19

La víspera de Navidad de 1910, un cuarto de millón de personas (la multitud más grande en la historia de San Francisco) se había reunido alrededor de la Fuente Lotta para oír un concierto improvisado por la famosa soprano Luisa Tetrazzini. Hoy, cuando el tranvía pasaba ruidosamente al lado del.feo y adornado monumento de hierro colado, en la intersección de Kearny, Gary y Market, el lugar estaba desolado.
Goodie no notó la ausencia de la gente. Estaba demasiado alborozada.
—Oh, Sam, estoy tan excitada.
—Quizás nos reciban en la puerta de entrada con un rifle.
Ella simuló disgustarse.
—¿Quieres decir que sirvo otra vez de pantalla?
—Tienes una mente tortuosa, muchacha.
Goodie se reclinó contra el cuero brillante y miró al tranvía que doblaba por Sacramento. Al lado del edificio de la esquina había empinados escalones de acero que llevaban al puente para peatones que cruzaba El Embarcadero hacia el edificio del ferry.
—No me importa —dijo Goodie—, ¡George F. Biltmore!
La tarde anterior, Goodie había invertido un dólar a la hora del almuerzo en Le Maximilan Coiffeurs para que Georgia le rizara sus dorados bucles al agua. Después del trabajo, otros cinco dólares con noventa y ocho centavos le habían procurado el elegante conjunto sport que lucía: blusa de velour verde pálido con chal de seda plisada oscuro terminado en una gran borla y falda plisada de cashmere con cintura alta.
El dinero para el almuerzo de dos semanas, o más, pero iba a Mili-Valley a tomar el té con George F. Biltmore y su mujer. ¡Cuando se lo contara a su madre!
El tranvía dio vuelta a la rotonda alrededor del parque cerrado, frente al arco de la entrada principal del edificio del ferry. Un par de vagos dormitaban al sol.
Hammett compró dos billetes de ida y vuelta a Mili Valley y se unieron a la multitud que esperaba al otro lado de la brillante puerta de hierro dorado.
Al subir la chirriante plataforma de madera del Eureka y oler el acre aire salado, Goodie se colgó del brazo de Hammett.
—Jamás había subido en esto.
—Debes de haber nadado bastante desde Crockett.
—Ya entiendes lo que quiero decir. En ese ferry. A Sausalito.
Las sogas de amarre hicieron un ruido sordo al caer sobre la cubierta; el barco blanco tembló cuando las ruedas de paletas comenzaron a girar. Dejó una estela blanca al bajar del alto amarradero de madera y poner rumbo a Marin County, a treinta y dos minutos, más allá de Goat Island y Alcatraz.
—Ya lo sé —dijo Hammett con voz comprensiva.
—¿Qué sabes?
—Que tienes hambre.
En el restaurante de la cubierta superior, Goodie ordenó un bol de crema de almejas y un emparedado de roast-beef con puré y salsa. Hammett tomó café y pagó los cincuenta centavos dé la consumición.
—Qué chica tan cara —dijo.
Se sentaron en uno de los bancos de madera; debajo del asiento había los salvavidas en prevención de accidentes. A través de las ventanas podían oír las gaviotas que pedían comida a los pasajeros que estaban en la cubierta del piso interior.
—¿Cómo es? —preguntó Goodie, limpiándose con la lengua un poco de mostaza de la comisura de los labios.
—¿Quién?
—Biltmore. Todo ese dinero, todo ese poder...
Imitándola a la perfección, Hammett continuó:
—Esa frígida esposa, esa apasionada amante...
—Oh, Sam, ¿sí? —Le brillaban los ojos—. ¿Una amante?
—De nombre Gerty. No estará aquí hoy, aunque dicen que la lleva a la casa de verano de Napa aun cuando está la mujer.
—Estoy segura de que Gerty se divierte —dijo Goodie con envidia.

 

Sausalito era un pequeño pueblo pesquero situado en el angosto cabo de la Bahía Richardson, frente a las magníficas mansiones de la Isla Belvedere. También era la estación terminal del ferrocarril para los que viajaban al Norte: Marin, Sonoma o Mendocino. Los ferries amarraban en el mismo centro de la ciudad, en tres diques hechos con pilotes de pesada madera. Unos cien metros más allá había un hotel.
—La compañía Northwestern Pacific tiene una línea corta que une Mill Valley y Almonte —dijo Hammett—. Todo el viaje no dura más de diez minutos.
El vagón de madera color verde oliva, lleno de excursionistas domingueros, rechinaba a lo largo de la costa de Sausalito. A la izquierda, enterradas en el follaje, blancas casas de madera, desparramadas aquí y allá, en las empinadas laderas frondosas detrás de la ciudad. Las matas de flores y arbustos se apretaban, ascendían y estallaban tratando de llamar la atención: rododendros, azuleas y delicadas fucsias danzarinas, en las zonas de sombra; al sol, espinosas campanillas rojas y doradas retamas. A la derecha, los balandros de carrera de aguda proa y turistas gruesos pasaban raudos, la mayoría provenientes de los embarcaderos del Club Náutico de San Francisco, que se había trasladado 4 Sausalito hacía cincuenta años.
Sausalito era algo más que una villa bohemia de pescadores y una terminal de ferrocarril; era una extraña mezcla de puerto de mar, centro náutico, atracción turística, colonia de artistas... y punto clave de los traficantes de ron.
—Muchos de los viejos depósitos que hay en la costa, al sur de la ciudad, están llenos hasta el techo de bebida ilegal —dijo Hammett. Cortesía de Dom Pronzini, pensó—. Con marea alta puedes meter un barco repleto de ron exactamente debajo de los pilotes y descargarlo por las trampas del suelo sin peligro de ser visto desde la calle.
Por las ventanas abiertas del tren penetraba el denso y espeso olor de los charcos pantanosos al desecarse. Los patos, veloces colimbos y las negretas de saltones ojos rojos se alejaron a saltos al aproximarse el tren. En la pequeña estación de Almonte hicieron transbordo a otro tren de un solo vagón que los esperaba.
—Próxima parada, Mili Valley —anunció Hammett.
Era una villa rústica, enterrada entre los gigantescos pinos de California. Muy lejos, detrás del pueblo, elevaba su grácil silueta contra el cielo estival el Monte Tamalpais, donde, según la leyenda, había muerto la pequeña india Tamelpa. El tren estaba lleno de pasajeros que querían viajar en la Vía Más Zigzagueante del Mundo, desde la cima del Monte Tam al centro del pueblo.
Un chico de cara pecosa, con zapatillas de goma, gorra de tela y un perro de raza indéfinida al que le faltaba una pata, les indicó dónde quedaba el camino paralelo a Corte Madera Creek. Menos de veinte metros más allá, el sendero se perdía entre los gigantescos pinos. Era de tierra rojiza y aun ahora, dos meses después de las últimas lluvias, continuaba húmedo. La arqueada cúpula de follaje que formaban los árboles mantenía la tierra fresca y húmeda. El cerro de la izquierda del camino estaba tan lleno de árboles que casi no había maleza.
—¡Mira! —susurró Goodie.
Era un ciervo, que los miraba con ojos húmedos, orejas temblorosas y palpitantes flancos castaños. Luego, una versión más pequeña apareció detrás del pesado tronco de un árbol caído. Finalmente, apareció una pequeña gacela, delicada como una porcelana de Dresde.
—No es común que el añal permanezca con la madre después que nace la nueva cría.
Tres pares de orejas temblaron al oír la voz baja de Hammett, como si fuera una señal. De pronto desaparecieron; sólo el eco de las patas sobre la húmeda alfombra de agujas, debajo de los árboles, los convenció de que realmente habían estado allí.
Llegaron a unos pilares de áspera piedra sin revocar pero perfectamente montados, que sostenían unas puertas dobles de pino, con goznes de hierro trabajados a mano y pesados aros de hierro como manijas.
—Es aquí —dijo Hammett.
El zigzagueante sendero de tierra dura, bordeado de decorativos trozos de granito parcialmente hundidos en la tierra, formaba una rotonda alrededor de la casa. Un círculo en el que se apretaban maravillosos rododendros de capullos color púrpura. La casa era enorme, con techo de zinc rojo y paredes de madera de pino. Unos jóvenes pinos de tronco recto casi oscurecían el amplio pórtico.
—Es hermoso —suspiró Goodie.
Hammett sonrió y llamó a la puerta. Las ventanas estaban flanqueadas por persianas de madera de pino que podían ser aseguradas durante las violentas tormentas de invierno.
Abrió la puerta un hombre macizo de considerable altura, que tenía un solo ojo y vestía uniforme de chófer. Su acento era australianos sudafricano.
—Dashiell Hammett para ver a míster Bilt...
—¿Hammett? Adelante, muchacho, adelante —resonó la jovial voz de Biltmore desde dentro.
Goodie, cautivada, miró a su alrededor. Pino sin pulir sostenía el cielo raso y cubría las paredes. Sobre la chimenea, un estante de mármol belga. El mobiliario era anticuado y desvergonzadamente Victoriano.
También lo era la frágil muñeca de porcelana que se puso de pie cuando entraron. Era delicada y de huesos pequeños, vestida con las faldas largas de una década ya olvidada; su piel era translúcida como el alabastro. Tenía el cabello gris y un aire abstraído. La mano izquierda estaba casi totalmente paralizada, pero no trató de ocultarla.
—May, éste es Dashiell Hammett —dijo Biltmore—. El abogado que trabaja con Phineas. Míster Hammett, mi esposa.
Hammett se inclinó y le tomó la mano derecha.
—Es un placer, mistress Biltmore. ¿Me permite presentarle a mi prometida, miss Augusta Osborne? —Sacó a relucir la deliciosa sonrisa que reservaba para ocasiones especiales—. Todo el mundo la llama Goodie.
—Así la llamaré —dijo May Biltmore repentinamente animada. Se volvió hacia el chófer de un solo ojo—. ¡Harry! ¿Dónde ha ido Bingo?
—La última vez que lo vi estaba en la cocina tratando de morder a la cocinera, señora —dijo el hombre seriamente.
—Oh, caramba, será mejor que vaya a buscarlo...
Un lanudo perrito blanco entró precipitadamente en la sala, dio un ladrido, y se tiró de cabeza contra la pata de la silla de May Biltmore.
—Su casa es maravillosa —dijo Goodie impulsivamente.
Biltmore se acarició el bigote tipo morsa.
—Nos gusta, querida. Nos mudamos después del incendio de San Francisco Pensamos que podía volver a ocurrir. Ahora parece un poco tonto, quizás, pero en aquellos días...
—¡Tomemos el té! —exclamó mistress Biltmore.
Las sillas eran de nogal estilo Chippendale y de palo de rosa Louis Philippe, con tapicería Aubusson. Goodie jamás había visto nada tan elegante. A Hammett le interesaban más las telas de los Mares del Sur y la exhibición de lanzas africanas que cubrían las paredes.
—Botín de mis días de mar. Las telas son de las Marquesas, y una está hecha por los nativos del Pacífico Oeste. Las hacen de corteza de morera, teñida con raíces molidas, cortezas y bayas. —Mostró otro sector de la pared—. Las lanzas largas son Masai, del Este Británico; las cortas, Zulú... —Se interrumpió riéndose—. Harry podría decirle más que yo sobre todo esto probablemente.
—Yo crucé el Cabo, sabe —interrumpió la mujer, con su encantadora sonrisa abstraída. Lo dijo como si ella misma fuera otro trofeo—. ¡Qué viaje, con los muebles y la porcelana!
La interrumpió una torpe muchachita de ojos muy juntos.
—El té está servido, señora.
¡El té! Goodie jamás hubiera imaginado que la cena más elegante en el restaurante más elegante fuera algo parecido siquiera. Se sirvió en una mesa auxiliar; la tetera y la cafetera eran de plata labrada.
Había comido emparedados, por supuesto... pero no hechos de apio, o de carne a la mostaza, o de pasta de lengua o ciervo. ¿Quién había visto jamás rollos de espárragos? ¿O de anchoas? Y quesos y bizcochos deliciosos, bollos calientes, cremosos scones dorados que se deshacían en la boca. Y pan recién hecho, con manteca dulce servida en un platillo helado transparente. Pan de azafrán de Cornualles, parecido a un budín inglés, y ligeros panecillos escoceses.
Pero había cosas dulces además: tartaletas con crema de limón, esponjosos brioches, tortas aromáticas, budín inglés, y algo llamado confitura de melaza de Lancaster, un dulce con gusto a jengibre que, según explicó mistress Biltmore, había sido añejado al vacío durante semanas.
—¡Es todo tan delicioso! —explicó Goodie haciendo una pausa, al recordar la repetida enseñanza de su madre de no hablar con la boca llena.
—No sé dónde lo pone —dijo Hammett con aire tímido.
Biltmore acercó su silla a la de Goodie.
—Bueno, mi querida, ciertamente parece la imagen de la salud. Le diré lo que...
—Así que usted es socio de ese bribón de Phineas —dijo radiante mistress Biltmore—. Quizás conozca a nuestra desgraciada mistress Starr...
Biltmore la interrumpió.
—En realidad, querida, es para entrevistar a mistress Starr que míster Hammett y su encantadora prometida están aquí esta tarde.
—¿Es trágico, no? —preguntó ella compasiva—, ¡Perder a toda la familia en un accidente ferroviario! No es de extrañarse que haya venido al Oeste a tratar de olvidar...
—Trágico —repitió Hammett. Puso una mano sobre el brazo de Goodie, que había hecho gesto de ponerse de pie—. Quédate aquí y sigue comiendo tortas y sandwiches, querida. —Le sonrió a Biltmore—. Quizás no tenga que invitarla a cenar esta noche.
—¡Qué encantador! —exclamó May Biltmore.
Cuando Hammett salió para buscar el chalet, al otro lado del puente de piedra y más allá de la cancha de tenis, la brillante cabeza de Biltmore estaba solícitamente inclinada sobre los dorados bucles de Goodie y mistress Biltmore jugaba con Bingo, el perrito blanco.