23

Boyd Mulligan estaba haciendo el crucigrama del «Examiner» mientras esperaba que volviera la secretaria, que había salido a almorzar, cuando una sombra delgada cayó sobre el periódico.
—¿En qué puedo servirlo?
—¿Está míster Mulligan? —El extraño tenía el sombrero gris calado para ocultarle la cara.
—Soy Boyd Mulligan.
—Es a su tío a quien busco.
—No vendrá hasta las tres. Deme su mensaje.
El extraño dudó. Enderezó los hombros y se le acercó.
—Es de parte de... —Se acercó más aún—. El.
—¿El? —dijo Mulligan estúpidamente mientras trataba de parecer vivo.
—Usted sabe. —Miró la puerta del final del cuarto—, ¿Hay una oficina privada? Cualquiera que pase por la calle puede verme aquí y si me ven...
Boyd se puso de pie y lo llevó adentro.
Griffith Mulligan no había compartido la oficina con nadie desde la muerte de su hermano, hacia unos años. Había archivos a lo largo de la pared izquierda, con capas de grueso amianto entre los laterales de láminas de acero. Estaban siempre bajo llave y Griff Mulligan llevaba consigo la única copia. La vida íntima de la mitad de la gente poderosa de San Francisco estaba encerrada en esos ca jones; los secretos de la otra mitad estaban ocultos en el astuto cerebro irlandés de Griff.
Boyd se volvió en medio del cuarto parí mirar al extraño.
—¿Es esto suficientemente privado?’ —preguntó, sin molestarse en ocultar el desprecio de su voz. Deseaba que esa maldita muchacha volviera; estaba muerto de hambre. El desconocido recorrió con la mirada la desnuda pared derecha donde la única ventana del cuarto había sido cerrada con ladrillos y yeso muchos años antes.
—Servirá —dijo.
Apoyó una mano delgada contra la cara de Boyd y le empujó. Con fuerza.
Boyd aterrizó en la silla de Griff. La silla osciló hacia atrás. El muchacho pegó contra la pared con las rodillas y dio un alarido. Se puso de pie demasiado confundido aún pan sentir miedo o indignación.
—¿Está usted loco? ¡Soy Boyd Mulligan!
El desconocido se quedó de pie en medio del cuarto, con las piernas bien apartadas, y se inclinó hacia Boyd como si se opusiera a un fuerte viento.
—Y yo soy Dashiell Hammett —dijo el otro.
—¿Ham... Hammett?
Sintió que le temblaba el labio inferior Se apartó el lacio cabello negro de la cara. No estaba preparado para esto. El, bueno, diablos, él simplemente...
—Dorothy... volverá de almorzar en cualquier...
—Veintidós minutos —dijo Hammett— Siéntate, muchachito.
Boyd se encontró enderezando la silla de su tío y sentándose en ella, mientras asía con fuerza los brazos. Le quemaban las mejillas. ¡Ya vería cuando mandase a los muchachos tras él! Empezarían a romperle las rodillas y... Pero, maldición, su tío había dicho que nadie debia tocar a Hammett. Y lo que su tío decía...
—Vine simplemente a ponerte sobre aviso, muchachito —dijo Hammett—, Voy a hacer freír al tipo que mató a Vic Atkinson. Y a los hombres que...
—Escuche, yo no..
—Y a los hombres que se lo ordenaron. Boyd luchó por controlar el pánico. Hammett solamente trataba de hacerle hablar. Bueno, Boyd Mulligan no hablaba. Era demasiado duro y astuto para hacerlo.
—No sé de qué habla.
—Lo sabes, muchachito. —Hammett se acercó más aún, con fuego en los ojos—. ¿Por qué supones que destrocé el bar de Pronzini anoche?
—Pero los diarios dijeron que una banda de chinos...
—¡Vaya por Dios! —Hammett se rió en forma desagradable—. No eres más que el mensajero, ¿no? Bueno, dile a tu tío que Pronzini habló. Conmigo. Sobre la droga de la bebida de Vic. Sobre la llamada a tu tío. Sobre el tipo que tu tío llamó. Todo. Todo, muchachito.
Boyd se pasaba la lengua por los labios, una y otra vez. El corazón parecía golpearle contra el pecho.
—Yo... él no lo haría... Atkinson no... Hammett cruzó la oficina con largos pasos. Abrió la puerta de golpe. Giró bruscamente sobre los talones para mirarlo.
—¿Viste alguna vez a un tipo colgado, muchachito? Termina con un cuello de veinte centímetros.
Se fue. Boyd, atónito, hizo un esfuerzo para ponerse de pie. Se acercó a la ventana de la oficina del frente justo a tiempo para ver que Hammett se dirigía rápidamente hacia los Tribunales. ¡Tribunales! Con manos temblorosas tomó el teléfono.

 

—Te divertiste anoche —lo acusó Jimmy Wright.
Hammett bebía un café malo preparado en la cocinita del detective. Por la ventana podía ver parte del techo del almacén de equipajes de Southern Pacific. Hacía exactamente una semana que había estado allí mirando la cabeza destrozada de Vic. Una semana y nadie acusado aún. Pero...
—Me divertí más esta mañana. ¿Estás seguro de que ese tipo tiene controlado el teléfono de Mulligan Hnos.?
—Acabo de ir a la compañía de teléfonos. Están intervenidos.
Hammett bajó la taza de café y la miró como si esperara que apareciera algo en la superficie. Su voz era jocosa. Se le veía joven, le brillaban los ojos.
—Vengo de la oficina de Mulligan. La otra mañana invité a desayunar a la secretaria y me enteré de los horarios. Cuando salió a almorzar y el tío aún no había vuelto, fui y presioné un poquito a Boydie.
—¿Cómo es? —preguntó el detective con voz interesada.
—Soprano. Espero que haya usado el teléfono cuando me fui.
El detective se encogió de hombros y dijo sin ambages:
—Para llamar al tío Griff... —Le gustaba ver cómo trabajaba Hammett.
—Cuando llamó, el tío Griff debía estar sentado en la barbería de Drave, en McAllister y Fillmore, esperando que apareciera un tal míster Hambledom con un buen dato sobre las acciones de una compañía minera. Tío Griff nunca va a la barbería de Dave.
—No sería Dashiell Hambledom, ¿no?
—El mismísimo. De incógnito, para esta ocasión tan especial.
Brevemente le detalló lo que había ocurrido en el local de Pronzini la noche anterior, con apropiados comentarios y muchas risas por parte del detective. Finalmente se puso de pie y se caló el sombrero.
—¿Qué tal anda el interrogatorio de los oficiales de la policía?
—Un Inspector O’Keefe parece frágil. Y creo que el teniente, en la lista de pagos de Molly, está listo para confesar. Les dije a ambos que volvieran esta noche. Yo mismo me ocuparé de ellos. ¿Quieres estar presente?
—Te llamaré luego. —Desde la puerta dijo—: ¿Qué tenían en Pinkerton sobre Tokzek?
—Suerte que preguntaste. Meinbress no me conocía, así que quería cerciorarse con algunos de los otros muchachos antes de buscar en los archivos.
—¿Meinbress?
—Tomó la Superintendencia cuando Geauque se fue. Tengo que llamarlo esta tarde y me dirá todo lo que tengan sobre él.

 

Cuando, tres horas después, Hammett subía la colina tras apearse de un tranvía, vio a Dan Laverty apoyado contra su polvoriento Reo, con los brazos cruzados sobre el pecho. Hablaba con la francesa delgada que tenía la lavandería de la planta baja del edificio de Hammett.
La mujer entró en el local con expresión descontenta cuando Hammett llegó. El Predicador se encaró con Hammett. Se lo veía serio; sus duros ojos de policía mostraban preocupación.
—Ah... Mire, Dash, ¿qué es eso que oí de que está metido en lo que ocurrió en el local de Dominic Pronzini anoche?
—¿Los matones chinos? —Hammett se encogió de hombros—. Tenía que presionar a Pronzini, y fueron los únicos tipos de San Francisco que me imaginé no tendrían miedo de ir contra él.
—Sí-í-í-í. —Laverty dudaba, extrañamente inseguro de sí mismo. Comenzó—: Dash, quiero... —Calló y sacudió la cabeza. Suspiró. Con voz cansada dijo—: ¿Por qué quería presionar a Pronzini de todos modos? ¿Por qué cree que tuvo algo que ver con la muerte de Vic?
Hammett fue contando las razones con los dedos.
—Vic me llamó esa noche, a eso de la una, de la Asociación de Jóvenes del Ejército y la Marina en El Embarcadero. En el estanco del Hotel Commodore le dieron instrucciones y la contraseña del local de Pronzini. Con esos datos fui tras él. Admitió haberle drogado. Admitió haber llamado a Griff Mulligan. Admitió que alguien vino a echarle una mirada a Vic. Pero asegura que la última vez que lo vio, Vic estaba vivo.
—¿Lo cree?
—Puede ser cierto. Pero sé sin ninguna duda que fueron sus muchachos los que tiraron el cadáver de Vic en la estación.
La luz del sol finalmente se había abierto paso entre la niebla, y cuando Laverty cambió de posición, su sombra se proyectó, negra y quebrada, en el centro, sobre la acera y los ladrillos del edificio de apartamentos. Con voz ronca dijo:
—Me gustaría tener a ese desgraciado de Pronzini en el sótano de los Tribunales durante una hora. Sabríamos la verdad.
—Los Mulligan lo sacarían bajo fianza antes de que usted pudiera empezar a calentarse. Y si lo llevara a una comisaría en vez de los Tribunales, ese taxi estacionado permanentemente frente al local entregaría la fianza aun antes de que lo registrara.
Laverty asintió. El breve brillo de sus ojos se apagó. Preguntó:
—¿De dónde sacó a los orientales?
—Uno de los grandes del Barrio Chino me debía un favor.
Laverty hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y subió a su Reo Negro. El auto le hizo recordar algo a Hammett. Apoyó un codo sobre la ventanilla.
—¿Dan, vio el informe del forense sobre Egan Tokzek ya? ¿Estaba drogado el tipo?
—Hasta los ojos. Cristales de C y M. Aún tenía la caja en el bolsillo. Suerte para mí que lo estaba: me vació una 44 sin darle más que a los vidrios...
Hammett observó cómo se alejaba el auto de Laverty por la calle Post; se quedó inmóvil durante casi un minuto después que hubo desaparecido. Egan Tokzek había sido drogadicto durante mucho tiempo, permanentemente, tal como le había dicho Pronzini. Y estaba drogado la noche de su muerte.
Lo que no tenía sentido, salvo que... Sí..., que se le diera la vuelta. Considerando el hecho de que era el traficante de Pronzini, y de que Pronzini traía la mayor parte de whisky canadiense por Bolinas. Lo invadió una extraña excitación nacida de cosas a medio saber...
Cruzó rápidamente el garaje de Doris y llamó a Jimmy Wright en el Hotel Townsend. Maldición, a esta hora Jimmy ya debía haberse enterado de algo.
—¿Llamaste? —preguntó sin preámbulos.
—Si. Y por tu tono de voz veo que no va a sorprenderte mucho que te diga que Heloise Kuhn, la dama gorda de Marin, es la hermana de Tokzek.
—Bien, bien —dijo Hammett rápidamente—, Claro. Lo que pensé. Trato de recordarla con cien kilos menos. Era una belleza. La apresaron por violación del código Mann, ¿no?
—En 1916, exacto. Pinkerton hizo el arresto. Un caso de trata de blancas; a Tokzek le dieron cinco años... aunque es la hermana la que parece una mala pécora. El salió en el veintiuno.
—¿Qué se supone que hacían?
—Conseguían chicas orientales para la casa de Colosimo en Chicago.
—¿No estaba Johnny Torrio al frente de la casa entonces?
—Torrio. Exacto.
—Y cuando se retiró se hizo cargo Scarface —murmuró Hammett para sí. Alzó la voz. No cuentes conmigo esta noche, Jimmy, para esos interrogatorios. Voy a estar ocupado.
—Acaparas toda la diversión —protestó el detective.
Hammett rió, colgó, puso otra moneda en la ranura y pidió Douglas 6400. Tuvo la suerte de encontrar a George Biltmore.
—Bueno, Hammett. —La voz de Biltmore era seca—. ¿En qué puedo servirle?
—¿Cómo están mis acciones después de lo del domingo?
La fuerte risa de Biltmore denotaba alivio.
—Conmigo diez puntos. Pero May no estaría muy contenta de volver a verlo. Como obviamente no puede culpar a la apenada viuda, le echa toda la culpa a usted.
—Sí, bueno, yo llevé la bebida. ¿Qué tal es ese chófer suyo en una pelea?
—¿Harry? —La risa volvió a resonar—. Peleó en la Primera Batalla de Matabele en el 93, contra la flor de los guerreros de Lobengula. Perdió el ojo en la batalla de Imbembese.
Nada de esto tenía mucho significado para Hammett; había nacido un año después.
—¿Cree que estaría dispuesto a llevarme a un lugar esta noche?
—Si le promete acción, ahí estará.
—El ferry de las nueve y media en Sausalito —dijo Hammett—, Puede recogerme en el embarcadero. No haria mal en traer una pistola si es que tiene una a mano, aunque no creo que haya tiros.
—No necesita otro hombre, ¿verdad? —Había un deseo velado en la voz de Biltmore.
—Su mujer ya está bastante enojada conmigo.