Morgue Municipal

Jueves, 7 de abril de 2005. 01:32

Había asistido con gesto pétreo a la autopsia. Desaparecida la adrenalina de los primeros momentos, comenzó a sentirse cada vez más deprimida. Ver cómo el bisturí del forense diseccionaba a su compañero fue una empresa casi superior a sus fuerzas, pero lo consiguió. El forense enunció que Pontiero había sido golpeado cuarenta y tres veces con un objeto romo, probablemente el candelabro ensangrentado que habían encontrado después en la escena del crimen. Sobre qué había causado los cortes de su cuerpo, incluyendo el tajo de la garganta, se reservó hasta que los del laboratorio aportaran moldes de las incisiones.

Paola escuchó el dictamen a través de una neblina sensorial, que no atenuó en modo alguno su sufrimiento. Se quedó allí mirando durante horas, autoimponiéndose un castigo inhumano. Dante se dejó caer por la sala de autopsias, hizo unas cuantas preguntas y se marchó enseguida. Boi también hizo acto de presencia, pero fue meramente testimonial. Se marchó pronto, aturdido e incrédulo, mencionando que hacía apenas unas horas había hablado con él.

Cuando el forense terminó, dejó el cadáver sobre la mesa de metal. Iba a cubrir su rostro cuando Paola dijo:

—No.

Y el forense comprendió, y salió también sin decir palabra.

El cuerpo estaba lavado, pero aún así desprendía un ligero olor a sangre. A la luz directa, blanca y fría, el pequeño subinspector parecía minúsculo. Los golpes cubrían su cuerpo como medallas de dolor, y las heridas enormes, como bocas obscenas, aún desprendían el olor cobrizo de la sangre.

Paola buscó el sobre con el contenido de los bolsillos de Pontiero. Un rosario, unas llaves, la cartera. Un bolígrafo, un mechero, un paquete de tabaco recién empezado. Al ver éste último objeto, al darse cuenta de que nadie iba a fumar aquellos cigarrillos, se sintió muy triste y sola. Y comenzó a entender de verdad que su compañero, su amigo estaba muerto. En un gesto de negación, cogió uno de los pitillos. El mechero raspó el pesado silencio de la sala de autopsias con una llama viva.

Paola había dejado el hábito después de la muerte de su padre. Reprimió el gesto de toser y dio una calada aún más honda. Echó el humo directamente hacia la señal de prohibido fumar, como le gustaba hacer a Pontiero.

Y comenzó a despedirse de él.

Mierda, Pontiero. Joder. Mierda, mierda y mierda. ¿Cómo pudiste ser tan torpe? Todo esto es por tu culpa. Mírate. Ni siquiera hemos dejado a tu mujer que viera tu cadáver. Te dio bien, joder si te dio bien. Ella no lo hubiera resistido, no hubiera resistido verte así. Menuda vergüenza. ¿A ti te parece normal que sea yo la última persona en éste mundo que te vea desnudo? Te prometo que no es la clase de intimidad que quería tener contigo. No, de todos los polis del mundo tú eras el peor candidato para un ataúd cerrado, y te lo has ganado. Todo para ti. Pontiero, torpe, patán, ¿no podrías haberte dado cuenta? ¿Cómo demonios te metiste en ese túnel? No puedo creerlo. Tú siempre has corrido detrás del cáncer de pulmón, como mi maldito padre. Dios, ni te imaginas lo que me imaginaba cada vez que te fumabas una mierda de éstas. Volvía a ver mi padre en la cama del hospital, escupiendo los pulmones en las sábanas. Y yo estudiando allí por las tardes. Por la mañana, a la facultad. Por las tardes a meterme los temas en la cabeza a base de toses. Siempre creí que iría a los pies de tu cama también, a cogerte de la mano mientras te ibas al otro barrio entre avemarías y padrenuestros y mirándole el culo a las enfermeras. Eso, eso tenía que haber sido, y no esto. Patán, ¿no podías haberme llamado? Mierda, si parece que me sonríes, como disculpándote. ¿O estás pensando que es culpa mía? Tu mujer y tus críos no lo piensan ahora, pero ya lo pensarán. Cuando alguien les cuente toda la historia. Pero no, Pontiero, no es culpa mía. Es culpa tuya y solo tuya, imbécil, más que imbecil. ¿Por qué coño te metiste en ese túnel? Ay, maldita sea tu puñetera confianza en todo aquel que lleve una sotana. El cabrón de Karoski, cómo nos la jugó. Bueno, me la jugó a mí y la has pagado tú. Esa barba, esa nariz. Llevaba puestas las gafas solo para jodernos, para ridiculizarnos. El muy cerdo. Me miró directamente a la cara, pero no pude ver sus ojos detrás de esos dos culos de vaso que llevaba en la cara. Esa barba, esa nariz. ¿Quieres creer que no se si le reconocería si le volviera a ver? Ya se lo que estás pensando. Que mire las fotos de la escena del crimen de Robayra por si aparece en alguna, aunque sea al fondo. Y eso voy a hacer, por Dios. Eso voy a hacer. Pero deja de hacerte el listillo. Y no sonrías, cabrón, no sonrías. Sólo es el rigor mortis, por el amor de Dios. Aún muerto quieres hacerme cargar con tus culpas. No confíes en nadie, me decías. Ten cuidado, me decías. ¿Se puede saber para qué tantos puñeteros consejos si luego no los seguías tú? Dios, Pontiero. Menudo marrón que me dejas. Por tu puñetera torpeza me quedo sola delante de ese monstruo. Joder, si estamos siguiendo a un cura, las sotanas se vuelven automáticamente sospechosas, Pontiero. No me vengas con ésas. No te excuses en que el padre Francesco parecía un viejo desvalido y cojo. Joder, que te ha dado para el pelo. Mierda, mierda. Como te odio, Pontiero. ¿Sabes lo que dijo tu mujer cuando se enteró de que habías muerto? Dijo «No puede morir. Le gusta el jazz». No dijo «tiene dos críos» o «Es mi marido y le amo». No, dijo que te gustaba el jazz. Como si Duke Ellington o Diana Krall fueran un puto chaleco antibalas. Mierda, ella te siente, te sentía vivo aún, siente tu voz rasposa y la música que escuchas. Huele aún los cigarros que fumas. Que fumabas. Como te odio. Beato de mierda… ¿de qué te vale ahora todo lo que rezaste? Aquéllos en los que confiabas te han dado la espalda. Ya, ya me acuerdo de aquel día que comimos pastrami en plena Piazza Colonna. Me dijiste que los curas no son más que hombres con una responsabilidad, no ángeles. Que la Iglesia no se da cuenta de eso. Y te juro que se lo diré a la cara al próximo que se asome al balcón de San Pedro, te lo juro. Lo escribiré en una pancarta tan grande que la verá aunque esté ciego. Pontiero, maldito idiota. Ésta no era nuestra lucha. Oh, mierda, tengo miedo, mucho miedo. No quiero acabar como tú. Esa mesa tiene pinta de estar muy fría. ¿Y si Karoski me sigue hasta mi casa? Pontiero, idiota, ésta no es nuestra lucha. Es una lucha de los curas y su Iglesia. Y no me digas que también es la mía. Yo no creo ya en Dios. Mejor dicho, sí creo. Pero creo que no es buena gente. Mi amor por él me dejó a los pies de un muerto que tenía que haber vivido treinta años más. Se fue más rápido que un desodorante barato, Pontiero. Y ahora sólo queda el olor de los muertos, de todos los muertos que hemos visto en estos años. Cuerpos que olían a podrido antes de tiempo porque Dios no supo hacer bien a algunas de sus criaturas. Y tu cadáver es el que peor huele de todos. No me mires así. No me digas que Dios cree en mí. Un Dios bueno no deja que ocurran éstas cosas, no deja que uno de los suyos se convierta en un lobo entre las ovejas. Tú oíste como yo lo que contó el padre Fowler. A ese mamón le dejaron arregladito de abajo con toda la mierda que le metieron y ahora busca emociones más fuertes aún que violar a niños. ¿Y qué me dices de ti? ¿Qué clase de Dios permite que a un beato meapilas como tú lo metan en una puta nevera, mientras su compañera podría meter la mano entera en sus heridas? Mierda, no era mi lucha antes, más allá de apuntarme un tanto con Boi, coger a uno de estos degenerados por fin. Pero está visto que soy una inútil. No, cállate. No digas nada. ¡Deja de protegerme! ¡No soy una niña! Sí, he sido una inútil. ¿Qué tiene de malo reconocerlo? No he pensado con claridad. Todo esto me ha superado claramente, pero ya está. Se acabó. Joder, no era mi lucha, pero ahora sí que lo es. Ahora es personal, Pontiero. Ahora me importa un carajo la presión del Vaticano, de Cirin, de Boi y de la puta que los parió a todos. Ahora voy a ir a por todas, y no me importa si en el camino ruedan cabezas. Voy a cogerle, Pontiero. Por ti y por mí. Por tu mujer que espera ahí fuera y por tus dos mocosos. Pero sobre todo por ti, porque estás helado y tu cara ya no es tu cara. Dios, qué jodido te ha dejado. Que jodido te ha dejado y qué sola me siento. Te odio, Pontiero. Te echaré mucho de menos.

Paola salió al pasillo. Fowler la esperaba mirando fíjamente a la pared, sentado en un banco de madera. Se puso en pie al verla.

Dottora, yo…

—Está bien, padre.

—No está bien. Sé por lo que está pasando. Usted no está bien.

—Por supuesto que no estoy bien. Mierda, Fowler, no voy a volver a caer en sus brazos otra vez derrumbada de dolor. Eso solo pasa en las películas.

Se marchaba ya cuando apareció Boi junto a ambos.

—Dicanti, tenemos que hablar. Estoy muy preocupado por usted.

—¿Usted también? Qué novedad. Lo siento, pero no tengo tiempo para charlas.

El doctor Boi se interpuso en su camino. La cabeza de ella le llegaba al científico a la altura del pecho.

—No lo entiende, Dicanti. Voy a retirarla del caso. Ahora las apuestas son demasiado grandes.

Paola alzó la vista. Se le quedó mirando fijamente y habló despacio, muy despacio, con la voz helada, átona.

—Escúchame bien, Carlo, porque solo lo diré una vez. Voy a coger al que le hizo esto a Pontiero. Ni tú ni nadie tiene nada que decir al respecto. ¿Me he expresado con claridad?

—No parece tener muy claro quién es el jefe aquí, Dicanti.

—Tal vez. Pero sí tengo claro qué es lo que tengo que hacer. Hazte a un lado, por favor.

Boi abrió la boca para responder pero en lugar de ello se apartó. Paola, encaminó sus enfurecidos pasos hacia la salida.

Fowler sonreía.

—¿Qué es tan gracioso, padre?

—Usted, por supuesto. No me engaña. No pensó en retirarla del caso en ningún momento, ¿verdad?

El director de la UACV fingió asombro.

—Paola es una mujer muy fuerte e independiente, pero necesita centrarse. Toda ésta rabia que está sintiendo ahora puede ser enfocada, canalizada.

—Director… oigo palabras pero no escucho verdades.

—De acuerdo. Lo reconozco. Siento miedo por ella. Necesitaba saber que tiene dentro la fuerza necesaria para seguir. Cualquier otra respuesta que no fuera la que me ha dado habría hecho que la quitase de en medio. No nos enfrentamos a alguien normal.

—Ahora sí está siendo sincero.

Fowler vio que tras el cínico político y administrador había un ser humano. Le vio tal cual era en aquel momento de la madrugada, con la ropa acartonada y el alma rasgada tras la muerte de uno de sus subordinados. Puede que Boi dedicase mucho tiempo a autopromocionarse, pero le había cubierto las espaldas a Paola casi siempre. Aún sentía una fuerte atracción por ella, eso era evidente.

—Padre Fowler, he de pedirle un favor.

—En realidad no.

—¿Cómo dice? —se asombró Boi.

—No ha de pedírmelo. Tendré cuidado de la dottora, a su pesar. Para bien o para mal, solo quedamos tres en esto. Fabio Dante, Dicanti y yo mismo. Tendremos que hacer frente común.