26

El cuarto era pequeño pero muy limpio; había una cama de hierro y un radiador de calefacción. Sobre la cama colgaba una reproducción de Canción de primavera; una niñita sentada en un banco, mirando cantar un pajarillo en un bosquecito de abedules. En el lado opuesto, una cómoda, en ángulo recto entre dos ventanas. La única silla de respaldo recto parecía decorada para niños: parras y flores de mal gusto.
Crystal entró en el cuarto como un gato, graciosamente espió dentro del armario y asomó la cabeza por la puerta del baño. También como un gato se adueñó del cuarto, saltando en la cama para probar su elasticidad, tal como lo haría un niño. Habían subido por una escalera muy estrecha y sin alfombrar que salía de la parte de atrás del último piso del hotel, hasta llegar a este cuarto, único y solitario, en la terraza del edificio.
—Podría dormir una semana entera —dijo.
—No hay mucho más que hacer aquí —dijo Pop desde el umbral.
—Pinkerton solía esconder aquí a los testigos sorpresa hasta el momento de atestiguar —explicó Hammett. Pop dijo que traería leche y rosquillas del Mercado Eagle, y Hammett añadió—: Café también.
Crystal señaló al viejo.
—¿No debiera...? Quiero decir... es bastante decrépito...
—Le hace sentir que está a cargo de la situación —Hammett acercó la silla chillona a la cama y se sentó—. Y nos da tiempo para charlar un rato.
—No... no entiendo. —Desvió la mirada.
—La vieja gorda y el chico idiota no te atraparon al mediodía y en la calle principal.
La muchacha se miraba las manos. Su voz era queda.
—No, por supuesto que no. Pero...
—¿Recuerdas a Vic Atkinson?
—¿El hombre con la sífilis de diez años? —Sacudió la cabeza y se le escapó una risita nerviosa.
—Está muerto. Asesinado.
—¡Oh! Lo siento. —Volvió a mirarse las manos, que abría y cerraba sobre la falda—. Yo... no sabía.
—Todos hablan de la amenaza de una banda del este. Tú, la policía, Molly. El asesinato de Vic pudo haber sido obra de ellos, tenía todas las características. O pudo ser que quisieran dar esa impresión. Estoy muy seguro del lugar donde murió... en el salón privado del bar de Pronzini. —El nombre no pareció decirle nada—. Si supiera por qué, probablemente sabría quién —Agregó con tono pensativo—: La mafia podría estar intentando meterse en la ciudad por medio de Pronzini...
La muchacha no contestó.
—¿Qué viste en el periódico que te hizo huir?
Los almendrados ojos negros se levantaron fugazmente, luego volvieron a mirar las manos ocupadas sobre la falda otra vez. No dijo nada.
—Necesito algunas respuestas, hermana. ¿Fue a causa del artículo que informaba sobre la muerte de Egan Tokzek? ¿El hermano de la gorda de Marin?
Crystal se tiraba de los dedos. Sus ojos estaban alerta. Habló mirándose las manos, con voz suave y dubitativa.
—Para entenderlo necesita saber algo que ocurrió hace cuatro años, cuando yo tenía once...
—Contestaste un anuncio pidiendo servició doméstico y la gorda y el hermano te secuestraron y te mandaron a un burdel del este —dijo Hammett con voz brutalmente impaciente—. Sé todo eso. ¿Qué me dices...?
—Pero ¿cómo puede...? —Sus ojos parecían grandes y asombrados—. Nadie...
—Tokzek estuvo preso por trata de blancas hace diez o doce años. El y su hermana se especializaban en muchachas chinas en ese entonces. ¿Por qué habrían de cambiar en tu época?
La muchacha mantenía la cabeza agachada. Hammett se inclinó y le levantó la cara. Las lágrimas le corrían por las mejillas pero no intentó esconderlas.
—Estoy tan avergonzada.
Hammett la soltó.
—Ya pasó. —Había aprendido hacía mucho tiempo que era mejor ser objetivo que simpatizar con ellos, cuando los testigos estaban al borde de un colapso—. Hablar del asunto no va a hacer que ocurra otra vez.
—Ya... sé. Está bien. —Se pasó los puños por los ojos con gesto infantil—. Primero fui a la dirección del diario, una oficina en el Barrio Chino. La gorda estaba allí. Me entrevistó y me envió a la calle McAllister. Era la primera vez que viajaba en tranvía, estaba aterrorizada. Tokzek estaba allí. Me tuvo en el altillo tres días, poniendo cosas en la comida, de modo que estaba siempre... atontada.
Con voz neutral Hammett preguntó:
—¿Quién te inició? ¿Tokzek?
Crystal asintió.
—¿Te pegó? ¿Te maltrató?
—No. Simplemente... simplemente. —Dominó la creciente histeria de su voz y habló en forma clara y fría—. Simplemente me enseñó a ser una prostituta.
—Y luego te mandaron al este.
—En un compartimento de tren con un hombre cuyo trabajo era llevarme. —Su voz, sus gestos, hasta sus ojos, eran ahora agrios, grises—. Parte de su paga era usarme en el viaje. Me pusieron en Harlem Inn.
Hammett se puso de pie, encendió un cigarrillo, y tragó el acre humo. Crystal siguió hablando, con su dura voz de prostituta, mirando hacia adelante como si pudiera ver del otro lado de la pared.
—Solíamos desfilar para los clientes. Tenía que ponerme zapatos de tacones altos y pantalones de algodón estampado con un gran moño en la espalda. Cobraban dos dólares los cinco minutos. La administradora se llamaba tía Adelaide. Solía sentarse en el vestíbulo al pie de las escaleras. Cuando subíamos con un tipo, nos daba una toalla y una placa de metal con un número. El tipo le daba dos dólares.
Hammett dejó de pasear por el cuarto y miró por la ventana. Más allá del borde del techo podía ver la gruesa punta del rascacielos Russ.
—A veces me parece oír la voz de tía Adelaide. —Con el estridente tono del Medioeste decía: «Maldición, número Ocho, hay gente esperando.» «Muy bien, número Cinco, aquí afuera hay una chica que tiene que pagar el alquiler.» Si el tipo se pasaba de los cinco minutos la madame del piso superior golpeaba la puerta y le cobraba otros dos dólares. Esa era Tante Helene. La llamábamos tante porque era de Lousiana, de familia francesa. Si volvía a pasarse un minuto más entraba de nuevo y le golpeaba la espalda. Era agradable. Solía hacerme un guiño por encima del hombro del tipo. —Se quedó en silencio un momento; cuando volvió a hablar lo hizo en su forma habitual, aunque ahora parecía cansada—. A veces también recuerdo el guiño de Tante Helene.
—¿Cómo te escapaste? —Notó con sorpresa que el cigarrillo que tenía entre los dedos estaba aplastado y roto. Se había quemado el costado del índice sin darse cuenta.
—Simplemente me fui un domingo por la mañana. La comisión era el cincuenta por ciento; nos cobraban el diez por ciento del neto por las toallas. Por lo general las chicas hacían diecisiete o dieciocho dólares por noche; pero a mí me debían cuarenta y dos, porque la del sábado era la noche más activa y yo era muy popular. Pensé que si me debían dinero no se apurarían tanto en salir a buscarme.
—Entonces ¿por qué te persiguen?
Sacudió la cabeza exageradamente, otra vez como si fuera más pequeña de lo que era.
—No puedo decir el porqué. A nadie. Jamás.
Tendrás que contar la historia, muchachito, pensó Hammett sombríamente. Aún no lo sabes. Dijo solícito:
—¿Cómo fue que Heloise Kuhn...?

 

—¿Cómo hizo Heloise Kuhn para echarle mano? —Goodie estrenaba un negligé de crépe de Chine azul, decorado con flores de una gama más oscura, hechas de encaje y cinta. Volvió a llenar la taza de Hammett—, ¿Seguro que no quieres comer un huevo?
—Todo el mundo quiere hacerme comer —se quejó él. Apagó el fósforo que había usado para encender el cigarrillo—. Pensó que la casa estaría vacía, así que se fue allí. Y la atraparon.
—No... entiendo.
Hammett exhaló humo por la nariz. Bebió café.
—Cuando trabajaba con Molly se enteró de que una gorda que vivía en Marín acababa de abandonar el comercio humano y había dejado la ciudad, y pensó que sería la misma mujer que la había secuestrado años antes.
—¿Por qué les dio a sus padres ese domicilio como el de sus jefes?
—Era el único que conocía en Marín, y ya les había dicho a los padres que trabajaba allí. Realmente no podía decirles que era criada en un burdel. —Se interrumpió para decir—: ¡Eh! ¡Son las siete y media! Será mejor que te prepares si...
—Oh, yo... eh... dejé el empleo. —Los ojos de Goodie delataban su preocupación—. Conseguí uno mucho mejor, con sueldo mucho más alto.
—Eh, fantástico. ¿De secretaria?
—Secretaria personal. —Pareció animarse por un momento—. Comienzo la semana próxima, cuando la chica que... reemplazo se vaya.
—Te diré qué haremos, querida —dijo Hammett—. Te llevaré a cenar esta noche y lo celebraremos. ¡Todo completo! Cena y...
—Caramba, Sam, me encantaría, pero... —Intentó sonreír—. Tengo... tengo un compromiso...
A Hammett le sorprendió su reacción. Celos. ¿No era lo que siempre había querido? ¿Tener a Goodie a distancia, sólo como amiga? Se obligó a echarse hacia atrás en la silla y sonreír.
—Perfecto, querida. Que te diviertas.
Celos, por el amor de Dios. Cosas de chicos. Desde Baltimore que no... Baltimore. Casa de tres pisos con paredes de ladrillos y escalones de mármol blanco. Se reunían en el porche del frenfe al anochecer, chicos y chicas. Entonces las chicas llevaban vestido y cabello largo; las de pelo corto eran consideradas atrevidas... quizás hasta defensoras del amor libre. Quién era esa chica que...
Claro que sí. Lil Sheffer, que vivía al lado y era amiga de Irma Collison. La hermana menor de Irma iba a la escuela con Hammett, pero él estaba locamente enamorado de Irma.
La adoraba desde lejos...
Se dio cuenta de que Goodie interpretaba su largo silencio como censura.
—...Ya no se te ve nunca. Sam.
—Cierto —dijo—. Tienes razón.
No vio el brillo de las lágrimas en sus ojos. Volvió a la historia de Crystal.
—Cuando allanaron la casa de Molly, arrestaron a Crystal junto con las otras chicas. Se dio cuenta de que si aparecía en el juicio previo, era probable que la fotografiaran. De modo que debía esconderse en alguna parte. Luego leyó en el diario la noticia de la muerte de Egan Tokzek... con el cadáver de la chica china en el auto. Estaba segura de poder obligar a Heloise a huir porque si Tokzek llevaba encima algún papel con ese domicilio, algún periodista vivo haría la conexión con la trata de blancas. Así que fue a Marin en el ferry nocturno, después de salir de la oficina de Epstein. Ella...
—¿Por qué no se quedó con Molly Farr?
Hammett enderezó los hombros con un gesto casi irritado.
—No piensas, querida. Mira con qué facilidad encontré a Molly. Alguien más podría hacerlo. Y si alguien la encontraba, entonces la foto de Crystal estaría en todos los diarios, con seguridad. Tal como ocurrió, cayó en las garras de Heloise, que la encerró en un dormitorio de arriba y puso a Andy frente a la puerta a hacer guardia con un rifle, mientras ella se comunicaba con sus amigos del este y volvía a ofrecerles a Crystal. Claro que Andy no se quedó afuera constantemente...
—¡Qué horrible, pobre chica!
Con aparente crueldad Hammett dijo:
—Bueno, no habrá sido una experiencia totalmente nueva, en verdad. Cuando aparecí la llevaron a Bolinas, y estuvo allí hasta que Harry y yo la liberamos anoche. Heloise solía ir a verla todos los días para decirle que las negociaciones estaban en vías de arreglo, que habían hecho trato y los matones habían ya salido para aquí: que estaban en Denver, luego en Salt Lake City...
—Y luego apareciste tú —susurró Goddie.
—El caballero blanco al rescate. —Hammett bostezó y se puso de pie—. Estoy muerto, chiquilla. Casi olvido por qué vine. ¿Podrías ir al drugstore Jones de la calle Post y comprar lo que creas que puede necesitar? Cepillo de dientes, dentífrico, lo que sea...
Después que Goodie se hubo ido, Hammett comenzó a caminar por el cuarto. Había librado a la chica china de las garras de la gorda y su hijo tarado... no tenía nada que temer de ellos ya; pero ¿de qué se había enterado? A pesar de que le había dicho a Crystal que aún estarían huyendo, dudaba que hubieran comenzado siquiera. ¿Por qué habrían de hacerlo? Estaba segurísimo de que se habían dado cuenta de que ni él ni Harry eran de la policía.
Se detuvo a encender un cigarrillo.
¿Podría de alguna manera obligárselos a huir?
¿A dónde irían? ¿A quién recurrirían, si debieran hacerlo?
Dejó de caminar y rió divertido. Diablos podía adoptar la treta que había usado ex, una de sus novelas, allá por 1924, cuando Phil Cody se había hecho cargo de «Blak Mask». En La herradura de oro, el detective había alcanzado en Tijuana a un criminal inglés, de nombre Bohannon, y a su amante, una adolescente prostituta igualmente peligrosa. No tenía la más mínima evidencia contra ellos.
Los asustó tanto, que al huir, admitieran su culpabilidad.
¿Cómo era eso?
Sí.
Había insistido en forma vehemente que debían entregarse para ser juzgados por el asesinato de la mujer de Bohannon.
Entonces ¿por qué no hacer que el verdadero detective, Jimmy Wright, hiciera lo mismo con Heloise y el chico? Llamó al Townsend.
Treinta segundos más tarde le explicaba lo que quería.
—¿Quién se supone que soy? —preguntó Jimmy.
—Un detective de Pinkerton que está investigando la muerte de la chica que encontraron en el auto de Tokzek. Sabes que Heloise es la hermana de Tokzek y sabes, aunque no estás seguro de poder probarlo, que fue ella quien le consiguió la chica. Quieres que vaya contigo a San Francisco para someterse a juicio por los cargos de secuestro y trata de blancas. —Se le ocurrió otra idea— Refuérzalo recordándole que los matones a sueldo que llamó del Este no van a estar muy contentos cuando les diga que no tiene a Crystal. Diles que estarán más seguros en la cárcel que en cualquier otra parte.
—¿Y crees que eso hará que ella y el chico escapen?
—Lo garantizo.
—Me parece demasiado complicado.
—Dará resultado —dijo Hammett—, Resultó en un caso en el que tú... en el que yo actué. Asústala simplemente, y después no hay más que seguirlos.
El detective suspiró.
—¿Qué harás mientras tanto?
—Dormiré —dijo Hammett y colgó.