Apartamento de la familia Dicanti

Via Della Croce, 12

Sábado, 9 de abril de 2005. 23:46

Paola lloró durante un buen rato, con la puerta cerrada y las heridas del corazón muy abiertas. Por suerte su madre no estaba, había ido a pasar el fin de semana a Ostia, a casa de unas amigas. Para la criminalista fue todo un alivio: aquel era un momento realmente malo, y no podría escondérselo a la señora Dicanti. En cierto sentido, el ver su preocupación y cómo se hubiera desvivido por alegrarle la cara hubiera sido aún peor. Necesitaba estar sola para hundirse sin molestias en el fracaso y la desesperación.

Se arrojó en la cama completamente vestida. Por la ventana entraban en la habitación el bullicio de las calles vecinas y los tímidos rayos de la tarde de abril. Con ese arrullo, y después de dar mil vueltas a la conversación de Boi y a los sucesos de los últimos días, consiguió dormir. Casi nueve horas después de haber caído rendida, un olor maravilloso a café recién hecho se coló en su sueño, obligando a emerger a su consciencia.

—Mamá, has vuelto demasiado pronto…

—Efectivamente, he vuelto pronto, pero se equivoca usted de persona —dijo una voz dura, educada y con un italiano cadencioso y vacilante: la voz del padre Fowler.

Paola abrió mucho los ojos y sin darse cuenta de lo que hacía le echó ambos brazos al cuello.

—Cuidado, cuidado, que derrama usted el café…

La criminalista se soltó a regañadientes. Fowler estaba sentado en el borde de su cama, y la miraba divertido. En la mano llevaba una taza que había tomado de la propia cocina de la casa.

—¿Cómo ha entrado aquí? ¿Y cómo ha conseguido escapar de los policías? Le hacía a usted camino de Washington…

—Con calma, una pregunta por vez —rió Fowler—. En cuanto a cómo he conseguido escapar de dos funcionarios gordos y mal entrenados, le ruego por favor que no insulte a mi inteligencia. Sobre cómo he entrado aquí, la respuesta es fácil: con una ganzúa.

—Ya veo. Entrenamiento básico de la CIA, ¿verdad?

—Más o menos. Lamento la intromisión, pero llamé varias veces y nadie me abrió. Creí que podría usted estar en problemas. Cuando la vi dormir tan apaciblemente, decidí cumplir mi promesa de invitarla a un café.

Paola se puso en pie, aceptando la taza de manos del sacerdote. Le dio un sorbo largo y tranquilizador. La habitación estaba iluminada sólo por la luz de las farolas de la calle, que fabricaba largas sombras en el alto techo. Fowler contempló el cuarto bajo a aquel tenue resplandor. Sobre una pared colgaban los diplomas de la escuela, de la universidad, de la Academia del FBI. También las medallas de natación, e incluso algunos dibujos al óleo que ya debían de tener al menos trece años. Sintió de nuevo la vulnerabilidad de aquella mujer inteligente y fuerte, pero que seguía lastrada por su pasado. Una parte de ella nunca había abandonado su primera juventud. Intentó adivinar qué lado de la pared sería más visible desde la cama y creyó comprender entonces. En el punto que trazó mentalmente su línea imaginaria desde la almohada al muro, se veía un cuadro de Paola junto a su padre en una habitación del hospital.

—Este café es muy bueno. Mi madre lo hace fatal.

—Cuestión de regular el fuego, dottora.

—¿Por qué ha vuelto, padre?

—Por varios motivos. Porque no quería dejarla a usted en la estacada. Para evitar que ese loco se salga con la suya. Y porque sospecho que aquí hay mucho más de lo que se esconde a simple vista. Siento que nos han utilizado a todos, a usted y a mí. Además, supongo que usted tendrá un motivo muy personal para seguir adelante.

Paola frunció el ceño.

—Tiene usted razón. Pontiero era un amigo y un compañero. Ahora mismo lo que más me preocupa es hacer justicia con su asesino. Pero dudo que podamos hacer nada ahora, padre. Sin mi placa y sin sus apoyos, solo somos dos nubecillas de aire. Al menor soplo de viento nos dispersaremos. Y además, es posible que a usted le estén buscando.

—Es posible que me estén buscando, en efecto. A los dos policías les di esquinazo en Fiumicino[38]. Pero dudo que Boi llegue al extremo de lanzar una orden de busca y captura contra mí. Con el follón que hay en la ciudad no le serviría de nada (ni sería muy justificable). Lo más probable es que lo deje correr.

—¿Y sus jefes, padre?

—Oficialmente, yo estoy en Langley. Extraoficialmente, no han puesto reparos en que me quede por aquí un poco más.

—Por fin una buena noticia.

—Lo que tenemos más complicado es entrar en el Vaticano, porque Cirin estará avisado.

—Pues no veo como podremos proteger a los cardenales si ellos están dentro y nosotros fuera.

—Creo que deberíamos empezar desde el principio, dottora. Revisar todo este maldito embrollo desde el inicio, porque es evidente que algo se nos ha pasado por alto.

—Pero ¿cómo? No tengo el material apropiado, todo el expediente de Karoski está en la UACV.

Fowler le dedicó una media sonrisa pícara.

—Bueno, a veces Dios nos concede pequeños milagros.

Hizo un gesto en dirección al escritorio de Paola, en un extremo de la habitación. Paola encendió el flexo sobre la mesa, que iluminó el grueso legajo de tapas marrones que componía el dossier de Karoski.

—Le propongo un trato, dottora. Usted se dedica a lo que mejor sabe hacer: un perfil psicológico del asesino. Uno definitivo, con todos los datos de los que disponemos ahora. Yo mientras le voy sirviendo café.

Paola apuró de un trago el resto de la taza. Intentó escrutar el rostro del sacerdote, pero su rostro quedaba fuera del cono de luz que iluminaba el expediente de Karoski. Y de nuevo Paola sintió la premonición que le había invadido en el pasillo de la Domus Sancta Marthae, y que había silenciado hasta mejor ocasión. Ahora, y más tras la larga lista de acontecimientos que sucedieron a la muerte de Cardoso, estaba más convencida que nunca de que aquella intuición había sido acertada. Encendió el ordenador sobre su escritorio. Seleccionó entre sus documentos una ficha de perfil en blanco y comenzó a rellenarla compulsivamente, consultando de tanto en tanto las hojas del dossier.

—Prepare otra cafetera, padre. Tengo que confirmar una teoría.