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El cuarto era pequeño pero muy limpio; había
una cama de hierro y un radiador de calefacción. Sobre la cama
colgaba una reproducción de Canción de
primavera; una niñita sentada en un banco, mirando cantar un
pajarillo en un bosquecito de abedules. En el lado opuesto, una
cómoda, en ángulo recto entre dos ventanas. La única silla de
respaldo recto parecía decorada para niños: parras y flores de mal
gusto.
Crystal entró en el cuarto como un gato,
graciosamente espió dentro del armario y asomó la cabeza por la
puerta del baño. También como un gato se adueñó del cuarto,
saltando en la cama para probar su elasticidad, tal como lo haría
un niño. Habían subido por una escalera muy estrecha y sin
alfombrar que salía de la parte de atrás del último piso del hotel,
hasta llegar a este cuarto, único y solitario, en la terraza del
edificio.
—Podría dormir una semana entera
—dijo.
—No hay mucho más que hacer aquí —dijo Pop
desde el umbral.
—Pinkerton solía esconder aquí a los
testigos sorpresa hasta el momento de atestiguar —explicó Hammett.
Pop dijo que traería leche y rosquillas del Mercado Eagle, y
Hammett añadió—: Café también.
Crystal señaló al viejo.
—¿No debiera...? Quiero decir... es bastante
decrépito...
—Le hace sentir que está a cargo de la
situación —Hammett acercó la silla chillona a la cama y se sentó—.
Y nos da tiempo para charlar un rato.
—No... no entiendo. —Desvió la mirada.
—La vieja gorda y el chico idiota no te
atraparon al mediodía y en la calle principal.
La muchacha se miraba las manos. Su voz era
queda.
—No, por supuesto que no. Pero...
—¿Recuerdas a Vic Atkinson?
—¿El hombre con la sífilis de diez años?
—Sacudió la cabeza y se le escapó una risita nerviosa.
—Está muerto. Asesinado.
—¡Oh! Lo siento. —Volvió a mirarse las
manos, que abría y cerraba sobre la falda—. Yo... no sabía.
—Todos hablan de la amenaza de una banda del
este. Tú, la policía, Molly. El asesinato de Vic pudo haber sido
obra de ellos, tenía todas las características. O pudo ser que
quisieran dar esa impresión. Estoy muy seguro del lugar donde
murió... en el salón privado del bar de Pronzini. —El nombre no
pareció decirle nada—. Si supiera por qué, probablemente sabría
quién —Agregó con tono pensativo—: La mafia podría estar intentando
meterse en la ciudad por medio de Pronzini...
La muchacha no contestó.
—¿Qué viste en el periódico que te hizo
huir?
Los almendrados ojos negros se levantaron
fugazmente, luego volvieron a mirar las manos ocupadas sobre la
falda otra vez. No dijo nada.
—Necesito algunas respuestas, hermana. ¿Fue
a causa del artículo que informaba sobre la muerte de Egan Tokzek?
¿El hermano de la gorda de Marin?
Crystal se tiraba de los dedos. Sus ojos
estaban alerta. Habló mirándose las manos, con voz suave y
dubitativa.
—Para entenderlo necesita saber algo que
ocurrió hace cuatro años, cuando yo tenía once...
—Contestaste un anuncio pidiendo servició
doméstico y la gorda y el hermano te secuestraron y te mandaron a
un burdel del este —dijo Hammett con voz brutalmente impaciente—.
Sé todo eso. ¿Qué me dices...?
—Pero ¿cómo puede...? —Sus ojos parecían
grandes y asombrados—. Nadie...
—Tokzek estuvo preso por trata de blancas
hace diez o doce años. El y su hermana se especializaban en
muchachas chinas en ese entonces. ¿Por qué habrían de cambiar en tu
época?
La muchacha mantenía la cabeza agachada.
Hammett se inclinó y le levantó la cara. Las lágrimas le corrían
por las mejillas pero no intentó esconderlas.
—Estoy tan avergonzada.
Hammett la soltó.
—Ya pasó. —Había aprendido hacía mucho
tiempo que era mejor ser objetivo que simpatizar con ellos, cuando
los testigos estaban al borde de un colapso—. Hablar del asunto no
va a hacer que ocurra otra vez.
—Ya... sé. Está bien. —Se pasó los puños por
los ojos con gesto infantil—. Primero fui a la dirección del
diario, una oficina en el Barrio Chino. La gorda estaba allí. Me
entrevistó y me envió a la calle McAllister. Era la primera vez que
viajaba en tranvía, estaba aterrorizada. Tokzek estaba allí. Me
tuvo en el altillo tres días, poniendo cosas en la comida, de modo
que estaba siempre... atontada.
Con voz neutral Hammett preguntó:
—¿Quién te inició? ¿Tokzek?
Crystal asintió.
—¿Te pegó? ¿Te maltrató?
—No. Simplemente... simplemente. —Dominó la
creciente histeria de su voz y habló en forma clara y fría—.
Simplemente me enseñó a ser una prostituta.
—Y luego te mandaron al este.
—En un compartimento de tren con un hombre
cuyo trabajo era llevarme. —Su voz, sus gestos, hasta sus ojos,
eran ahora agrios, grises—. Parte de su paga era usarme en el
viaje. Me pusieron en Harlem Inn.
Hammett se puso de pie, encendió un
cigarrillo, y tragó el acre humo. Crystal siguió hablando, con su
dura voz de prostituta, mirando hacia adelante como si pudiera ver
del otro lado de la pared.
—Solíamos desfilar para los clientes. Tenía
que ponerme zapatos de tacones altos y pantalones de algodón
estampado con un gran moño en la espalda. Cobraban dos dólares los
cinco minutos. La administradora se llamaba tía Adelaide. Solía
sentarse en el vestíbulo al pie de las escaleras. Cuando subíamos
con un tipo, nos daba una toalla y una placa de metal con un
número. El tipo le daba dos dólares.
Hammett dejó de pasear por el cuarto y miró
por la ventana. Más allá del borde del techo podía ver la gruesa
punta del rascacielos Russ.
—A veces me parece oír la voz de tía
Adelaide. —Con el estridente tono del Medioeste decía: «Maldición,
número Ocho, hay gente esperando.» «Muy bien, número Cinco, aquí
afuera hay una chica que tiene que pagar el alquiler.» Si el tipo
se pasaba de los cinco minutos la madame del piso superior golpeaba
la puerta y le cobraba otros dos dólares. Esa era Tante Helene. La
llamábamos tante porque era de Lousiana,
de familia francesa. Si volvía a pasarse un minuto más entraba de
nuevo y le golpeaba la espalda. Era agradable. Solía hacerme un
guiño por encima del hombro del tipo. —Se quedó en silencio un
momento; cuando volvió a hablar lo hizo en su forma habitual,
aunque ahora parecía cansada—. A veces también recuerdo el guiño de
Tante Helene.
—¿Cómo te escapaste? —Notó con sorpresa que
el cigarrillo que tenía entre los dedos estaba aplastado y roto. Se
había quemado el costado del índice sin darse cuenta.
—Simplemente me fui un domingo por la
mañana. La comisión era el cincuenta por ciento; nos cobraban el
diez por ciento del neto por las toallas. Por lo general las chicas
hacían diecisiete o dieciocho dólares por noche; pero a mí me
debían cuarenta y dos, porque la del sábado era la noche más activa
y yo era muy popular. Pensé que si me debían dinero no se apurarían
tanto en salir a buscarme.
—Entonces ¿por qué te persiguen?
Sacudió la cabeza exageradamente, otra vez
como si fuera más pequeña de lo que era.
—No puedo decir el porqué. A nadie.
Jamás.
Tendrás que contar la historia, muchachito,
pensó Hammett sombríamente. Aún no lo sabes. Dijo solícito:
—¿Cómo fue que Heloise Kuhn...?
—¿Cómo hizo Heloise Kuhn para echarle mano?
—Goodie estrenaba un negligé de crépe de Chine azul, decorado con
flores de una gama más oscura, hechas de encaje y cinta. Volvió a
llenar la taza de Hammett—, ¿Seguro que no quieres comer un
huevo?
—Todo el mundo quiere hacerme comer —se
quejó él. Apagó el fósforo que había usado para encender el
cigarrillo—. Pensó que la casa estaría vacía, así que se fue allí.
Y la atraparon.
—No... entiendo.
Hammett exhaló humo por la nariz. Bebió
café.
—Cuando trabajaba con Molly se enteró de que
una gorda que vivía en Marín acababa de abandonar el comercio
humano y había dejado la ciudad, y pensó que sería la misma mujer
que la había secuestrado años antes.
—¿Por qué les dio a sus padres ese domicilio
como el de sus jefes?
—Era el único que conocía en Marín, y ya les
había dicho a los padres que trabajaba allí. Realmente no podía
decirles que era criada en un burdel. —Se interrumpió para decir—:
¡Eh! ¡Son las siete y media! Será mejor que te prepares si...
—Oh, yo... eh... dejé el empleo. —Los ojos
de Goodie delataban su preocupación—. Conseguí uno mucho mejor, con
sueldo mucho más alto.
—Eh, fantástico. ¿De secretaria?
—Secretaria personal. —Pareció animarse por
un momento—. Comienzo la semana próxima, cuando la chica que...
reemplazo se vaya.
—Te diré qué haremos, querida —dijo
Hammett—. Te llevaré a cenar esta noche y lo celebraremos. ¡Todo
completo! Cena y...
—Caramba, Sam, me encantaría, pero...
—Intentó sonreír—. Tengo... tengo un compromiso...
A Hammett le sorprendió su reacción. Celos.
¿No era lo que siempre había querido? ¿Tener a Goodie a distancia,
sólo como amiga? Se obligó a echarse hacia atrás en la silla y
sonreír.
—Perfecto, querida. Que te diviertas.
Celos, por el amor de Dios. Cosas de chicos.
Desde Baltimore que no... Baltimore. Casa de tres pisos con paredes
de ladrillos y escalones de mármol blanco. Se reunían en el porche
del frenfe al anochecer, chicos y chicas. Entonces las chicas
llevaban vestido y cabello largo; las de pelo corto eran
consideradas atrevidas... quizás hasta defensoras del amor libre.
Quién era esa chica que...
Claro que sí. Lil Sheffer, que vivía al lado
y era amiga de Irma Collison. La hermana menor de Irma iba a la
escuela con Hammett, pero él estaba locamente enamorado de
Irma.
La adoraba desde lejos...
Se dio cuenta de que Goodie interpretaba su
largo silencio como censura.
—...Ya no se te ve nunca. Sam.
—Cierto —dijo—. Tienes razón.
No vio el brillo de las lágrimas en sus
ojos. Volvió a la historia de Crystal.
—Cuando allanaron la casa de Molly,
arrestaron a Crystal junto con las otras chicas. Se dio cuenta de
que si aparecía en el juicio previo, era probable que la
fotografiaran. De modo que debía esconderse en alguna parte. Luego
leyó en el diario la noticia de la muerte de Egan Tokzek... con el
cadáver de la chica china en el auto. Estaba segura de poder
obligar a Heloise a huir porque si Tokzek llevaba encima algún
papel con ese domicilio, algún periodista vivo haría la conexión
con la trata de blancas. Así que fue a Marin en el ferry nocturno,
después de salir de la oficina de Epstein. Ella...
—¿Por qué no se quedó con Molly Farr?
Hammett enderezó los hombros con un gesto
casi irritado.
—No piensas, querida. Mira con qué facilidad
encontré a Molly. Alguien más podría hacerlo. Y si alguien la
encontraba, entonces la foto de Crystal estaría en todos los
diarios, con seguridad. Tal como ocurrió, cayó en las garras de
Heloise, que la encerró en un dormitorio de arriba y puso a Andy
frente a la puerta a hacer guardia con un rifle, mientras ella se
comunicaba con sus amigos del este y volvía a ofrecerles a Crystal.
Claro que Andy no se quedó afuera constantemente...
—¡Qué horrible, pobre chica!
Con aparente crueldad Hammett dijo:
—Bueno, no habrá sido una experiencia
totalmente nueva, en verdad. Cuando aparecí la llevaron a Bolinas,
y estuvo allí hasta que Harry y yo la liberamos anoche. Heloise
solía ir a verla todos los días para decirle que las negociaciones
estaban en vías de arreglo, que habían hecho trato y los matones
habían ya salido para aquí: que estaban en Denver, luego en Salt
Lake City...
—Y luego apareciste tú —susurró
Goddie.
—El caballero blanco al rescate. —Hammett
bostezó y se puso de pie—. Estoy muerto, chiquilla. Casi olvido por
qué vine. ¿Podrías ir al drugstore Jones de la calle Post y comprar
lo que creas que puede necesitar? Cepillo de dientes, dentífrico,
lo que sea...
Después que Goodie se hubo ido, Hammett
comenzó a caminar por el cuarto. Había librado a la chica china de
las garras de la gorda y su hijo tarado... no tenía nada que temer
de ellos ya; pero ¿de qué se había enterado? A pesar de que le
había dicho a Crystal que aún estarían huyendo, dudaba que hubieran
comenzado siquiera. ¿Por qué habrían de hacerlo? Estaba segurísimo
de que se habían dado cuenta de que ni él ni Harry eran de la
policía.
Se detuvo a encender un cigarrillo.
¿Podría de alguna manera obligárselos a
huir?
¿A dónde irían? ¿A quién recurrirían, si
debieran hacerlo?
Dejó de caminar y rió divertido. Diablos
podía adoptar la treta que había usado ex, una de sus novelas, allá
por 1924, cuando Phil Cody se había hecho cargo de «Blak Mask». En
La herradura de oro, el detective había
alcanzado en Tijuana a un criminal inglés, de nombre Bohannon, y a
su amante, una adolescente prostituta igualmente peligrosa. No
tenía la más mínima evidencia contra ellos.
Los asustó tanto, que al huir, admitieran su
culpabilidad.
¿Cómo era eso?
Sí.
Había insistido en forma vehemente que
debían entregarse para ser juzgados por el asesinato de la mujer de
Bohannon.
Entonces ¿por qué no hacer que el verdadero
detective, Jimmy Wright, hiciera lo mismo con Heloise y el chico?
Llamó al Townsend.
Treinta segundos más tarde le explicaba lo
que quería.
—¿Quién se supone que soy? —preguntó
Jimmy.
—Un detective de Pinkerton que está
investigando la muerte de la chica que encontraron en el auto de
Tokzek. Sabes que Heloise es la hermana de Tokzek y sabes, aunque
no estás seguro de poder probarlo, que fue ella quien le consiguió
la chica. Quieres que vaya contigo a San Francisco para someterse a
juicio por los cargos de secuestro y trata de blancas. —Se le
ocurrió otra idea— Refuérzalo recordándole que los matones a sueldo
que llamó del Este no van a estar muy contentos cuando les diga que
no tiene a Crystal. Diles que estarán más seguros en la cárcel que
en cualquier otra parte.
—¿Y crees que eso hará que ella y el chico
escapen?
—Lo garantizo.
—Me parece demasiado complicado.
—Dará resultado —dijo Hammett—, Resultó en
un caso en el que tú... en el que yo actué. Asústala simplemente, y
después no hay más que seguirlos.
El detective suspiró.
—¿Qué harás mientras tanto?
—Dormiré —dijo Hammett y colgó.