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Goodie se detuvo a contemplar el cuarto
repentinamente vacío. Estaba agotada. Pero había terminado de hacer
sus maletas. Finalmente, a las tres de la mañana.
Inesperadamente rompió a llorar. Se puso la
cara entre las manos. Tan pobre, tan deprimente, sin nada de lo que
le había dado al apartamento un estilo propio. Se secó las lágrimas
con las palmas de la mano, como una niñita, corriéndose el polvo de
la nariz. Hacía horas que había llamado a Biltmore, al huir del
piso de Sam. Su decisión estaba tomada. ¡Si se lo hubiera dicho!
Mujer e hijos. Ahora, otra llamada telefónica...
Oh, maldita sea...
Fue al baño.
Frente al espejo del botiquín se colocó
sobre los apretados rizos el sombrero sport azul que había comprado
ese día. La chica de la tienda le había dicho que Clara Bow usaba
un sombrero de pana idéntico en su última película para
Paramount.
Ahora podía darse el lujo de comprar cosas
como éstas. Con el nuevo puesto de secretaria de Biltmore que
comenzaría el lunes. Y el reloj que le había regalado, el nuevo
negligée, los vestidos, las cenas elegantes, las...
Se apartó del espejo. Se arrancó el sombrero
de la cabeza y fue a la cocina. Se sentó, terminó el café y
encendió un cigarrillo. Tenía las manos temblorosas y los pies
fríos.
Las ropas, el empleo y las cenas querían
decir lo mismo que la llamada telefónica que estaba a punto de
hacer. Harry, el chófer, estaba esperando. Vendría a buscarla.
Biltmore le había ofrecido pasar unos días en el Club Bohemian,
hasta que se acostumbrara a su apartamento de la ciudad, hasta que
estuviera dispuesta a... dispuesta a ser...
Si Sam sólo hubiera... ¡no! Josie sí que es
toda una mujer... Odiaba hasta el nombre de Josie, ella...
Volvió a mirar jel desnudo apartamento. La
maleta cuidadosamente hecha contenía todas sus posesiones. Bueno,
la semana próxima podría tirar todos esos baratos vestidos de
empleada. ¡Tendría todas las cosas con las que sueña una muchacha
de pueblo que viene a la ciudad! Un hermoso apartamento, sirvientes
y... y...
Empezó a llorar otra vez. Mientras lo hacia,
se oyó un fuerte golpe seco, como si algo pesado cayera sobre la
puerta de su apartamento. Ahogó un grito, se quedó de pie, llorosa,
en medio de la habitación, con el corazón latiéndole violentamente.
¿Quién era? Algún borracho que trataba de...
¡Sam!
Fue hacia la puerta rápidamente y sin dudar
dio vuelta al picaporte y abrió. Sam se habría despertado, habría
salido del apartamento, aún ebrio, tropezando y cayendo...
La puerta del apartamento estaba abierta,
pero él no estaba inconsciente en el corredor. Seria mejor entrar,
a ver si...
Giró sobre los talones cuando oyó, a sus
espaldas, el chirriante ruido del ascensor. Entraban dos hombres.
Uno era grueso; el sombrero echado sobre' la cara le ocultaba los
rasgos. El otro era Hammett. Sin sombrero, sin abrigo, con la misma
camisa sin cuello que llevaba al quedarse dormido. Tenía la cara
pálida y casi cayó cuando el otro lo empujó dentro del
ascensor.
—¡Sam! —gritó.
Pero la puerta ya se había cerrado. Ninguno
de los dos la había oído.
Hammett tenía los brazos atrás y esposas
alrededor de las muñecas. ¿El otro sería un policía? Sólo la
policía usaba esposas ¿no? Pero entonces recordó que Sam había
dicho que quizá fuera policía el que había matado a Atkinson y a
ese hombre que controlaba el cabaret, y el que secuestró...
Corrió a su apartamento y fue hacia la
ventana de la cocina que daba sobre la calle Post. Hammett y su
secuestrador cruzaban hacia un Reo negro.
¡El hombrecito gordo de cara somnolienta! El
sabría qué hacer. Pero... ¿cómo se llamaba? Trató de hacer memoria.
Sin resulta do. Había atendido una llamada telefónica para él,
había ido al departamento de Hammett y dicho...
¡Wright! ¡Jimmy Wright!
El ruido del motor del Reo le hizo volver
los ojos a la ventana otra vez. El auto arrancó y siguió por Post.
No había modo de ver la matrícula.
Jimmy Wright Pero, ¿cómo ponerse en
comunicación con él? Sabía que estaba en un hotel de la ciudad,
pero no había oído el nombre ni el teléfono... Piensa, muchacha,
piensa. Había trabajado en Pinkerton, como Sam y el difunto
Atkinson y...
Sollozaba otra vez cuando se le ocurrió una
idea. Corrió al teléfono lloriqueando y consultó la guía mientras
esperaba que contestara la operadora.
—Comuníqueme con Franklin 3 4-1-0, Hotel
Weller —dijo con voz ahogada—. Y por el amor de Dios, dese
prisa.
A Hammett le castañeteaban tanto los dientes
que apoyó el mentón sobre el pecho en un vano intento de evitarlo.
Por los orificios del techo de lona entraba el aire frió. El Reo
subió con esfuerzo la cuesta de la avenida Van Ness, corriendo a
gran velocidad por las desiertas calles.
Laverty se volvió hacia Hammett.
—¿Frío9
—Ssssí.
—Espero que se hiele, hijo de perra.
Volvió a ocuparse del volante. Hammett no
sabía dónde iban. Luego pensó con amargura: al infierno.
Exactamente allí. Echó una rápida mirada al inmenso policía.
—¿A mi también me va a arrancar los
testículos a patadas, Predicador?
Laverty lo miró. Sus inmensas manos asieron
el volante convulsivamente.
—Me gustaría.
Llegaron a las elegantes calles anchas de
Pacific Heights: mansiones de piedra de treinta habitaciones y
grandes parques verdes adornados con exóticas plantas cuidadas por
jardineros japoneses.
Pobre Dan Laverty, cabeza de turco hasta el
final.
—Usted lo verá de ese modo. —Los ojos de
Laverty eran feroces—. Para usted, todos los que no ayudan a
propagar la corru ción.
—Fue así como lo consiguió —susurró
Hammett.
Ahora estaba seguro. había descubierto la
sutil mente de la cual carecían los Mulligan. Experimentó un
momentáneo sentimiento de paz aún sabiendo que dentro de unos
minutos o unas horas habría muerto. Era posible que Laverty no
supiera que lo llevaba a la muerte.
¿Podría hacerle entender a Laverty lo que
estaba ocurriendo? Era dudoso. Estaría oponiéndose a una amistad de
toda una vida. Una apuesta arriesgada. Como tirarse contra la
puerta de Goodie. Aún si lo hubiera oído, ¿por qué iba a entender
el significado?
Logró sonreír.
—¿Cómo se las arregló para convencerlo a
usted de ser su matón. Predicador?
No hubo respuesta.
Intentó otra vez.
—Déjeme adivinar qué le dijo. Pronzini mató
a Atkinson e iba a matar otra vez si no se lo detenía. Así que en
realidad fue una ejecución. Bien. Pero, ¿qué me dice de la mujer?
¿Y el chico de diecisiete años? Subnormal, además.
—¿De qué habla?
La sorpresa de la voz. la expresión de los
ojos eran inconfundibles. Pero entonces cómo... Claro. Dijo:
—Apuesto a que lo llamó, y le pidió que le
prestara el auto ayer por la mañana, ¿no? El suyo no funcionaba.
¿Eh?
Tuvo la confirmación en la reacción que
Laverty no logró ocultar. ¡Tan simple! ¡Tan directo! ¡El hombre era
un genio! Y tan seguro. Lo explicaba todo, lo justificaba todo. Y
si algo salía mal, ahí estaba Laverty para ser acusado.
El policía se detuvo en la esquina entre
Pacific y Presidio.
Hammett estaba entumecido y había per dido
la sensibilidad de piernas y brazos. No podria correr aunque se le
presentara la oportunidad. Pero al menos el aire helado había
evaporado los vahos del alcohol. Se alegraba. Quería ver cómo
moría.
—Debe de haber sido justo por aquí donde
Tokzek robó ese Morris-Crowley.
Con el rabillo del ojo observó la momentánea
duda de Laverty. Trató de quebrantar más aún las defensas del
policía.
—Es extraño que necesitara robar un auto
justo aquí. —Con un gesto de la cabeza señaló las hermosas casas de
techo de madera que habían sobrevivido al seísmo y al incendio—.
¿Nunca se preguntó si el delator que lo llamó le conocía y sabía
cómo reaccionaría al ver la chiquilla muerta en el auto? ¿O si
conocía a Tokzek, y sabía que estaría drogado y tan paranoico que
sería imposible apresarlo vivo?
—Simplemente... cállese.
Hammett se bajó del auto torpemente, y
vaciló cuando el peso de su cuerpo le cayó sobre las piernas. Le
cosquilleaban los pies. Sobre el sector norte había cinco casas
marrones, de diseño simple y permanente elegancia en esa
simplicidad, que lindaban con la pared que limitaba el extremo sur
del Presidio.
En una de esas casas iba a morir.
Levantó la cabeza. Miró al cielo. No habla
niebla, asi que pudo ver algunas estrellas. Las últimas que vería.
Muerto a la edad de treinta y cuatro años. Bueno, ¡qué diablos! Al
menos le había ganado a Cristo.
—De prisa, vamos.
Laverty lo empujó por un angosto sendero,
hacia una estrecha puerta...
—¿No le molestó saber que Tokzek era
drogadicto?
Laverty no contestó. Al otro lado del umbral
había un rellano con escaleras que subían y bajaban. Bajaron. Al
pie de la escalera había una zona de cemento. Se detuvieron frente
a una de las puertas que daban al pasillo. Bien. Cada segundo a
solas con Laverty, para convencerlo...
—Esperamos aquí.
—Bueno. Dígame, Predicador, ¿supo de algún
drogadicto que estuviera interesado en tener relaciones con
alguien, aun relaciones normales? ¿Y qué me dice de un drogadicto
tan maniático que golpeara y violara a una muchachita hasta
matarla?
Durante un momento pensó que lo había
logrado.
Laverty dudó cuando captó el significado de
la pregunta.
Porque cualquier policía sabía la respuesta.
Lo veían tan a menudo. El uso continuo de la mayoría de las drogas
aniquila el impulso sexual, a menudo se llega hasta la impotencia.
Si...
Pero Laverty sacudió la cabeza.
—Eso... no tiene nada que ver con esto, de
todos modos.
Hammett hizo un último y desesperado
intento.
—¿Cómo le convenció de que yo me había
vendido. Predicador? Fue policía toda la vida, la policía quiere
pruebas...
—¡Tengo pruebas! interrogué a Joey
Lonergan.
¡Joey Lonergan!
Vívidamente le vino a la memoria la escena
en el garaje de Lonergan, cuando Jimmy Wright había asumido el
papel de Ajos, el matoncito del este, y Hammett le había dicho a
Lonergan que ellos actuaban como punta de lanza para un grupo del
Este que quería invadir...
—Me lo dijo todo —agregó Laverty—. Usted y
su amigo lo golpearon y le dijeron que iban a tomar la ciudad en
sus manos.
—Lo embauqué, Predicador —dijo Hammett con
voz cansada—. Para obtener información.
—¿Qué me dice de Boyd Mulligan, quien me
presionó para que obtuviera información sobre usted, e investigara
qué intentaba hacer y qué sabía? ¿Eso también fue teatro? Boyd
sabía que usted trataba de adueñarse de su territorio...
—Póngase en comunicación con Jimmy Wright
y...
Pero el momento de comunicarse con Jimmy
Wright había pasado. Se abrió una puerta delante de ellos y salió
un hombre alto de cabello castaño y cara decidida y tranquila.
Saludó a Laverty con un gesto de la cabeza.
—Veo que fuiste capaz de traer a este
traidor sin ningún problema —dijo Owen Lynch.