31

Goodie se detuvo a contemplar el cuarto repentinamente vacío. Estaba agotada. Pero había terminado de hacer sus maletas. Finalmente, a las tres de la mañana.
Inesperadamente rompió a llorar. Se puso la cara entre las manos. Tan pobre, tan deprimente, sin nada de lo que le había dado al apartamento un estilo propio. Se secó las lágrimas con las palmas de la mano, como una niñita, corriéndose el polvo de la nariz. Hacía horas que había llamado a Biltmore, al huir del piso de Sam. Su decisión estaba tomada. ¡Si se lo hubiera dicho! Mujer e hijos. Ahora, otra llamada telefónica...
Oh, maldita sea...
Fue al baño.
Frente al espejo del botiquín se colocó sobre los apretados rizos el sombrero sport azul que había comprado ese día. La chica de la tienda le había dicho que Clara Bow usaba un sombrero de pana idéntico en su última película para Paramount.
Ahora podía darse el lujo de comprar cosas como éstas. Con el nuevo puesto de secretaria de Biltmore que comenzaría el lunes. Y el reloj que le había regalado, el nuevo negligée, los vestidos, las cenas elegantes, las...
Se apartó del espejo. Se arrancó el sombrero de la cabeza y fue a la cocina. Se sentó, terminó el café y encendió un cigarrillo. Tenía las manos temblorosas y los pies fríos.
Las ropas, el empleo y las cenas querían decir lo mismo que la llamada telefónica que estaba a punto de hacer. Harry, el chófer, estaba esperando. Vendría a buscarla. Biltmore le había ofrecido pasar unos días en el Club Bohemian, hasta que se acostumbrara a su apartamento de la ciudad, hasta que estuviera dispuesta a... dispuesta a ser...
Si Sam sólo hubiera... ¡no! Josie sí que es toda una mujer... Odiaba hasta el nombre de Josie, ella...
Volvió a mirar jel desnudo apartamento. La maleta cuidadosamente hecha contenía todas sus posesiones. Bueno, la semana próxima podría tirar todos esos baratos vestidos de empleada. ¡Tendría todas las cosas con las que sueña una muchacha de pueblo que viene a la ciudad! Un hermoso apartamento, sirvientes y... y...
Empezó a llorar otra vez. Mientras lo hacia, se oyó un fuerte golpe seco, como si algo pesado cayera sobre la puerta de su apartamento. Ahogó un grito, se quedó de pie, llorosa, en medio de la habitación, con el corazón latiéndole violentamente. ¿Quién era? Algún borracho que trataba de...
¡Sam!
Fue hacia la puerta rápidamente y sin dudar dio vuelta al picaporte y abrió. Sam se habría despertado, habría salido del apartamento, aún ebrio, tropezando y cayendo...
La puerta del apartamento estaba abierta, pero él no estaba inconsciente en el corredor. Seria mejor entrar, a ver si...
Giró sobre los talones cuando oyó, a sus espaldas, el chirriante ruido del ascensor. Entraban dos hombres. Uno era grueso; el sombrero echado sobre' la cara le ocultaba los rasgos. El otro era Hammett. Sin sombrero, sin abrigo, con la misma camisa sin cuello que llevaba al quedarse dormido. Tenía la cara pálida y casi cayó cuando el otro lo empujó dentro del ascensor.
—¡Sam! —gritó.
Pero la puerta ya se había cerrado. Ninguno de los dos la había oído.
Hammett tenía los brazos atrás y esposas alrededor de las muñecas. ¿El otro sería un policía? Sólo la policía usaba esposas ¿no? Pero entonces recordó que Sam había dicho que quizá fuera policía el que había matado a Atkinson y a ese hombre que controlaba el cabaret, y el que secuestró...
Corrió a su apartamento y fue hacia la ventana de la cocina que daba sobre la calle Post. Hammett y su secuestrador cruzaban hacia un Reo negro.
¡El hombrecito gordo de cara somnolienta! El sabría qué hacer. Pero... ¿cómo se llamaba? Trató de hacer memoria. Sin resulta do. Había atendido una llamada telefónica para él, había ido al departamento de Hammett y dicho...
¡Wright! ¡Jimmy Wright!
El ruido del motor del Reo le hizo volver los ojos a la ventana otra vez. El auto arrancó y siguió por Post. No había modo de ver la matrícula.
Jimmy Wright Pero, ¿cómo ponerse en comunicación con él? Sabía que estaba en un hotel de la ciudad, pero no había oído el nombre ni el teléfono... Piensa, muchacha, piensa. Había trabajado en Pinkerton, como Sam y el difunto Atkinson y...
Sollozaba otra vez cuando se le ocurrió una idea. Corrió al teléfono lloriqueando y consultó la guía mientras esperaba que contestara la operadora.
—Comuníqueme con Franklin 3 4-1-0, Hotel Weller —dijo con voz ahogada—. Y por el amor de Dios, dese prisa.

 

A Hammett le castañeteaban tanto los dientes que apoyó el mentón sobre el pecho en un vano intento de evitarlo. Por los orificios del techo de lona entraba el aire frió. El Reo subió con esfuerzo la cuesta de la avenida Van Ness, corriendo a gran velocidad por las desiertas calles.
Laverty se volvió hacia Hammett.
—¿Frío9
—Ssssí.
—Espero que se hiele, hijo de perra.
Volvió a ocuparse del volante. Hammett no sabía dónde iban. Luego pensó con amargura: al infierno. Exactamente allí. Echó una rápida mirada al inmenso policía.
—¿A mi también me va a arrancar los testículos a patadas, Predicador?
Laverty lo miró. Sus inmensas manos asieron el volante convulsivamente.
—Me gustaría.
Llegaron a las elegantes calles anchas de Pacific Heights: mansiones de piedra de treinta habitaciones y grandes parques verdes adornados con exóticas plantas cuidadas por jardineros japoneses.
Pobre Dan Laverty, cabeza de turco hasta el final.
—Usted lo verá de ese modo. —Los ojos de Laverty eran feroces—. Para usted, todos los que no ayudan a propagar la corru ción.
—Fue así como lo consiguió —susurró Hammett.
Ahora estaba seguro. había descubierto la sutil mente de la cual carecían los Mulligan. Experimentó un momentáneo sentimiento de paz aún sabiendo que dentro de unos minutos o unas horas habría muerto. Era posible que Laverty no supiera que lo llevaba a la muerte.
¿Podría hacerle entender a Laverty lo que estaba ocurriendo? Era dudoso. Estaría oponiéndose a una amistad de toda una vida. Una apuesta arriesgada. Como tirarse contra la puerta de Goodie. Aún si lo hubiera oído, ¿por qué iba a entender el significado?
Logró sonreír.
—¿Cómo se las arregló para convencerlo a usted de ser su matón. Predicador?
No hubo respuesta.
Intentó otra vez.
—Déjeme adivinar qué le dijo. Pronzini mató a Atkinson e iba a matar otra vez si no se lo detenía. Así que en realidad fue una ejecución. Bien. Pero, ¿qué me dice de la mujer? ¿Y el chico de diecisiete años? Subnormal, además.
—¿De qué habla?
La sorpresa de la voz. la expresión de los ojos eran inconfundibles. Pero entonces cómo... Claro. Dijo:
—Apuesto a que lo llamó, y le pidió que le prestara el auto ayer por la mañana, ¿no? El suyo no funcionaba. ¿Eh?
Tuvo la confirmación en la reacción que Laverty no logró ocultar. ¡Tan simple! ¡Tan directo! ¡El hombre era un genio! Y tan seguro. Lo explicaba todo, lo justificaba todo. Y si algo salía mal, ahí estaba Laverty para ser acusado.
El policía se detuvo en la esquina entre Pacific y Presidio.
Hammett estaba entumecido y había per dido la sensibilidad de piernas y brazos. No podria correr aunque se le presentara la oportunidad. Pero al menos el aire helado había evaporado los vahos del alcohol. Se alegraba. Quería ver cómo moría.
—Debe de haber sido justo por aquí donde Tokzek robó ese Morris-Crowley.
Con el rabillo del ojo observó la momentánea duda de Laverty. Trató de quebrantar más aún las defensas del policía.
—Es extraño que necesitara robar un auto justo aquí. —Con un gesto de la cabeza señaló las hermosas casas de techo de madera que habían sobrevivido al seísmo y al incendio—. ¿Nunca se preguntó si el delator que lo llamó le conocía y sabía cómo reaccionaría al ver la chiquilla muerta en el auto? ¿O si conocía a Tokzek, y sabía que estaría drogado y tan paranoico que sería imposible apresarlo vivo?
—Simplemente... cállese.
Hammett se bajó del auto torpemente, y vaciló cuando el peso de su cuerpo le cayó sobre las piernas. Le cosquilleaban los pies. Sobre el sector norte había cinco casas marrones, de diseño simple y permanente elegancia en esa simplicidad, que lindaban con la pared que limitaba el extremo sur del Presidio.
En una de esas casas iba a morir.
Levantó la cabeza. Miró al cielo. No habla niebla, asi que pudo ver algunas estrellas. Las últimas que vería. Muerto a la edad de treinta y cuatro años. Bueno, ¡qué diablos! Al menos le había ganado a Cristo.
—De prisa, vamos.
Laverty lo empujó por un angosto sendero, hacia una estrecha puerta...
—¿No le molestó saber que Tokzek era drogadicto?
Laverty no contestó. Al otro lado del umbral había un rellano con escaleras que subían y bajaban. Bajaron. Al pie de la escalera había una zona de cemento. Se detuvieron frente a una de las puertas que daban al pasillo. Bien. Cada segundo a solas con Laverty, para convencerlo...
—Esperamos aquí.
—Bueno. Dígame, Predicador, ¿supo de algún drogadicto que estuviera interesado en tener relaciones con alguien, aun relaciones normales? ¿Y qué me dice de un drogadicto tan maniático que golpeara y violara a una muchachita hasta matarla?
Durante un momento pensó que lo había logrado.
Laverty dudó cuando captó el significado de la pregunta.
Porque cualquier policía sabía la respuesta. Lo veían tan a menudo. El uso continuo de la mayoría de las drogas aniquila el impulso sexual, a menudo se llega hasta la impotencia. Si...
Pero Laverty sacudió la cabeza.
—Eso... no tiene nada que ver con esto, de todos modos.
Hammett hizo un último y desesperado intento.
—¿Cómo le convenció de que yo me había vendido. Predicador? Fue policía toda la vida, la policía quiere pruebas...
—¡Tengo pruebas! interrogué a Joey Lonergan.
¡Joey Lonergan!
Vívidamente le vino a la memoria la escena en el garaje de Lonergan, cuando Jimmy Wright había asumido el papel de Ajos, el matoncito del este, y Hammett le había dicho a Lonergan que ellos actuaban como punta de lanza para un grupo del Este que quería invadir...
—Me lo dijo todo —agregó Laverty—. Usted y su amigo lo golpearon y le dijeron que iban a tomar la ciudad en sus manos.
—Lo embauqué, Predicador —dijo Hammett con voz cansada—. Para obtener información.
—¿Qué me dice de Boyd Mulligan, quien me presionó para que obtuviera información sobre usted, e investigara qué intentaba hacer y qué sabía? ¿Eso también fue teatro? Boyd sabía que usted trataba de adueñarse de su territorio...
—Póngase en comunicación con Jimmy Wright y...
Pero el momento de comunicarse con Jimmy Wright había pasado. Se abrió una puerta delante de ellos y salió un hombre alto de cabello castaño y cara decidida y tranquila. Saludó a Laverty con un gesto de la cabeza.
—Veo que fuiste capaz de traer a este traidor sin ningún problema —dijo Owen Lynch.