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La víspera de Navidad de 1910, un cuarto de
millón de personas (la multitud más grande en la historia de San
Francisco) se había reunido alrededor de la Fuente Lotta para oír
un concierto improvisado por la famosa soprano Luisa Tetrazzini.
Hoy, cuando el tranvía pasaba ruidosamente al lado del.feo y
adornado monumento de hierro colado, en la intersección de Kearny,
Gary y Market, el lugar estaba desolado.
Goodie no notó la ausencia de la gente.
Estaba demasiado alborozada.
—Oh, Sam, estoy tan excitada.
—Quizás nos reciban en la puerta de entrada
con un rifle.
Ella simuló disgustarse.
—¿Quieres decir que sirvo otra vez de
pantalla?
—Tienes una mente tortuosa, muchacha.
Goodie se reclinó contra el cuero brillante
y miró al tranvía que doblaba por Sacramento. Al lado del edificio
de la esquina había empinados escalones de acero que llevaban al
puente para peatones que cruzaba El Embarcadero hacia el edificio
del ferry.
—No me importa —dijo Goodie—, ¡George F.
Biltmore!
La tarde anterior, Goodie había invertido un
dólar a la hora del almuerzo en Le Maximilan Coiffeurs para que
Georgia le rizara sus dorados bucles al agua. Después del trabajo,
otros cinco dólares con noventa y ocho centavos le habían procurado
el elegante conjunto sport que lucía: blusa de velour verde pálido
con chal de seda plisada oscuro terminado en una gran borla y falda
plisada de cashmere con cintura
alta.
El dinero para el almuerzo de dos semanas, o
más, pero iba a Mili-Valley a tomar el té con George F. Biltmore y
su mujer. ¡Cuando se lo contara a su madre!
El tranvía dio vuelta a la rotonda alrededor
del parque cerrado, frente al arco de la entrada principal del
edificio del ferry. Un par de vagos dormitaban al sol.
Hammett compró dos billetes de ida y vuelta
a Mili Valley y se unieron a la multitud que esperaba al otro lado
de la brillante puerta de hierro dorado.
Al subir la chirriante plataforma de madera
del Eureka y oler el acre aire salado, Goodie se colgó del brazo de
Hammett.
—Jamás había subido en esto.
—Debes de haber nadado bastante desde
Crockett.
—Ya entiendes lo que quiero decir. En ese
ferry. A Sausalito.
Las sogas de amarre hicieron un ruido sordo
al caer sobre la cubierta; el barco blanco tembló cuando las ruedas
de paletas comenzaron a girar. Dejó una estela blanca al bajar del
alto amarradero de madera y poner rumbo a Marin County, a treinta y
dos minutos, más allá de Goat Island y Alcatraz.
—Ya lo sé —dijo Hammett con voz
comprensiva.
—¿Qué sabes?
—Que tienes hambre.
En el restaurante de la cubierta superior,
Goodie ordenó un bol de crema de almejas y un emparedado de
roast-beef con puré y salsa. Hammett tomó café y pagó los cincuenta
centavos dé la consumición.
—Qué chica tan cara —dijo.
Se sentaron en uno de los bancos de madera;
debajo del asiento había los salvavidas en prevención de
accidentes. A través de las ventanas podían oír las gaviotas que
pedían comida a los pasajeros que estaban en la cubierta del piso
interior.
—¿Cómo es? —preguntó Goodie, limpiándose con
la lengua un poco de mostaza de la comisura de los labios.
—¿Quién?
—Biltmore. Todo ese dinero, todo ese
poder...
Imitándola a la perfección, Hammett
continuó:
—Esa frígida esposa, esa apasionada
amante...
—Oh, Sam, ¿sí? —Le brillaban los ojos—. ¿Una
amante?
—De nombre Gerty. No estará aquí hoy, aunque
dicen que la lleva a la casa de verano de Napa aun cuando está la
mujer.
—Estoy segura de que Gerty se divierte —dijo
Goodie con envidia.
Sausalito era un pequeño pueblo pesquero
situado en el angosto cabo de la Bahía Richardson, frente a las
magníficas mansiones de la Isla Belvedere. También era la estación
terminal del ferrocarril para los que viajaban al Norte: Marin,
Sonoma o Mendocino. Los ferries amarraban en el mismo centro de la
ciudad, en tres diques hechos con pilotes de pesada madera. Unos
cien metros más allá había un hotel.
—La compañía Northwestern Pacific tiene una
línea corta que une Mill Valley y Almonte —dijo Hammett—. Todo el
viaje no dura más de diez minutos.
El vagón de madera color verde oliva, lleno
de excursionistas domingueros, rechinaba a lo largo de la costa de
Sausalito. A la izquierda, enterradas en el follaje, blancas casas
de madera, desparramadas aquí y allá, en las empinadas laderas
frondosas detrás de la ciudad. Las matas de flores y arbustos se
apretaban, ascendían y estallaban tratando de llamar la atención:
rododendros, azuleas y delicadas fucsias danzarinas, en las zonas
de sombra; al sol, espinosas campanillas rojas y doradas retamas. A
la derecha, los balandros de carrera de aguda proa y turistas
gruesos pasaban raudos, la mayoría provenientes de los embarcaderos
del Club Náutico de San Francisco, que se había trasladado 4
Sausalito hacía cincuenta años.
Sausalito era algo más que una villa bohemia
de pescadores y una terminal de ferrocarril; era una extraña mezcla
de puerto de mar, centro náutico, atracción turística, colonia de
artistas... y punto clave de los traficantes de ron.
—Muchos de los viejos depósitos que hay en
la costa, al sur de la ciudad, están llenos hasta el techo de
bebida ilegal —dijo Hammett. Cortesía de Dom Pronzini, pensó—. Con
marea alta puedes meter un barco repleto de ron exactamente debajo
de los pilotes y descargarlo por las trampas del suelo sin peligro
de ser visto desde la calle.
Por las ventanas abiertas del tren penetraba
el denso y espeso olor de los charcos pantanosos al desecarse. Los
patos, veloces colimbos y las negretas de saltones ojos rojos se
alejaron a saltos al aproximarse el tren. En la pequeña estación de
Almonte hicieron transbordo a otro tren de un solo vagón que los
esperaba.
—Próxima parada, Mili Valley —anunció
Hammett.
Era una villa rústica, enterrada entre los
gigantescos pinos de California. Muy lejos, detrás del pueblo,
elevaba su grácil silueta contra el cielo estival el Monte
Tamalpais, donde, según la leyenda, había muerto la pequeña india
Tamelpa. El tren estaba lleno de pasajeros que querían viajar en la
Vía Más Zigzagueante del Mundo, desde la cima del Monte Tam al
centro del pueblo.
Un chico de cara pecosa, con zapatillas de
goma, gorra de tela y un perro de raza indéfinida al que le faltaba
una pata, les indicó dónde quedaba el camino paralelo a Corte
Madera Creek. Menos de veinte metros más allá, el sendero se perdía
entre los gigantescos pinos. Era de tierra rojiza y aun ahora, dos
meses después de las últimas lluvias, continuaba húmedo. La
arqueada cúpula de follaje que formaban los árboles mantenía la
tierra fresca y húmeda. El cerro de la izquierda del camino estaba
tan lleno de árboles que casi no había maleza.
—¡Mira! —susurró Goodie.
Era un ciervo, que los miraba con ojos
húmedos, orejas temblorosas y palpitantes flancos castaños. Luego,
una versión más pequeña apareció detrás del pesado tronco de un
árbol caído. Finalmente, apareció una pequeña gacela, delicada como
una porcelana de Dresde.
—No es común que el añal permanezca con la
madre después que nace la nueva cría.
Tres pares de orejas temblaron al oír la voz
baja de Hammett, como si fuera una señal. De pronto desaparecieron;
sólo el eco de las patas sobre la húmeda alfombra de agujas, debajo
de los árboles, los convenció de que realmente habían estado
allí.
Llegaron a unos pilares de áspera piedra sin
revocar pero perfectamente montados, que sostenían unas puertas
dobles de pino, con goznes de hierro trabajados a mano y pesados
aros de hierro como manijas.
—Es aquí —dijo Hammett.
El zigzagueante sendero de tierra dura,
bordeado de decorativos trozos de granito parcialmente hundidos en
la tierra, formaba una rotonda alrededor de la casa. Un círculo en
el que se apretaban maravillosos rododendros de capullos color
púrpura. La casa era enorme, con techo de zinc rojo y paredes de
madera de pino. Unos jóvenes pinos de tronco recto casi oscurecían
el amplio pórtico.
—Es hermoso —suspiró Goodie.
Hammett sonrió y llamó a la puerta. Las
ventanas estaban flanqueadas por persianas de madera de pino que
podían ser aseguradas durante las violentas tormentas de
invierno.
Abrió la puerta un hombre macizo de
considerable altura, que tenía un solo ojo y vestía uniforme de
chófer. Su acento era australianos sudafricano.
—Dashiell Hammett para ver a míster
Bilt...
—¿Hammett? Adelante, muchacho, adelante
—resonó la jovial voz de Biltmore desde dentro.
Goodie, cautivada, miró a su alrededor. Pino
sin pulir sostenía el cielo raso y cubría las paredes. Sobre la
chimenea, un estante de mármol belga. El mobiliario era anticuado y
desvergonzadamente Victoriano.
También lo era la frágil muñeca de porcelana
que se puso de pie cuando entraron. Era delicada y de huesos
pequeños, vestida con las faldas largas de una década ya olvidada;
su piel era translúcida como el alabastro. Tenía el cabello gris y
un aire abstraído. La mano izquierda estaba casi totalmente
paralizada, pero no trató de ocultarla.
—May, éste es Dashiell Hammett —dijo
Biltmore—. El abogado que trabaja con Phineas. Míster Hammett, mi
esposa.
Hammett se inclinó y le tomó la mano
derecha.
—Es un placer, mistress Biltmore. ¿Me
permite presentarle a mi prometida, miss Augusta Osborne? —Sacó a
relucir la deliciosa sonrisa que reservaba para ocasiones
especiales—. Todo el mundo la llama Goodie.
—Así la llamaré —dijo May Biltmore
repentinamente animada. Se volvió hacia el chófer de un solo ojo—.
¡Harry! ¿Dónde ha ido Bingo?
—La última vez que lo vi estaba en la cocina
tratando de morder a la cocinera, señora —dijo el hombre
seriamente.
—Oh, caramba, será mejor que vaya a
buscarlo...
Un lanudo perrito blanco entró
precipitadamente en la sala, dio un ladrido, y se tiró de cabeza
contra la pata de la silla de May Biltmore.
—Su casa es maravillosa —dijo Goodie
impulsivamente.
Biltmore se acarició el bigote tipo
morsa.
—Nos gusta, querida. Nos mudamos después del
incendio de San Francisco Pensamos que podía volver a ocurrir.
Ahora parece un poco tonto, quizás, pero en aquellos días...
—¡Tomemos el té! —exclamó mistress
Biltmore.
Las sillas eran de nogal estilo Chippendale
y de palo de rosa Louis Philippe, con tapicería Aubusson. Goodie
jamás había visto nada tan elegante. A Hammett le interesaban más
las telas de los Mares del Sur y la exhibición de lanzas africanas
que cubrían las paredes.
—Botín de mis días de mar. Las telas son de
las Marquesas, y una está hecha por los nativos del Pacífico Oeste.
Las hacen de corteza de morera, teñida con raíces molidas, cortezas
y bayas. —Mostró otro sector de la pared—. Las lanzas largas son
Masai, del Este Británico; las cortas, Zulú... —Se interrumpió
riéndose—. Harry podría decirle más que yo sobre todo esto
probablemente.
—Yo crucé el Cabo, sabe —interrumpió la
mujer, con su encantadora sonrisa abstraída. Lo dijo como si ella
misma fuera otro trofeo—. ¡Qué viaje, con los muebles y la
porcelana!
La interrumpió una torpe muchachita de ojos
muy juntos.
—El té está servido, señora.
¡El té! Goodie jamás hubiera imaginado que
la cena más elegante en el restaurante más elegante fuera algo
parecido siquiera. Se sirvió en una mesa auxiliar; la tetera y la
cafetera eran de plata labrada.
Había comido emparedados, por supuesto...
pero no hechos de apio, o de carne a la mostaza, o de pasta de
lengua o ciervo. ¿Quién había visto jamás rollos de espárragos? ¿O
de anchoas? Y quesos y bizcochos deliciosos, bollos calientes,
cremosos scones dorados que se deshacían
en la boca. Y pan recién hecho, con manteca dulce servida en un
platillo helado transparente. Pan de azafrán de Cornualles,
parecido a un budín inglés, y ligeros panecillos escoceses.
Pero había cosas dulces además: tartaletas
con crema de limón, esponjosos brioches, tortas aromáticas, budín
inglés, y algo llamado confitura de melaza de Lancaster, un dulce
con gusto a jengibre que, según explicó mistress Biltmore, había
sido añejado al vacío durante semanas.
—¡Es todo tan delicioso! —explicó Goodie
haciendo una pausa, al recordar la repetida enseñanza de su madre
de no hablar con la boca llena.
—No sé dónde lo pone —dijo Hammett con aire
tímido.
Biltmore acercó su silla a la de
Goodie.
—Bueno, mi querida, ciertamente parece la
imagen de la salud. Le diré lo que...
—Así que usted es socio de ese bribón de
Phineas —dijo radiante mistress Biltmore—. Quizás conozca a nuestra
desgraciada mistress Starr...
Biltmore la interrumpió.
—En realidad, querida, es para entrevistar a
mistress Starr que míster Hammett y su encantadora prometida están
aquí esta tarde.
—¿Es trágico, no? —preguntó ella compasiva—,
¡Perder a toda la familia en un accidente ferroviario! No es de
extrañarse que haya venido al Oeste a tratar de olvidar...
—Trágico —repitió Hammett. Puso una mano
sobre el brazo de Goodie, que había hecho gesto de ponerse de pie—.
Quédate aquí y sigue comiendo tortas y sandwiches, querida. —Le
sonrió a Biltmore—. Quizás no tenga que invitarla a cenar esta
noche.
—¡Qué encantador! —exclamó May
Biltmore.
Cuando Hammett salió para buscar el chalet,
al otro lado del puente de piedra y más allá de la cancha de tenis,
la brillante cabeza de Biltmore estaba solícitamente inclinada
sobre los dorados bucles de Goodie y mistress Biltmore jugaba con
Bingo, el perrito blanco.