzini,
del otro lado del mostrador, dijo:
—¡Bendito sea Dios! ¡Míster Hammett!
¡Caramba, qué alegría!
Hammett lo saludó con cortesía.
—Dom. —Arrastraba las palabras ligeramente—.
Creo que tomaré Dunbar con...
—Para usted, sin cargo, míster Hammett. —Le
hizo un gesto al barman—. Tony, Dunbar. Trae la botella.
La cantante empezó «Oh Papaíto», que había
popularizado Ethel Waters. No tenía la voz de la Waters ni tampoco
su estilo, pero la mitad que sobresalía del vestido rojo
aparentemente compensaba la diferencia.
Tony trajo las copas. Hammett estaba de
espaldas al salón. La cara de Pronzini estaba iluminada por una
amplia sonrisa que dejaba al descubierto sus grandes dientes
manchados.
—Así, míster, Hammett, que ha vuelto usted
al juego de investigar. Papá dice que usted es el mejor. Salió de
la cárcel hace dos años y... no ve la hora de encontrarse con usted
otra vez.
—En aquellos días trabajaba por un sueldo,
Dom. —Hizo un silencioso brindis y bebió el whisky de un trago—. Es
un poco distinto ahora.
Pronzini asintió. Se acercó a Hammett de
modo que sus hombros se tocaron.
—Quiere decir ese amigo suyo. Ese tipo
Atkinson. Una mala pasada.
Sin mirar al italiano, Hammett dijo con voz
suavizada por el alcohol:
—¿A qué hora vino esa noche, Dom?
—¿Aquí? ¿Aquí? ¿Esa noche? —Pronzini se
irguió como si estuviera perplejo. Dijo humildemente—: Bueno,
caramba, mister Hammett. Pudo haber estado aquí quizás. Pero usted
ve qué lleno...
—Como la morgue esa noche, Dom.
Aún inclinado sobre el bar, Hammett se
volvió a servir. Un whisky excelente.
—¡Bueno, mister Hammett, aun así! No lo
conocía...
—Tomó un par de tragos con él, Dom. —Levantó
el vaso como si lo estuviera exhibiendo—. Como nosotros esta
noche.
Los joviales ojos del italiano se
entrecerraron.
—No estoy seguro de que me guste lo que
dice, mister Hammett.
Hammett lo miró a la cara por vez primera.
Faltaban cuatro minutos para las dos. Su voz era ligeramente
sugestiva.
—¿Quién lo mató, Dom?
—¡Ja! —Pronzini sacudió la cabeza como si
estuviera atónito y al mismo tiempo hizo un gesto para llamar al
barman—. No está bien, mister Hammett, que venga a tratar de
involucrarme de este modo. Tomemos una copa y luego será mejor que
se vaya.
El mozo estaba de pie frente a ellos, con
las manos sobre el barnizado mostrador.
—¿Sí, mister Pronzini?
—Mister Hammett quiere uno para el viaje,
Tony. Llévate este pis y tráenos una botella del genuino. El
genuino. ¿De acuerdo?
—Sí, mister Pron...
—No, gracias, Dom. —Hammett se había alejado
del mostrador un paso. Su postura era idéntica a la del barman; la
mano derecha a menos de dos centímetros del pesado bastón de
ébano.
—Tony —dijo Pronzini con voz sin
inflexiones.
El barman tenía la mano a unos veinte
centímetros de la botella de Dunbar cuando Hammett entró en acción.
Ningún borracho se movió jamás tan rápidamente. El bastón estalló
contra la mano de Tony. Este gritó y trató de apartarla. Hammett se
apoyó sobre el bastón con toda su fuerza, aplastando la mano
atrapada.
—Sin drogas, Dom. Ni cuartos privados.
Conmigo no. —Levantó el bastón y señaló al guardaespaldas moreno
que desenfundaba el revólver que llevaba debajo del brazo
izquierdo—. Sin armas, Dom. O le aplasto la cabeza a usted
antes.
Pronzini, con un gesto, ordenó al hombre que
se alejara. El barman se había desplomado contra las botellas,
apretándose la mano destrozada. Pronzini giró la cabeza en
dirección a la orquesta, más allá de la clientela repentinamente
silenciosa, que estaba igualmente quieta.
—¡Toquen algo, malditos negros!
—vociferó.
El pianista comenzó una rápida improvisación
de Cementery Blues. El tambor y las trompetas se le unieron. Se
adaptaron al ritmo del vocalista.
—Diviértanse, amigos —gritó Pronzini—, No es
más que un chiste.
Las caras se volvieron, y perdieron la
expresión de curiosidad. Los cuerpos comenzaron a moverse al ritmo
de la música. Alguien rió. Se rompió un vaso. Otros comenzaron a
bailar en la pista. Pronzini se volvió hacia Hammett con la cara
peligrosamente teñida de rojo.
—¿Cómo se imagina que saldrá vivo de aquí,
muchacho?
—Con los pies hacia adelante como Vic, no,
eso es seguro. —La sonrisa no le alcanzó más que a los músculos que
tenía alrededor de la boca—. Yo estaba fuera en el callejón, Dom,
cuando lo sacaron. Tenía la cabeza como una calabaza.
—Sí —dijo Pronzini con voz suave pero
furiosa.
Un segundo guardaespaldas había salido de la
separación entre las cortinas. Pronzini miró a Hammett con una
expresión de triunfo que daba crueldad a su mirada. No faltaban más
que doce segundos para las dos.
—Va a ir conmigo al cuarto de atrás,
Hammett, y luego...
La puerta de entrada saltó de las bisagras
con un tremendo estruendo y se hizo añicos contra la espalda del
guardaespaldas moreno, que cayó de cara contra el suelo; tenía la
cabeza ensangrentada. Una mujer pegó un alarido, estridente como un
silbato.
Un inmenso chino calvo corrió con paso
ligero sobre la espalda del gorila caído. Llevaba zapatillas y
pantalones de lona gris, pero no camisa. Sobre el inmenso torso
desnudo había gotas de sangre del gorila caído. En la mano derecha
sostenía un hacha brillante, afilada como una navaja. Tenia ojos de
loco; emitía gritos espantosos y sacaba espuma por la boca.
A medida que se deslizaba hacia el centro de
la pista de baile, la gente se echaba hacia atrás con cara de
indescriptible terror. Hammett pensó que lo estaba haciendo
maravillosamente bien. El hacha marcaba letales arcos en el
aire.
Pero con una maldición entre dientes, el
otro guardaespaldas reaccionó. Sus manos fueron prontas en busca de
la pistola. Al hacerlo, otros dos increíbles gigantes aparecieron
silenciosamente por la separación de las cortinas que él mismo
había usado para entrar. Vestían camisas de algodón, amplias,
atadas a la cintura sobre el pantalón de lona.
En el momento en que sacaba la pistola de la
funda, lo atacaron desde atrás. El guardaespaldas dio contra el
suelo como una bolsa de cereales, sangrando pero vivo. Por la
puerta del frente entraron otros cuatro gigantes. Dos portaban
metralletas.
Los recibió un verdadero pandemónium. La
mano de Pronzini se quedó rígida debajo de la chaqueta. Los chinos
tomaron posición contra la pared. La banda tocaba Alabamy Bound
como si fuera el fin del mundo. El barman sano mantenía las manos
bien apartadas sobre el mostrador como si quisiera negar que le
pertenecían. El hombre que Hammett había lisiado se había
desmayado.
El único que se había movido al entrar los
orientales era Hammett. Se sirvió otro trago de la botella que no
le había permitido llevarse a Tony. Habló con Pronzini sin
mirarlo.
—Son de la banda de Bo Sin Sere. Les gusta
matar. —Finalmente levantó los ojos—. ¿Quién mató a Vic?
—Usted trajo aquí a estos chinos...
—¿Quién mató a Vic? —dijo Hammett.
En el cuarto de atrás se oyó el ruido de
madera rota. Pronzini palideció. Se oyó un fuerte ruido a algo
roto, seguido del áspero olor a whisky puro.
Hammett sintió que alguien le apoyaba una
mano en el hombro suavemente, y al volverse vio la inexpresiva cara
de Qwong Lin Get.
—Regálales un par de cajones a los clientes,
atención de Dom —dijo Hammett—. Destrocen el resto. —Se volvió
hacia Pronzini—. Me figuré que tendría la mayor parte del
contrabando canadiense escondido aquí.
Tuvo que levantar la voz para hacerse oír
por encima del ruido de la banda y los gritos de los clientes. Una
mujer había empezado a destrozar una silla contra la mesa, riendo
histéricamente. Los chinos se apoyaban contra las paredes como si
fueran estatuas.
—No se puede salir con la suya —dijo
Pronzini con voz ronca.
—¿Quién mató a Vic?
La multitud atrapada prorrumpió en gritos de
alegría cuando comenzó a circular el whisky gratis. Buena calidad,
de antes de la guerra, directamente del Canadá. Otra silla
destrozada, y otra más. Dieron vuelta a una mesa y le quitaron las
patas.
—Me... me está dejando en la ruina —gri tó
Pronzini.
Hammett sorbió su trago. Una botella se
estrelló contra el globo de espejos móviles. Pedazos de vidrio y
espejo llovieron sobre los bailarines, que no les prestaron
atención.
—¿Quién mató a Vic?
Se veía desesperación en los ojos de
Pronzini.
—Usted quiere verme muerto.
—Así que fue aquí, ¿no?
—Pero usted dijo...
Por encima del ruido de la devastación
Hammett dijo:
—¿No reconoce una mentira cuando la oye,
Dom? Estaba durmiendo en la cama.
Pronzini tiró el vaso contra el suelo,
indignado.
—Maldición —gritó—, hijo de perra...
Un puño casi le hizo subir al mostrador. Se
volvió, pálido de ira, pero un hacha brillante se clavó en la
madera, tan cerca de su cabeza, que un mechón de su cabello negro
cayó al suelo. Pronzini se quedó helado; ni siquiera intentó mover
la cabeza. Miró al semidesnudo oriental con un terror que no
intentó disimular.
—No debiera hacer gestos amenazantes,
Dom.
La plataforma sobre la que estaba la
orquesta había empezando a oscilar. Hammett se sirvió otro trago.
Se estaba ablandando. No tendrían mucho más tiempo. El ruido
llegaría a la calle ya.
—¿A quién llamó cuando lo reconoció, Dom? ¿A
Griff o a Boyd?
—Boyd no es más que un mandado —dijo
Pronzini con un suspiro.
—¿A quién llamaría Griff? —Hammett se bebió
el whisky. Era una figura alta, delgada, correcta, en medio de la
orgía en que se había convertido la destrucción del bar de
Pronzini.
—No lo sé. Es la verdad, se lo juro. Sólo
Griff lo sabe. Está bien, lo drogué. Y dejé la puerta abierta para
que entrara un tipo. Pero Atkinson estaba vivo la última vez que lo
vi.
Del otro lado de la pista algunas cortinas
habían empezado a arder. Pronzini se volvió con expresión torturada
justo cuando la plataforma se venía abajo. Pero sólo sacudió la
cabeza.
—No tengo nada más que decirle, míster
Hammett, aunque sus muchachos destrocen el lugar.
—Ya lo han hecho.
La banda cayó por el borde del escenario con
una explosión de instrumentos. La vocalista no llevaba ropa
interior debajo del apretado vestido rojo. En el medio de la pista
se peleaban cuatro borrachos. Nueve hombres y otras tantas mujeres
cogidos de los brazos, se metían mientras cantaban: «¿Dónde estaba
Moisés cuando se apagaron las luces?»
—En el sótano, comiendo sauerkraut —dijo Hammett. Recogió el sombrero y el
bastón. Agregó—: Hablé con ese periodista que hizo una serie sobre
tráfico de bebidas el año pasado. Me dijo que Egan Tokzek trabajaba
para usted.
—¿Tokzek? —dijo Pronzini atónito.
—¿Qué más hacía para usted, además de traer
el ron?
—¿Para qué otra cosa podía servir? —estalló
Pronzini con renovada indignación—. No se puede confiar en esos
drogadictos para nada que no sea trabajo de burro.
—Tiene razón —dijo Hammett. Se caló el
sombrero sobre el plateado cabello al estilo pistolero; luego
saludó al silencioso contrabandista—. Gracias por el trago,
Dom.
Cruzó las ruinas en dirección a la
destrozada puerta, muy erguido, muy ceremonioso, sin huella alguna
de borrachera en sus movimientos. Detrás de él los gigantes
avanzaban hacia la puerta como murciélagos que abandonaran una
cueva. Allá a lo lejos se oía la sirena de un carro de
bomberos.