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Boyd Mulligan estaba haciendo el crucigrama
del «Examiner» mientras esperaba que volviera la secretaria, que
había salido a almorzar, cuando una sombra delgada cayó sobre el
periódico.
—¿En qué puedo servirlo?
—¿Está míster Mulligan? —El extraño tenía el
sombrero gris calado para ocultarle la cara.
—Soy Boyd Mulligan.
—Es a su tío a quien busco.
—No vendrá hasta las tres. Deme su
mensaje.
El extraño dudó. Enderezó los hombros y se
le acercó.
—Es de parte de... —Se acercó más aún—.
El.
—¿El? —dijo Mulligan estúpidamente mientras
trataba de parecer vivo.
—Usted sabe. —Miró la puerta del final del
cuarto—, ¿Hay una oficina privada? Cualquiera que pase por la calle
puede verme aquí y si me ven...
Boyd se puso de pie y lo llevó
adentro.
Griffith Mulligan no había compartido la
oficina con nadie desde la muerte de su hermano, hacia unos años.
Había archivos a lo largo de la pared izquierda, con capas de
grueso amianto entre los laterales de láminas de acero. Estaban
siempre bajo llave y Griff Mulligan llevaba consigo la única copia.
La vida íntima de la mitad de la gente poderosa de San Francisco
estaba encerrada en esos ca jones; los secretos de la otra mitad
estaban ocultos en el astuto cerebro irlandés de Griff.
Boyd se volvió en medio del cuarto parí
mirar al extraño.
—¿Es esto suficientemente privado?’
—preguntó, sin molestarse en ocultar el desprecio de su voz.
Deseaba que esa maldita muchacha volviera; estaba muerto de hambre.
El desconocido recorrió con la mirada la desnuda pared derecha
donde la única ventana del cuarto había sido cerrada con ladrillos
y yeso muchos años antes.
—Servirá —dijo.
Apoyó una mano delgada contra la cara de
Boyd y le empujó. Con fuerza.
Boyd aterrizó en la silla de Griff. La silla
osciló hacia atrás. El muchacho pegó contra la pared con las
rodillas y dio un alarido. Se puso de pie demasiado confundido aún
pan sentir miedo o indignación.
—¿Está usted loco? ¡Soy Boyd Mulligan!
El desconocido se quedó de pie en medio del
cuarto, con las piernas bien apartadas, y se inclinó hacia Boyd
como si se opusiera a un fuerte viento.
—Y yo soy Dashiell Hammett —dijo el
otro.
—¿Ham... Hammett?
Sintió que le temblaba el labio inferior Se
apartó el lacio cabello negro de la cara. No estaba preparado para
esto. El, bueno, diablos, él simplemente...
—Dorothy... volverá de almorzar en
cualquier...
—Veintidós minutos —dijo Hammett— Siéntate,
muchachito.
Boyd se encontró enderezando la silla de su
tío y sentándose en ella, mientras asía con fuerza los brazos. Le
quemaban las mejillas. ¡Ya vería cuando mandase a los muchachos
tras él! Empezarían a romperle las rodillas y... Pero, maldición,
su tío había dicho que nadie debia tocar a Hammett. Y lo que su tío
decía...
—Vine simplemente a ponerte sobre aviso,
muchachito —dijo Hammett—, Voy a hacer freír al tipo que mató a Vic
Atkinson. Y a los hombres que...
—Escuche, yo no..
—Y a los hombres que se lo ordenaron. Boyd
luchó por controlar el pánico. Hammett solamente trataba de hacerle
hablar. Bueno, Boyd Mulligan no hablaba. Era demasiado duro y
astuto para hacerlo.
—No sé de qué habla.
—Lo sabes, muchachito. —Hammett se acercó
más aún, con fuego en los ojos—. ¿Por qué supones que destrocé el
bar de Pronzini anoche?
—Pero los diarios dijeron que una banda de
chinos...
—¡Vaya por Dios! —Hammett se rió en forma
desagradable—. No eres más que el mensajero, ¿no? Bueno, dile a tu
tío que Pronzini habló. Conmigo. Sobre la droga de la bebida de
Vic. Sobre la llamada a tu tío. Sobre el tipo que tu tío llamó.
Todo. Todo, muchachito.
Boyd se pasaba la lengua por los labios, una
y otra vez. El corazón parecía golpearle contra el pecho.
—Yo... él no lo haría... Atkinson no...
Hammett cruzó la oficina con largos pasos. Abrió la puerta de
golpe. Giró bruscamente sobre los talones para mirarlo.
—¿Viste alguna vez a un tipo colgado,
muchachito? Termina con un cuello de veinte centímetros.
Se fue. Boyd, atónito, hizo un esfuerzo para
ponerse de pie. Se acercó a la ventana de la oficina del frente
justo a tiempo para ver que Hammett se dirigía rápidamente hacia
los Tribunales. ¡Tribunales! Con manos temblorosas tomó el
teléfono.
—Te divertiste anoche —lo acusó Jimmy
Wright.
Hammett bebía un café malo preparado en la
cocinita del detective. Por la ventana podía ver parte del techo
del almacén de equipajes de Southern Pacific. Hacía exactamente una
semana que había estado allí mirando la cabeza destrozada de Vic.
Una semana y nadie acusado aún. Pero...
—Me divertí más esta mañana. ¿Estás seguro
de que ese tipo tiene controlado el teléfono de Mulligan
Hnos.?
—Acabo de ir a la compañía de teléfonos.
Están intervenidos.
Hammett bajó la taza de café y la miró como
si esperara que apareciera algo en la superficie. Su voz era
jocosa. Se le veía joven, le brillaban los ojos.
—Vengo de la oficina de Mulligan. La otra
mañana invité a desayunar a la secretaria y me enteré de los
horarios. Cuando salió a almorzar y el tío aún no había vuelto, fui
y presioné un poquito a Boydie.
—¿Cómo es? —preguntó el detective con voz
interesada.
—Soprano. Espero que haya usado el teléfono
cuando me fui.
El detective se encogió de hombros y dijo
sin ambages:
—Para llamar al tío Griff... —Le gustaba ver
cómo trabajaba Hammett.
—Cuando llamó, el tío Griff debía estar
sentado en la barbería de Drave, en McAllister y Fillmore,
esperando que apareciera un tal míster Hambledom con un buen dato
sobre las acciones de una compañía minera. Tío Griff nunca va a la
barbería de Dave.
—No sería Dashiell Hambledom, ¿no?
—El mismísimo. De incógnito, para esta
ocasión tan especial.
Brevemente le detalló lo que había ocurrido
en el local de Pronzini la noche anterior, con apropiados
comentarios y muchas risas por parte del detective. Finalmente se
puso de pie y se caló el sombrero.
—¿Qué tal anda el interrogatorio de los
oficiales de la policía?
—Un Inspector O’Keefe parece frágil. Y creo
que el teniente, en la lista de pagos de Molly, está listo para
confesar. Les dije a ambos que volvieran esta noche. Yo mismo me
ocuparé de ellos. ¿Quieres estar presente?
—Te llamaré luego. —Desde la puerta dijo—:
¿Qué tenían en Pinkerton sobre Tokzek?
—Suerte que preguntaste. Meinbress no me
conocía, así que quería cerciorarse con algunos de los otros
muchachos antes de buscar en los archivos.
—¿Meinbress?
—Tomó la Superintendencia cuando Geauque se
fue. Tengo que llamarlo esta tarde y me dirá todo lo que tengan
sobre él.
Cuando, tres horas después, Hammett subía la
colina tras apearse de un tranvía, vio a Dan Laverty apoyado contra
su polvoriento Reo, con los brazos cruzados sobre el pecho. Hablaba
con la francesa delgada que tenía la lavandería de la planta baja
del edificio de Hammett.
La mujer entró en el local con expresión
descontenta cuando Hammett llegó. El Predicador se encaró con
Hammett. Se lo veía serio; sus duros ojos de policía mostraban
preocupación.
—Ah... Mire, Dash, ¿qué es eso que oí de que
está metido en lo que ocurrió en el local de Dominic Pronzini
anoche?
—¿Los matones chinos? —Hammett se encogió de
hombros—. Tenía que presionar a Pronzini, y fueron los únicos tipos
de San Francisco que me imaginé no tendrían miedo de ir contra
él.
—Sí-í-í-í. —Laverty dudaba, extrañamente
inseguro de sí mismo. Comenzó—: Dash, quiero... —Calló y sacudió la
cabeza. Suspiró. Con voz cansada dijo—: ¿Por qué quería presionar a
Pronzini de todos modos? ¿Por qué cree que tuvo algo que ver con la
muerte de Vic?
Hammett fue contando las razones con los
dedos.
—Vic me llamó esa noche, a eso de la una, de
la Asociación de Jóvenes del Ejército y la Marina en El
Embarcadero. En el estanco del Hotel Commodore le dieron
instrucciones y la contraseña del local de Pronzini. Con esos datos
fui tras él. Admitió haberle drogado. Admitió haber llamado a Griff
Mulligan. Admitió que alguien vino a echarle una mirada a Vic. Pero
asegura que la última vez que lo vio, Vic estaba vivo.
—¿Lo cree?
—Puede ser cierto. Pero sé sin ninguna duda
que fueron sus muchachos los que tiraron el cadáver de Vic en la
estación.
La luz del sol finalmente se había abierto
paso entre la niebla, y cuando Laverty cambió de posición, su
sombra se proyectó, negra y quebrada, en el centro, sobre la acera
y los ladrillos del edificio de apartamentos. Con voz ronca
dijo:
—Me gustaría tener a ese desgraciado de
Pronzini en el sótano de los Tribunales durante una hora. Sabríamos
la verdad.
—Los Mulligan lo sacarían bajo fianza antes
de que usted pudiera empezar a calentarse. Y si lo llevara a una
comisaría en vez de los Tribunales, ese taxi estacionado
permanentemente frente al local entregaría la fianza aun antes de
que lo registrara.
Laverty asintió. El breve brillo de sus ojos
se apagó. Preguntó:
—¿De dónde sacó a los orientales?
—Uno de los grandes del Barrio Chino me
debía un favor.
Laverty hizo un gesto de asentimiento con la
cabeza y subió a su Reo Negro. El auto le hizo recordar algo a
Hammett. Apoyó un codo sobre la ventanilla.
—¿Dan, vio el informe del forense sobre Egan
Tokzek ya? ¿Estaba drogado el tipo?
—Hasta los ojos. Cristales de C y M. Aún
tenía la caja en el bolsillo. Suerte para mí que lo estaba: me
vació una 44 sin darle más que a los vidrios...
Hammett observó cómo se alejaba el auto de
Laverty por la calle Post; se quedó inmóvil durante casi un minuto
después que hubo desaparecido. Egan Tokzek había sido drogadicto
durante mucho tiempo, permanentemente, tal como le había dicho
Pronzini. Y estaba drogado la noche de su muerte.
Lo que no tenía sentido, salvo que... Sí...,
que se le diera la vuelta. Considerando el hecho de que era el
traficante de Pronzini, y de que Pronzini traía la mayor parte de
whisky canadiense por Bolinas. Lo invadió una extraña excitación
nacida de cosas a medio saber...
Cruzó rápidamente el garaje de Doris y llamó
a Jimmy Wright en el Hotel Townsend. Maldición, a esta hora Jimmy
ya debía haberse enterado de algo.
—¿Llamaste? —preguntó sin preámbulos.
—Si. Y por tu tono de voz veo que no va a
sorprenderte mucho que te diga que Heloise Kuhn, la dama gorda de
Marin, es la hermana de Tokzek.
—Bien, bien —dijo Hammett rápidamente—,
Claro. Lo que pensé. Trato de recordarla con cien kilos menos. Era
una belleza. La apresaron por violación del código Mann, ¿no?
—En 1916, exacto. Pinkerton hizo el arresto.
Un caso de trata de blancas; a Tokzek le dieron cinco años...
aunque es la hermana la que parece una mala pécora. El salió en el
veintiuno.
—¿Qué se supone que hacían?
—Conseguían chicas orientales para la casa
de Colosimo en Chicago.
—¿No estaba Johnny Torrio al frente de la
casa entonces?
—Torrio. Exacto.
—Y cuando se retiró se hizo cargo Scarface
—murmuró Hammett para sí. Alzó la voz. No cuentes conmigo esta
noche, Jimmy, para esos interrogatorios. Voy a estar ocupado.
—Acaparas toda la diversión —protestó el
detective.
Hammett rió, colgó, puso otra moneda en la
ranura y pidió Douglas 6400. Tuvo la suerte de encontrar a George
Biltmore.
—Bueno, Hammett. —La voz de Biltmore era
seca—. ¿En qué puedo servirle?
—¿Cómo están mis acciones después de lo del
domingo?
La fuerte risa de Biltmore denotaba
alivio.
—Conmigo diez puntos. Pero May no estaría
muy contenta de volver a verlo. Como obviamente no puede culpar a
la apenada viuda, le echa toda la culpa a usted.
—Sí, bueno, yo llevé la bebida. ¿Qué tal es
ese chófer suyo en una pelea?
—¿Harry? —La risa volvió a resonar—. Peleó
en la Primera Batalla de Matabele en el 93, contra la flor de los
guerreros de Lobengula. Perdió el ojo en la batalla de
Imbembese.
Nada de esto tenía mucho significado para
Hammett; había nacido un año después.
—¿Cree que estaría dispuesto a llevarme a un
lugar esta noche?
—Si le promete acción, ahí estará.
—El ferry de las nueve y media en Sausalito
—dijo Hammett—, Puede recogerme en el embarcadero. No haria mal en
traer una pistola si es que tiene una a mano, aunque no creo que
haya tiros.
—No necesita otro hombre, ¿verdad? —Había un
deseo velado en la voz de Biltmore.
—Su mujer ya está bastante enojada
conmigo.